Capítulo 7.
Salgo de la ducha envuelto en las conversaciones amenas de los miembros del gimnasio y el aroma de más de cinco jabones distintos. El estruendo del agua cayendo se entremezcla con las risas y las charlas de los demás mientras yo me abro paso hasta mi taquilla. Sin dejar de secarme el pelo con una toalla, abro el candado y saco la bolsa de deporte junto con las llaves y el móvil. Tengo un mensaje y diez idioteces del pesado de Jared.
Ignoro esto último, me siento en el banco que tengo justo detrás, y abro la notificación. Nos convocan a todos a una reunión el domingo por la tarde.
—¿Vas a ir?
La repentina aparición de Liam a mi lado no me sorprende y, con calma, dejo el teléfono a un lado. La toalla mojada aterriza justo encima y comienzo a sacar las cosas para poder cambiarme e irme a casa de una buena vez.
—No —contesto a la vez que rebusco entre la ropa—. Mierda, ¿tienes desodorante? Me lo he dejado en casa.
Liam me tiende el suyo en silencio, aunque sé que solo se está tomando su tiempo en contestarme. Por un momento, su falta de palabras parece casi una respuesta y resisto el impulso de mirar el tatuaje que adorna su antebrazo izquierdo; el mismo que poseo yo en el lado izquierdo del cuello y que tantos recuerdos amargos me ha traído durante el último año.
La asfixiante nube de desodorante que me echo encima es lo que me permite volver a la realidad. Se lo devuelvo a Liam y alcanzo la camiseta negra que había dejado a un lado.
—No podrás evadirte siempre —dice finalmente. Su turno también ha acabado, así que comienza a sacar una toalla y el neceser para meterse a las duchas.
De pronto, mis vaqueros me parecen lo más interesante del mundo.
—Ni es mi intención. —Suelto un suspiro y me yergo solo para apoyarme en la fría pared. Liam me mira desde las alturas con expresión indescifrable. No juzga ni opina, solo aguarda. Sin darme apenas cuenta, mis siguientes palabras salen solas—: Es solo que no puedo...
La frase muere en el nudo en la garganta que acompaña a la avalancha de recuerdos que me invade cada vez que me atrevo a rozar el tema. Cansado, me froto los ojos y me aprieto el puente de la nariz.
—Lo siento —murmuro y me pongo en pie para poder calzarme—, pero por ahora no me veo capaz de aguantar a tantos conocidos. Ya tengo suficiente con las miradas que me lanzan los de pueblo y la universidad.
—Solo piénsalo —es lo único que dice antes de comenzar a desvestirse.
Yo, ausente, asiento aunque sé que ya no me esté prestando atención. De pronto, el banco comienza a vibrar con insistencia bajo la llamada de mi móvil. Al ver que es Jared, cuelgo sin dudarlo un segundo.
—Que me cuelgues sin contestar duele, ¿sabes?
La voz indignada de Jared se abre paso entre el ruido desde la misma entrada del vestuario y mi suspiro sale de forma automática. Por supuesto, tenía que venir.
Con una paciencia que no poseo, me doy la vuelta y me encuentro con su irritante y falsa expresión de orgullo herido demasiado cerca. Y por si no fuera ya suficiente, me muestra la pantalla del móvil como acusación, aunque esta ya esté apagada.
Me obligo a no suspirar de nuevo y regreso a mi tarea de ponerme los calcetines.
—¿Qué haces aquí?
—Venir a por ti. Me acaban de nombrar chófer y debo cumplir con mi deber.
—No gracias, soy perfectamente autosuficiente. —Los cordones de una zapatilla se me resisten más de lo que deberían y mi irritación aumenta—. ¿No estabas en una cita?
—Lo estaba. Fue muy entretenido y me he vuelto a casa con un regalo inesperado. ¿Quieres que te describa lo que es ser alguien social? Sherly es muy divertida.
—Me alegro —digo sin interés alguno—, pero no pienso entrometerme en tu vida amorosa. —Termino de recoger y me cuelgo la bolsa al hombro. Meto las llaves y el móvil en el bolsillo y saco la cazadora de la taquilla—. Adiós Liam, nos vemos mañana. Saluda a tu padre de mi parte.
Liam asiente y nos despide a los dos. Jared, cómo no, sale tras de mí pisándome los talones; no va a dejarme en paz ni un solo segundo. Cuando veo que me sigue incluso hasta donde tengo aparcada la moto, decido que ya es suficiente y me doy la vuelta para encararlo.
—En serio, Jared, ¿qué haces aquí?
—Te lo he dicho: venir a por ti. —De pronto, el tono de broma desaparece—. Mis padres quieren que vengas a cenar.
Por un momento no entiendo de qué me está hablando.
—¿A cenar?
Jared asiente y saca las llaves de su coche del bolsillo.
—De alguna forma se han enterado de que hoy sales de trabajar pronto. Y antes de que digas nada, no, esta vez no he sido yo.
—Las invitaciones de tus padres nunca son solo cena —me quejo, suspirando. Me paso los dedos por el pelo y lo descubro todavía húmedo. Me guste o no, sé que no tengo escapatoria.
—Hay pijamas de sobra en casa y la habitación de invitados es toda tuya.
—Como siempre —murmuro resignado.
Por una vez, la sonrisa de Jared se torna amable y me da un ligero golpe en el hombro.
—Les he hecho prometer que no harán preguntas —me asegura—. Simplemente, y cito a mi madre, hace mucho que no asomas la nariz por casa.
—¿Nada de interrogatorios?
—Bueno... —duda y me mira de pies a cabeza. Las alarmas se me disparan—. Mi madre seguro que te preguntará si comes bien.
Por primera vez en toda la semana suelto una carcajada y pongo los ojos en blanco.
—Podré lidiar con eso.
Lo primero que me encuentro al entrar en casa de Jared son unos brazos que me rodean y estrechan en un abrazo asfixiante. Como puedo, devuelvo el gesto tragándome la incomodidad del momento y aguanto con dignidad los dos sonoros besos que me da Susan, la madre de Jared, antes de que me aparte de ella para examinarme de arriba a bajo con ojo crítico y profesional, sujetándome por los hombros e impidiendo mi huida. Por un segundo me da la sensación de que es capaz de ver mi peso y talla con tan solo un examen visual a la vez que adivina lo que he estado comiendo la última semana. Frunce el ceño al ver mis ojeras y yo sonrío con torpeza.
—Buenas noches, Susan.
—Me alegra que hayas venido, Alec. Espero que tengas hambre.
—Estoy famélico —aseguro, y no miento. La casa huele a verduras asadas y a especias de una forma tan sugerente que me descubro más hambriento de lo que me creía en un principio.
La sonrisa de Susan es deslumbrante y me invita a pasar del umbral de la entrada. Me arrebata con agilidad la cazadora de las manos y me guía por un camino que me sé de memoria hasta la cocina. Ahí me encuentro a un recién llegado Jared rebuscando algo en el frigorífico y a su padre, quien está concentrado en cortar unos pimientos. Verlo sin camisa ni corbata es extraño pase el tiempo que pase, y descubrirlo con delantal de cocina solo consigue añadirle puntos extra a lo inusual. Para mí, el padre de Jared siempre será abogado durante las veinticuatro horas del día.
—Hola —saludo.
Leonard alza la mirada y sonríe al verme. Deja el cuchillo a un lado y se aleja de la encimera limpiándose las manos con un trapo.
—Hola Alec. Bienvenido —me estrecha la mano con fuerza—. Llegas justo a tiempo; la cena estará lista en un momento.
—Eso si tu querido hijo no se la acaba antes de que llegue a la mesa —espeta su mujer, sorprendiendo el intento de Jared de robar un trozo de calabacín salteado.
Llega a él en dos zancadas rápidas y le golpea las manos, aunque no puede evitar que su hijo se haga con su objetivo.
—¿Qué? Tengo hambre —masculla, lamiéndose el aceite de los dedos con expresión inocente.
—Siempre tienes hambre.
—Hago ejercicio —se excusa sin arrepentimiento alguno—. Como nutricionista deberías saber que es importante reponer los nutrientes gastados.
—Largo de mi cocina —es lo único que dice su madre, pero es amenaza suficiente en cuanto agarra una espátula—. Y ve a lavarte las manos, cochino.
—Vale, vale.
Jared ríe y, obediente, sale trotando de la cocina pasando a mi lado como si fuera uno más de esta casa. Supongo que es por este tipo de cosas que sigo aguantándolo; sabe darle la importancia justa a los problemas.
—¿Os ayudo en algo? —pregunto entonces. No soporto estar de brazos cruzados cuando todos trastean a mi alrededor.
—Poned la mesa —me pide Leonard—. Los platos están en el armario junto al frigorífico.
Asiento y, minutos después, Jared y yo nos vemos enfrascados en la tarea de colocar platos y cubiertos para cuatro personas en la mesa del comedor. Entonces, el móvil de Jared suena con el tono de un mensaje recibido.
La sonrisa torcida que esboza cuando lo lee me hace sospechar.
—¿Tu nueva novia?
—Futura, más bien —murmura mientras teclea largo rápido. Se lo guarda en el bolsillo trasero del pantalón y me mira con una ceja levantada—. ¿Pero desde cuando te interesa mi vida privada? ¿Te han dado un golpe en la cabeza o algo?
—Y luego te preguntas por qué no te soporto —espeto, dejándome caer en una de las sillas. El cansancio del día comienza a pesarme sobre los hombros y la vana esperanza de que hoy pueda dormir en condiciones se enciende en mi subconsciente.
—Pues la verdad es sí —contesta Jared, alargando sin motivo tan estúpida conversación. Sin importarle el decoro, se deja caer de cualquier modo sobre uno de los sillones que hay al otro lado de la sala—. Soy una compañía deseada en este pueblo y tú, que tienes el privilegio de poseerla, me rechazas como si fuera basura. Es indignante.
—Por favor, no empieces.
—Trátame bien y no tendré motivos para quejarme.
En vez de contestar prefiero ignorarlo o de lo contrario no se callaría nunca. Por fortuna, justo entonces aparecen Susan y Leonard, los dos cargados con platos llenos de comida. Me apresuro a levantarme y a quitarle a Susan de las manos un cuenco lleno hasta el borde de arroz que se tambaleaba con demasiado entusiasmo.
—Gracias, Alec. Tú —le espeta de pronto a su hijo—. ¿Qué formas son esas de sentarse? Ven y ayuda.
—Comienzo a pensar que prefieres a Alec como hijo, mamá —murmura este, poniéndose en pie.
—Sin mí te desmadrarías sin remedio y vete a saber en qué lío acabas metido. Mejor le ahorro al mundo ese calvario.
—¡Oye! ¿Y qué he hecho ahora?
—Nada. De momento. Ve a por el pan.
Jared refunfuña algo entre dientes y se adentra en la cocina. Yo, en cambio, me permito disfrutar de uno de los pocos momentos en los que no puede replicar ni salirse con la suya. Su madre tiene el mismo carácter que él y, en consecuencia, sabe pararle los pies. Me vuelvo hacia Leonard.
—Habéis hecho comida para ocho personas —protesto viendo lo llena que está la mesa.
Hay desde una enorme bandeja con verduras asadas, tomates al horno y arroz hasta huevos hervidos y un surtido entero de quesos. Esto más que una cena parece una comida familiar en toda regla.
Leonard ríe y toma asiento. Con un gesto, me pide que haga lo mismo.
—No te preocupes, hay sitio en el frigorífico. Si es que llega a sobrar algo.
—No te cortes —añade Susan, invitándome a servirme el primero—. Para una vez que vienes a casa no voy a dejarte hambriento.
—Vais a conseguir que se sienta culpable —dice Jared en mi lugar, apareciendo en el comedor cargado con un cesto con pan cortado. Lo coloca en el centro de la mesa y por fin se deja caer en su sitio.
No pierde el tiempo en servirse y entonces comenzamos a comer.
—Tonterías —sigue diciendo Susan. Me mira y me apunta con el tenedor, balanceándolo entre los dedos—. Estás flaco, Alec. No se nota porque te pasas el día haciendo deporte y no paras quieto, pero hazme caso. Necesitas...
—Mamá. —El tono seco y de advertencia de Jared la interrumpe antes de que pueda añadir nada más y, de pronto, la incomodidad se asienta entre los cuatro como una invitada más a la cena.
Susan suspira y yo mantengo los ojos anclados en mi plato. Se me ha ido el apetito.
—Es cierto, lo prometí —reconoce, arrepentida—. Lo siento, Alec.
Sonrío como puedo y niego con la cabeza. Soy incapaz de alzar la mirada, pero me obligo a hablar:
—No importa, lo entiendo —Por fin, reúno el valor suficiente para levantar la vista y la descubro preocupada por mí. Me escuecen los ojos y me esfuerzo por sonreír y que no me tiemble la voz—. Y tienes razón; estoy tan ocupado que a veces olvido de hacer la compra o no me da tiempo. Tal vez me pase un día para que me aconsejes. Comienzo a odiar los macarrones.
Mi pobre intento de broma parece, de alguna manera, cumplir con su objetivo y el ambiente se destensa con un suspiro colectivo que en realidad nadie suelta pero que está ahí. Susan sonríe agradecida y aliviada y asiente con ánimos renovados. Creo que le he dado fuego a algo peligroso, porque le brillan los ojos de ilusión.
—Oh, por favor, ven cuando quieras —me pide, o más bien suplica—. De hecho, últimamente estoy recomendando a algunos de mis pacientes una dieta que creo que te vendría de maravilla.
—Lo tendré en cuenta... —murmuro y miro a Jared en busca de ayuda.
Es Leonard el que me saca del apuro entusiasta de su mujer:
—Cambiando de tema —dice y se llena el vaso con agua—, ¿no os habréis cruzado con una chica que acaba de mudarse al pueblo, no? Tengo entendido que está en vuestro mismo año.
Personalmente no tengo ni idea de lo que me está hablando. Para mí, más de la mitad de los que me rodean son caras nuevas. Nunca me han gustado los cotilleos, pues sé lo desagradable que es ser el centro de uno.
—Está en mi clase.
La respuesta de Jared casi logra que me atragante y es entonces cuando varias cosas comienzan a tener sentido.
—¿La chica que iba contigo en el coche? —pregunto entre toses—. ¿La del restaurante?
Jared asiente y yo no entiendo nada. Sus padres, por otra parte, alternan su atención entre él y yo como si fuésemos un partido de tenis de lo más interesante.
—¿No estabais en una cita o algo así? —suelto entonces, incapaz de mantener el hilo de la conversación. No me puedo creer que haya sido capaz de quedar con una chica que acaba de conocer y menos cuando tiene que estar atento a otro tipo de cosas.
Bueno, en realidad sí. Es capaz.
—¿Es que no puedo hacer las dos cosas a la vez? —pregunta inocente y mis sospechas se confirman. Un dolor de cabeza inexplicable me asalta de pronto y resisto las ganas de tirarle algo.
—¿Podéis explicarnos de qué estáis hablando? —interviene entonces su padre.
—Nada del otro mundo. —Con calma, se encoge de hombros y vuelve a apoderarse del contenido de su plato. Mientras corta un trozo de pimiento, sigue hablando—: Se dio la casualidad de que me pidió quedar y aproveché e hice mi trabajo. He pasado la tarde con ella.
Si no fuera porque sé que no es de los que juegan con las personas, le gruñiría por desalmado e inmoral. En cambio, suspiro y reordeno mis ideas.
—¿Y bien? ¿Has averiguado algo? —me intereso.
Sus padres también están pendientes de la conversación; y no me extraña. Por seguridad, debemos confirmar si los recién llegados son de fiar o no y qué hacen aquí en realidad. Tal vez después de todo lo que ha pasado nos hayamos vuelto un poco paranoicos pero, personalmente, lo prefiero. Por experiencia, sé que toda precaución es poca.
La respuesta de Jared nos llega en forma de negación.
—Por ahora me ha parecido bastante normal. Muy simpática, por cierto. Según ella, ha venido aquí por su abuela, aunque odia mudarse. Dijo que sus padres llegarán también dentro de poco.
Los padres de Jared cruzan una mirada extraña que no sé interpretar, aunque supongo que tendrá algo que ver con que casi todos los que llegan al pueblo pasan tarde o temprano por el escrutinio de Leonard. Después de todo, todo el mundo necesita un abogado.
—Ya veo —dice su padre. Parece pensativo—. Ante cualquier novedad, ya sabéis lo que tenéis que hacer. Yo procuraré reunirme con ella cuanto antes —añade, lo que confirma mis sospechas.
—Me parece correcto, pero ahora dejemos a la pobre chica en paz y pongámonos a cenar que la comida se enfría.
Y así, gracias a Susan, las conversaciones serias llegan a su fin.
Por ahora.
—Esto es lo último —anuncio, dejando al lado del fregadero el último montón de platos sucios.
Leonard, con las manos llenas de jabón, me agradece la ayuda sin dejar de fregar. El lavavajillas está lleno con cazuelas y bandejas, por lo que los platos tienen que ser lavados a mano.
—Permiso.
Jared y la escoba aparecen junto a ambos y, aunque me he apartado a tiempo, él no pierde la oportunidad de golpearme las piernas mientras barre. A veces me pregunto cómo es que ha llegado a los dieciocho.
—¿Te quedarás esta noche? —pregunta entonces su padre—. Es tarde para volver a casa.
Tal y como me había supuesto —y como pasa siempre— la invitación de quedarme a dormir aparece fiel y puntual. Antes de que pueda siquiera pensar en una respuesta, Susan entra en la cocina cargada con un montón de sábanas hechas bola que mete directamente en la lavadora.
—Por supuesto que se queda —contesta por mí mientras aprieta los botones del aparato; su tono no admite réplica—. No pienso dejar que deambules tú solo a estas horas. Te he puesto sábanas limpias.
—Gracias —murmuro, incómodo—. Pero de verdad que no me hace falta tanta atención.
Miro a Jared esperando que me saque de esta, pero él solo se encoge de hombros y puedo adivinar que en su cabeza pasa algo parecido a "siempre es igual, ¿por qué te sorprendes?"
—Tonterías —resopla ella. Se incorpora y se improvisa un moño bajo mientras sigue regañándome cual niño pequeño e irresponsable—: Eres casi como mi segundo hijo, ofrecerte una habitación en mi casa es lo mínimo que puedo hacer.
Sus palabras me comprimen el esternón y solo puedo mascullar un "gracias" ahogado. Susan no parece darse cuenta de lo mucho que me han afectado su comentario y se acerca a mí para darme un corto abrazo antes de arrastrar a su marido fuera de la cocina. Nos desean buenas noches y solo Jared se queda a mi lado.
Por un momento no dice nada y se sirve un vaso de agua. Solo cuando se lo acaba se vuelve hacia mí. Con un gesto escueto me señala la puerta de cristal que da al jardín.
—¿Salimos?
Asiento, todavía alterado, y lo sigo al exterior. Aunque el cielo nocturno esté lleno de nubes, no llueve, y una brisa húmeda y helada arrastra consigo recuerdos que no soy capaz de olvidar. Sin embargo, aunque odie con todo mi ser la lluvia y el mal tiempo, el aire fresco me ayuda a recuperar el control sobre mí mismo.
Respiro hondo y poco a poco consigo relajar los hombros. De nuevo, me duele la cabeza por el estrés y el agotamiento pero lo ignoro y me reúno con Jared, que está apoyado en la barandilla del porche y contempla con aire distraído las nubes que surcan el cielo.
—Mañana tendrás que ir solo a clase —dice entonces. No parece darse cuenta de que se está frotando la palma de la mano una y otra vez—. Voy a tener que dar un pequeño rodeo.
—De acuerdo.
—¡Finge al menos que te importa!
—Me enseñaron a no mentir.
La mirada de reojo que me lanza es mortal, pero sus ojos siguen siendo azules bajo la luz de la cocina así que lo ignoro y bajo los tres escalones del porche para salir al verdadero jardín. Su casa está en una de las calles limítrofes del pueblo, en la dirección opuesta a la mía, y el jardín acaba con una línea de árboles que dan comienzo al bosque. En sus dominios, un lobo aúlla.
Unas ganas indescriptibles de correr me invaden de pronto. Necesito dejar de pensar y sé cuál es la mejor forma de hacerlo, así que me quito la camiseta y, cuando me vuelvo hacia Jared para lanzársela, sé que mis ojos relucen en ámbar.
—¿Te apuntas?
No hace falta que especifique, y su mirada dorada y sonrisa divertida me contestan por él.
Minutos después, ambos corremos por el bosque jadeantes y llenos de adrenalina. Las zarzas y los matorrales pasan como un borrón a nuestro lado mientras zigzagueamos entre los árboles a toda velocidad. La lluvia ha reblandecido la tierra y nuestras patas se hunden en el terreno con cada impulso. Aún así, no nos detenemos.
El aire huele a humedad, a pino fresco y hojas en descomposición. Huele a otoño, a bosque, y por fin, mis pensamientos se esfuman y lo único que me importa es no tropezarme y no detenerme; correr sin parar hasta que no pueda dar ni un paso más y olvidarme de todo y de todos, de que estoy solo y nadie espera ya por mí.
No, basta. No pienses.
Corre. Corre y no te detengas.
Cruzamos la carretera desierta como fantasmas en plena noche y nos volvemos a adentrar en esa prisión interminable de troncos y techo de hojas. Pronto, una alambrada surge a nuestra izquierda con guiños metálicos entre la espesura. Si seguimos adelante, en algún momento nos tropezaremos con un camino de asfalto centenario y carcomido por el tiempo y una entrada vigilada y protegida.
—¿Reserva o lago?
La pregunta resuena en mi cabeza coordinada con una especie de gruñido interrogatorio procedente de Jared, que corre a pocos pasos detrás de mí.
Tengo que pensarme la respuesta y reduzco un poco el ritmo. Jared me alcanza al segundo.
—¿Quién está de guardia?
—Ni idea, ¿Jefferson quizás? Me suena que le tocaba a él, pero no suele ser algo que me preocupe demasiado.
—Ya, pero como esté él y le sorprendamos en plena noche el sermón que nos caerá será interminable. Prefiero ahorrármelo.
—En tal caso...
Sin previo aviso, acelera y veo su silueta adelantándose y perdiéndose entre los árboles, alejándose de los límites de la Reserva y bajando hacia el lago que hay un par de kilómetros más adelante.
No me hace falta más para aumentar mi propia velocidad e ir tras sus pasos. No me cuesta demasiado alcanzarlo y, de nuevo, lo único importante es la frecuencia de nuestras respiraciones y los obstáculos que nos pone el bosque por delante.
No sé por cuánto tiempo corremos, pero no me importa. De poder, me pasaría todo el día así, ajeno del mundo, solo yo, mis sentidos y la adicta sensación del viento acompañando mi interminable carrera.
Pero pronto, nuestra meta surge a lo lejos y las aguas del lago nos dan la bienvenida entre destellos plateados y el susurro de olas inexistentes. Aquí la brisa es más fuerte, y una ligera e invisible llovizna comienza a caer sobre nuestras cabezas. Una gota le aterriza a Jared en un punto sensible del hocico y le hace estornudar con desagrado.
La paz a nuestro alrededor es hipnotizante e invita a dejar arroparse por la noche, a dejarse llevar, recostarse sobre la costa pedregosa y escuchar los secretos del bosque.
En un acuerdo mutuo y tácito, los dos nos quedamos en silencio, disfrutando de la calma que nos rodea. Un pez en medio del lago sale a la superficie y crea ondas sobre sus aguas. En los cielos, un trueno lejano sacude la noche y los lobos salvajes aúllan llamándose entre sí. No intento comprender qué es lo que se dicen y por un momento mi atención se pierde en mi propio reflejo. El misticismo que ocultan mis ojos dorados hace que me resulte difícil reconocerme, admitir que ese enorme lobo blanco que me devuelve la mirada soy yo en realidad.
Pero lo soy; me guste aceptarlo o no.
Por mi sangre corren estos genes, esta capacidad sobrehumana y, quiera o no, tendré que vivir con ella durante toda la vida. Unos, como Jared, la consideran un privilegio. Otros, una maldición. Yo, en cambio, sigo sin saber qué me considero.
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