Capítulo 5.


—¿Y cómo es posible que le hayas tirado el café encima a ese pobre chico?

La carcajada de mi padre desde el altavoz del móvil hace que ponga los ojos en blanco. Dejo el aparato sobre la encimera y retiro la cazuela donde estaba hirviendo el agua.

—Chocaron conmigo, papá —vuelvo a repetir.

Alcanzo dos tazas de la vitrina y comienzo a preparar las infusiones. Al verter el agua, el vapor se levanta hasta mi cara y el olor de la menta y la manzanilla pronto comienza a flotar en el aire. Fuera llueve a cántaros, y las gotas que chocan contra el cristal parecen fantasmas surgidos de la oscura nada solo para estrellarse contra la ventana y comenzar una eterna carrera hacia abajo.

—Te habrás disculpado, al menos.

—Tranquilo, me educasteis bien.

—Lo sé.

—¡Papá!

Mi padre vuelve a reír, ignorando tanto mi exclamación indignada como la reprimenda inmediata de mi madre. Suspiro, resignada, y meto el móvil en el bolsillo del albornoz, ignorando la pequeña riña de contenido absurdo que han iniciado los supuestos adultos. Con ambas tazas en mano, apago las luces con el codo y salgo de la cocina. En la sala de estar, mi abuela ve las noticias con un cuaderno de sopa de letras sobre las piernas.

—Toma —le digo, tendiéndole una de las bebidas.

—Oh, gracias cariño. —Sonríe afable y yo le devuelvo el gesto.

—Buenas noches, Alice —se escucha entonces desde el móvil. Ha sido mi madre, y mi padre pronto la saluda también—. ¿Cómo te encuentras?

—Tan sana como una manzana —asegura ella, estirando las arrugas de su cara en una amplia sonrisa pese a que no puedan verla.

—¿Te estás tomando todas las pastillas?

Y así, de un segundo a otro, mi padre pasa de jovial a profesional. Mi abuela pone los ojos en blanco y se acomoda en su sillón favorito, ahuecando la taza humeante entre sus manos arrugadas.

—Sí, Thomas, sí —resopla—. Seré vieja, pero no idiota. No soy una niña pequeña a la que tengáis que cuidar a todas horas. Sé lo que tengo que hacer.

Al ver su expresión indignada río sin poder evitarlo y le quito el altavoz al teléfono.

—Te han ganado, papá —me burlo antes de plantarle un beso en la mejilla a mi abuela y susurrarle un buenas noches.

—De eso nada —dice mi padre casi al mismo tiempo.

—Ajá.

Subo las escaleras y entro en mi cuarto. He dejado la ventana abierta y ahora la habitación huele a lluvia y a bosque empapado. Me acerco a la mesilla, enciendo la lámpara y me dejo caer en la cama.

—¿Alguna novedad de cuándo podréis venir? —pregunto entonces y le doy un sorbo a la infusión. Hago una mueca; le he puesto poco azúcar.

—Seguimos igual que esta mañana, cariño —dice mi madre—. Por ahora, calcula que cuatro semanas.

—Osea que un mes...

—Vamos, no es para tanto. Ya verás que se te pasa volando. ¿Además, desde cuándo eres tan dependiente de nosotros? Aprovecha ahora que no nos tienes cerca para conocer gente y hacer amigos, o algo más.

Ante el tono de mi padre suspiro y me cruzo de piernas. Acaricio ausente el borde de la taza y mi atención se pierde en la noche a través de la ventana. La cortina ondea de vez en cuando con la brisa y un trueno se escucha a lo lejos. Los lobos, en alguna parte del bosque, aúllan.

—No es tan fácil, papá. Y además, no he venido aquí para eso. Tengo que cuidar de la abuela hasta que vengáis vosotros y prepararme de alguna forma que no sé para la presentación. No tengo tiempo para pensar en nada más. El resto del día se lo come la universidad.

Él, en vez de contestar, hace un sonido meditabundo con la boca y puedo imaginármelo acariciándose la barba con gesto pensativo.

No seguimos hablando mucho más, pues los tres tenemos que madrugar y, tras asegurarles de que estoy bien y de que comienzo a adaptarme a las clases y al pueblo, me despido con un bostezo.

Somnolienta y todavía con el aparato en la mano, me levanto para cerrar la ventana. En el jardín anegado, los charcos relucen con las luces de la casa. Alejándose, el bosque surge solitario y sombrío, pilares de madera enredados que conforman un laberinto de secretos. Un relámpago ilumina el horizonte y yo sigo la trayectoria de la lluvia hasta que el viento, cambiando de dirección, la envía hacia mí. Se me eriza la piel por el frío y decido que es momento de cerrar la ventana.

De vuelta en la cama, justo antes de apagar la luz, me fijo en la taza —ya vacía— y recuerdo el incidente del café. Tuve que irme por la llamada imprevista de mi abuela pero sé que, de alguna forma, tengo que enmendar mi error.





—Necesito tu ayuda.

Ivi, a quien ni le ha dado tiempo a desprenderse del abrigo, se queda con la boca abierta a medio saludo y bostezo y me mira sin comprender nada. No sé qué expresión estoy poniendo, pero si una mínima parte de la urgencia que bulle en mi interior ha acabado en mi cara, supongo que era de esperarse que tuviera semejante reacción.

Los alumnos siguen entrando en el aula y mi amiga por fin parece reaccionar. Deja el enorme bolso lleno de cuadernos con un golpe contundente y comienza a quitarse la bufanda.

—Buenos días a tí también —dice mientras me mira extrañada—. Antes de que me pidas nada, deja que vaya a por un...

Antes de que termine, le planto delante un vaso de café para llevar.

— ...café. —Suspira y rueda los ojos mientras sonríe—. Muy bien, tú ganas —accede sentándose y comenzando a sacar apuntes y bolígrafos—. ¿Cuál es la urgencia?

—Compras.

—¿Qué?

Está claro que no se esperaba esto. Bueno, he de reconocer que la idea existe desde hace quince minutos. En realidad, desde que el autobús salió del pueblo.

—Necesito que me ayudes a comprar ropa. Hoy, a ser posible.

Como respuesta, Ivi suelta una carcajada.

—Si es eso yo encantada. Aunque no entiendo por qué tanto dramatismo para...

—De chico.

Ella, que se estaba llevando el café a los labios, se detiene a medio camino y me mira como si de pronto habláramos en dos idiomas distintos.

—¿Perdón? Sigo dormida pero, ¿has dicho de chico?

Asiento.

Ivi frunce el ceño.

—Bueno, eh... —Me mira de arriba abajo, con duda. Como si quisiera comprobar y evaluar la ropa que llevo puesta. Por su expresión, no parece haber encontrado lo que buscaba—. A ver, reconozco que hay algunas cosas de la sección de hombres que yo también me pondría pero...

—No, no. —La interrumpo antes de que comience a pensar quién sabe qué cosas—. No para mí. Quiero devolverle la camisa al chico de ayer; el de la cafetería.

Tarda menos de dos segundos en darse cuenta de quién estoy hablando.

—¿A Alec? —La perplejidad está plasmada en su cara, y también en su pregunta. De pronto, siento que enrojezco hasta las orejas.

—Supongo... No sé cómo se llama —murmuro. Miro a mi alrededor, esperando que no haya nadie que nos esté prestando atención ni a nosotras ni al contenido de nuestra charla—. El caso es que le destrocé la camisa, Ivi. Y ni siquiera pude disculparme como es debido. Quiero compensárselo.

Ella no parece muy convencida, de hecho, la expresión que me da se parece más a una mueca. Sin embargo, no me doy por vencida y le cojo una de las manos para que sepa que estoy hablando en serio.

—Ivi... —suplico—. Iría yo sola, pero no tengo ni idea de por dónde empezar a buscar y tampoco sé cuáles son las mejores tiendas de este pueblo sin que me cueste un ojo de la cara. Por favor...

La he puesto contra la espada y la pared.

—Es que si me dijeras que es para cualquier otro... Pero estamos hablando de Alec; no sé ni siquiera...

—¿Qué pasa con Alec?

Las dos pegamos un brinco simultáneo y coordinado, sorprendidas por la repentina presencia que hay a nuestra espalda. Nos giramos casi al mismo tiempo, con pánico, solo para descubrir a Jared mirándonos a las dos con una ceja alzada, la mochila todavía colgada del hombro y una expresión que alterna la curiosidad y la seria precaución.

—¡Nada! —exclamo al instante, sonriendo con nerviosismo—. En serio. No pasa nada.

—Ya... —Deja sus cosas con un golpe sordo sobre la mesa justo detrás de nosotras y yo me encojo sobre mí misma. Ayer no se sentó ahí, y no me atrevo a pensar en qué ha hecho que cambiara de opinión. Sus ojos azules poseen demasiada agudeza; una claridad especial que guarda secretos—. Te creería si fueses mejor mentirosa, pero no es el caso. Así que, Ivi —se dirige hacia la que claramente conoce—, lo preguntaré de nuevo: ¿qué pasa con Alec?

Mi amiga, que por un momento parecía querer matarlo con la mirada por interrumpir, se vuelve hacia mí, con duda, cediéndome la agobiante y suicida misión de decidir si le digo o no nuestro tema de conversación. Jared no me quita el ojo de encima y aguarda impaciente una respuesta, dejándome claro sin palabras que sabrá si le invento cualquier excusa. Suspiro, resignada, al ver que no hay forma de salir del apuro ni de la vergüenza de la confesión.

—Supongo que te acordarás del accidente de la cafetería de ayer... —comienzo.

De pronto, la cara de Jared se ilumina y, de un instante a otro, se convierte en otra persona, pasando de la asfixiante seriedad a la desconcertante jovialidad. Ríe, juguetea con las llaves de su coche y apoya la cadera en la mesa.

—Cómo olvidarlo —reconoce, en tono soñador, y vuelve a reír—. Ahora que lo pienso, debería darte las gracias. Me alegraste la tarde.

—¿Las gracias? —repito, incapaz de seguirle el hilo.

¿Qué parte de todo aquel accidente fue divertido?

Él, en cambio, asiente con una sonrisa y las llaves repiquetean juguetonas entre sus dedos.

—Sí. Casi nos mata a Ethan y a mí después, pero ver su cara mereció el peligro. —Suelta una carcajada al recordarlo y yo me quedo incapaz de comprender cómo es que este chico consiguió intimidarme medio minuto antes.

—Veo que vuestra amistad sigue siendo igual de subnormal que siempre —interviene Ivi entonces, cruzándose de brazos y mirándolo con cara de pocos amigos.

Jared, no obstante, no parece afectarse por su mal humor y sonríe con malicia.

—Y yo veo que sigues resentida por ese examen final de cuarto —la acusa con calma, desvelándome que tienen más contacto de lo que pensaba—. Vamos, han pasado ya más de dos años. ¿Tanto te molestó que sacara más nota? Deberías pasar página, Evelyn.

—No me llames así —sisea ella entre dientes. Si pudiera, estoy segura de que estaría lanzando dagas por los ojos. De pronto, lo acusa violentamente con el dedo—. Me pasé tardes enteras en la biblioteca para ese examen. Y sé que tú te pasabas más fuera de tu casa que entre libros. No diste un palo al agua. No intentes negarlo.

—No pensaba hacerlo.

Por su expresión, parece estar divirtiéndose de lo lindo. Ivi, por su parte, cada vez está más indignada.

—Copiaste —sentencia.

—No lo hice —contesta el otro con calma. Se señala la sien. Sus ojos relucen con picardía—. Todo salió de aquí. Y algún día, Evelyn —repite su nombre completo a propósito, con una sonrisa de oreja a oreja—, haré que reconozcas que soy mejor que tú y soltaré el te lo dije más satisfactorio de toda mi vida. Y ya, cuando consiga hacerte reír, iré a comprar la lotería. Ganaré seguro.

—Entonces seguirás pobre toda tu vida.

—Mi padre es abogado, clientes no le faltan, y yo pretendo ser médico. No creo que eche de menos el dinero.

—Jared... —La voz de Ivi suena más bien como un gruñido furioso y parece estar a un solo paso de saltarle al cuello.

¿Es que este tío no tiene instinto de supervivencia? ¿O es que es suicida?

Le veo esbozar una sonrisa ladeada, satisfecho, pero no añade nada más, como si tuviera suficiente por cómo ha acabado la riña: con Ivi al borde de un ataque de ira. Entonces, sorprendiéndome, se centra en mí.

—Sigo esperando mi respuesta.

El cambio repentino de tema me aturde por un segundo, pero al instante comprendo que de una forma u otra, hará que se lo cuente. Suspiro.

—Quiero pedirle disculpas a Alec y, como le destrocé la camisa, quisiera darle otra.

—¿Quieres regalarle ropa a un tío al que ni siquiera conoces?

El tono incrédulo de su voz logra que lo fulmine con la mirada, ofendida y dolida. Me cruzo de brazos y lo miro mal.

—También estoy pidiendo consejo a otro tío que tampoco conozco —suelto con obviedad.

Ivi se echa a reír al instante, y la respuesta de Jared es esbozar una mueca, aunque enseguida suelta una carcajada que se suma a la de mi amiga.

—Touché —admite. Se inclina hacia mí y me extiende una mano—. Pongámosle solución: Jared Scott a tu servicio. Se me conoce por mi increíble inteligencia y buen vestir. Mejor amigo del idiota amargado al que le quieres comprar ropa, alias Alec Velkan, y víctima del odio eterno e injustificado de tu amiga Evelyn Arris. Encantado.

Sé que Ivi vuelve a contener sus instintos asesinos —el aire se siente denso a mi izquierda—, pero yo no puedo evitar reír divertida y le estrecho la mano. No entiendo cómo es que odia tanto a este chico, con lo fácil que es conversar con él.

—Selene Clark —digo a mi vez. Mi sonrisa se amplía de forma maliciosa—. El resto de la biografía tendrás que descubrirlo tú mismo.

Jared vuelve a reír y me guiña un ojo.

—Trato hecho. Y ahora, explícame cómo es que tu disculpa incluye también comprarle ropa a la víctima. Porque te advierto que dudo que te acepte el gesto. Últimamente es bastante antisocial y nunca anda de buen humor.

Parece estar hablando en serio; el azul de sus ojos, pese a lo jovial y alegre de su voz, se han oscurecido un tanto, turbios por algún recuerdo empañado de preocupación. Dura un solo instante, un parpadeo, y por un momento pienso en si me lo habré imaginado.

—Por eso digo que es una mala idea —suspira Ivi, sentándose encima de la mesa. El profesor se está tomando su tiempo en llegar y cada uno en clase sigue a lo suyo.

—Me arriesgaré —declaro, decidida. Mi cargo de conciencia es demasiado grande como para ignorarlo—. Y si no me lo acepta, entonces habré logrado darle una disculpa y me iré a casa con una camisa a la que ya le pondré uso de alguna forma. Eso es lo de menos.

Lo he dicho mirando a Jared directamente a los ojos. Él tampoco aparta la mirada y, tras un par de segundos pensativo, sonríe y asiente.

—Está bien. Os ayudaré.

—¿Cómo que nos ayudarás? —La pregunta suspicaz de Ivi surge casi al instante.

Él, sin alterarse, amplía su sonrisa y vuelve a asentir. Se reclina sobre el respaldo de su asiento y vuelve a juguetear con sus llaves como si estas fuesen un sonajero de metal.

—Será interesante —se justifica, sin rastro alguno de culpa y con un simple encogimiento de hombros—. Además, necesitáis un chófer y un modelo.

—¿Qué? —Ahora soy yo la que está perpleja.

Jared, en cambio, alza las cejas y sus ojos brillan de perversa y maliciosa diversión. Se cruza de brazos y adopta una postura que le hace ver el dueño del lugar.

—Quieres comprar ropa de tío, y por si no fuera poco, a Alec. No sabéis cuál es su talla y tampoco sus gustos para la moda. Y como dudo mucho que lo queráis llamar para que os acompañe, aunque sería inútil porque ese idiota vive en su propia realidad, no os queda más remedio de que me uséis a mí como modelo sustituto. Soy el que mejor lo conoce, al fin y al cabo.

Su breve discurso me deja sin palabras y con la mente en blanco. Es increíble cómo, pese a carecer de total sentido común, no puedo encontrar argumentos en contra. Intercambio una mirada con Ivi, sin saber qué decir, y su ceño y labios fruncidos dejan bien claro que no le hace ni pizca de gracia la propuesta. De nuevo, me asalta la pregunta de por qué le cae tan mal y las ganas de saberlo son cada vez más intensas. Sin embargo, acceder solo por eso sería de muy mal gusto y...

—No os cobraré la gasolina.

—No.

—Sí.

Mi respuesta y la de Ivi se superponen. Ahora soy yo la víctima de su mirada fulminante, pero yo me dedico a centrarme en nuestro nuevo chófer —y modelo—. Jared me dedica una sonrisa cómplice y encantadora y me obligo a recordarme que lo hago por el bien común, por ahorrar dinero y no por mi curiosidad morbosa.





—¿Por qué tenías que aceptar? —me sisea Ivi entre dientes al salir del edificio.

Hemos acabado las clases, y como todavía es relativamente temprano, hemos decidido que lo mejor ir directos y sin prisas. Y con hemos me refiero a Jared y a mí. Ivi, tal y como me esperaba, no se pronunció más que para dejar clara su disconformidad sobre todo el asunto.

—Oh, vamos —replico a mi vez, cansada ya de tanto dramatismo injustificado. La cojo por el brazo y la obligo a seguir caminando. Varios pasos por delante de nosotras, Jared nos guía tarareando de buen humor por el aparcamiento hacia su coche, ajeno a nuestros cuchicheos—. No parece un mal tío. No entiendo por qué lo odias tanto.

Hablo en serio. No comprendo de dónde surge tanta hostilidad hacia el pobre chico. Entre clase y clase, estuvo haciéndonos compañía la mayor parte del tiempo, sonriendo y bromeando. Ni siquiera parecían molestarle las muecas de Ivi, personificación del mal humor desde hacía cinco horas. Personalmente, soportar eso equivale a cien puntos en la solicitud de amistad.

Ivi, en cambio, no piensa lo mismo:

—No lo conoces.

—Algo me dice que tú tampoco. No de verdad —suelto, mirándola con el ceño fruncido. Ella hace una mueca—. Mira, si después de esta tarde te sigue cayendo mal, perfecto. Te prometo que no volveré a insistir. Pero concédele un par de horas de duda, ¿vale? Nos está haciendo un favor y tampoco quiero estar toda la tarde en este ambiente —reconozco, y solo de imaginarmelo me entra el cansancio y dolor de cabeza.

Ivi bufa, suspira, ahoga un gemido y aunque no la vea sé que ha puesto los ojos en blanco.

—Está bien —accede a regañadientes—. Pero que conste que lo hago por ti.

Me vale.

—También sonríe, por mí.

Me dedica una mueca horrible y me rio de buena gana. Todavía con una sonrisa en los labios, me centro en nuestro acompañante y le pego un grito:

—¡Jared!

Él se vuelve lo justo para poder mirarme de reojo.

—¿Dónde narices tienes el coche? Llevamos andando un buen rato.

Al instante, sonríe con la malicia digna de un zorro y señala un punto a nuestra espalda con las llaves en la mano.

—Ahí.

Confundidas, Ivo y yo nos damos la vuelta justo a tiempo para ver las luces de un coche negro parpadear a lo lejos. ¡Está a menos de cien metros de la entrada!

Me giro en redondo de nuevo hacia él, sin saber si sentirme estupefacta o enfadada. Hemos dado una vuelta inútil y sin sentido.

—¿Y por qué...?

—Os estaba dando tiempo para que decidierais si al final preferíais tirarme en alguna cuneta o algo.

Pasa a nuestro lado con calma y ríe al ver nuestras caras de incredulidad e indignación.

—¿Qué? —se excusa sin pizca de arrepentimiento—. Muy sutiles no erais. Y tampoco quiero obligaros. —De pronto, se pone serio—. No voy a quedarme en un sitio donde no soy bien recibido.

Sus palabras me hacen enrojecer de vergüenza y culpa. Le lanzo una mirada fugaz a Ivi e incluso ella parece arrepentida, aunque no dice nada para intentar arreglarlo.

—Por supuesto que sí...

De nuevo, no me deja continuar:

—Lo sé. —Sonríe, y con ese simple gesto hace que parezca que su seriedad ha sido una ilusión. De alguna forma, da la sensación de que sabe lo que hemos estado hablando—. Vamos. Cuanto antes acabemos antes os podréis librar de mí.

Ninguna de las dos puede decir nada, pues sigue caminando y no nos deja más remedio que seguirlo si no queremos que de verdad parezca que no lo aguantamos a nuestro lado. Fulmino a Ivi con los ojos y ella desvía la mirada, culpable. Bueno, al menos demuestra que no es una insensible.

Nos subimos a su coche —Ivi detrás y yo delante— con un silencio demasiado tenso e incómodo que no sé cómo romper, aunque él ni siquiera se ve afectado y su expresión sigue tan relajada como siempre. En cuanto arranca, la radio se enciende y una canción que no reconozco comienza a sonar a un volumen mínimo, tan sutil y discreto como el ambientador que cuelga del retrovisor. Es el único adorno que veo en todo el coche.

—¿Y bien? —pregunta, sobresaltándome—. ¿Tenéis algún sitio en mente?

—Eh... No. La verdad es que no.

Me mira de reojo y yo sonrío nerviosa, bien consciente del desastre que somos y la nula organización de todo aquel plan. Pero él no dice nada al respecto y se limita a asentir, sonriendo divertido.

—En ese caso, os toca confiar en mí. Vamos al centro —declara, y saca el coche de su plaza en dirección a la salida del campus.

—Por favor, que no sea caro —suplico—. Mi cartera está prácticamente vacía.

Y no exagero. Cuando me fui de la cafetería, fue por la llamada imprevista de mi abuela para que le comprara unas pastillas que se le habían acabado. Por supuesto, la farmacia estaba a punto de cerrar si no salía corriendo y, como si no fuera suficiente, se quedó con casi todo el dinero que llevaba encima. No tenía ni idea de que los medicamentos para la tensión eran así de caros.

Jared, por su parte, se ríe y agita una mano como si estuviera espantando una mosca.

—No te preocupes por eso. Tienes la suerte de que Alec es aburrido en todo lo que hace, incluida la ropa que se compra. Si tuviera que definir su estilo de vida, sería básico. Me amarga la existencia. Y hablando del Rey de Roma...

Sin que me dé tiempo a comprender lo que ha dicho, toca el claxon dos veces, llamando la atención de varios alumnos. Dos de ellos reconocen el coche y se detienen. Bueno, mejor dicho uno. El otro, Alec, reanuda la marcha con una mueca de fastidio e irritación en cuanto ve de quién se trata, ignorándolo con maestría.

Jared se ríe entre dientes, como si molestarlo hubiese sido su objetivo

—¿Ves? No tiene sentido del humor —murmura, y vuelve a poner el coche en marcha.

—Si tan aburrido es para ti, ¿por qué lo consideras tu mejor amigo? —pregunta entonces Ivi.

Decir que estoy sorprendida por su intervención es poco. Me giro en mi asiento para verla, y ella se encoge de hombros con el rostro carente de expresión alguna. Jared le lanza un rápido vistazo por el retrovisor y sonríe cómplice, como si fuéramos partícipes de un secreto que solo él conoce.

—Precisamente por eso.

No añade nada más y se suma a la fila de coches que espera para poder integrarse en la carretera. Baja la ventanilla y, siguiendo el ritmo de la radio, tamborilea distraído con los dedos sobre el volante. Va a su aire, y la seguridad sobre sí mismo que desprende aturde y marea; una incómoda sensación de peligro en la nuca que susurra que en él hay más de lo que se ve a simple vista.

—¿Lo conoces desde hace mucho? —pregunto entonces, intentando no quedar atrapada de nuevo en ningún silencio incómodo.

—¿A Alec? Desde que éramos críos —confiesa. Apoya un codo en el marco de la ventanilla—. ¿Verdad que sí?

No me lo ha preguntado a mí, sino a un chico subido a una moto que se ha detenido justo a nuestro lado para poder salir de los dominios de la universidad. Es Alec, y mira a Jared con evidente hastío.

—¿Qué quieres ahora? —gruñe, ignorando la pregunta.

Su amigo no da muestras de que le moleste su tono cortante ni de que le afecte demasiado. Yo, por mi parte, comienzo a pensar que ese es el pan de cada día y me pregunto si de verdad es buena idea lo que quiero hacer. No parece ser alguien demasiado accesible que digamos.

—¿Sabes que es ilegal ir sin casco? —interroga Jared con la inocencia digna de un niño pequeño, ajeno a mis propias preocupaciones.

Alec lo mira como si fuera estúpido.

—¿Desde cuándo te importa cómo conduzco?

—¿Desde siempre?

El otro ni siquiera parpadea.

—Al grano, Jared. No tengo todo el día.

—Normalmente sí.

—Hoy no.

Los coches comienzan a moverse de nuevo, pero él, al contrario que sus palabras, no arranca y sigue pegado a nosotros. Jared tampoco parece haberse dado cuenta del avance de los otros vehículos. De hecho, diría que esas dos palabras le interesan mucho.

—¿Vas a trabajar? ¿Ahora? —la pregunta suena bastante incrédula, recelosa.

Alec asiente.

—Liam ha conseguido convencerme...

—Ha logrado lo imposible. Tendré que invitarlo a algo la próxima vez —murmura su amigo. De pronto, esboza una mueca—. Aunque duele que le hagas más caso a él que a mí, ¿sabes?

—Tú eres un pesado insufrible que me está haciendo perder el tiempo.

Jared lo ignora.

—Se supone que soy tu mejor amigo y así es como me tratas —se lamenta con dramatismo—. Pues muy bien. Entonces ya no te invito a que nos acompañes esta tarde.

Ante esto, Alec frunce el ceño y solo entonces parece reparar en que el asiento del copiloto no está vacío. Me mira, y sé que me reconoce por la forma en la que alza las cejas. Yo, nerviosa, solo puedo sonreír de forma torpe. ¿Qué pretende Jared invitándolo, aunque sea a su manera, a acompañarnos?

Pero de nada sirve que lo mire con pánico, porque él no me presta atención en absoluto.

Alec, por otra parte, vuelve a contemplar a Jared como si este fuese subnormal. Detrás nuestra comienzan a escucharse pitidos impacientes.

—No pienso ser el extra en tu cita, Jared. Ni lo sueñes. —Se inclina sobre el manillar y lo gira, despertando el motor. No hay emoción alguna en sus siguientes palabras—: Que os divirtáis.

—Oh, por supuesto que lo haremos —asegura el otro al instante, sonriendo con peligro—. Te compraremos la camisa más ridícula que encuentre.

Alec, que estaba a punto de subir el pie en el pedal para poder irse, vuelve a bajarlo y lo mira sin comprender.

—¿Qué?

—Nada. Que te vaya bien en el trabajo.

Y, sin más explicaciones, pisa el acelerador y se incorpora a la carretera, dejando atrás a un Alec con expresión de desconcierto. Yo, en cambio, apenas puedo procesar lo que acaba de suceder.

—¿Ha dicho cita? —murmuro, aturdida.

—Sí.

—¿Nosotros dos?

—Ajá.

Parece estar aguantando las ganas de reír, pero a mí el asunto no me hace ni pizca de gracia.

—¡¿Por qué no lo has aclarado?!

Él, como toda respuesta, estalla en carcajadas.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top