Capítulo 4.


—Aquí tienes.

—Gracias.

Marta, la madre de Roy, me deja la ropa encima del respaldo de una silla y yo no puedo evitar suspirar, preguntándome por qué siempre tienen que pasarme este tipo de cosas a mí. Annie, sentada con las piernas cruzadas en el único sofá que hay en la habitación, mordisquea un sándwich de pavo mientras me mira con curiosidad y confusión. Delante de ella, en la mesilla, sus deberes la esperan a medio hacer.

—¿Qué te ha pasado? —murmura al fin, anclando sus ojos en el enorme manchurrón que tengo en el pecho.

Yo gruño una respuesta incomprensible, en la que maldigo a los tipos que tengo por amigos, y me quito la prenda para dejar de sentir la desagradable sensación de la tela húmeda adhiriéndose a mi piel. Apesto a café.

—Un accidente, Annie, no es nada —aseguro, aunque mi rencor viaja automáticamente más allá de esas cuatro paredes en dirección a una mesa en particular.

Junto a mí, su madre bufa.

—¿Qué accidente ni qué ocho cuartos? —espeta, arrebatándome la camiseta de las propias manos con un tirón decidido—. Roy, eso es lo que ha pasado. Tu hermano tiene que aprender a prestar atención a su alrededor. Y luego pretende que le deje deambular él solo por el bosque y no sé cuántas tonterías más. ¡Ja!

Sin poder evitarlo, esbozo una sonrisa torcida, olvidando por un momento mi mal humor. Esta mujer y su mal genio me agradan demasiado. Aunque, la verdad, me alegra no tenerla como madre; Roy le tiene cierto pánico y más de una vez he llegado a comprobar el porqué.

—En realidad, creo que él es el que menos culpa tiene de todos —reconozco. Me acerco hasta la silla y me hago con la misma camisa blanca que tienen todos los que trabajan aquí—. Yo tampoco me habría esperado que esa chica estuviera justo detrás. El problema son los otros dos —gruño, haciendo resurgir mi enfado al recordar la risa de Jared e Ethan. Ni siquiera me molesto en evitar que mis ojos cambien de color—. En cuanto les ponga las manos encima ese par de bufones no volverán a reírse en mucho tiempo —aseguro.

—¿Qué es un bufón?

Sorprendido, dejo de abotonarme la camisa y me vuelvo hacia Annie. Por un momento había olvidado que estaba aquí y mi mente se queda en blanco un par de segundos.

—Un bufón es un payaso —contesto al fin—, aunque mucho más irritante e insufrible.

—¿Como esa chica que trajiste aquí una vez y que quería ser tu novia? —pregunta con genuina curiosidad, aunque una mueca de desagrado le tuerce el gesto.

—¡Annie!

Su madre la reprende enseguida y yo, como toda respuesta, suelto una carcajada. Por un instante recuerdo esa única y desastrosa cita con Rebecca y debo reconocer que la niña tiene razón. Aquello fue una muy mala idea.




—U os calláis ya u os callo yo, elegid —es lo primero que digo en cuanto regreso a la mesa, y no de forma muy amable que digamos. Esos dos seguían teniéndome como tema de conversación.

Todos se callan por un momento y me dedican una mirada que no sé muy bien cómo interpretar, bueno, todos menos Adam. Él simplemente se queda mirando por la ventana con aire ausente y distraído, como si la cosa no fuera con él.

El breve momento de tensa calma se rompe cuando Jared vuelve a reír y me muestra una expresión llena de burla premeditada, muy consciente de que me está poniendo de los nervios y de que no puedo hacerle nada porque estamos en público.

—Grandioso saludo, sí señor —dice, repantigándose en su silla con evidente placer—. ¿Qué? ¿Nos vas a tomar el pedido?

Lo miro muy mal y, por un segundo, le ofrezco una mirada dorada consciente y sin paciencia. Él, como toda respuesta, alza las cejas imitando un gesto de sorpresa falso e irritante. Bendita sea la mesa que nos separa y las personas que nos rodean. Ethan, mucho más prudente, guarda silencio por una vez.

—Esta te la guardo, Jared —aseguro.

—Ya veremos.

—Chicos... —media Liam, con un tono lleno de hastío que parece nuestro padre.

Gruño de mala manera y me vuelvo a sentar, deseando no estar aquí sino en la soledad de mi casa, con la única compañía de mis pensamientos y el absoluto silencio.

—¿Y Roy? —pregunto entonces al no verlo por ninguna parte.

—Se ha ido a clase mientras maldecía por tener horario de tarde —contesta Ethan, riendo al recordar el momento. No me cuesta nada imaginármelo saliendo corriendo del restaurante mientras farfullaba insultos—. La chica iba a esperarte, pero al parecer le surgió algo y tuvo que irse también —sigue diciendo y se encoge de hombros—. No me molesté en escuchar su llamada.

—No te hubiese dejado —añade Liam entonces con tranquilidad. Ethan, con cautela, se aleja de él. Ese tipo de calma es el que precede a la tormenta.

—Liam, eres tan aburrido como un carcamal —dice Jared, entrelazando los dedos detrás de la cabeza, sintiéndose seguro por estar en la otra punta de la mesa, lejos de su alcance—. ¿Por qué tenemos sentidos mejorados si no hacemos uso de ellos?

—Eso no nos da derecho a ser unos entrometidos en las vidas ajenas. Cada uno tiene el derecho de la privacidad y...

—Agh, cállate, pareces mi padre. No me extraña que tú también te hayas metido para abogado. Mira que sois pesados, los tres. —Esto último lo añade mirándome a mí.

—Mira quién lo dice —espeto al instante—. No te callas ni debajo del agua.

—No es mi culpa tener el don del habla ni que tú no sepas apreciar el enorme privilegio de tenerme como amigo.

—Mejor di maldición —gruño—. Eres un pesado la mayor parte del tiempo.

—Y ya estamos otra vez... —suspira Liam.

—Parecen un matrimonio frustrado —añade Ethan, aguantando las ganas de reír.

—Y una mierda —saltamos los dos al instante y al mismo tiempo.

Como toda respuesta, Ethan estalla en carcajadas e incluso Liam esboza una sonrisa resignada. Solo Adam sigue imperturbable y lo único que obtenemos de él es que ponga los ojos en blanco, aburrido de nosotros.






Es ya noche cerrada cuando por fin llego a casa. Agotado tras mi turno en el gimnasio, prácticamente me arrastro hasta el interior de la vivienda. Dejo las llaves en el mueble del recibidor sin molestarme en encender la luz y camino sin energías hasta la cocina a por un vaso de agua.

El ruido del grifo es lo único que se escucha en toda la casa y cuando lo cierro, la calma que inunda mi hogar se vuelve pesada y asfixiante. El cielo sigue tan encapotado que la luna no puede abrirse paso entre las nubes y la estancia se encuentra sumida en una oscuridad casi completa. Soy consciente de que distingo la silueta de los muebles solo por la agudeza de mis sentidos y eso, sin embargo, en vez de darme consuelo, lo único que consigue es que la sensación de agobio aumente.

El silencio es ensordecedor.

Quiero salir de aquí, pero ni siquiera me atrevo a moverme; solo de pensar en el eco de mis pasos resonando en esta casa vacía mi cuerpo se paraliza. Pero tengo que llegar hasta la puerta del jardín, o hasta la ventana al menos. Necesito escuchar algo que no sea yo mismo, cualquier cosa. Sin embargo, sigo anclado en el sitio, incapaz de avanzar, aferrado a la encimera como un gato asustado. No, un gato no, sino más bien un lobo aterrado e intimidado.

Que alguien me saque de aquí.

De pronto, los faros de un coche a través de la ventana me ciegan hasta el punto en el que suelto un jadeo. El estruendo de la puerta del vehículo al cerrarse se vuelve música para mis oídos y, segundos después, los pasos de alguien más se oyen entre estas cuatro paredes. No los míos, sino los de Jared y, por primera vez en todo el día, me siento aliviado de verle.

Lo primero que hace es encender las luces y abrir la ventana de par en par. El viento silba entre las copas de los árboles y un lobo solitario aúlla perdido en el bosque. La noche vuelve a estar viva y yo siento que por fin puedo volver a respirar.

—Me quedo a dormir —es lo único que dice.

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