Capítulo 37.
Salgo del cuarto de baño envuelto en una nube de vapor y con el pelo todavía húmedo. Descalzo, regreso a mi habitación con el objetivo de encontrar algo decente que ponerme. Cuando abro el armario, mi triste colección de cuatro camisas me da la bienvenida en un montón arrugado y apelotonado al final de la barra de perchas. Ahogando un suspiro, las saco todas y las coloco en procesión sobre la cama. Intento decidir cuál de todas es la más apropiada para la ocasión, pero ninguna me convence. Entonces, recuerdo que tengo otra más, olvidada en una bolsa de papel que lleva ya varios meses en una de las baldas más altas.
—Selene, te adoro —murmuro a la nada, volviendo a enfrentarme al armario y alcanzando la camisa que me había regalado, en lo que a mí respecta, hace ya tanto tiempo.
Solo han pasado un par de meses, pero muchas cosas han sucedido desde entonces y siento que ese confuso día en la cafetería ocurrió hace toda una vida. Jamás hubiese pensado que esa chica atrevida, espontánea y de sonrisa brillante, acabaría con alguien como yo. Mi vida es deprimente, y mi personalidad dista mucho de la que era hace un año o de la que hubiese podido ser en otras circunstancias. Y, aun así, aquí estoy: teniendo a la novia más maravillosa del mundo y preparándome para pasar la Nochevieja en su casa junto a su familia.
No sé muy bien qué esperar de esta noche; el recuerdo de la cena de Navidad todavía sigue fresco y estas fechas son duras, tanto para pasarlas en solitario como en compañía. Sin embargo, salir de casa ya es una distracción en sí misma, y sé que con Selene puedo ser yo mismo sin temor a recibir luego un montón de preguntas para las que no tengo respuesta.
El camino hasta su casa se me hace corto, y durante el trayecto no puedo evitar fijarme en la gente que veo por la calle, en las familias que se reúnen y que se reencuentran para pasar juntos esta noche. Su felicidad escuece, pero el saber que no estaré solo las próximas horas me es consuelo suficiente y evita que me desespere, más o menos.
Vuelve a nevar —lo lleva haciendo toda la semana—, y mis pasos crean un camino de huellas en el jardín delantero y sobre las escaleras de la entrada. Siento el viento helado morderme la piel, pero el frío no me afecta y me permito un momento para observar el vaho que crea mi respiración antes de tocar al timbre.
Tras unos segundos de espera, es Sarah la que me abre la puerta. Me recibe con un abrazo y preocupándose en exceso de que solo lleve una fina cazadora por encima de la camisa. Thomas está en el salón, enfrascado en la tarea de encender las velas de la mesa; la misma está llena de comida suficiente para el doble de personas. Alice, por su parte, está terminando de decorar una tarta de frutos rojos. Es ella la que me dice que Selene está arriba, terminando de prepararse.
Subo la escalera escuchando a Alice tararear para sí en la cocina. No me sorprende descubrir que hay decoración navideña incluso en la planta de arriba, y sigo el sonido de la música de una banda de pop hasta el cuarto de Selene. La puerta está abierta, y ella de espaldas al pasillo, sentada en su escritorio frente a un espejo para poder colocarse mejor unos pendientes. Me acerco despacio y en silencio, observando embelesado su forma de moverse; su manera de transmitir alegría incluso estando sola. Está en su mundo, balanceándose al compás de la canción que está sonando y sin percatarse aún de mi presencia.
Lleva una falda gris y un jersey granate, y en la habitación flota el aroma afrutado del perfume que se ha echado. Se ha rizado el pelo, y mis dedos de pronto sienten la tentación de hundirse en esos tirabuzones desordenados. Sin embargo, porque sé que ese peinado lleva su tiempo, lo que hago en su lugar es agacharme para estar a su altura y sorprenderla con un beso en la mejilla que la hace respingar. Sonrío contra su piel, y mi mirada se encuentra con la suya a través del espejo.
—Estás preciosa —declaro, besándola una vez más, esta vez en la sien.
—Me has asustado —protesta ella, antes de volverse y besarme en los labios. Luego, cuando se aparta, hace todo lo posible por ocultar una sonrisa culpable y sus dedos me acarician la boca—. Lo siento. Te he manchado.
Ahogo una risa y dejo que intente limpiar el estropicio de su pintalabios, sin importarme en absoluto el pequeño accidente y disfrutando de su tacto.
—¿Marcando territorio? —bromeo, mirándola divertido y arqueando una ceja.
Ella, orgullosa, alza la barbilla, arruga por un instante la nariz y me lanza una sonrisa pícara que me desarma por completo.
—Solo un pequeño recordatorio de quién es la que te hace suspirar.
No tengo respuesta para semejante declaración. En su lugar, me vuelvo a apoderar de sus labios. Selene se ríe en medio del beso, brillante, cálida, y yo sonrío contra su boca como un idiota. Le regalo un último beso antes de apartarme y contemplo sus labios.
—No pienso pedir perdón —advierto, y Selene se vuelve a reír al ver en el espejo que mitad del pintalabios ya no está perfilado y que necesita darle un repaso.
Una vez vuelve a estar lista, gira su silla hacia mí y me mira de arriba abajo. Luego, sonríe encantada.
—Te has puesto la camisa que te regalé.
—Situaciones especiales, prendas especiales de personas aún más especiales.
—Adulador —ríe, y se levanta para ir hasta el armario. De ahí saca unas botas altas que la estilizan todavía más en cuanto se las pone y luego se dirige hacia la puerta—. ¿Vienes?
Bajamos juntos las escaleras, y en el pasillo nos encontramos a Thomas cargando con una fuente llena de aperitivos variados. Con el brazo sujeta un paquete de servilletas que están a punto de caerse, así que me apresuro para ayudarle y le arrebato la bandeja de las manos.
—Gracias. Ponla donde puedas. —Y su elección de palabras no podría ser mejor, ya que la mesa está repleta de platos y no parece haber ningún hueco libre. Es Selene la que me ayuda a reorganizar un poco todo para que los aperitivos entren.
—Pues creo que ya está todo —anuncia Sarah, apareciendo desde la cocina con Alice siguiéndola de cerca. Esta última, como siempre, lleva el aroma de la repostería adherido a ella y me palmea el brazo cuando pasa por mi lado.
Nos sentamos los cinco a la mesa y, para mi sorpresa, el tiempo se me pasa volando. Los platos se suceden uno tras otro sin que yo apenas me percate de ello, y los temas de conversación fluyen sin necesidad de que tenga que pensar en qué decir o cómo actuar para que todo vaya bien.
La presencia de Selene a mi lado es una distracción en sí misma, parlanchina como nunca antes la había visto y con una sonrisa que no deja de esbozar en ningún momento. Las bromas fáciles se lanzan con la misma facilidad con la que se llenan los vasos y se vacían los platos, y me descubro riendo sin saber muy bien por qué pero sin importarme tampoco el averiguarlo.
Así, el tiempo pasa, y de pronto faltan cinco minutos para la medianoche y yo tengo una copa burbujeante de champán en la mano. Nos hemos trasladado todos a los sofás, con el árbol de Navidad en su esquina, y la televisión encendida. La ausencia de mis padres sigue presente, como un susurro helado al fondo de mi mente. Sin embargo, al mismo tiempo, esto está siendo más fácil de lo que pensé que sería y el estar rodeado de gente me permite anclarme en el ahora, en el presente.
Es una felicidad agridulce, incompleta, como un puzle al que le falta la última pieza. Y, aun así, cierta parte de mí se siente ligera, agradecida con esta familia que me ha abierto sus brazos sin cuestionarlo. Thomas y Sarah se han convertido en un apoyo silencioso que no sabía que necesitaba, Alice ha regresado a mi vida como si nunca se hubiese ido y Selene se ha vuelto en el pilar que me sostiene.
La abrazo sin apenas pensarlo, y ella me rodea la cintura con una naturalidad que me derrite. El año se acaba, las copas tintinean con los brindis, y el beso que le doy a Selene sabe a champán y cosquillea de la misma manera.
—Feliz año —susurra, y yo, hace un par de meses, jamás habría creído que llegaría a decir esas dos palabras de manera sincera.
—Feliz año, Selene.
Poco después de eso, la necesidad de tener un momento para mí solo me conduce a través de la cocina hacia el pequeño jardín trasero que posee la vivienda. Solo un viejo árbol de ramas desnudas y un tendedero congelado lo ocupan, pero para mí es suficiente con sentir el aire gélido en la cara y respirar el aroma del invierno.
La melancolía me pesa en los huesos, y las voces del interior de la casa las siento lejanas. Avanzo un par de pasos, adentrándome en la nieve que cubre todo y fingiendo, por un instante, solo estoy yo en el mundo. En el cielo nocturno, la luna menguante me observa detrás de enormes nubes grises y el viento susurra las voces del bosque y las montañas.
—Feliz cumpleaños, Alec —murmuro hacia la nada, dándole voz a personas que ya no están y a momentos que ya nunca viviré.
Los ojos me arden en lágrimas que no derramo; el frío me regala el privilegio de ocultar todo dentro y mantenerlo a raya, al menos por esta noche. Respiro hondo, y el vaho se eleva en la oscuridad como los fantasmas que me acompañan siempre.
No le he dicho a Selene qué día es hoy; no quiero condicionarla, que sienta que debe celebrar por partida doble o algo por el estilo. Además, si soy sincero, no estoy con los ánimos adecuados como para alegrarme por este día, no cuando los que lo hicieron posible ya no se encuentran conmigo.
En su lugar, permanezco quieto en medio de la noche, escuchando la alegría que surge de la casa que tengo a mis espaldas y sintiendo la quietud del exterior. Cierro los ojos y respiro, inundando mis sentidos con el aroma de la comida que ha impregnado las paredes de la cocina, de los lejanos abetos y la humedad de la nieve que los cubre. Es un contraste de lo cotidiano y lo salvaje que me abstrae; las conversaciones de dentro se vuelven un ruido sordo que reemplaza el eterno silencio al que estoy acostumbrado, y el susurro de hojas mecidas por la brisa me invitan a dejarme llevar por los secretos que guarda el bosque.
Oigo, aunque no le presto atención, cómo la puerta trasera se abre. Hay pisadas en la nieve, ligeras y algo torpes, y mi abstraída concentración no tarda en imaginarse a Selene siguiendo mis huellas solo para poder avanzar con más facilidad. A mi olfato llega el aroma de su perfume, ahogando a duras penas el olor almendrado que siempre parece proceder de ella.
Llega hasta mí tiritando de frío, y yo extiendo un brazo para que se refugie a mi lado. Lo hace sin dudar, y cuando apoya la cabeza en mi pecho, yo abro los ojos y le beso el pelo. Con cuidado, le froto la espalda para transmitirle calor y vuelvo a observar la luna.
—¿Qué estamos mirando exactamente? —pregunta, con voz trémula y estremeciéndose. La estrecho todavía más contra mi costado.
—Nada en particular. Necesitaba un rato a solas.
Selene no pregunta el motivo, ni creo que sea necesario aclararlo. Aún así, noto cómo me abraza por la cintura con más fuerza y cómo busca la manera de acomodarse mejor en la posición en la que nos encontramos.
Permanecemos un par de minutos en silencio, y es increíble cómo su mera presencia hace que todo lo que estaba sintiendo antes desaparece y se convierte en un ruido sordo que es sencillo de ignorar. Le rozo con los labios la sien y ella, en respuesta, traza caricias en mi cintura. Entonces noto cómo coge aire y su voz rompe el silencio:
—¿Te apetece dar un paseo?
—¿Y tu familia?
—La abuela los ha vuelto a arrastrar a un torneo de parchís y, conociendo a mi padre, los dos sabemos que eso les va a durar un buen rato.
Tiene razón: con el mal perder que tiene Thomas, se pueden tirar toda la noche jugando. No necesita mucho más para convencerme, y en menos de cinco minutos los dos avanzamos por la calle agarrados de la mano, los dedos entrelazados y las pisadas acompasadas. Selene, que se toma un momento para mandar un mensaje por el móvil, no tarda en animarse en cuanto ve los primeros adornos navideños encendidos. No es la primera vez que los presencia, pero el rostro siempre se le ilumina en cuanto contempla las luces de colores que cuelgan de las farolas y de los árboles, los escaparates decorados con guirnaldas, figuras navideñas y bolas de nieve de todos los tamaños.
Llegamos al centro del pueblo, y descubro que no somos los únicos que han salido esta noche. La plaza, coronada por un enorme árbol de navidad, está iluminada al completo. Hay grupos de amigos reunidos alrededor de los bancos, y parejas paseando por las calles. El lugar está repleto de risas, de buen humor e ilusión por empezar un nuevo año lleno de posibilidades.
Avanzamos sin rumbo, guiados por la multitud y el buen ambiente. Selene me arrastra de un lado a otro como si de pronto se hubiese apoderado de ella el espíritu de una niña pequeña. Enlaza temas que no vienen a cuento, salta de curiosidad en curiosidad, y yo no sé hacer otra cosa que reírme con ella de todo el entusiasmo que apenas le cabe en el cuerpo.
Entonces, de pronto, el parloteo se detiene y, en su lugar, Selene me mira con una sonrisa impaciente, expectante. Al principio no comprendo qué es lo que está ocurriendo, pero luego miro a mi alrededor y descubro que nos hemos detenido frente a la cafetería de Roy. Mi confusión solo aumenta.
—¿Qué hacemos aquí?
Las luces están apagadas, como era de esperar, y todas las cortinas de los grandes ventanales están corridas. No se ve movimiento alguno, y mucho menos hay rastro alguno de la dueña o de su hijo. Por eso, cuando Selene me agarra de la mano y tira de mí con confianza hacia la entrada del local, solo la sigo por inercia, tropezando con mis propios pies e intentando darle un sentido a lo que sea que esté pasando.
—Tu ven y no hagas preguntas —es la nula explicación que obtengo, y sus dedos son firmes alrededor de los míos, decididos a no dejarme ir bajo ningún concepto.
Para mi sorpresa, la puerta, que debería estar cerrada, cede y se abre con suavidad en cuanto Selene la empuja hacia dentro. Nos internamos en la oscuridad del restaurante, ella con paso firme, yo torpe y confundido como nunca me había sentido. Aquí algo no cuadra; hay olores demasiado presentes, demasiado reales como para ser meros resquicios de hace horas. Huele a comida, a café y a dulces. Y, también, huele a personas que...
De la nada, un destello de luz me ciega y todos salen de todas partes gritando "¡Sorpresa!" y yo no sé a qué prestarle atención primero. La perplejidad me enmudece y me petrifica, y apenas soy consciente del salto que da Selene hacia mí para abrazarme y besarme.
—¡Feliz cumpleaños! —exclama, más feliz que cualquiera y con un gorro de fiesta en las manos que no sé de dónde ha salido pero que no pierde el tiempo en ponérmelo. Yo sigo sin poder reaccionar.
Roy, a sus espaldas, se ríe de lo lindo por todo mientras Ethan niega con la cabeza con gesto de decepción absoluta.
—Debería darte vergûenza que tu novia se entere de tu cumpleaños por nosotros y no por ti —dice, lanzándome una mirada acusadora que bien puede ser real. Sin embargo, pronto recupera la sonrisa sacando su teléfono con rapidez y haciendo una foto antes de que yo pueda incluso parpadear.
Su mejor amigo se le cuelga al instante del hombro y, juntos, juzgan la instantánea como profesionales. Jared y Liam también están aquí; el primero con una pajarita de cartón rídicula, enorme y llena de purpurina atada al cuello y el segundo con una tarta en las manos. Esto no puede estar pasando. Vuelvo a mirar a Selene.
—¿Cuándo has organizado todo esto? —pregunto, porque sé que ella es la responsable y la cabeza que ha puesto la idea.
Ella sonríe inocente, como si la cosa no fuera con ella, y lleva las manos a la espalda para comenzar a balancearse sobre los talones.
—Toda esta semana —contesta encantada, como una niña a la que le ha salido la jugarreta—. Los demás accedieron al instante en cuanto lo propuse. Ivi y Lucy en principio también iban a venir, pero Ivi al final consideró que era demasiado para ella y Lucy ha sido arrastrada a un viaje familiar para esquiar, o algo así.
—Da gracias de que Martha nos ha prohibido tirar confeti dentro del restaurante, o ahora estarías escupiendo papel de colores.
La amenaza de Jared cae en saco roto cuando, con una sonrisa, se acerca y me palmea la espalda. No es el único que sabe lo que supone esto para mí, pero sí, tal vez, el que más lo entiende. Por eso, cuando Liam se acerca con la tarta, su presencia a mi lado es lo que más me ata a tierra ahora mismo.
—La ha hecho Martha —anuncia Liam, como si cualquiera de nosotros necesitara que confirmara algo tan obvio—. Tengo entendido que el corazón es obra de Annie.
—¡Y las felicidades! —añade Roy.
En efecto, en medio de la tarta, con letras cada una de un color y con pulso irregular, un "!Felicidades¡" adorna el pastel, junto con un corazón torcido coloreado con virutas de chocolate. No sé qué me parece más entrañable, si las exclamaciones puestas al revés, el evidente esfuerzo que le ha puesto Annie en su parte de esta inesperada sorpresa, o la presencia de todos mis amigos en un día que, hasta hace poco, me llevaba por el camino de las lágrimas.
Mientras yo me debato sobre cuál es la mejor manera de agradecer todo esto, Selene se acerca a Liam con un mechero y unas velas. Las enciende una a una, y alguien atenúa las luces para que la tarta quede en un primer plano. Por el rabillo del ojo distingo a Ethan grabando todo con el móvil, pero, por una vez, no puede importarme menos. Selene, a menos tan solo un paso de mí, se vuelve y me recuerda algo obvio pero que había olvidado:
—Tienes que pedir un deseo.
Esta vez, las palabras en mi cabeza surgen solas, y las velas se apagan al poco de haberse encendido. Abrazo a Selene y la beso con todo el cariño que le tengo. Por una vez en demasiado tiempo, me dejo llevar y arropar por la locura que supone este grupo, que vitorean, cantan y felicitan como borrachos. En esta noche, no los cambiaría por nada del mundo.
Deseo, por favor, poder olvidar todo lo que ha pasado y que este año sea diferente.
¡Feliz 2023!
Espero que estas fechas os permitan reuniros con vuestros seres queridos y ojalá este nuevo año sea mejor para todos nosotros.
Como objetivo personal, espero terminar de corregir y publicar El destino de la luna. A ver si lo consigo.
¡Nos leemos en el siguiente capítulo!
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