Capítulo 36.
Es Navidad y toda la casa huele a chocolate caliente, café y tortitas. Con el aroma del desayuno guiando mis pasos, bajo hasta la cocina arrastrando los pies. Ahí, con cara de haberse despertado hace menos de diez minutos, Alec ayuda a mi madre a preparar tazas para todos mientras mi padre hace girar una tortita en el aire.
—Buenos días —bostezo, demasiado dormida todavía como para articular algo de manera coherente.
Anoche se nos hizo tan tarde que Alec se quedó a dormir para no tener que volver a casa tan de madrugada, y yo siento que apenas he tenido un par de horas de sueño. Miro a mi alrededor, buscando algo en lo que pueda ayudar, pero no parece haber nada más por hacer, por lo que me siento para no estar en medio y ahogo otro bostezo.
—Menuda cara tienes. Ten. —Mi madre deposita una taza de café delante de mí y me besa en el pelo—. Thomas, cariño, por aquí ya está todo. ¿Cómo van las tortitas?
—Listas.
Sirve la última tortita en el montón que ha cocinado y se acerca con él a la mesa. Alec le pisa los talones, llevando consigo dos tazas humeantes, y las coloca junto a los platos; en el salón las noticias se suceden como ruido de fondo. Cuando se sienta me doy cuenta de que falta una persona.
—¿Y la abuela?
—Ha ido a ver a Adam.
Miro a mi padre por encima del borde de mi taza. El olor del café me cosquillea en la nariz.
—Espero que al menos le abra la puerta —digo, y Alec se atraganta al segundo siguiente con el sorbo que le había dado a su propia bebida. Le miro, a la defensiva—. ¿Qué? Tengo razón. Con suerte le dará los buenos días.
Nadie es capaz de argumentar en mi contra, por muy triste que sea eso, y continuamos desayunando en silencio. El hombre del tiempo anuncia que hay altas probabilidades de que nieve por la tarde y enumera las carreteras que podrían acabar cortadas por el temporal. La noticia hace que Alec mire por la ventana con gesto contemplativo.
—Debería irme —anuncia.
—Quédate a comer —propone mi madre, pero Alec niega con la cabeza.
—Gracias, pero se me hará complicado volver a casa más tarde.
Sé que no va a ceder, y mi madre también parece intuirlo, porque no insiste y comienza a recoger la mesa. Mi padre se levanta para ayudarla y yo me adjudico la tarea de juntar todos los platos en una sola pila.
—Voy contigo —digo entonces, cuando él me tiende su plato vacío. Alec frunce el ceño.
—¿Y cómo pretendes volver?
En lugar de contestarle, me giro hacia mi padre, quien se dedica a cerrar todos los botes de mermelada que hemos abierto para las tortitas.
—Papá, ¿me puedo llevar el coche?
Necesita de unos segundos para pensárselo.
—Está bien —accede, aunque luego añade—: Pero procura volver para la hora de la comida. No quiero encontrarte en una zanja cubierta por nieve y congelada.
La tentación de poner los ojos en blanco es grande, pero resisto el impulso y accedo al trato asintiendo con la cabeza.
—No me convertiré en un cubito de hielo, prometido. —Me acerco para besarlo en la mejilla como muestra de buena fe y él refunfuña entre dientes, tan melodramático como siempre.
No tardamos mucho más en terminar de recoger la cocina y pronto me veo conduciendo detrás del coche de Alec a través del pueblo. De alguna manera se me hace extraño ver cómo conduce pero sin estar presente a su lado, como ya he llegado a acostumbrarme.
Los neumáticos de invierno hacen un trabajo maravilloso evitando derrapar cada cinco metros, aunque a mí la nieve apelotonada a los lados me parece de pronto más amenazadora que antes, mientras recorremos la serpenteante carretera que se abre paso por el bosque.
Esta vez, cuando llegamos, no hay coche de Jared a la vista, y la fachada blanca de la casa parece querer fundirse con el paisaje nevado que la rodea. Todo parece estar dormido por los alrededores cuando salgo del coche; una calma que invita a hablar en susurros para no perturbarla. Nuestros pasos resuenan con una vergüenza torpe entre tanto silencio.
Cuando entramos, la casa está fría, a oscuras y muda. No hay una sola decoración navideña a la vista, nada que resalte con alegría, y sé que he hecho bien en venir. Alec pasa a mi lado, con la bolsa con su regalo en la mano, y enciende las luces de media planta antes de adentrarse en el salón para activar el termostato. Yo, por mi parte, me deshago del abrigo y lo dejo colgando del respaldo de una de las sillas de la zona que hace de comedor. Después, me vuelvo hacia Alec y le señalo la bolsa que ha dejado encima del sofá.
—¿Qué te parece si lo colgamos? —pregunto, acercándome a él para rodearle la cintura con los brazos.
Alec me sorprende accediendo sin que tenga que insistir, asintiendo de buen grado y relajándose bajo mi toque. Me acaricia el dorso de las manos y dice:
—¿Alguna sugerencia?
Mi mirada se desvía entonces hacia las ventanas del salón, desde donde se ven los postes que sostienen parte de la planta de arriba y que, además, delimitan la pequeña terraza que hay en el frente de la casa.
—Había pensado que quedaría bien en la entrada, en el porche.
—En el porche pues.
Dicho esto, me coge de la mano, recupera la bolsa con la otra, y tira de mí hacia la salida. Yo le sigo de buen grado, sin importarme por una vez el frío que me congela la cara y los dedos. Dedicamos un buen rato en decidir qué porción de techo es la más adecuada, y luego Alec desaparece en el garaje para buscar un destornillador eléctrico y un gancho del que poder colgar las campanillas.
Menos de diez minutos después, el viento hace tintinear los móviles en un ritmo enrevesado que no parece tener orden alguno, pero que llena el silencio que rodeaba la casa. De pronto, hay algo más que quietud en el jardín y Alec permanece observando esos tubos huecos de madera como si no comprendiera cómo algo tan simple puede cambiar tantas cosas.
En sus ojos hay una multitud de sentimientos encontrados, amargos y felices, y cuando me acerco a él para acariciarle la mano, Alec entrelaza nuestros dedos con fuerza y, sin decir palabra, levanta nuestras manos unidas para besarme el dorso.
—Siempre me he dicho que no te merezco —murmura, girándose hacia mi para quedar cara a cara. Sus ojos vuelven a ser de un azul tan profundo que su color ahoga—. Y tú no dejas de darme la razón una y otra vez.
—Me importas, Alec —contesto, tras tomarme un instante para recuperarme tanto de sus palabras como de su mirada—. Te quiero. Y quiero que seas feliz, tanto de día como de noche.
Le aprieto los dedos entre los míos, y él recibe mi respuesta con una sonrisa suave y la mirada humedecida. Segundos después, nuestros labios se reencuentran con anhelo y cariño, urgidos por la necesidad de sentir la presencia del otro al completo.
Los besos de Alec son cálidos, dulces, y sus manos me erizan la piel mientras suben por mis espalda. Me atrae a él, como si nuestra cercanía no fuera suficiente, y yo le rodeo el cuello con los brazos.
—Te adoro —susurra, abandonando mi boca solo por ese corto instante.
Le contesto besándolo de nuevo, enredando mis dedos en su pelo y dejando que me envuelva con su presencia. Me siento pequeña a su lado, pero cuando me acaricia la columna, piel con piel, y se agacha para besarme detrás de la oreja y en el cuello, la sensación desaparece, dejando en su lugar un deseo que solo exige más.
Entonces Alec se aparta, con la respiración agitada y la mirada todavía más profunda. Me observa, apartándome el pelo de la cara y acariciándome la mejilla. Se inclina para besarme otra vez, despacio, contenido. Después, murmura:
—Vamos dentro.
A nuestras espaldas, mi regalo tintinea con el viento una melodía desconocida; la nuestra.
Estoy aparcando en el centro del pueblo cuando comienza a nevar. Sucede despacio, casi con pereza, pero las nubes oscuras que encapotan el cielo predicen tormenta más pronto que tarde. Estremeciéndome de frío, me ajusto la bufanda alrededor del cuello, saco la bolsa de papel del maletero y me apresuro a llegar hasta el resguardo del portal. Ahí, miro el telefonillo intentando recordar qué botón era el correcto. Como preguntar no es una opción, decido pulsar uno aleatorio y rezar para que la suerte esté de mi lado.
—¿Sí? —Un par de segundos después, la pregunta se confunde con la estática del aparato—. ¿Quién es?
La voz suena a persona mayor, y yo me acerco todo lo que puedo al telefonillo para decir:
—Correo. ¿Me puede abrir?
—¿Sí?
—¡Correo!
—¿Quién es?
—¡El cartero, señora! —Me siento ridícula, gritándole a una placa de metal con botones atornillada a una pared, y ya estoy barajeando otras opciones para conseguir entrar en el edificio cuando el estruendo de la cerradura al abrirse me sobresalta. No pierdo el tiempo ni la oportunidad y me cuelo dentro mientras exclamo—: ¡Gracias!
Una vez superado el primer obstáculo, ya el resto es mucho más sencillo. Decidida, subo los tres pisos de escaleras sin notar, por una vez, el cansancio en las piernas, y me detengo delante de la primera puerta que me sale al paso. Esta vez no dudo, y llamo al timbre de una manera tal vez demasiado larga. Me da igual; quiero que me abran. Por si acaso, lo toco otras dos veces más.
Al otro lado, un insulto cabreado con el mundo entero y amortiguado por las paredes me confirma que mi objetivo está en casa, tal y como sospechaba. No tengo que esperar mucho para escuchar sus pasos acercándose antes de que el ceño fruncido de Adam me dé la bienvenida. Yo me aseguro de poner mi mejor sonrisa.
—Otra vez tú —escupe, transmitiendo la misma hospitalidad que la de la última vez—. ¿Qué haces aquí?
Mi respuesta es plantarle la bolsa de papel delante de la nariz. No se la estampo en la cara porque le veo capaz de tirarme por las escaleras.
—Tu regalo. Feliz Navidad. De nada por acordarme de ti.
—¿Qué? —Tal vez por reflejo, tal vez por dejar de tener una bolsa pegada a la nariz, me la arrebata de las manos. En su interior hay un esponjoso gorro de Navidad que saca como si este transmitiera la Peste—. ¿Qué es esto?
—Tu regalo —repito con voz alegre. Sonrío inocente y le miro a los ojos—. Te lo vas a poner y vas a venir conmigo a comer a casa de la abuela.
—Tú estás loca.
En efecto, me mira como si mi sitio estuviera en un psiquiátrico y retrocede dispuesto a cerrarme la puerta en la cara. Pero, por una vez, mis reflejos son rápidos y me coloco en medio del marco en tan solo un paso. De pronto, estamos muy cerca. Mi olfato se llena con los tenues restos de su desodorante y tengo que alzar la cabeza para poder mirarlo a la cara. Un rictus le tuerce los labios en un gesto de desagrado y su ceño fruncido le oscurece todavía más los ojos.
—Apártate —me advierte, y esa única palabra reúne más amenazas de las que he recibido en la vida.
Pero yo he venido aquí para llevarlo conmigo y pienso sacarlo de este apartamento aunque sea a rastras. Alice ya ha regresado triste demasiado veces a casa y no voy a permitir que se siga repitiendo.
—No.
Adam gruñe, una vibración que retumba en su pecho y que se incrusta en la médula de mis huesos. Sus ojos cambian de color, tornándose de un reluciente y gélido dorado.
—Vete. No pienso repetirlo.
Está enfadado, y emite un aura de peligro que me sacude el instinto y me eriza la piel. No obstante, yo también estoy molesta. Me cabrea su actitud y su despecho, la falta de empatía que tiene hacia su propia abuela y el odio generalizado que parece tener con todo el mundo. Por eso, no pienso darle lo que quiere y hago fuerza contra la puerta para evitar que la cierre incluso conmigo en medio.
—¿Así es como tratas a Alice? —espeto, y el forcejeo se detiene en una pausa sobresaltada. Aprovecho la oportunidad y empujo la puerta, abriéndola un poco más y adentrándome medio paso en su piso—. ¿A ella también la amenazas comportándote como un cavernícola?
Hay una pausa, en la que Adam no replica tan rápido como podría haberme esperado. En su lugar, me taladra con la mirada, de pronto no tan brillante sino más opaca, aunque sigue siendo de un dorado antinatural.
—No tengo porqué darte explicaciones —responde, a la defensiva y entre dientes.
—No, tienes razón —accedo, y le clavo con rabia un dedo acusador en el esternón—. Pero se las debes a ella. Es tu abuela, y también la mía. Y hoy es Navidad y un día para pasar en familia. Y te guste o no, vas a venir conmigo a casa y vas a comer con nosotros incluso si te da indigestión. Se lo debes.
La mirada de Adam está llena de ira y desprecio. Tensa la mandíbula, irritado con toda mi presencia, y el pomo de la puerta que nunca ha soltado chirría en su mano. Aun así, sus ojos regresan a su color habitual. Algo de todo lo que he dicho ha conseguido alcanzarlo.
—No voy a ir —insiste, cabezota e imbécil como estoy descubriendo que solo él puede serlo. Comienzo a contar mentalmente para armarme de paciencia.
—Irás. —No dejo opción a réplica alguna en mi tono—. O me quedaré aquí lo que te queda de vida.
—No eres capaz.
—Pruébame.
Le miro a los ojos, tanto o más enfadada que él. Si piensa que puede intimidarme, hacer que me acobarde y regrese por donde he venido, lo lleva claro. Si hace falta que me convierta en su peor pesadilla con tal de que se comporte mínimamente como un ser humano, que así sea. Mala suerte para él que compartamos parentesco.
Pasa un minuto, en el cual ninguno cede en nuestra rabia hacia el otro. La situación no es agradable, ni cómoda; la tensión se palpa en el aire, junto con un peligro animal latente que no deja de susurrarme en el oído para que retroceda y me marche. Sin embargo, no flaqueo, y le sostengo la mirada a Adam con decisión y cabezonería. Al final, le escucho sisear:
—¿Es que has olvidado la advertencia que te di?
—No, no lo he hecho —admito, porque la amenaza de que su familia me encuentre en cualquier momento me crea pesadillas algunas noches—. Pero hoy es un día especial y creo que ya has sido bastante desconsiderado con la abuela durante todo el año. Una tarde de relaciones humanas no te va a matar.
—¿Qué sabrás tú? —replica a su vez, resistiéndose a ceder.
—Sé —siseo, planteándome bastante en serio agarrarlo por el pescuezo—, que la abuela llega triste a casa cada vez que va a verte. Sé que sufre cada vez que la alejas de ti. Y sé, también, que lo mínimo que puedes hacer para compensarlo es el gesto de pasar con ella la tarde de Navidad. Así que deja de ser un cobarde desagradecido que solo sabe esconderse en su casa y ve a verla.
Dejo de hablar, y mis palabras flotan entre los dos como acusaciones. Adam tensa la mandíbula, observándome con una intensidad que no consigo catalogar. Al final, respira hondo y la puerta se abre por completo.
—Bien —suspira, tan resignado como irritado—. Pero no pienso ponerme esa cosa en la cabeza.
Mi única respuesta al respecto es sonreír.
La felicidad y la sorpresa con la que Alice recibe a Adam es emotiva. Lo abraza con fuerza, con las manos temblando de incredulidad, y mi primo no opone resistencia. De hecho, aunque me cueste creerlo, le devuelve el gesto, con un solo brazo y de manera torpe, pero al menos no la rechaza como pensé que haría.
—¿Cómo es que estás aquí? —pregunta, con voz insegura, como si lo que está viendo es un sueño y no la realidad.
No veo la expresión de Adam, pues me encuentro detrás de él en el porche de la entrada, pero quiero creer que, al menos para Alice, es capaz de torcer una pequeña sonrisa cuando murmura:
—Es Navidad.
A mi abuela se le ilumina el gesto cuando lo escucha y le planta un sonoro beso en la mejilla antes de volver a abrazarlo con fuerza. Después, lo invita a pasar con lágrimas en las comisuras de los ojos y una sonrisa de oreja a oreja. Les sigo de cerca, cerrando la puerta tras de mí y dejando el frío del invierno fuera de casa.
Mis padres reciben a Adam en el salón, con saludos cordiales y sonrisas educadas. Luego, cuando mi primo vuelve a poner la atención en Alice, me lanzan miradas que buscan explicaciones sobre su presencia. Yo, por mi parte, me limito a encogerme de hombros. Soy consciente de que va a ser una tarde extraña, pues somos prácticamente desconocidos, pero la felicidad de mi abuela se merece al menos esto.
De hecho, no deja de orbitar alrededor de Adam, sacando conversación de donde no la hay y tocándolo cada vez que puede, como si quisiera asegurarse de que su nieto es de carne y hueso y no un espectro. Y para mi sorpresa, por muy incómodo que le vea y por las pocas palabras que enlaza seguidas en sus respuestas, Adam no se aparta y deja que Alice, por una vez, se salga con la suya.
La comida, tal y como me esperaba, es peculiar. Prácticamente tenemos a alguien que no quiere estar aquí sentado en la mesa con nosotros, y la incomodidad acompaña a cada roce de cubiertos con la vajilla. Sin embargo, pese a las miradas penetrantes que mi primo me lanza de vez en cuando, Adam contesta a las preguntas ocasionales de mis padres sin gruñidos y participa, aunque a media voz, en las anécdotas que cuenta Alice, una tras otra.
Yo, por mi parte, me mantengo al margen la mayor parte del tiempo, prefiriendo observar a intervenir. Así, descubro que aunque su expresión corporal no oculta que está aquí a la fuerza, sus palabras cuando le contesta a nuestra abuela son contenidas, suaves; no hay rastro de enfado o irritación en su voz, aunque a veces ponga los ojos en blanco o frunza el ceño cuando cree que nadie le está mirando.
La tarde pasa lenta, pero no me arrepiento de nada cuando, largas horas después, sigo a Adam y a la abuela hasta la puerta. Alice lo vuelve a abrazar, repitiéndole por centésima vez lo feliz que está de que haya venido, y lo invita a pasarse más a menudo por casa. Ambos, Adam y yo, sabemos que no va a ocurrir; no al menos por la mirada que me lanza por encima de su hombro.
Mi primo se despide y yo lo acompaño fuera. Falta poco para el atardecer, y la luz del día es gris y mortecina. La tormenta, tal y como habían advertido, es fuerte, y los copos de nieve caen con velocidad y fuerza. Todo el patio delantero y la calzada están cubiertas de blanco al completo, pero a Adam no parece importarle y sale a la intemperie sin inmutarse. Me sorprende deteniéndose junto a la verja y se da la vuelta para mirarme. No sé leer su expresión cuando declara:
—Eres alguien amable.
No sé si es una acusación o un halago, pero considero una pequeña victoria que me esté hablando sin que sus ojos sean dorados.
—Te dije que no ibas a morir.
Por supuesto, Adam no me ríe la broma y yo no le doy las gracias por haber venido, pues ambos somos conscientes de que esta tarde no habría ocurrido si yo no le hubiese obligado. En su lugar, permanece inmóvil bajo la nieve, dejando que los copos se adhieran a él y sin importarle el frío que hace.
—No voy a retirar la advertencia que te di —declara de pronto, tan serio como de costumbre—, pero reconozco que me equivoqué al juzgarte. No eres tan insoportable como pensaba.
No sé qué contestar a semejante comentario y solo puedo ver cómo se da la vuelta y se marcha, perdiéndose en la tormenta como la figura solitaria que es.
¡Publicación doble como regalo de Navidad!
Os deseo felices fiestas a todos y espero que estos días los estéis disfrutando al máximo.
¡Nos leemos en el siguiente capítulo!
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