Capítulo 29.

—Este domingo los chicos quieren quedar en el restaurante de Roy a desayunar. ¿Os apetece venir?

Mi pregunta rompe el silencio en el que mis amigas y yo estábamos envueltas para estudiar y tanto Lucy como Ivi alzan la mirada de sus respectivos apuntes. Estamos en la biblioteca, en una mesa colocada frente a una ventana para intentar aprovechar la poca luz de la tarde que puede ofrecernos un cielo invernal y encapotado. Ivi, en la cabecera de la mesa, compone un gesto que traduzco en que no está preparada todavía para encontrarse con ningún licántropo, aunque ya hayan pasado más de dos semanas desde entonces. De hecho, murmura:

—Yo no puedo ir, lo siento.

Su negativa no me sorprende y asiento sin necesidad de que me dé más explicaciones. Con el móvil todavía en la mano, y el mensaje que acabo de recibir a plena vista, contemplo a Lucy, interrogante. Ella parece dudar, indecisa, así que le lanzo un incentivo:

—Estará Ethan.

Lucy enrojece al instante, porque la indirecta es obvia, y se pone a farfullar nerviosa.

—¡Que vaya él no tiene nada que ver! —Se aparta el pelo de la cara con movimientos torpes y yo alzo las cejas. No intento ocultar mi sonrisa y ella me golpea una pierna por debajo de la mesa—. ¡Hablo en serio! —sisea, controlando a duras penas el tono de voz para que no nos llamen la atención.

—Oh, vamos, ¿todavía seguís suspirando en la distancia el uno por el otro?

—No es tan simple —objeta ella, e Ivi pone los ojos en blanco, absteniéndose de comentar al respecto. De hecho, está bastante callada cuando normalmente es la primera en lanzarse a por un cotilleo de este tipo.

Entonces caigo en la cuenta de que no sé qué piensa ella de Ethan ahora que sabe que es un licántropo, ni si le parece bien que una de sus mejores amigas esté interesada en uno. Porque yo no cuento, ya que soy mitad como ellos, aunque sé que tiene sus reservas en lo que a Alec se refiere. Después de todo nos une un lazo bastante sombrío, y todavía estamos trabajando en ello.

Pero no quiero pensar en eso ahora mismo, así que me centro en Lucy y en cómo sus orejas están coloradas mientras intenta explicar que Ethan es Ethan y que aunque hablen bastante a menudo eso no significa nada porque él es simpático con cualquier persona que se le cruce y nunca ha habido nada romántico entre ellos.

—Solo piénsatelo, ¿vale? —pido, porque es evidente que en este momento no vamos a llegar a ninguna parte y ambos necesitan de más de un empujón para afrontarse mutuamente.

Lucy accede con un asentimiento incómodo, sin comprometerse, y justo en ese momento recibo otro mensaje. Es de Alec, queriendo ver qué tal va nuestra tarde de estudio y preguntándome si tenemos transporte para volver. Mi respuesta es que lo va a ser él mismo, y Alec promete pasar a recogernos en cuanto salga de trabajar. Eso nos deja solo con otra hora y media más en la biblioteca que transcurre volando.

Al salir ya es de noche, y abandonar el calor del edificio nos estremece a las tres al unísono. El coche de Alec nos espera justo delante de la entrada y Lucy es la primera en apresurarse para subir, frotándose las manos y maldiciendo el invierno entre dientes.

—Hola, Alec —saluda—. Gracias por venir a por nosotras.

—No es nada —asegura, y le sonríe a través del retrovisor. Ivi cierra la puerta y él pone el coche en marcha. Ya se sabe la dirección de cada una, por lo que no pide indicaciones—. ¿Os ha cundido la tarde?

Me mira a mí, pero habla por todas. Asiento, y procedo a hacer malabares para quitarme el abrigo.

—Hoy has acabado antes —señalo, consciente de que suele salir pasadas las diez como muy pronto y no son más que las nueve de la noche.

Alec se encoge de hombros y se detiene en un cruce que lleva hacia la casa de Ivi.

—Hoy es día de inventario, así que cerramos antes —explica—. Eso, y que me han mandado a casa bajo amenaza de despido.

Lo dice refunfuñando, irritado porque su jefe sea también el padre de uno de sus amigos. Al ver su ceño fruncido me río entre dientes y le acaricio el brazo para consolarlo.

—Eso es porque se preocupan por ti —le recuerdo, a lo que él resopla dramático antes de detener el coche y poner los intermitentes.

—Tu parada, Ivi —anuncia, mirándola a través del retrovisor.

Yo, por mi parte, me retuerzo en el asiento para poder verla. Nos damos un abrazo torpe como despedida.

—Hablamos mañana —dice, y entiendo que muy probablemente mañana tampoco la vea en clase. No ha regresado a clases desde que acabó en el hospital.

Abraza también a Lucy, saluda a Alec y sale del coche. Hasta que no la vemos adentrarse en su portal Alec no arranca. Un par de minutos después, nos detenemos delante del bloque donde vive Lucy.

—¿Te pensarás lo del domingo? —pregunto mientras ella se quita el cinturón.

—Lo haré —promete, tal vez porque intuye que soy capaz de insistir para que acceda todo lo que nos queda de semana.

Sonrío, inocente y encantada, y la abrazo como puedo con el asiento entorpeciendo y la observo salir a la calle y rebuscar en su mochila hasta dar con las llaves de su portal. Una vez más, no nos vamos hasta que la puerta no se cierra a sus espaldas.

Así, nos quedamos a solas y yo aprovecho un semáforo en rojo para besarlo en la comisura de los labios a modo de saludo tardío. Alec sonríe y, pese a que está pendiente del tráfico, su mano acaba sobre mi pierna.

—¿Qué tal la tarde? —pregunta.

—Siendo un ratón de biblioteca, nada del otro mundo. ¿Y tú? ¿Ha pasado algo interesante en el gimnasio?

—Bueno... —comienza, pensativo, hasta que de pronto tuerce una sonrisa maliciosa—. Unas abuelas acorralaron a Liam a media tarde. No ha querido contarme qué le dijeron, pero salió de ahí perturbado.

Mi carcajada surge con solo intentar imaginármelo, y Alec me mira de reojo con una suave sonrisa. Es agradable lo fácil que es hablar con él de cualquier cosa, e incluso los silencios que compartimos son cálidos. La incomodidad que pude llegar a sentir al principio, cuando apenas lo conocía y mucho menos sabía cuáles eran sus secretos, ya no existe y su cercanía es algo de lo que nunca tendré suficiente.

—¿Te apetece dar un paseo? —sugiero entonces, cuando no quedan más que dos cruces para llegar a mi calle—. No quiero llegar a casa todavía.

Alec me mira de reojo.

—¿Segura?

—Sí, venga. Improvisemos una cita.

Mi declaración lo sorprende, pero luego se ríe y su carcajada inunda el coche. Alcanza mi mano y la levanta para besarme los nudillos.

—Me encanta que seas tan impredecible —murmura contra mis dedos y a mi se me corta la respiración por un segundo, porque si hay algo a lo que todavía no logro acostumbrarme, es a este tipo de declaraciones que surgen de él sin previo aviso.

Sonrío, porque no sé qué puedo contestar a eso, y Alec me regala una sonrisa propia antes de soltarme para poder manejar la palanca de cambios. Nos desviamos de mi barrio y regresamos al centro del pueblo, aparcando en el primer hueco que encontramos libre y exponiéndonos una vez más al frío que proviene de la cima de las montañas.

Estamos a principios de diciembre, y en las calles principales ya hay colgadas luces de Navidad y los puestos callejeros de comida y regalos pueblan cada esquina e inundan los alrededores con villancicos.

Cogidos de la mano, curioseamos por las distintas casetas que nos vamos encontrando. Solo para reírme de él, cojo prestado un gorro de Papá Noel y se lo pongo a Alec en la cabeza antes de que pueda reaccionar. Su expresión traicionada y avergonzada es la mejor que he visto en mucho tiempo y él se venga de mí colocándome una diadema con astas de reno y cascabeles.

Me siento una niña pequeña haciendo toda clase de travesuras y me duelen las mejillas de tanto sonreír y reír. No hay nada planeado, y el hecho de que estemos improvisando esta cita sobre la marcha le otorga a todo una emoción electrizante.

Nuestra cena son castañas asadas que vende un alegre señor y bizcocho casero de una anciana amable que nos guiña un ojo con picardía. Solo por ser golosos, nos hacemos con algodón de azúcar y, con los dedos pringosos y manchados de rosa, nos abrimos paso por la plaza que hay delante del ayuntamiento.

Aquí parece haber tanto el doble de luces como de gente. Han colocado un tiovivo y los alrededores están plagados de niños que corretean de un lado a otro. De vez en cuando hay bolas de nieve volando, y no falta el pobre transeúnte desafortunado que acaba siendo blanco de uno de esos proyectiles helados.

Nos sentamos juntos en un banco y me acurruco contra el costado de Alec. Me rodea los hombros con un brazo, acercándome a él, y yo apoyo la cabeza en su hombro. Envueltos en un cómodo silencio, observamos el ajetreo de la plaza y el ir y venir de las piezas del tiovivo. En el otro extremo descubro que han instalado una pequeña pista de patinaje que está bastante abarrotada.

—A veces me gustaría ser un niño otra vez —reconoce Alec, rompiendo el silencio con un murmullo que me acaricia la oreja. Sus dedos se entretienen con mi pelo y yo contemplo a una niña pequeña arrastrar a su padre hacia un puesto de golosinas.

—¿Venías mucho con tus padres aquí? —me atrevo a preguntar, sin saber si mencionarlos es un paso en la dirección equivocada.

Pero Alec permanece tranquilo y su corazón late a ritmo sosegado. Cuando habla, su voz está cargada de recuerdos:

—Cada fin de semana. Paseábamos por el centro y nos atiborrábamos de chocolate caliente. —Entonces se ríe, agridulce por saber que ellos ya no están con él, y me estrecha un poco más hacia sí mismo—. Cuando era pequeño tenía como misión personal montarme en cada figura del tiovivo antes de irnos a casa. No sé cómo no les llevé a la ruina.

Sonrío, porque no me cuesta demasiado imaginarme a un niño de intensos ojos azules y pelo negro y revuelto salir corriendo entre la multitud solo para poder subirse primero a uno de los caballitos o coches de la atracción.

—Seguro que eras un niño adorable —digo, alzando la mirada para ver su perfil.

Alec vuelve a reír, mucho más alegre esta vez, y niega para sí mismo.

—Era un trasto, en realidad. Me llevaba demasiado bien con Ethan y Roy como para no meterme en problemas, y Jared tampoco se quedaba atrás. Creo que no hubo mes en el que no rompiéramos algo por accidente.

No puedo evitar poner los ojos en blanco, porque por supuesto que esos tres tenían que estar involucrados de alguna manera incluso desde tan temprana edad.

—¿Cómo os conocisteis? —indago, porque la camaradería que existe entre ellos es demasiado sólida como para no interesarse por ella. No me cabe duda de que todos se conocen entre sí como la palma de sus manos, y a veces parecen más hermanos que meros amigos.

Alec, todavía abrazándome, resopla divertido.

—Ni siquiera lo recuerdo. Nuestros padres eran amigos y se veían a menudo. Todo lo demás surgió por sí solo.

Tarareo, porque en parte me esperaba una respuesta semejante, y me muevo hasta acabar con las piernas sobre el regazo de Alec. Estar pegada a él hace que el frío sea soportable.

—¿Mi primo también iba con vosotros? —pregunto entonces a media voz. Sé que es un tema delicado, pero también quiero intentar comprender cómo eran las cosas antes de que todo cambiara.

Siento que Alec se tensa, pero solo le dura un segundo y, después, relaja el cuerpo con un profundo suspiro. Distraído, su mano alcanza la mía y su pulgar recorre mis nudillos.

—Adam también estaba, sí —reconoce, y su voz suena lejana, con la atención puesta en algún hecho lejano que desconozco—. Desde siempre ha sido el más reservado de todos, y solía preferir la compañía de Liam antes que la de los demás. Decía que éramos ruidosos, o algo así. —Se ríe, víctima de un humor extraño y hasta melancólico—. Aunque luego aparecía su hermano y hasta él se desinhibía.

—¿Te... Te llevabas bien con Mark? Al principio, digo.

Antes de contestar, Alec vuelve a suspirar.

—Sin más —dice, encogiéndose de hombros—. Era más el hermano de Adam que miembro de nuestro grupo. Desde siempre había cierta... tensión entre ambos, creo que por culpa de su padre y su animosidad hacia los míos. En realidad, Mark siempre ha sido alguien... complicado. Creo que nunca he llegado a entenderle. Unas veces iba por su propia cuenta, otras se juntaba con nosotros y se volvía uno más como si nada. De hecho, todos compartimos un tatuaje por culpa suya.

—El lobo de tu cuello —murmuro, y no es una pregunta.

Alec asiente, y lleva una mano hasta esa zona de piel cubierta por tinta negra.

—Surgió por una estupidez que ya ni recuerdo, pero de alguna manera nos acabó retando a todos a ser capaces de aguantar el dolor constante de una aguja. Por aquel entonces ya todos éramos capaces de transformarnos y pensábamos que eso nos hacía invencibles. Éramos unos críos llenos de testosterona y muchas ganas de hacer tonterías. —Deja caer la mano y veo que tuerce una sonrisa que, por una vez desde hace bastante tiempo, no puedo interpretar—. El castigo de una semana que tuvimos después por no decírselo a nuestros padres nos lo ganamos a pulso.

—¿Te arrepientes?

—A veces —reconoce—. Pero los demás también lo tienen, así que no es tan malo, en realidad. Es como... un peso compartido, de alguna manera.

No parece saber cómo explicarse, pero tampoco me hacen falta muchos más detalles para comprender que esos recuerdos compartidos son algo que escuecen a la vez que reconfortan. Porque aunque estén empañados por el dolor, en ellos también reside la clave de la relación que tiene con sus amigos. Se conocen y comprenden tan bien precisamente por todos los momentos vividos juntos, por todas las meteduras de pata y errores cometidos que les ha hecho seguir adelante como una sola unidad, como una familia que no necesita lazos de sangre.

Me fijo entonces en la pista de hielo que hay al margen de la plaza y una idea repentina me impulsa a ponerme en pie. Alec, todavía sentado en el banco, me mira confundido por mi arrebato. Sonrío y, sin dar explicación alguna, agarro su mano y tiro de él. Alec obedece sin comprender qué pretendo.

—¿Selene?

—Ven conmigo —pido, y él me sigue extrañado pero sin pedir explicaciones.

Solo cuando lo arrastro hacia la caseta donde se alquilan patines entiende de qué va todo esto. No dice nada, y solo esboza una sonrisa resignada mientras me ve pagar por quince minutos de patines.

La pista se ha vaciado un poco, y en su mayoría está ocupada por padres que intentan que sus hijos mantengan el equilibrio. Los villancicos siguen sonando, surgiendo de altavoces escondidos entre la decoración navideña y en el aire se respira el aroma empalagoso del chocolate caliente y gofres. Teniendo cuidado de no chocarnos con nadie, nos sumamos a las personas que dan vueltas en el pequeño recinto, deslizándonos por el hielo sin mayor objetivo que el de disfrutar de la sensación. El frío me congela la cara, pero por una vez no me importa y simplemente me dejo llevar.

Alec avanza a mi lado, pendiente de no adelantarse demasiado. Cuando nuestras miradas se cruzan, sonríe, y yo me acerco para darle un golpe juguetón con el codo antes de acelerar para que no pueda darme alcance. Su risa se eleva entre las demás voces que nos rodean y comienza a perseguirme entre las personas. Mi libertad solo dura una vuelta y media, antes de ser atrapada por la cintura.

—Te tengo.

El aliento de Alec me roza el oído y mi espalda se apoya en su pecho. Me río, porque estamos entorpeciendo el paso y a mí no puede importarme menos. Intento mirarlo por encima del hombro, pero estamos tan juntos que solo consigo ver el perfil de su mandíbula.

—Suéltame —pido, y mi voz no es todo lo convincente que me gustaría.

Pero Alec no escucha, y en su lugar, se ríe entre dientes y me besa en el pómulo.

—Dame una razón.

—Estamos estorbando —protesto, aunque en realidad estamos lo bastante cerca de la valla como para poder ser esquivados sin demasiados problemas—. Y tenemos que devolver los patines.

—Todavía nos quedan tres minutos —declara, específico y cabezota. Aún así, Alec nos empuja hacia un lateral, acercándonos hacia la salida.

Vuelvo a reír, aunque no me resisto y permito que me arrastre con él. Sin embargo, a medio camino, alguien choca con nosotros y, antes de que me dé cuenta, Alec está arrodillado en el hielo y agarrado a la barandilla en una posición extraña.

Suelto una carcajada, no puedo evitarlo. El que ha chocado con nosotros se disculpa varias veces y yo no puedo dejar de reír. Me gano una mirada fulminante por eso mismo, pero no puedo sentirme culpable; ver a Alec perdiendo los papeles es hilarante. Pero como tampoco soy tan cruel, y disfruto del sufrimiento ajeno solo lo justo y suficiente, le tiendo una mano a Alec para ayudarlo a levantarse. Excepto que no lo hace, y en su lugar me arrastra hacia abajo.

La sorpresa me hace ahogar un grito y, para mantener el equilibrio y no caer, me aferro a sus hombros. Acabamos en una posicion extraña, él todavía arrodillado en el suelo conmigo apoyada en él. Por una vez soy más alta que Alec y él me sonríe desde abajo, malicioso.

—¿Tanto te gusta reírte de mí? —me acusa, fingiendo sentirse herido aunque su mirada resplandece de alegría.

—Solo un poquito —declaro, devolviéndole la sonrisa. Paso los dedos por su pelo revuelto, comprobando una vez más que es tan suave como siempre me lo he imaginado. Una mota blanca aterriza entonces sobre su flequillo, seguida de otra, y otra más. Alzo la vista hacia el cielo y algo frío se funde en mi nariz—. Está nevando.

En realidad, lo lleva haciendo durante semanas, y las calles blancas son prueba de ello. Sin embargo, por algún motivo, hoy se siente más especial. Cierro los ojos y le sonrío a las nubes ocultas por la noche, escuchando los villancicos y oliendo el aroma de caramelo que impregna el aire. Por un momento me imagino que la nieve es azúcar espolvoreado al azar, y el pensamiento me hace sonreír todavía más. Me encanta el invierno.

A mi lado, Alec se incorpora por fin y cuando abro los ojos, le encuentro observándome.

—¿Qué? —murmuro, cohibida de pronto por la intensidad de su mirada. Bajo las luces de las guirnaldas, los adornos y las farolas, su mirada es de un profundo azul que atraviesa el alma.

—Nada. —Sonríe, dulce, y me acaricia la mejilla con los nudillos—. Es solo que me alegra haberte conocido.

Sella su susurro con un beso que me entumece los sentidos y me hace volar lejos. Le abrazo, con fuerza, y los copos de nieve se derriten bajo el calor de nuestros labios.

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