Capítulo 28.
Es jueves, son las cuatro de la tarde y el gimnasio está desierto. En realidad, no abre hasta dentro de una hora, por lo que solo estamos yo y las máquinas. Este podría ser el único sitio donde el silencio absoluto no me molesta, aunque esta vez la música y los cascos me hacen compañía mientras me permito un tiempo para mí mismo antes de que tenga que abrir las puertas y empezar el trabajo.
Consciente de que en cuanto empiece el turno, no pararé hasta que el último cliente se vaya, me subo a la cinta de correr, ajusto el temporizador y la velocidad, y dejo que el ejercicio me abstraiga.
Me paso la siguiente hora así; perdido en mi mundo y sin pensar en nada en concreto, concentrado en dejar de sentir agarrotado el brazo recién curado y olvidándome de todo lo demás. El cansancio muscular es bienvenido, y la falta de aliento es más reconfortante que nunca.
Estoy de camino a las duchas cuando descubro a Liam en el vestuario, lanzándome una mirada a la que no le hace falta añadir palabras. Aun así, no se queda callado y dice:
—Se supone que tienes que tomártelo con calma.
Resoplo, porque la reprimenda en su tono es evidente, y paso a su lado para acceder a mi taquilla. Mientras le pongo la combinación al candado, respondo:
—Peter dijo que mantuviera reposo un par de días. Y ya han pasado tres. Estoy bien.
Cuando me doy la vuelta, toalla y artículos de baño en mano, Liam entrecierra los ojos, suspicaz y con varias señales de querer seguir replicando. Sin embargo, al final una comisura se tuerce hacia arriba en una sonrisa imperceptible y algo me dice que está resistiendo el impulso de poner los ojos en blanco.
—Pensaba que el de los tecnicismos era Jared, no tú —replica.
Ahora soy yo el que rueda los ojos.
—No me he vuelto él, si es lo que estás insinuando.
—No insinúo nada. —Y para enfatizarlo alza las manos en son de paz. No obstante, una sonrisa baila en sus labios y sé que no está hablando en serio.
Le lanzo una mirada mordaz antes de ignorarlo para ir a lo que había venido a hacer aquí: ducharme. No me toma mucho tiempo y, poco menos de diez minutos después, cuando regreso a la zona de las taquillas, descubro que Liam sigue aquí. Se ha cambiado y ahora luce una camiseta negra con la palabra STAFF impresa en la espalda. Está distraído con su móvil, escribiendo algo, y cuando paso a su lado leo de refilón el nombre de Adam. Eso hace que recuerde a su hermano, y también a Selene. Pensar en ella y en lo que me ha contado me obliga a preguntar:
—¿Qué tal lo está llevando?
Al instante, los dedos de Liam se detienen sobre la pantalla y su mirada se alza extrañada. No me sorprende. Puede que sea la primera vez que me interese de verdad por Adam en todo un año.
—Bueno —comienza, con duda y con los esquemas rotos. Hay cierta cautela en sus ojos, y me contempla en busca de algo que no sé descifrar. Bloquea el teléfono y se encoge de hombros—. Está confundido —reconoce—. Sabe que Mark estuvo buscándolo, pero no me ha dicho si al final se ha puesto en contacto con él o no.
Hace una pausa para observarme, tal vez esperando alguna reacción de mi parte ante la mención de Mark. Pero no digo nada, concentrado en terminar de vestirme, y Liam termina por añadir:
—La presencia de Selene complica las cosas.
No hace falta que lo jure.
Yo mismo todavía estoy intentando digerir el hecho de que ella sea familia de... ellos. No me arrepiento de mis palabras, ni he cambiado de opinión al respecto. Sin embargo, a veces es difícil verla a ella y pensar en todo lo que hay detrás. El recuerdo del ataque sigue siendo reciente, y el incidente de hace un año continúa siendo una herida que duele y palpita. Deja un sabor amargo que no consigo tragar y que hace que me sienta culpable por no estar al cien por cien centrado en el presente. Pero luego pienso en sus lágrimas, en su voz destrozada mientras pedía perdón por algo que no era culpa suya, y comprendo que para ella tampoco tiene que ser sencillo. Y si ella está dando todo de sí para que esto funcione a pesar de las circunstancias, ¿cómo podría yo responder con menos?
—Nadie se esperaba algo como esto —digo al fin, porque no hay otra forma de explicarlo mejor.
Liam asiente, perdido en sus pensamientos, y ancla la mirada en la pantalla apagada de su móvil como si ahí estuvieran todas las respuestas. Pero la realidad no es tan sencilla, y por muchas vueltas que le demos, no conseguiremos cambiar nada. El pasado está grabado en piedra, y a nosotros nos toca lidiar con las consecuencias. Le palmeo el hombro.
—Vamos. Tenemos trabajo que hacer.
Cuatro horas después, David me aborda mientras estoy colocando unas pesas que alguien ha dejado olvidadas en su sitio.
—Vete a casa, Alec. —Su tono es firme, y a mí me hace fruncir el ceño.
Compruebo la hora en el reloj de mi muñeca y mi confusión solo aumenta.
—Son las nueve —señalo, más bien con obviedad—. Mi turno acaba a las once.
Pero David niega, y poco le falta para cruzarse de brazos.
—Hoy no. Ve a casa, descansa, y deja que ese brazo se recupere en condiciones.
—Me encuentro bien —aseguro—. No...
David interrumpe mi protesta dejando caer una mano en mi hombro. Bajo su toque, de pronto me siento minúsculo.
—Hazme el favor, ¿de acuerdo? O Peter me perseguirá por todo un mes como se entere de que te he dejado sobrepasarte tan pronto. Recuperarás tus horas en otro momento, no te preocupes.
No alza la voz en ningún momento, pero tampoco le hace falta. Sus palabras no tienen opción a réplica, y dado que es mi jefe más allá de ser el padre de Liam, no me queda más remedio que asentir y ceder.
—Termino de colocar esto y me iré —prometo.
Ese parece ser suficiente compromiso para David y, tras una breve sonrisa, se despide a favor de ir a hacerse cargo de unos clientes que esperan en recepción. Suspiro, frustrado por no tener permitido aún volver a la normalidad de mi día a día, y pongo las pesas que me faltaban en su sitio sintiéndome resignado con el mundo entero. Después, me acerco a Liam, quien está pendiente desde la distancia de un grupo de adolescentes que tiene pinta de querer sobrecargar las máquinas a la mínima oportunidad.
—Tu padre me obliga a irme antes —digo, y si la declaración suena a queja, bueno, que me declaren culpable.
Liam solo me lanza una mirada de reojo antes de volver su atención hacia los chicos.
—Bien. —Que suene complacido hace que me sienta traicionado—. Hoy no hay mucha gente, de todas formas.
Lo miro mal.
—Ahora mismo te detesto —espeto, irritado porque padre e hijo siempre estén en la misma onda en lo que a mí respecta.
Liam tiene el descaro de sonreír complacido.
—Se te pasará —asegura, y comprendo que, diga lo que le diga, será como si estuviese hablando con una pared de granito. Aun así, me permito fulminarlo una última vez con la mirada antes de dar media vuelta.
Poco después, ya estoy fuera del edificio, respirando el gélido aire del invierno y contemplando cómo mi aliento se convierte en vaho a la luz de las farolas. Aunque el cielo está despejado, hay nieve por todas partes y tanto las aceras como la calzada están cubiertas por gruesos granos de sal que crujen con cada pisada.
No me apetece volver a casa, y ahora que lo pienso mi frigorífico está bastante vacío. Estoy sopesando las opciones de ir a hacer la compra y luego cocinarme la cena o ir a pillar algo ya preparado cuando escucho una risa que he llegado a conocer bien.
Me doy la vuelta y veo a Selene cruzar la calle. Está envuelta en una enorme bufanda que apenas deja visible su rostro, lleva una bolsa de papel en una mano y camina gesticulando sin parar con la otra mientras cuenta lo que parece ser una anécdota. Para mi sorpresa, su acompañante es Roy.
Es él el primero que me ve y le hace un gesto a Selene para que mire al frente. Ella obedece, confundida, y solo entonces se da cuenta de que estoy a menos de veinte metros de ellos. Al segundo siguiente, sale corriendo y la bufanda se le desata lo suficiente como para permitirme ver la enorme sonrisa que está esbozando.
—¡Alec!
Con ese grito, se abalanza sobre mí y no me queda más remedio que atraparla y mantener el equilibrio por los dos. Me rio, no puedo evitarlo, y descubro que toda su persona huele a canela y chocolate.
—¿No es un poco tarde para tener tanta energía? —bromeo, y ella se ríe en mi oído antes de volver a poner los pies en el suelo.
—Nunca es tarde para ser feliz —declara, y justo entonces Roy nos da alcance. Su risa es su saludo.
—En realidad, lo que pasa es que tiene demasiado azúcar en vena ahora mismo.
Selene pone los ojos en blanco ante la acusación y Roy la contempla con una especie de cariño exasperado que solo he visto cuando se trata de Annie. Los miro, confundido, preguntándome desde cuándo estos dos se han vuelto tan cercanos. Es Selene la que me saca de dudas:
—Venimos de hacer galletas —proclama orgullosa, y alza la bolsa que está cargando. El olor a dulce tiene sentido de pronto—. Su hermana insistió en que quería darme algunas, una cosa llevó a la otra y...
—Y decidisteis convertir mi cocina en una explosión de masa y chispas de chocolate —termina Roy por ella, contemplándola con un enfado fingido.
Selene hace oídos sordos ante la acusación y se ríe inocente. Tiene las mejillas sonrosadas por el frío, pero su buen humor le brilla en los ojos. Para cuando me doy cuenta, yo también me estoy riendo. La veo estremecerse y, sin pensar, extiendo un brazo y la acerco a mí para poder abrazarla por detrás. Miro a Roy.
—Ha sido por el bien de tu hermana —le recuerdo sin dejar de sonreír—. No puedes quejarte de eso.
—No —concuerda Selene. Se recuesta contra mí y yo le froto los brazos—. Además, nos han quedado deliciosas. ¿Quieres?
Se vuelve lo justo para mirarme, ofreciéndome el contenido de la bolsa de papel. Sonrío y niego.
—Conozco las dotes culinarias del pelirrojo aquí presente. Sé que sabrán estupendas.
Ella se ríe, aceptando mi punto, y se vuelve hacia Roy. Él, por su parte, nos contempla a los dos con sospecha antes de fruncir el ceño y declarar:
—Me lo habían advertido, pero no esperaba que fuese cierto. Sois asquerosos.
La carcajada de Selene me impide ofenderme demasiado y, en su lugar, miro a Roy con suficiencia.
—Nadie te obliga a quedarte para presenciarlo.
El aludido exagera una mueca de asco y Selene se ríe una vez más.
—Me estaba acompañando a casa —dice.
Ante eso, Roy se encoge de hombros.
—No iba a dejarte ir sola —responde, y por la rápida mirada que me lanza, comprendo que el segundo motivo era vigilar los alrededores.
Selene también parece intuirlo, porque resopla con cierto mal humor antes de espetar:
—Te has vuelto mi guardaespaldas —corrige, y podría jurar que si no la estuviera abrazando, se habría cruzado de brazos—. Me tratáis como una niña pequeña.
No sé muy bien por qué eso me arranca una sonrisa, pero para evitar que se enfurruñe todavía más, la beso en la mejilla. Está fría.
—No —murmuro—. Te tratamos como alguien importante a quien no queremos perder.
Entre mis brazos, Selene de pronto se queda quieta y vuelve la cabeza para mirarme con gesto sorprendido. La confusión me invade. No entiendo su reacción.
A un paso de nosotros, Roy farfulla:
—Wow. Eh... —Hace una pausa—. Esto no me lo esperaba.
Le ignoro, más concentrado en Selene ahora mismo.
—Ya te llevo yo el resto del camino. Tengo el coche aquí al lado. No quiero que te congeles.
Mis palabras la devuelven a la vida y su respuesta refleja es resoplar, aunque no impide que le cubra sus manos con las mías.
—No es mi culpa que vosotros seáis estufas andantes —protesta indignada—. Yo también soporto bien el frío, ¡pero estamos bajo cero! Lo vuestro ya es ridículo.
Su cabreo exagerado me hace reír. La estrecho hacia mí un poco más.
—Culpa a tus genes por decidir no dotarte con la capacidad de transformarte —replico sonriendo, y Selene se retuerce para poder mirarme sin salir de entre mis brazos.
—¿Y soltar pelo como un perro? —Pone los ojos en blanco—. No gracias. Me quedo con mis calcetines gordos.
Mi carcajada surge sola, y no puedo evitar quedarme fascinado por lo fácil que es bromear con ella sobre este tema en particular. Pensé que sería incómodo, al menos al principio, pero esto está siendo tan fácil como respirar y, por una vez, la palabra licántropo no me pesa en la lengua.
La contemplo aturdido, preguntándome dónde ha estado escondida todo este tiempo, hasta que el carraspeo de Roy me devuelve a la realidad.
—¿Sabéis que sigo aquí, no?
Selene compone una sonrisa avergonzada, pero yo me limito a lanzarle una mirada poco impresionada.
—Vete, Roy.
El aludido pone los ojos en blanco y alza las manos al cielo como si pidiera paciencia.
—Sí, vale. Lo capto. Tres son multitud. Me largo. —Ni siquiera se despide de nosotros. Simplemente gira sobre sus talones y procede a alejarse en dirección contraria. No espera a estar lejos del alcance de mi oído para murmurar—: Ethan tenía razón. Cualquiera diría que lo han abducido.
Me río entre dientes por la exageración para, después, proceder a ignorarlo por completo. Selene se da la vuelta para estar cara a cara y, antes de pararme a pensar, ya la estoy besando. Ella no duda en devolverme el beso antes de apartarse poco después, riendo.
—Hola —susurra, tarde, y siento cómo mis labios tuercen una sonrisa por voluntad propia.
—Hola. —Busco su mano libre para entrelazar nuestros dedos—. ¿Nos vamos?
Ella asiente y yo la guío hasta el final de la calle, donde tengo el coche aparcado. Mientras espero a que el parabrisas deje de estar empañado y subo la calefacción al máximo, miro la bolsa que Selene ha dejado a sus pies.
—Así que galletas, ¿eh?
—Sí. —Se ríe—. Esa niña es adorable. Por lo que me dijo Roy, no le dejó en paz hasta que no me llamó para que fuera hasta su casa.
—Eso suena como algo que haría Annie, sí.
—Fue divertido —reconoce, quitándose la bufanda y acercando las manos a la salida del aire acondicionado—. Y ahora tengo galletas caseras para toda una semana.
Vuelve a reír, y el interior del coche se llena de vida con su sola presencia. Sonrío, porque ahora mismo no sé hacer otra cosa, y pongo el coche en marcha. El trayecto hasta su casa transcurre entre el resumen animado de su tarde, las meteduras de pata en la cocina de Roy y su recordatorio de que, en más o menos un mes, es Navidad.
—¿Sabías que Roy está buscando adoptar algún cachorro para Annie? —dice emocionada mientras aparco frente a su casa. Las luces del interior crean formas extrañas en la acera y en la nieve.
—¿Quiere hacerse con un perro? —No puedo negar que esté sorprendido—. Pero si siempre anda diciendo que ensucian demasiado y que nadie de su casa tendría tiempo para sacarlo fuera.
Selene se encoge de hombros antes de bajarse del coche, arrastrando todos sus bultos consigo. Cuando me reúno fuera con ella, la temperatura parece haber descendido un par de grados más, porque se estremece y hunde la nariz en el cuello de su abrigo.
—Sobre eso no sé nada. Pero me lo mencionó cuando nos fuimos. Quiere darle una sorpresa, o algo así.
—Su hermana se volverá loca como al final lo haga.
—A mí me parece un gesto precioso.
Sonríe, tal vez imaginando la cara de Annie ante el inesperado regalo, y se le ilumina el gesto. Da un paso hacia mí y cuela sus manos por debajo de mi cazadora abierta. Es un abrazo que busca calor más que cualquier otra cosa y que me hace reír entre dientes. Instantes después, se pone de puntillas y me besa casi con cuidado. Sonrío sobre su boca; podría volverme adicto a esto.
—Quédate a cenar —murmura cuando se aparta, todavía aferrada a mí y con ojos brillantes.
La sugerencia me pilla por sorpresa, y no puedo evitar lanzarle a la fachada de su casa un vistazo lleno de duda. De pronto, las luces encendidas me parecen amenazantes.
—¿Ahora?
—Sí. ¿Por qué no? —Su sonrisa es inocente, pero su mirada esconde diversión y picardía—. No sé qué tengo para cenar, pero estoy segura de que te gustará.
—El problema no es la comida... —intento protestar, pero ella ya me está arrastrando hacia la entrada y apenas tengo tiempo para sacar las llaves y cerrar el coche.
No me permite ni un solo respiro para que pueda mentalizarme cuando ella ya ha abierto la puerta y tirado de mí hacia el interior.
—¡Ya estoy en casa! —anuncia mientras a mí el repentino calor de los radiadores me golpea en la cara. Huele a pollo asado y a especias, y aquí dentro hay tantos ruidos cotidianos que me sobrelleva el vértigo.
El chisporroteo del aceite en una sartén se mezclan con las noticias del telediario. Hay más de un par de zapatos apelotonados en la entrada y en el perchero no cabe ni un solo abrigo más. Oigo voces y pasos desacompasados y diferentes, así como el estruendo lejano de una ducha en la planta de arriba, antes de que una mujer se asome desde lo que intuyo que es el salón y acapare toda mi atención.
—Llegas justo a tiempo, cariño. La cena ya está casi lista —está diciendo. Entonces, repara en mí y no sabría decir si está sorprendida o confundida—. ¡Oh! Tenemos invitados. —Una sonrisa cordial y practicada aparece al instante—. ¿Y tú eres...?
—Alec —contesto, notando cómo la incomodidad me pica en la piel—, eh... señora.
Selene, que hasta el momento estaba más concentrada en quitarse todos los bártulos de encima, se atraganta con su propia risa y la que supongo que es su madre la sigue segundos después. Las dos no se parecen en nada, al menos físicamente, pero me doy cuenta de que su forma de reír es la misma, al igual que su manera de caminar mientras se acerca a mí.
—Llámame Sarah, por favor. —Sin dejarme reaccionar o contestar, me abraza—. Encantada de conocerte, Alec. Hemos oído hablar mucho de tí.
Selene gime una protesta avergonzada al instante por haber sido expuesta, y yo consigo esbozar una sonrisa que me devuelve un poco a mis cinco sentidos.
—No quiero preguntar el qué —admito, y Sarah vuelve a reír. No me cabe duda de que me está analizando mientras hablamos, pero soy incapaz de descubrir qué es lo que está pensando.
Justo entonces, un rostro lleno de arrugas se asoma desde la cocina. Me reconoce, y yo la reconozco a ella, y de pronto estoy envuelto en un intenso abrazo que me agrieta por dentro.
—Me preguntaba a quién había traído Selene a casa —murmura Alice, aferrada a mí con una fuerza de la que no la creía capaz—. Oh, Alec... Me alegro tanto de verte...
Hay lágrimas contenidas en sus palabras y yo no sé qué hacer conmigo mismo. Había olvidado por completo que la abuela de Selene era también la de Adam, que era Alice; la misma mujer que nos trató a todos como a sus propios nietos cuando éramos pequeños, la que aparecía sin avisar en los campamentos de verano con helados y postres caseros y la que nos enseñó cómo hacer una limonada en condiciones.
No entiendo cómo pude olvidarme de ella después de todo lo que ha hecho por nosotros, por mí, pero los recuerdos ahora no dejan de llegar y no soy capaz de hacer otra cosa que no sea devolverle el abrazo casi a la desesperada. Le saco más de una cabeza, y su cuerpo menudo parece capaz de romperse en cualquier momento. Y, sin embargo, su postura es firme y sus manos no dudan. Como siempre, huele a repostería; es como si el olor se hubiera adherido a ella para siempre con el paso de los años. Me recuerda tanto a mi madre que tengo que obligarme a no llorar.
—Perdóname —mascullo—. De haber sabido que vivías aquí habría...
—No digas tonterías. —Su voz no titubea, y cuando se separa de mí una sonrisa le arruga todavía más el rostro—. Lo importante es que tú estés bien. Que por cierto, ¡mira cuánto has crecido! ¿Desde cuándo eres tan alto, hijo? Aunque estás flaco, eh. Eso hay que remediarlo. A ver, déjame que te vea...
Alza las manos y me acaricia la cara, contemplándome desde todos los ángulos posibles como solo una abuela sabe hacerlo. Me dejo hacer, resignado, y sonrío ante sus comentarios. No puedo negarle nada, no en estos momentos, al menos, y mucho menos a ella. A un par de pasos de distancia, Selene esconde una sonrisa tras sus nudillos y comparte conmigo una mirada cómplice que no me atrevo a interpretar.
En ese momento alguien baja las escaleras y el olor a loción de afeitar inunda el pasillo.
—¿Qué es todo este alboroto? —El que con total seguridad es el padre de Selene se acerca con confusión, al menos, hasta que se da cuenta de que en el rellano de su casa hay alguien a quien no conoce. Está vestido con un pijama con pantalones a cuadros escoceses, pero de pronto su presencia se vuelve intimidante. Es como si no le hicieran falta presentaciones. Aun así, pregunta—: ¿Eres el novio de mi hija?
—¡Papá! —Selene lo reprende con un siseo que él ignora, y a mí no me queda más remedio que hacer lo mismo. Asiento.
—Sí, señor. —Y esta vez el sobrenombre no queda fuera de lugar.
Él entrecierra los ojos un mísero instante, pero hay en ese gesto más amenazas que en toda una lista verbal no dicha.
—¿Te quedas a cenar? —cuestiona, y por algún motivo esas palabras, en cualquier otra circunstancia banales, se vuelven peligrosas de un momento a otro.
Me planteo el cómo contestar cuando Alice, entre los dos, bufa de pronto, desdeñosa, y pone una mano en la cadera como digna señora y dueña del lugar.
—Por supuesto que se queda, Thomas, no seas ridículo. —Reprende al hombre con la mirada sin temor a represalia alguna y luego frunce el ceño—. Y deja de atormentar al pobre chico. Es un encanto, ya te lo digo yo.
Para mi sorpresa, Thomas pone los ojos en blanco y se cruza de brazos.
—El manual de padre cuya hija tiene novio dicta que primero hay que asustar, y ya luego caer bien —dice y, la verdad, es que no sé cómo tomarme semejante e inesperada declaración.
Alice, en cambio, no luce impresionada en lo más mínimo.
—Mi casa, mis reglas —espeta—. Y ahora, todos a la cocina. O cenaréis en frío.
Sarah suspira y Thomas de pronto parece estar conteniendo una sonrisa divertida que no me alivia en lo más mínimo. Selene, por su parte, se ríe sin reparo y me agarra de la mano para guiarme más allá de la entrada.
—Ven, te diré dónde puedes dejar tu abrigo.
Me lleva hasta la sala de estar; una habitación repleta de muebles dispares. No hay un solo rincón libre, y no hay posible asiento que no esté cubierto por una manta, un cojín, o ambos. Aún así, pese a lo abarrotada que está la estancia, todo tiene un aire acogedor que me aturde. A nuestras espaldas, la voz de su padre se alza inconfundible:
—Todavía no pienso darme por vencido —asegura, y aunque no le vea sospecho que está hablando con su esposa.
Selene, un paso por delante de mí y todavía con su mano unida a la mía, resopla.
—¡Papá, que puede oírte! —le recuerda, y sé que esa declaración tiene doble sentido.
—¡Cuento con ello!
—Thomas, por favor. No exageres. Venga, vamos. Ayuda a poner la mesa.
Las palabras de Sarah se ahogan por la risa de Selene. Esquiva un reposapiés tapizado y me mira por encima del hombro con una sonrisa alegre.
—No te preocupes. Le gusta ser dramático. Te acostumbrarás.
Lo dice como si supiera que acabaré pasándome por aquí a menudo, y mis emociones revueltas no saben qué hacer con esa certeza. Siento que ahora mismo todo va demasiado rápido; hay demasiado movimiento a mi alrededor, demasiadas voces encerradas dentro de cuatro paredes, demasiada vida.
Me confunde, pero no tengo valor para pedir que pare. Porque la otra opción es una completa pesadilla, y no quiero volver a ella. Así que me dejo llevar. Permito que Selene me arrastre, cogidos de la mano, por toda su variopinta casa y la escucho divagar mientras me cuenta lo primero que se le ocurre hasta que nos llaman para que vayamos a la cocina.
Por primera vez en mucho tiempo, la cena tiene sabor.
Una hora y media después, con el estómago lleno, la mesa recogida y habiendo sobrevivido de alguna manera a las agudas y puntillosas preguntas de Thomas, acabo sentado en uno de los sofás del salón. Se supone que mi estadía aquí por esta noche ha terminado, pero Selene ha impedido que me vaya y, una vez más, ha tirado de mí hasta que no me ha quedado más remedio que sentarme con ella. Al parecer, en esta casa es tradición familiar ver una película, la que sea, justo después de cenar y eso es precisamente lo que estamos haciendo ahora mismo.
La habitación está a oscuras, a excepción del resplandor de la televisión, y tengo a Alice a un lado y a Selene acurrucada bajo una manta en el otro. Mi hombro es su almohada declarada, por lo que no me atrevo a moverme demasiado. Pese a eso, me permito abrazarla por la cintura mientras ella se entretiene dibujando formas sin sentido en la palma de mi mano. En la mesita del centro están las galletas hechas por Annie.
No sé qué hago aquí en realidad. Esto no se parece en nada a mi propia vida y siento que sobresalgo como un cartel de neón a plena potencia. No obstante, nadie me mira, ni me pregunta nada por una vez. Toda la atención se la lleva una película de ciencia ficción encontrada de casualidad y que a mí me interesa más bien poco.
En silencio, me acomodo como puedo en el poco espacio que tengo y apoyo la cabeza en el respaldo. Selene se mueve conmigo por inercia, su mirada fija en la pantalla, y descubro que su pelo huele a almendras aún estando seco. Cierro los ojos. Los garabatos fantasmales en mi mano me absorben. Trato de desentrañarlos, sin éxito. Poco a poco, la película se vuelve ruido sordo de fondo, y me digo que no pasa nada por quedarme así un par de minutos más. Por una vez, mis pesadillas se quedan lejos y en silencio.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top