Capítulo 26.

Me despierta una sacudida brusca en el hombro. Cuando abro los ojos, el mundo es demasiado brillante y mi mente intenta aferrarse, en vano, a unas imágenes envueltas en niebla. Todavía creo escuchar aullidos y mi piel cosquillea de forma desagradable ante el recuerdo de unos colmillos desgarrando músculo. Me estremezco y las luces del techo de mi salón me deslumbran. Solo entonces me doy cuenta de que me he quedado dormido en uno de los sillones y que estaba teniendo una pesadilla. Otra vez.

—Alec. —Me vuelven a sacudir—. Hey. ¿Estás conmigo?

Necesito un minuto para concentrarme y deshacerme de la ilusión de la pesadilla. Reconozco a Jared, salido de quién sabe dónde y observándome con una cautela entrenada. Me doy cuenta de que mis ojos son dorados y que por eso todo es demasiado nítido. Los cierro e inspiro hondo, varias veces. Asiento una sola vez. Jared se aparta por fin y yo me froto la cara, agotado pese haber acabado de despertar.

—¿Cuándo has llegado? —pregunto, porque ya sé que la puerta no estaba cerrada con llave y que él no quiere estar en su propia casa para no pensar en Ivi.

Él se encoge de hombros y esquiva los muebles del salón para dirigirse a la cocina.

—Hace unos diez minutos. ¿Quieres café? ¿O vas a intentar dormir otra vez?

—No, prefiero el café. —Porque aunque no sé cuánto he conseguido dormir, y siga sintiéndome cansado hasta el centro de mis huesos, sé que cerrar los ojos ahora mismo sería inútil. Me pongo en pie con un suspiro—. Iré a darme una ducha.

No recibo respuesta, pero tampoco la espero, así que arrastro los pies hasta las escaleras a la vez que recuerdo, de forma distraída, que hoy es lunes. Si me pongo a contar las horas, llevo en casa menos de un día. Mi estadía en el hospital se siente como un antes y un después en mi vida ajeno al paso del tiempo; un punto de inflexión que desorienta. Eso, o yo sigo demasiado dormido como para pensar en algo más sofisticado.

Tras coger un cambio de ropa de mi cuarto, me encierro en el baño. Dejo que el agua de la ducha corra mientras me quito la férula que me mantiene el brazo inmovilizado. Al parecer la escayola ya no hace falta, pero según Peter, es mejor que lo deje reposar un par de días más para evitarnos sorpresas. Teniendo en cuenta el mal genio que tiene ese hombre a veces, es preferible hacerle caso.

La ducha es corta, pero suficiente para desentumecer los músculos. El olor a café me guía de regreso a la planta baja, donde Jared me espera en la cocina con dos tazas humeantes encima de la mesa. Una de ellas está entre sus manos y revuelve el café con una cucharilla como un autómata. Está distraído, y es evidente el por qué. Yo, por mi parte, intento no darle demasiadas vueltas al asunto, o acabaré con migraña en menos de dos minutos. Necesito que mi cabeza se quede en silencio al menos por un cuarto de hora.

—Jared —lo llamo, sacándolo de su estupor—, ayúdame un momento.

Le enseño la férula que no me he puesto y él necesita de cinco largos segundos para comprender qué le estoy pidiendo. Vuelve en sí casi a la fuerza.

—Claro.

Me pide que extienda el brazo sobre la mesa y se pone manos a la obra, ajustando correas con la rapidez de quien está acostumbrado a hacer trabajo manual. Acaba de empezar la carrera, pero no me cabe duda de que terminará siendo un gran cirujano, si es que su pasión no cambia dentro de seis años. Si lo hace, al menos su futuro como mecánico está asegurado.

—¿No tenías clase? —pregunto entonces, alcanzando mi café con la mano libre.

—No estaba de humor para estar encerrado por seis horas con otras sesenta personas.

Termina de abrochar la última correa elástica y yo muevo los dedos con cuidado, comprobando que nada me molesta más de la cuenta. Jared no dice nada, y le veo tomar un sorbo de su taza mientras contempla mi jardín a través de la puerta de cristal. Luce ojeras y tiene pinta de no haber dormido más de dos horas seguidas. Lo sé. Es la imagen que siempre me saluda en el espejo. Suspiro y bebo otro trago. La amargura del café sin azúcar se me pega a la lengua.

—¿Sabes algo de Ivi? —tanteo, sin saber muy bien si está en la fase en la que el tema es un tabú o si lo que le pasa es que está preocupado. O puede que sean ambas cosas.

—Solo que ya ha salido del hospital. —Frustrado, compone una mueca y se pasa los dedos por el pelo. Como siempre le pasa cuando está estresado o inquieto, es incapaz de dejar las manos inmóviles—. Tengo que hablar con ella pero... No sé cuándo está bien acercarme otra vez. Si me ve ahora estoy seguro de que le dará un ataque de pánico.

No sé qué contestar a eso, porque mis recuerdos de una Ivi segura de sí misma, orgullosa y llevándole la contraria a Jared cada cinco segundos hacen que sea complicado imaginarla asustada. Sin embargo, al mismo tiempo, puedo visualizar eso con demasiada claridad. Al fin y al cabo, es lo que me he estado temiendo que pase con Selene desde que Mark apareció. Y no, la conversación del hospital no cuenta. Eso fue... La verdad es que no sé qué fue eso realmente, pero ninguno de los dos estábamos todo lo lúcidos que necesitábamos estar.

—Dale algo de tiempo —digo entonces, porque ese es el único consejo que puedo darle.

Jared asiente, y por su expresión intuyo que él ha llegado a la misma conclusión por su propia cuenta. Que le haga gracia ya es otro tema.

—¿Y de Mark? —pregunto, y su nombre escuece como si le echara sal a una herida. Y aún así, una parte de mí agradece que estemos hablando de él y no de su padre—. ¿Hay noticias sobre él?

—Se ha vuelto a ir. Por lo que me ha dicho mi padre, siguieron su rastro Reserva adentro hasta acabar en la carretera del otro lado. Siguen patrullando la zona, por si acaso, pero no ha vuelto a acercarse.

—Entiendo.

Una vez más, me pregunto qué pretendía conseguir volviendo aquí. Sabe que su presencia no es bienvenida, y su propio hermano reniega tanto de él como de su padre desde hace un año. Ya nada los ata a este pueblo así que, ¿por qué regresar? ¿Tan placentero es atormentar a la gente y hacerles daño?

Casi sin darme cuenta, acabo pensando en Adam. Desde la muerte de mis padres hemos hablado cinco veces contadas. Nos hemos vuelto desconocidos, excepto por el hilo turbio que nos une. Porque a los dos nos han hecho daño las mismas personas, y nuestras familias han sido destrozadas por las mismas razones.

Una vez más, la ausencia de mis padres es físicamente palpable; me golpea en los oídos como un pitido agudo que personifica el silencio y que me sacude de pies a cabeza.

Por una vez, la presencia de Jared no es suficiente en esta casa demasiado grande para uno solo. Porque ahora mismo, como casi nunca ocurre, mi mejor amigo está callado, atormentado por sus propios demonios.

A la fuerza, me obligo a beberme el café que me queda y, sin poder soportar estar más tiempo rodeado por estas paredes llenas de recuerdos, me levanto y salgo por la puerta trasera al jardín con toda la urgencia que siento por dentro.

El invierno me saluda con un paisaje nevado y una densa nube de vaho se alza cuando tomo una profunda bocanada de aire. Sé que hace frío, pero mi cuerpo apenas lo siente. Me concentro en respirar, en escuchar los ruidos del bosque. Hay un nido de pájaros en algún árbol cercano, y el eco de unos aullidos me llega cuando cambia la dirección del viento. Huele a humedad, a pino, a musgo, y a humo de chimenea.

También huele a café con leche y a azúcar, y los pasos de Jared se acercan con cuidado hasta detenerse a mi derecha. Por un momento, no dice nada. Solo se queda ahí, a tres metros de la casa y bebiendo de su taza mientras contempla el bosque. Después, suelta un bufido que intenta pasar por risa.

—Menudo fin de semana de mierda, ¿eh? —comenta, y casi en contra de mi voluntad, mis labios se curvan en una sonrisa irónica.

—Y que lo digas. Se ha convertido en uno de mis top tres en lo que a peores experiencias se refiere.

Eso consigue hacer que Jared me mire. Alza una ceja, escéptico, y por primera vez en todo el día, sonríe.

—¿Y qué ha pasado con esa vez en la que, medio dormido, confundiste una botella de agua con una de lejía y casi te tragas medio vaso?

—¡Fue un accidente y tenía diez años! —protesto al instante, lo que solo consigue divertirlo más—. Y te recuerdo que en parte la culpa fue de Roy por dejar la compra a medio colocar junto al fregadero.

—Excusas. —Y el muy imbécil tiene la caradura de sonreír con altivez—. Esa cosa apesta a tres kilómetros de distancia. Tendrías que haberte dado cuenta.

—Estaba resfriado.

Jared no hace nada por evitar reírse en mi cara.

—Ya, ya. Eso dicen todos.

Lo fulmino con la mirada.

—A veces te detesto con todo mi ser.

—¿Solo a veces? Tendré que esforzarme más, entonces.

Pongo los ojos en blanco, porque esta conversación no está llegando a ninguna parte, y me doy la vuelta para regresar dentro. Cuando paso a su lado, sin embargo, no pierdo la oportunidad de decir:

—Ojalá se te pinche una rueda y acabes en una cuneta.

Tal y como esperaba, su indignación surge al instante:

—¡Con mi coche no te metas! —me advierte, y se apresura a seguirme a grandes zancadas. Ah, venganza, dulce venganza...

Y me río, porque tengo un brazo inmovilizado, me duele la cabeza y el cuerpo y mi casa sigue demasiado vacía, pero hay cosas que no cambian incluso aunque hayan pasado más de diez años. Y si, media hora después, le pido a Jared que me acerque en coche hasta la universidad para tener algo que hacer, bueno, él al menos no me pide explicaciones.

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