Capítulo 25.

Nos pasamos la noche charlando hasta la madrugada. Nos instalamos los cuatro en el salón con la calefacción a tope, gruesas mantas sobre las piernas y una taza de infusión recién hecha cada uno.

Mientras las horas pasan, mis padres me cuentan su viaje hasta el pueblo, el cómo papá casi se pierde conduciendo entre las montañas de noche y lo estrecha que es la carretera en ciertos puntos de la ruta. Me preguntan sobre todo y nada a la vez, sobre lo que he estado haciendo las largas semanas en las que no nos hemos visto y sobre qué tal me están yendo las cosas.

No abordamos el cajón desastre etiquetado como "licántropos" hasta que yo no termino de ponerles al día con todo lo demás, mucho más calmada que a comienzos de tarde y con la mente más despejada pese al cansancio que me hunde los hombros.

Entonces, acurrucada contra el costado de mi madre, les cuento mi cita con Alec, la aparición de Mark y el ataque; el cómo descubrí que Jared era el hijo de Leonard y mi posterior discusión con él, sin olvidarme de Ivi ni de Adam.

Todo esto ha pasado en menos de dos días, y cuando termino siento que me duele la cabeza. Ya no sé qué más decir. Las palabras se me han acabado y yo, por algún motivo, me siento vacía por dentro. La situación se me ha ido de las manos y no sé cómo se supone que se va a solucionar todo.

Abatida, suelto un suspiro frustrado y mi madre me pasa un brazo por los hombros.

—Lo arreglaremos —promete, estrechándome contra ella—. No estás sola en esto, cariño. Tu padre y yo estamos contigo, ¿de acuerdo? Encontraremos una manera.

Mi padre, sentado en uno de los dos sillones que hay al lado del sofá, asiente y estira una mano para acariciarme un tobillo. Por una vez no hay humor en su expresión, pero sus ojos son tan amables y llenos de afecto como siempre.

—Mañana mismo iremos a hablar con Leonard y los demás para ver qué podemos hacer, ¿vale? Tú limítate a descansar y a distraerte.

Asiento, aunque no muy convencida. Con gesto ausente, acaricio los bordes de la taza donde mi manzanilla lleva fría bastante tiempo. Solo he conseguido beberme la mitad.

—No quiero perder a mis amigos —mascullo, sincerándome por primera vez desde que el mundo se puso patas arriba—. No quiero mentirles pero... ¿Y si después de todo esto ya no quieren saber nada de mí?

—Entonces no son tus amigos.

La respuesta de mi padre resulta cortante y seca, sin rastro de duda y hasta con toques de ira. Mi madre le reprende con un siseo.

—Thomas.

—¿Qué? Hablo en serio. —Me mira a los ojos—. Cualquiera con dos dedos de frente sabe que nada de esto es culpa tuya. Y quiero que tú misma te lo saques de la cabeza. Las circunstancias son las que son, pero tú no tienes por qué responsabilizarte de las decisiones de los demás. ¿Lo entiendes?

Farfullo un sí poco convincente, porque aunque la razón está de acuerdo con mi padre, el sentimiento de culpa sigue presente. Como un mantra espeluznante, las palabras de Jared resuenan en eco en mis oídos. Hasta ahora, solo he dicho verdades a medias y no paro de escuchar una molesta voz viciosa en mi cabeza que me asegura que eso hará que los demás dejen de confiar en mí, de quererme cerca. Vine a este pueblo sola, pero ahora que me he rodeado de gente que me importa, me aterra volver a sentirme una extraña.

—De todas formas les debo una explicación, al menos —murmuro entonces, consciente de que no podré pasar página hasta que no me libere de todos mis secretos.

—Y la darás —asegura Alice, quien más bien ha sido una espectadora silenciosa hasta ahora—. Pero primero deberías descansar. Ve a dormir, cielo. Mañana será otro día. Estas cosas hay que hacerlas con calma y la cabeza despejada.

No puedo argumentar mucho en contra de eso, y la verdad es que siento que el sueño y el cansancio me pesa en los párpados. Mi dolor de cabeza solo me recuerda lo agotada que estoy, así que obedezco y me levanto del sofá, dejo la taza encima de la mesilla para el café y mascullo un buenas noches, abrazando otra vez a mis padres y agradeciendo que hayan venido. Al menos, los tengo a ellos a mi lado.





Amanece nevando, otra vez, pero al menos la tormenta de nieve ha amainado, dejando que los copos bailen despacio y con pereza hasta el suelo. No queriendo pensar mucho en todo lo que tengo que hacer el día de hoy, aprovecho lo temprano que es y la calma que todavía hay en casa para intentar estudiar un poco.

Son horas inhumanas para ser fin de semana, pero a mí la cabeza me zumba en mil direcciones distintas y quiero concentrarme en algo que no tenga que ver con lobos, al menos por unas horas. Mis olvidados apuntes de microbiología son una buena opción.

De modo que me paso la siguiente hora y media clasificando bacterias, resumiendo sus características e intentando memorizar nombres que parecen trabalenguas. Así me encuentra mi padre, quien aparece en mi cuarto tocando la puerta con los nudillos y una taza humeante de café en la mano.

—¿Molesto? ¿Puedo pasar?

Encojo un hombro a modo de respuesta vaga y él se adentra en la habitación arrastrando los pies. Descubro que se ha afeitado, pero sigue en pijama y la abuela le ha prestado un esponjoso albornoz rosa que le queda ridículo y que me hace reír.

—Qué guapo estás.

Papá resopla y alza la barbilla, digno envuelto en algodón rosa bombón que le llega hasta las rodillas.

—Estoy divino —protesta. Deja la taza en el primer hueco libre que encuentra entre tanto apunte y me besa en el pelo—. Buenos días. ¿Divirtiéndote con los seres unicelulares?

—Algo así. —Subo los pies a la silla y alcanzo el café para darle un sorbo—. Como médico licenciado que ha pasado por esta tortura, ¿algún consejo?

Mi padre se ríe y ojea lo que hay esparcido sobre el escritorio.

—Había una canción, creo. La gente es muy creativa para estas cosas.

Pongo los ojos en blanco.

—No me extraña. Cualquier cosa es mejor que memorizar esto.

Eso le arranca una carcajada y me despeina como si fuese una niña pequeña.

—Mamá quiere hacer gofres y chocolate para desayunar. ¿Te apuntas?

—Eh, ¿obviamente?

Mi padre vuelve a reír, y parte de su buen humor se me contagia y consigue que esboce una sonrisa. Luego, mi mirada se posa en el móvil, vacío de notificaciones por una vez, y suelto un suspiro.

—¿Papá? —tanteo, insegura. Él me lanza una mirada curiosa, todavía con una mano sobre mi hombro—. ¿Cómo lo descubriste? La existencia de licántropos, quiero decir.

Consciente de que esta conversación va a tomar su tiempo, mi padre se sienta en la cama todavía sin hacer y yo giro en mi asiento y abrazo mis rodillas. Le veo contemplar la ventana un largo segundo, pensativo y con pinta de no saber muy bien por dónde empezar.

—Me enteré justo después de acabar la carrera —comienza, y por un segundo mira mis apuntes olvidados casi con nostalgia. De pronto, se ríe—. En realidad, no fue nada dramático, ahora que lo pienso. Me tocaba hacer guardia en urgencias y en un momento dado apareció un chaval con un brazo roto y varios cortes. Se había caído intentando hacer escalada libre o algo así, el imprudente. El caso es que, una vez le tomé los datos y le hice la historia clínica, cuando quise examinarlo me encontré con que la mitad de las heridas que recordaba haber visto habían desaparecido.

Vuelve a reír, divertido de alguna manera por el recuerdo, y me mira con una sonrisa.

—Imagínate. Te llega alguien con un ojo morado y, cinco minutos después, solo lo tiene hinchado como mucho. En ese momento pensé que estaba alucinando.

—¿Y qué hiciste?

—Tratarlo y derivarlo al traumatólogo. —Se encoge de hombros, casi con obviedad—. Me supuse que eran imaginaciones mías, y no podía dejar al chico con el brazo así. Pero luego, como anécdota, se lo conté a un par de compañeros con los que compartía turno. A las pocas horas, el jefe de sección quería hablar conmigo para ponerme al día con, ¿cómo lo dijo? Con ciertos asuntos internos. Gran sorpresa la mía al descubrir que en vez de un despido lo que me iban a contar eran historias de miedo.

Su carcajada es contagiosa y me descubro riendo con él. Puedo imaginarme la escena demasiado bien, incluso si ha sido más de quince años atrás. Es casi... cotidiano, y no puedo evitar preguntarme si la mayoría de la gente normal que lo acaba sabiendo, lo hace en situaciones parecidas.

Pienso en Ivi, y en lo cruel y desafortunado que es su caso, en lo aterrada que tiene que estar y en cómo lo ha descubierto de una manera horrible. Miro el reloj de la mesilla. Las diez y diez. Todavía es pronto.

—¿Crees que a mamá le importará hacer gofres de más?





Casi una hora después, mis padres me dejan en el centro del pueblo. Van a ir a casa de un tal Samuel para ver si hay novedades sobre lo ocurrido y, ya de paso, avisar de que ya están en el pueblo y saludar a viejos conocidos.

Todo esto surgió tras la inesperada llamada de Leonard a Alice para, bueno, ponerla un poco al día y preguntar por mí (cuando me llamó a mi propio número, estaba en la ducha). Al parecer pretendía pasarse en algún momento de la tarde, pero mamá tenía otros planes y anunció su presencia autoinvitándose a almorzar en su casa. Plan que no pudo llevarse a cabo porque Leonard estaba en casa de ese Samuel —otro de los pesos pesados del pueblo en lo que a licántropos se refiere por lo que descubrí después— organizando la búsqueda de Mark, entre otras cosas. Ahí fue cuando intervino mi padre y el cómo hemos acabado los tres de excursión improvisada al pueblo.

Se supone que yo tengo que ir al mismo sitio también, pero primero quiero pasar por casa de Ivi. Ya aplacé su bienestar y la charla que le debo una vez y no pienso volver a hacerlo. Para mí, ella tiene más prioridad que unas personas que no están traumatizadas y que van a seguir ahí pasado mañana. Esa reunión puede darse en cualquier otro momento y mi amiga es más importante.

De modo que, cargada con un plato de gofres recién hechos y un termo gigantesco lleno de chocolate caliente, llamo al timbre de su casa rezando por que no esté dormida.

Es su madre la que contesta al telefonillo, pero es Ivi la que me da la bienvenida con un abrazo en cuanto cruzo el rellano de su apartamento. Sigue en pijama, las gafas se le resbalan por la nariz y luce dos trenzas medio deshechas, pero su sonrisa es algo más alegre que la última vez que la vi.

—¿Qué haces aquí? —pregunta, soltándome por fin.

La respuesta en realidad es bastante obvia, pero en lugar de decir nada, primero levanto mis ofrendas y se las enseño mientras me quito el abrigo.

—¿Te apetece desayunar gofres caseros? Chocolate caliente incluido.

La glotonería brilla en sus ojos casi al instante y, al segundo siguiente, ya me está arrastrando hasta su cocina, con su madre mirándonos con una ceja alzada y una sonrisa desde la entrada del salón.

—¿Sabes que te adoro? —está diciendo Ivi, arrebatándome las cosas de las manos y sacando dos tazas y dos platos de los armarios.

Está llena de una energía nerviosa, y no parece capaz de estarse quieta, pero no digo nada y dejo las cosas sobre la encimera. Los gofres todavía están calientes e Ivi rescata un bote de nata del frigorífico y otro de chocolate de un cajón. La ayudo a llevar todo a la mesa y, solo entonces, digo:

—Mis padres llegaron anoche.

Ivi, ya sentada, me mira sorprendida e incrédula. Tarda un instante en procesar lo que le acabo de decir.

—¿En serio? ¡Eso es genial! —Se hace con un gofre y procede a cubrirlo con nata antes de hincarle el diente—. Dios, esto está buenísimo. —Se relame y se centra en mí una vez más—. ¿No decías que hasta Navidad no iban a poder venir?

—Eso creía, pero al parecer los planes han cambiado.

Aunque ya he desayunado, me hago con un gofre y también con una de las dos tazas. El chocolate todavía está humeante, y su olor dulce y empalagoso llena la cocina. No menciono cuál es la razón por la llegada de mis padres, al menos no todavía.

—Pues me alegro por ti, en serio. —Ivi parece estar en la gloria comiendo y, por un momento, es como si nada hubiese cambiado desde hace dos días.

Mientras desayunamos, nos limitamos a charlar de todo y nada a la vez, pasando de un tema intrascendente a otro. No hay que ser un genio para darse cuenta de que Ivi solo quiere distraerse, y cuando, después de recoger y limpiar la cocina, me lleva a su habitación y veo que todo es puro caos, la teoría se confirma.

—Perdón por el desorden —farfulla, agachándose para recoger del suelo una almohada y un sujetador. Su cama está sin hacer, hay ropa por todas partes y una puerta de su armario está abierta, dejando a la vista aún más ropa revuelta—. Estaba haciendo limpieza cuando has llegado. He descubierto que tengo demasiados trastos.

No hace falta que lo jure. Sin embargo, también sé que Ivi, con sus cosas, es una de las personas más organizadas que conozco, y que si todo está patas arriba, es porque ella misma se siente así en estos momentos. De modo que, en lugar de hacer hincapié en el caos que nos rodea, pregunto:

—¿Quieres que te ayude?

Ivi me lanza una mirada llena de duda.

—¿De verdad?

Como toda respuesta, saco el móvil del bolsillo, pongo música en aleatorio a todo volumen, y me hago con los primeros vaqueros que encuentro en la silla para doblarlos. En medio de su cuarto, Ivi se ríe y niega con la cabeza, accediendo y uniéndose a mí en la tarea.

A medida que las canciones pasan, los montones de ropa se reducen, las bolsas de basura aumentan y las pilas de camisetas y pantalones doblados crecen en altura. Es un trabajo mecánico y automático que se agradece; que nos permite a las dos desconectar, cantar y bailar como si fuésemos adolescentes y que nos hace reír a carcajadas cuando alguna se tropieza, se equivoca con la letra o se prueba alguna prenda que no combina.

No sé muy bien cuánto tiempo nos tiramos así, pero tampoco me importa. El resultado de nuestro trabajo es evidente y reconfortante y siento que el sudor y el esfuerzo han merecido la pena. Y entonces, descubro una fotografía caída y olvidada debajo del escritorio y sé que la tregua emocional ha llegado a su fin.

Siento que la sonrisa de Jared me apuñala, y la expresión radiante y feliz de Ivi entre sus brazos solo profundiza la herida. Es una instantánea preciosa, y sé que es por eso que está en el suelo.

Noto la silenciosa presencia de Ivi a mi espalda como una ola de alquitrán espeso que se cierne sobre mí. Su angustia es palpable y su miedo escuece. Hablo sin pensar:

—Los croissants del hospital fueron idea de Jared.

Por supuesto, Ivi no contesta, y yo me acomodo en el suelo, con la foto todavía en mis manos y la certeza de que esta conversación no será fácil. Un pesado silencio se asienta entre nosotras y la música que sigue saliendo desde mi móvil abandonado en la cama todavía sin hacer se siente de pronto fuera de lugar. Aun así, no me levanto a apagarla, y mi amiga no se mueve del borde del colchón, de repente pálida.

Esquiva mi mirada, y yo bajo los ojos hacia la cartulina plastificada que sigo sosteniendo. Parecen personas distintas. Lo son.

—¿Habéis hablado? —pregunto, pese a saber muy bien qué ha pasado.

Pero ella no sabe que yo estoy al tanto, y necesito que sea ella la que comience, la que me diga cómo puedo contarle todo sin asustarla todavía más.

—No. —Niega con la cabeza y su voz no es más que un hilo trémulo y frágil. Sus manos se retuercen nerviosas en su regazo—. No he vuelto a verlo desde... —Le fallan las palabras y tiene que inspirar hondo— Ya sabes. Desde que acabé en el hospital.

Asiento, y por unos segundos dejo que el silencio se prolongue una vez más. Es como si hubiese una enorme bomba a contrarreloj en medio de la habitación; su tictac silencioso (junto con la música que sigue sonando olvidada entre las mantas) se me incrusta en el cerebro, instándome a continuar, a acabar lo que he venido a hacer.

—Hablé con él el otro día —admito, dejándome en el tintero que, en realidad, lo que hicimos fue discutir. No necesita saber eso, y aunque sigo cabreada con Jared, Ivi se merece saber que no tiene que tenerle miedo—. Está preocupado por ti. Me preguntó si estabas bien.

Me contesta una risa forzada y en absoluto alegre. Ivi sube los pies a la cama y se abraza las rodillas, como si haciéndose una bola humana pudiera protegerse del resto del mundo, de sus pesadillas.

—Bueno, he salido del hospital, ¿no? Ya estoy bien.

Intenta sonar segura de sí misma, pero su voz tiembla al final del todo y hunde el rostro entre las rodillas. Sus hombros se sacuden de tensión y yo necesito de todas mis fuerzas para no levantarme e ir a abrazarla. En cambio, digo:

—A mí no me lo parece, Ivi.

Se le crispan los dedos sobre su pijama y, de pronto, me lanza una mirada airada pero llena de miedo desde detrás de sus gafas.

—¿Y cómo quieres que lo esté? —espeta, olvidando por un momento mantener la compostura y fingir que todo va bien en su vida—. Me atacó... Me atacó un lobo. A plena luz del día. Se abalanzó sobre mí y... y... —Se le atascan las palabras, la valentía se le agota y los ojos se le llenan de lágrimas. No puede decirme nada y eso hace que se encoja una vez más sobre sí misma y murmure—: Da igual. Fue horrible. Tienes suerte de no haber pasado por eso.

Respiro hondo y dejo la fotografía a un lado. Es ahora o nunca.

—En realidad, sí que lo he hecho —murmuro, y la música casi se traga mis palabras.

Pero Ivi me escucha, y asoma la nariz solo para contemplarme un largo segundo. Después, resopla y se hace todavía más pequeña.

—Lo dudo mucho.

Prácticamente puedo escuchar sus pensamientos, así como la envidia que me tiene por creer que yo desconozco lo que ella ha descubierto por las malas. Sin embargo, no puede estar más equivocada, y para asegurarle y demostrarle que no está sola, me muevo hasta los pies de la cama y me pongo de rodillas para poder estar a la altura de sus ojos.

—¿El lobo tenía los ojos dorados y era más grande de lo normal?

Oigo cómo se le corta la respiración ante mi pregunta. Perpleja, alza la mirada y me contempla de hito en hito. Abre la boca, puede que para pedir explicaciones, pero no consigue articular ninguna palabra coherente. Tampoco hace falta. Con una sonrisa suave, comprensiva y cómplice, alcanzo sus manos.

—Lo sé —declaro, y son dos palabras que lo cambian todo—. También sé que Jared estuvo allí. Y lo que pasó después.

Al principio, Ivi no lo comprende. No se atreve a creer en lo que le acabo de decir y tampoco tiene el valor para preguntarme al respecto. Solo se queda ahí, mirándome con los ojos abiertos de par en par hasta que estos se le vuelven a anegar en lágrimas y un llanto descontrolado se apodera de ella. De pronto, se abalanza sobre mí y me abraza con desesperación.

—Yo... Yo... Tenía tanto miedo... —farfulla, entre hipidos y temblores—. Todo iba bien y... y... entonces... Apareció ese lobo, y Jared me empujó al suelo y luego...

Sus lágrimas se intensifican y lo único que puede hacer es sollozar sobre mi hombro. Para tranquilizarla le acaricio el pelo y, como puedo, me levanto del suelo con ella todavía abrazada a mí y nos tumbo a las dos para estar más cómodas. Por fin, apago la música y busco el extremo del edredón a ciegas. Nos tapo con torpeza por encima de la cabeza, escondiéndonos del mundo en un lío de extremidades enredadas, mantas, lágrimas y mocos.

Solo cuando la oscuridad se ciñe sobre nosotras, Ivi masculla:

—Me dijeron que no podía decirle nada a nadie —dice, con la voz ahogada y sorbiéndose la nariz—. Pensé... Pensé que era una pesadilla. Que no era real. Pero entonces vi a Jared otra vez y... —Un sollozo imprevisto la corta y yo la atraigo hacia mí con fuerza.

Está temblando, y yo la abrazo lo mejor que puedo. Le acaricio el pelo y la espalda, varias veces.

—Shhh —murmuro—. Tranquila... Respira. Tranquila. Todo irá bien, ¿vale? Estás a salvo.

—Pe-Pero el lobo... Y Jared...

Se estremece ante el recuerdo, y yo vuelvo a pasar los dedos por su columna. Hace calor bajo las mantas, pero ella está helada.

—Jared te protegió, Ivi —murmuro en su oído—. No es ningún monstruo. —Porque, por muy enfadada que esté con él, esa verdad es innegable—. Sigue siendo la misma persona de antes, solo que con más pelo.

Mi comentario consigue arrancarle una risa, corta e histérica, pero lo considero una pequeña victoria. Se le relaja el cuerpo un tanto, y yo aprovecho para quitarle las gafas para que no se rompan.

—Es normal que tengas miedo pero, contéstame a esto: ¿Te ha hecho daño alguna vez?

Ivi niega casi al instante, y puedo ver cómo ella misma se da cuenta de a dónde quiero llegar con todo esto.

—Lo que te ha pasado es horrible, pero no estás sola. Hay gente que puede contestar a todas tus preguntas cuando quieras, que se asegurará de que estés a salvo y bien. Y, además, me tienes a mí. No tienes que esconderte ni mentir conmigo.

Ivi asiente y solloza, todavía abrazada a mí pero con menos peso sobre los hombros y el corazón liberado. Porque ahora sabe que tiene una salida, que no está sola. Y yo no pienso irme de su lado hasta que no esté segura de que está bien; excepto, tal vez, para hacerme con un paquete de pañuelos.




Se necesita de más de una hora para que Ivi se calme y deje de temblar. Entonces, tomo aire y le cuento todo lo demás. No quiero tener que guardar más secretos, así que le explico lo mejor que puedo mi parte de la historia. Ella me escucha con atención, con los ojos rojos, un pañuelo entre los dedos y una botella de agua en el regazo. Cuando acabo, lo único que pregunta es:

—Entonces, ¿tú también... te transformas? —murmura, y por cómo evita mirarme sé lo difícil que ha sido para ella pronunciar esa última palabra.

Para su consuelo, sonrío y niego con la cabeza.

—No, no lo hago.

Mi amiga toma una profunda bocanada de aire y asiente.

—Bien. Vale. Bien. Puedo... Puedo trabajar con eso.

El alivio en su voz es evidente, y yo pongo una mano sobre una de sus rodillas. Ivi me da una sonrisa insegura, pero está mucho mejor y más calmada que antes.

—Y... ¿Qué vas a hacer? —pregunta entonces.

—¿A qué te refieres?

—A lo que implica todo lo que ha pasado. Se lo tendrás que contar a los demás, ¿no?

Eso consigue arrancarme una mueca y un suspiro cansado. Llevo haciéndome esa pregunta todo el fin de semana. Y ni siquiera me he atrevido a pensar todavía en lo que supondrá decírselo a Alec. Si sincerarme con Ivi me daba miedo, hablar con él me da pavor.

—En realidad, ahora mismo debería estar en casa de alguien para hablar sobre esto, precisamente —reconozco, soltando una risa nerviosa que resume bastante bien cómo me siento por dentro.

—Deberías ir —dice Ivi. Cuando la miro con duda, añade—: Estaré bien... Creo. Yo también necesito pensar en todo y en... ya sabes.

No hace falta que diga su nombre para saber a quién se refiere. Asiento, porque no sé qué otra cosa puedo decir y porque sé que la decisión tiene que tomarla ella y solo ella. De modo que, poco después, Ivi me acompaña hasta la puerta de su piso. Me despido de camino de su madre y, en el rellano, abrazo a mi amiga con fuerza, contenta de que, al menos, a ella la sigo teniendo a mi lado.

—Recuerda que puedes llamarme para lo que sea, ¿vale? —murmuro, apartándome—. Y no te preocupes por las clases, te pasaré los apuntes. Tú céntrate en recuperarte, ¿de acuerdo?

Ivi asiente y, tras pensárselo un instante, vuelve a abrazarme.

—Gracias —masculla, y yo la estrecho entre mis brazos con cariño.

—Para eso estoy aquí.

—Y para engordarme. Deja de traerme comida —añade ella, bromeando, y yo suelto una carcajada.

La inesperada broma y la risa que viene después libera de algún modo la tensión que todavía existía entre ambas. De pronto, hay luz al final del túnel. Las cosas pueden ir a mejor, me doy cuenta entonces. Este no es el fin del mundo y no va a hundirnos. A ninguna.

Con ánimos renovados, salgo a la calle y les envío un mensaje a mis padres para avisarles de que ya puedo ir a donde sea que estén en este momento. Me contestan al minuto, pidiéndome mi ubicación y diciéndome que el hijo de Samuel vendrá a por mi, ya que está por la zona, al parecer.

En ninguno de mis escenarios imaginarios aparece Ethan, por lo que cuando le veo detener su coche delante de mis narices, lo único que puedo pensar es en la increíble coincidencia que supone esto. Por otro lado, él parece igual de sorprendido que yo.

De hecho, lo único que hace por un largo e incómodo momento es observarme con la ventanilla bajada, el coche en marcha y un ceño fruncido que declara que no está entendiendo nada. Después, con cautela, casi en código, dice:

—¿Eres tú a la que tengo que recoger?

La pregunta es demasiado específica y encaja demasiado con mis propias circunstancias. Dudando, me acerco al coche con las manos en los bolsillos y pisadas lentas.

—Depende. ¿En tu casa han aparecido viejos amigos?

Mis palabras hacen que su mirada se agudice y, una vez más, Ethan me estudia casi sin parpadear. Entonces, de la nada, resopla con ironía y el momento se rompe. Se pasa los dedos por el pelo, despeinándose, y me lanza una sonrisa que no sé interpretar.

—No sé ni por qué me sorprendo —murmura, más para sí mismo que para mí. Me hace un gesto hacia el interior del coche—. Sube. Hay un montón de gente en mi salón que quiere conocerte.

—Eso no es muy alentador, que lo sepas —protesto una vez me siento del lado del copiloto.

Ethan, a mi lado, se ríe y pone el coche en marcha. El momento es incómodo, muy incómodo, aunque al menos tiene la decencia y el gesto de no mirarme de forma descarada ni de echarme cosas en cara. De hecho, no dice nada, y el silencio se vuelve cada vez más espeso a nuestro alrededor, asfixiante. Hablo casi sin pensar:

—¿No vas a interrogarme?

Mi repentina pregunta se gana una fugaz mirada de reojo antes de que Ethan vuelva a centrarse en el tráfico. Estamos en una zona del pueblo que no había visitado antes. Casi todo son casas adosadas de ladrillo rojo con un pequeño jardín delantero.

—Podría —reconoce—, pero sé lo suficiente como para comprender más o menos qué es lo que está pasando. Eso sí, me tienes que explicar cómo es que el amargado de Adam es tu primo, porque te juro que no lo entiendo. Es imposible que seáis familia. Sois polos opuestos.

—Soy adoptada —le recuerdo, y él suelta una carcajada por el juego de palabras.

No se le ve molesto, y me pregunto cuánto sabe y si de verdad no le importa.

—¿Hay alguien más que conozca en tu casa? —tanteo, intentando hacerme a la idea de lo que tendré que enfrentar.

Ethan tararea, pensativo, mientras maniobra para meter el coche en una callejuela secundaria que me hace sospechar que ya estamos cerca.

—Exceptuando a Leonard, no, no creo. Liam estuvo un rato esta mañana junto con Adam, pero como su padre también está, se ha ido para atender el gimnasio. Los fines de semana necesitan todas las manos posibles y tu primo ha aprovechado para irse también. —Hace una pausa, y yo asiento. Ni siquiera se me había pasado por la cabeza la posibilidad de que Adam estuviese presente. Entonces, tras lanzarme una mirada de reojo, pregunta—: ¿Qué tal está Ivi?

No sé por qué me sorprende tanto que la mencione, pero lo hace. Después, me siento culpable por dudar tanto. Que yo haya descubierto que los chicos con los que nos juntábamos son licántropos no significa que, de pronto, se hayan convertido en personas diferentes o en extraños.

—Bueno, lo lleva como puede. Está asustada, y por ahora no quiere ni oír hablar de Jared.

—Eso me han dicho. —No pide más detalles, y yo tampoco se los doy. Entonces, mientras nos detenemos frente a la puerta de un garaje y se adentra en él marcha atrás, añade—: ¿Y qué tal lo estás llevando tú?

—Intento no pensarlo mucho —reconozco, y luego me río—. Aunque no es que esté funcionando. Son demasiadas cosas, supongo. Siento que os he estado mintiendo todo este tiempo.

—Pues es un sentimiento estúpido. —Las palabras de Ethan surgen rápidas y certeras, y cuando me mira tras detener el coche, lo hace con una seriedad a la que no me he enfrentado nunca. Me señala con las llaves que acaba de desconectar del salpicadero—. Por esa regla de tres, nosotros también te hemos estado mintiendo. Además, ¿qué podías hacer? ¿Airear un secreto de semejante magnitud al primero con el que te cruzas? Nadie te va a echar eso en cara.

Me contempla con intensidad, con una madurez que hasta ahora siempre había visto opacada por una actitud risueña y bromas fáciles. Es algo intimidante, pero al mismo tiempo me otorga la calma que necesito.

—¿Sabes? —Sonrío de pronto, maliciosa—. Ahora entiendo por qué le gustas a Lucy.

El efecto es instantáneo y sus orejas se ponen rojas. Ethan, aturdido, abre la boca para replicar, pero las palabras se le han muerto con la sorpresa y yo no puedo evitar reírme. Le palmeo un hombro como apoyo silencioso y, después, salgo de su coche. Ethan no tarda en hacer lo mismo, y rodea el vehículo con prisa y me atrevería a decir que hasta con ansiedad.

—Selene, espera, espera. —Todavía con expresión perdida, me agarra por la muñeca y me mira a los ojos en busca de respuestas—. Eso que acabas de decir...

—¿De qué estás hablando? —Esbozo una sonrisa y compongo mi cara de inocencia absoluta—. Yo no te he dicho nada.

Él frunce el ceño, con disconformidad evidente, pero no llega a decir nada porque una cabeza se asoma por la puerta que conecta el garaje con la casa. Es joven, aunque le echo un par de años más que nosotros, y nos mira a los dos como si fuésemos dos niños a punto de hacer una travesura. Ve nuestras manos unidas y alza una ceja.

—No voy a preguntar —declara, y Ethan me suelta como si acabara de recibir un calambrazo.

—No es lo que piensas —protesta el aludido.

El otro esboza una sonrisa sutil y alza las manos en son de paz.

—He dicho que no iba a preguntar. —Su diversión es evidente, y yo me trago mi propia risa ante un Ethan que refunfuña y que pasa a su lado a grandes y dramáticas zancadas. Cuando me acerco, me tiende la mano con un gesto mucho más amable—. Soy Eric, por cierto.

Se la estrecho asegurándome de sonreír.

—Selene. Aunque creo que a estas alturas ya todo el mundo lo sabe.

Eric se ríe, y dado que el anfitrión de la casa ha desaparecido por el pasillo sin mirar atrás, es él el que me guía dentro con un toque en el brazo. Se asegura de que le esté siguiendo de cerca antes de decir:

—No puedes culparnos. Eres algo así como una celebridad para nosotros ahora mismo.

—No por placer, creéme —suspiro.

Eric me mira por encima del hombro y me sonríe en un intento de tranquilizarme. Le conozco desde hace medio minuto, pero algo me dice que suele ser la amabilidad personificada y la voz de la razón.

—No te preocupes, la novedad durará poco. Y si te sirve de consuelo, no esperamos que hagas nada. Desde que volvió a aparecer, Mark es responsabilidad nuestra, no tuya.

—¿Se supone que tengo que decir gracias por eso?

Una vez más, Eric se ríe y se detiene frente a una puerta entreabierta con cristal. Detrás de ella se escuchan varias voces, incluidas las de mis padres.

—Se supone que tienes que ser tú misma, y dejarnos hacer nuestro trabajo.

Dicho esto, abre la puerta del todo y se adentra en la sala de estar. De forma automática, varios pares de ojos se enfocan en mí con tanta intensidad que me hacen sudar frío. Gracias a Dios, solo hay cuatro personas que no conozco. Mis padres están sentados juntos en un sofá junto a la ventana y sonríen al verme. Yo les devuelvo el gesto como puedo y alzo una mano a modo de saludo.

—Hola —murmuro, incómoda hasta la médula por ser el centro de atención de forma tan descarada.

Los rostros que me miran son amables, pero de pronto es como si tuviera un enorme foco sobre mi cabeza que hace que quiera estar en cualquier otra parte o que, directamente, pasemos al momento en el que las presentaciones ya se han hecho.

Veo que mi madre se incorpora en su sitio, pero es Leonard el que llega primero en mi rescate, sonriéndome con cierto tono de disculpa.

—Me alegra ver que estás bien, Selene —dice, envolviéndome en un corto abrazo que me toma por sorpresa—. Siento lo que pasó en el hospital. Perdóname si me comporté distante contigo, pero habían pasado muchas cosas a la vez.

No hace falta que lo jure.

—No te preocupes —aseguro, negando con una sonrisa—. Entiendo que te necesitaban en otra parte. Estoy bien.

Leonard me devuelve la sonrisa, y solo entonces se aparta para dejar a la vista a dos hombres que se han acercado durante nuestra corta conversación. Uno de ellos es rubio y luce una barba recortada con cuidado, mientras que el otro es moreno, de pelo corto, y que hace que piense en los militares de las películas. Este último es al que Leonard presenta primero.

—Este es David —dice, señalándolo con un gesto—. Tengo entendido que conoces a su hijo Liam.

Asiento, y el hombre me sonríe con amabilidad. Me tiende una mano.

—Encantado de conocerte, Selene. Aunque lamento que sea en estas circunstancias.

—Todos lo lamentamos. —Antes de que pueda contestar, una mujer bajita y de rizos negros se interpone entre ambos. Me dedica una sonrisa alegre y, en un abrir y cerrar de ojos, me planta dos sonoros besos—. Soy Julia, y cuenta con mi marido y conmigo para lo que sea que necesites. O con Liam. Estará encantado de ayudar. Una pena que no se haya podido quedar hoy.

Por sus palabras, entiendo que es la madre de Liam, aunque me cuesta asociar al callado y tranquilo Liam con una persona tan enérgica y vivaz como lo es Julia. Aun así, sonrío, y esta vez el gesto no cuesta en absoluto.

—No se preocupe, coincidimos bastante en la universidad. Le veo a menudo.

Eso parece tranquilizarla bastante y, tras insistir en que la tutee, Leonard me presenta a la siguiente pareja.

—Y estos son Samuel y Michele.

—Es decir, mis padres.

Salido de quién sabe dónde, Ethan hace acto de presencia y me abraza sin previo aviso con un brazo. Veo que su madre pone los ojos en blanco por un segundo, y Samuel suelta una pequeña carcajada y nos mira divertido.

—Y supongo que Ethan no necesita presentación.

Michele suspira y me lanza una mirada como si se disculpara. Mi risa sale sola.

—Un placer conoceros a todos —digo, y creo que Ethan me guiña un ojo.

Desde la distancia, mis padres observan todo, dejándome a mi aire pero cerca por si los llego a necesitar en algún momento. Sin embargo, esto parece más una reunión familiar que cualquier otra cosa que yo me haya llegado a imaginar. Y es por eso mismo que no puedo evitar preguntar:

—En realidad, no entiendo muy bien qué hago aquí —reconozco un rato después, cuando ya me he sentado en un hueco que me han dejado en el sofá. Porque sí, el objetivo de todo era que supiesen de mí, que me conociesen, pero más allá de eso, el papel está en blanco. No sé qué es lo que se supone que tiene que pasar a continuación.

Me esperaba que fuese Leonard el que me contestara, pero en realidad es Samuel el que toma la palabra, mucho más serio que antes:

—Nos ayudaría mucho que nos contaras tu versión de lo que pasó cuando Mark os atacó a ti y a Alec. Ya hemos hablado con Alec, pero estaría bien tener el cuadro completo.

Asiento, conforme, porque eso tiene sentido y es lo menos que puedo hacer para ayudar.

—Y también —continúa David, apoyando los codos en las rodillas—, queríamos que supieras que vamos a tener a gente vigilando tu casa.

De acuerdo, eso ya sí que no me lo esperaba.

—¿Cómo? —Miro al hombre de hito en hito, creyendo que he escuchado mal—. ¿Me vais a poner guardas? —El término me parece tan anticuado y cliché que tengo que controlarme para no reír. Le lanzo una mirada a Ethan, pero incluso él parece estar tomándose esto en serio. Eric, sentado a su lado, atiende a la conversación con gesto pensativo.

—Sé que puede resultar extremista —dice Leonard entonces—, pero es necesario. Al menos por un par de semanas, hasta que volvamos a tener el control de la situación. Como viejos amigos de tus padres, nos alegra saberte con vida y no podemos estar más contentos de tenerte aquí. Sin embargo, no sabemos si Mark y, en consecuencia, Chris, también están al tanto.

No puedo rebatir en contra de eso, pero sigue sin hacerme gracia. No obstante, cuando mi madre deja caer una mano sobre mi rodilla y me mira preocupada, entiendo que no tengo muchas más opciones más que aceptar. Ahora, la pregunta que surge es: ¿durante cuánto tiempo se prolongará esto?

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