Capítulo 24.
Cuando llego a casa, una hora más tarde, todavía estoy cabreada. He tenido que hacer un tercio de camino a pie hasta conseguir dar con una parada de autobús y luego esperar por más de quince minutos a que dicho autobús apareciese. Entretanto, ha empezado a nevar otra vez y estoy empapada, tengo los pantalones mojados hasta las rodillas y los dedos insensibles por el frío.
Entro dando un portazo, enfadada con Jared, con la nieve y con medio mundo. Mis botas desprenden un amasijo de nieve y barro que empapa el suelo del pasillo y mi mal humor solo aumenta.
—Por supuesto que tenía que nevar justo ahora, por supuesto. —Mientras hago malabares para quitarme calzado y abrigo sin ensuciar todavía más, me doy el lujo de seguir despotricando para mí misma—. ¿Te surge un problema? Genial. Toma otros cinco más, para que no te aburras. Felicidades, dice. Será imbécil —gruño, recordando mi discusión con Jared—. Ojalá se resbale en el hielo y se caiga y haga el ridículo frente a medio pueblo. Por idiota.
Al mismo tiempo, el estómago me gruñe de hambre. Huele a comida recién hecha. Justo en ese momento, mi abuela asoma la nariz desde el salón y me contempla con expresión confundida. Creo que es la primera vez que me ve molesta y mi enfado se reduce en intensidad ante una pizca de culpa. Ella no es la razón de mi estado de ánimo ni tiene por qué pagar por ello.
—Hola —saludo a la vez que me quito la bufanda.
—Hola, cariño. ¿Va todo bien?
No puedo evitar bufar y poner los ojos en blanco.
—De maravilla. Reafirmando amistades, y todo eso. He discutido con Jared, pero no quiero hablar de él ahora mismo. —Paso a su lado y entro en la cocina, pensando en qué habrá para comer. Ahí, sobre la mesa, me encuentro con un par de bolsas que no estaban esta mañana—. ¿Qué es esto?
Descubro un tapper bastante grande con guiso y otro con trozos de empanada. En otra bolsa hay peras asadas y un tarro con la mermelada casera que sé que hizo la semana pasada. Hay comida para varios días.
Mientras tanto, mi abuela se acerca con aire culpable.
—Pensaba llevárselo a Adam —reconoce, y mira el contenido de las bolsas con duda—. Pero cuando le he llamado para preguntar si está en casa me ha saltado el buzón de voz y no sé si...
—No te preocupes —la interrumpo, antes de pensar siquiera en qué estoy diciendo—. Seguro que se le ha acabado la batería. Con este tiempo dudo que haya ido a alguna parte. —Hago una pausa, en la que me replanteo mi siguiente sugerencia—: ¿Quieres que te acompañe?
—¿De verdad? —Su sorpresa se mezcla con un repentino entusiasmo—. ¿Quieres venir?
En realidad no, no quiero, pero en algún momento el encuentro tendrá que suceder y estoy harta de tener que dar explicaciones. Y, ya que hoy es el día en el que parece que tengo que discutir con todo el mundo, prefiero seguir en racha y no alargarlo todavía más. Mejor acabar con esto cuanto antes que quitarme todavía más horas de sueño.
—Claro, por qué no. Deja que me cambie de ropa y nos vamos.
Al parecer, Adam vive en el centro del pueblo, así que pedimos un taxi para evitar en la medida de lo posible la nieve y, veinte minutos después, este nos deja frente a un complejo de apartamentos a dos calles de la plaza donde quedé con Jared esta mañana. Intento que el recuerdo no me amargue todavía más y sigo a mi abuela dentro del portal aprovechando que uno de los vecinos sale a la calle.
El edificio es antiguo, sin ascensor, así que nos toca subir tres plantas por las escaleras cargadas con las bolsas y no puedo evitar preguntarme cómo pretendía Alice subir todo ella sola.
—¿De verdad vive solo? —pregunto, subiendo peldaño tras peldaño y procurando no resoplar.
—Sí. —La respuesta de mi abuela me llega cinco escalones más abajo—. Una amiga mía vive justo debajo y le ha cedido el ático a cambio de ayudarla a ella y a su marido cuando haga falta. Ya sabes, hija, llega un punto en el que tus huesos ya no son los que eran.
—Y aun así, todavía eres capaz de subir tres pisos sin descansar —bromeo, mirándola por encima del hombro a medio camino del último tramo de escaleras.
Mi abuela bufa, herida en su orgullo, y levanta la barbilla en un gesto altanero.
—No me subestimes —refunfuña, acortando la distancia que nos separa con fuerzas renovadas—. Seré vieja, pero todavía puedo dar guerra un buen par de años más. No os libraréis de mí tan fácilmente.
—Ni se me ocurriría —río, justo cuando, por fin, las escaleras se acaban.
En el rellano solo hay dos puertas, y Alice deja su bolsa en el suelo frente a la que está justo delante de las escaleras para llamar al timbre. Un par de segundos después, escucho movimiento al otro lado. Una silla arrastrándose, pasos y, finalmente, una cerradura abriéndose.
Nos recibe un chico que me saca media cabeza, de rizos negros y densos que le caen desordenados sobre la frente, mirada oscura y resignada y unos labios que conforman una línea recta en cuanto ve quién es su visita.
—Alice. —Su voz grave y malhumorada me trae el recuerdo del momento en el que pisé a alguien en el supermercado, hace un par de semanas. La coincidencia parece una broma de muy mal gusto, pero mi supuesto primo no se digna en mirarme, más interesado en echar a nuestra abuela de aquí que en ver quién la acompaña—: De verdad, no hace falta que vengas tanto. Estoy bien. Solo... Déjalo estar, ¿de acuerdo? No necesito nada.
Todo el buen humor que podría haber tenido mi abuela hacía tan solo unos instantes desaparece bajo las mustias palabras que recibe. Toda su figura parece hundirse en una resignación aceptada. Aun así, lo intenta con voz amable y paciente:
—No vengo por... lo de Mark —dice, dudando en el último momento. No pierdo detalle de cómo la expresión de Adam se oscurece—. Solo quería animarte un poco. Cuando nieva las horas se alargan demasiado dentro de casa. Te he hecho un par de cosas.
—No hace falta —repite, sin tomarse un solo segundo de consideración. Casi puedo ver cómo pretende cerrar la puerta en cualquier momento.
He visto suficiente.
—Primero se da las gracias —espeto—, y ya luego si eso dices todo lo demás.
Por fin, Adam se fija en mí. Sus ojos negros me analizan y me critican a partes iguales. No me reconoce, y frunce el ceño con disgusto. Bien, el sentimiento es mutuo.
—¿Quién eres tú?
Enderezo los hombros y me cruzo de brazos. Después de ver cómo ha tratado a Alice, no me apetece ser amable.
—Selene —me presento, como si mi nombre explicara todo. No lo hace. Le sonrío con ironía y sin gracia—. Nos conocimos en el súper hace un tiempo. Discutimos. ¿Te acuerdas?
No creía que su ceño fruncido pudiera profundizarse todavía más, pero lo hace. Vuelve a mirarme de arriba abajo, pero no da la impresión de que lo que le acabo de decir le ayude a ubicarme o, al menos, importarle en absoluto.
—¿Y qué haces aquí?
—Discutir otra vez contigo, ¿no es evidente?
Adam tensa la mandíbula y el enfado centella en sus ojos, demostrándome que tiene la mecha de la paciencia muy corta. Quién lo diría. Entonces, Alice se interpone entre ambos; una mediadora de voz nerviosa y manos llenas de arrugas.
—Selene, para. Adam, ¿podemos pasar? Este no es el mejor lugar para hablar.
—No. —La respuesta sale contundente y la hostilidad con la que me mira no cede ni un ápice—. No hasta que me cuentes qué está pasando, Alice.
—Es abuela para ti —gruño, sin poder permanecer callada.
—¿Perdón?
Está perplejo, y a mí su permanente ceño fruncido solo consigue irritarme todavía más. Ahí donde Mark me causa pánico, su hermano solo consigue cabrearme.
—Que es tu abuela, así que bien podrías tratarla como tal. Ha venido hasta aquí solo por ti. ¿Tanto te cuesta sonreír y aceptar su gesto?
En mi cabeza se enumeran todas las veces en las que la abuela me ha contado o mencionado que ha ido a visitarlo y cómo, en todas y cada una de ellas, no había señales de que fuese bien recibida. ¿Cómo puede ser tan desagradecido?
Mi primo me lanza una expresión peligrosa y me fulmina con la mirada, seguramente deseando que desaparezca de su vida en este mismo instante.
—¿Y quién se supone que eres tú para decirme qué tengo que hacer?
Alice abre la boca, tal vez para endulzar el golpe, pero me adelanto al contestar.
—Tu prima. Por desgracia no puedo decir que sea un placer.
Adam, como toda respuesta, entrecierra los ojos, escéptico.
—Mi prima —repite. Necesita de varios segundos para procesar esas dos palabras. Después, la ironía envuelve su voz. No sonríe en ningún momento—. Ajá. ¿Y qué más?
—Nada. Eso es todo. —Me encojo de hombros, indiferente. Me doy cuenta de que, con todo lo que ha pasado en las últimas veinticuatro horas, su opinión me importa bien poco. No nos conocemos, al fin y al cabo—. Te guste o no, compartimos parentesco. Pensé que estabas en tu derecho de saberlo.
—Chicos, ¿podemos llevar esto dentro?
Pero Adam ignora a nuestra abuela y abre la puerta de su piso solo lo suficiente como para poder apoyarse en el marco con los brazos cruzados. No lleva más que una camiseta negra de manga corta pese a toda la nieve que cubre las calles y ahora, y solo ahora, su postura me recuerda a la de Mark.
—Pues llegas un par de años tarde —está diciendo, irónico y a la defensiva. No me cree, y reconozco que yo, de estar en su lugar, tampoco lo haría—. Y dime, ¿de qué parte de la familia dices que vienes? Porque si es de la de mi madre, te informo que desde hace doce años que no me interesa su rama del árbol genealógico.
Hay cierto desprecio en sus palabras, pero no sé si todo es por mí o si hay algo más de fondo. Tampoco me interesa averiguarlo. Solo quiero acabar con esto de una vez por todas e irme a casa.
—No. De la de tu padre —revelo, y me permito de un par de segundos de silenciosa satisfacción al presenciar su perplejidad. En mi fuero interno, lo considero una victoria.
—¿Qué?
Se ha incorporado, y sus brazos caen lánguidos a su costado. Por un fugaz instante, distingo la sombra negra de un tatuaje en la cara interna de su muñeca izquierda. Después, me centro al completo en su expresión de desconcierto y cómo, sin palabras, expresa que para él eso no tiene ningún sentido.
—¿Sorprendido? No deberías. No es ningún misterio que tenemos una historia familiar de mierda.
No estoy dando ninguna explicación coherente, y soy consciente de ello. Sin embargo, no quiero ponérselo fácil. No después de ver su actitud. ¿Quiere aislarse del mundo? Perfecto. Yo haré que se aísle. Y cuantas menos explicaciones y menos veces tenga que contar la misma historia, mejor. Uno menos en la lista.
—Pero bueno, ya he dicho lo que tenía que decir así que no te entretengo más, que se ve que te molestamos. Adiós, primo. Que te vaya bien.
Dicho esto, doy media vuelta y comienzo a bajar las escaleras. Por detrás escucho a Alice intentando explicar todo un poco mejor de forma apresurada y resumida, pero yo ya no tengo nada que hacer ahí. Salgo de nuevo a la calle y lleno mis pulmones de aire fresco. La nieve sigue cayendo, ajena a la tormenta de emociones que se desata bajo mi piel.
Me relajo poco a poco, sintiendo el frío congelándome la cara y buscando patrones aleatorios en los copos de nieve que caen al suelo. Me encanta el invierno, pero ahora mismo siento que lo único que hace es empeorarlo todo. El mundo entero parece envuelto en una gama de colores monocromática, sin más opciones que el blanco, el negro o el gris. No ayuda a levantarme el ánimo.
Alice sale unos diez minutos después, con gesto agotado y un enorme suspiro que se convierte en denso vaho. No trae ninguna bolsa consigo, e iniciamos la caminata hacia el centro en silencio, sin bromas ni conversaciones ligeras. Se nos ha agriado la tarde a ambas, y sé que parte de eso es mi culpa.
—Lo siento —digo en un momento dado, cuando me vuelvo incapaz de aguantar mucho más el mutismo bajo el que nos movemos—. Tendría que haberte dejado hablar a ti. Yo... —Suspiro, buscando cómo resumir todo—. Hoy no ha sido mi mejor día.
—Podría haber ido mejor, sí —reconoce; el rostro medio escondido por su bufanda de punto—. No tenías que haberle provocado así, pero Adam también podría haber contestado de otra manera. Supongo que no era el mejor momento para que os conozcáis.
—No, supongo que no —murmuro, aceptando ese punto muerto que no aporta ninguna solución real.
Por enésima vez en lo que llevamos de día, pienso en el ataque de Mark y en cómo eso ha puesto patas arriba todo lo que había estado yendo bien hasta ahora. Cuesta creer que un solo hombre sea capaz de hacer que todo se desmorone, pero también sé que hay mucho más detrás. Hay demasiados contextos para tomar en cuenta y yo estoy demasiado cansada y abrumada por todo como para pensar en cada uno de ellos. Ni siquiera sé cómo se supone que tengo que encajar dentro de esta historia y no paro de encontrarme más y más trabas en el camino.
Ahora mismo, desearía tener un botón con el que poder parar el mundo. Un rato. El suficiente como para deshacerme de la sensación de que todo se me está cayendo encima a pedazos.
Cuando llegamos a casa ya está anocheciendo; el atardecer acelerándose por el invierno. Hace frío, y yo en lo único que me permito pensar es en darme una ducha hirviendo que me devuelva la sensibilidad a los dedos.
Solo cuando estamos a un par de metros de distancia de la entrada, me doy cuenta de que hay alguien parado frente a la puerta.
—Oh, mira, justo a tiempo. Estaba a punto de llamar a alguna de vosotras.
La sorpresa me impide reaccionar. Sin palabras, muda y perpleja, contemplo a mis padres sin poder comprender qué hacen ambos aquí, con dos enormes maletas a su lado y frente a la casa de la abuela. Aquí.
Mi padre, debajo de una barba de varios días, me sonríe con picardía.
—¿Qué pasa, diablillo? —Extiende los brazos en cruz—. ¿Se te ha congelado la lengua?
Mi madre, a su lado, bufa y el vaho se alza entre la nieve.
—En serio, Thomas. ¿Eso es lo único que se te ocurre decir después de tanto tiempo sin ver a tu hija?
Mi padre se vuelve hacia ella, ofendido.
—¿Qué? Cuadra con el ambiente, ¿no? —se defiende, o al menos lo intenta—. Quiero decir, mira el frío que hace. Tendría sentido.
Sus argumentos son estúpidos, y yo me río. Río, y lloro también. Porque no me esperaba verlos aquí. Porque hace demasiado tiempo que no los veo en persona y porque desde ayer todo ha sido desastroso y no he podido parar y los he echado demasiado de menos y ahora ellos están aquí y es como si todo volviera a estar bien de repente.
Corro hacia ambos sin pensármelo dos veces y mi padre me atrapa al vuelo. Huele a colonia, a alcohol sanitario y a caramelos de limón. La combinación es extraña, pero para mí significa hogar y las lágrimas me arden en los ojos. Mi madre pronto se une al abrazo y, por un momento, nada más importa.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top