Capítulo 19.
Me dejo caer en el asiento del copiloto con tal vez demasiada brusquedad. Hoy ha sido un día horrible y siento cómo el cansancio se va convirtiendo en dolor de cabeza poco a poco. Suspiro, y solo entonces organizo un poco todas las cosas que llevo encima para poder sentarme bien.
—Hola —mascullo a la vez que me peleo con el abrigo y mantengo en equilibrio unos apuntes que no me ha dado tiempo a guardar.
Alec, sin decir nada, se hace con los papeles que bailaban de forma peligrosa en mis piernas y me ayuda a quitarme la incordiosa prenda. De pronto, me siento torpe y anclo los ojos en los apuntes que me tiende de vuelta con tal de no mirarlo a la cara.
—Un mal día, por lo que veo —es lo único que dice, pero es suficiente para que sienta que el cansancio mental regresa a mí.
—Horroroso —me quejo, hundiéndome en el asiento e intentando hacerme un moño con un solo coletero—. Hoy vuelvo a casa con tres exámenes para la misma semana y un trabajo. El lunes que viene también volvemos a tener horas de laboratorio y encima esta mañana me ha bajado la regla, me siento hinchada, tengo un humor de perros, a segunda hora un idiota casi me tira un café encima y...
Me callo, recordando de golpe que a mi lado no están ni Ivi ni Lucy, sino Alec. No sé interpretar su mirada, pero apenas parpadea y no pronuncia palabra alguna. Siento que el calor que tengo aumenta de un momento a otro y que todo mi cabreo se funde en una enorme nube de vergüenza.
—¿Podrías olvidar lo último que acabo de decir? —mascullo, incómoda hasta el nivel de querer bajarme del coche e ir andando hasta casa, pues la confianza que tengo con Alec no incluye este tipo de temas.
Él, sin embargo, me sorprende con una sonrisa torcida.
—No.
La perplejidad me deja inmóvil un instante. Luego, le estampo los apuntes en el brazo.
—¡Alec!
En vez de molestarse, Alec se ríe y por fin arranca el coche. El cielo está sin nubes y el guiño del sol le obliga a disculparse antes de estirarse y rebuscar en la guantera por unas gafas de sol. Por un par de segundos su colonia me envuelve, sutil pero penetrante, por la cercanía y mi atención acaba en el tatuaje de su cuello. Hasta ahora solo había visto un par de trazos negros sobresaliendo de su ropa de vez en cuando, pero ahora me sorprende la silueta de la cabeza de un lobo aullando enredado en varias líneas que no consigo descifrar del todo.
La elección del animal me sorprende, y una corazonada a la que no me atrevo a darle forma me acelera el pulso. Después de todo, y viviendo en el pueblo en el que vivimos, que sea precisamente ese animal el que adorne su piel tiene que ser por algo. ¿Verdad?
Antes de que pueda comprender el dibujo al completo y su significado, Alec se incorpora y el momento se rompe. Entonces, murmura a la vez que retoma el control completo del volante:
—No soy el más indicado para decir esto pero... necesitas desconectar una tarde. Tal y como lo pintas lo más seguro es que acabes con jaqueca si no te tomas un respiro.
—Ni siquiera eso me apetece —protesto, hundiéndome un poco más en el asiento. Recordando que todavía tengo los apuntes entre las manos, los guardo resignada y miro a Alec de reojo mientras salimos de los dominios de la universidad—. ¿A ti no te preocupan los exámenes?
—Claro que sí —asegura para después añadir en un tono más bajo—: Pero siempre vivo estresado así que supongo que una preocupación más no me marca mucha diferencia.
De nuevo, y como tiene costumbre cada vez que revela algo nuevo de sí mismo, se queda callado y con aire pensativo. El último tiempo que he estado pasando con él me ha enseñado que no es por algo que yo haya dicho o hecho, sino que son sus propios fantasmas lo que le hacen abstraerse del mundo de vez en cuando. Al principio me sobresaltaban y me ponían nerviosa estos momentos pero ahora, aunque la curiosidad por los mismos sigue ahí, se me da mejor esquivarlos:
—¿Y qué haces tú para relajarte?
No contesta enseguida, pues llegamos a un cruce donde tiene que ceder el paso, y se toma su tiempo en pensar su respuesta. Las gafas de sol me impiden verle los ojos, así que no sé si está incómodo o si he tocado una fibra sensible.
—Hacer deporte —dice al final—. Salir a correr me ayuda a no pensar.
Hago una mueca.
—Moverme más de lo necesario no es lo mío —admito y Alec suelta una breve carcajada.
Nos volvemos a detener, esta vez frente a un semáforo, y se sube las gafas a la cabeza para poder mirarme a los ojos.
—¿Y qué es lo que haces tú entonces?
Me observa con atención y verdadero interés y su mirada me parece de pronto demasiado azul. Abrumada, huyo de ella volviendo la vista al frente y le señalo con torpeza que el semáforo ya ha cambiado de color. Aun así, sé que espera una respuesta y tengo que concentrarme para retomar el hilo de la conversación y reordenar las ideas.
—Si hace buen tiempo me gusta tumbarme al aire libre. Antes de venir aquí mi cuarto tenía una terraza enorme y me encantaba tumbarme, dormitar y no hacer nada. Ahora, por suerte, tengo un jardín trasero.
—¿Y si no hace bueno?
—Ver películas o directamente tirarme en la cama y observar el techo.
Lo digo tan convencida que Alec vuelve a reír y sin poder evitarlo sonrío yo también. Es agradable verlo relajado y cuando está así conversar con él es demasiado fácil. Que tenga dos facetas tan distintas de sí mismo me descoloca y la intriga por saber el motivo me sorprende varias veces en el día, pero, tal y como le dije a Jared en el lago, no me atrevo a preguntárselo ni a indagar por mi propia cuenta. Egoísta o no, una parte de mí espera a que sea él el que me lo diga en algún momento, si es que quiere hacerlo. O, si no, que yo misma lo descubra poco a poco leyendo entre las líneas de nuestras conversaciones.
—Pero eso no ayuda a dejar la mente en blanco —dice entonces—. Más bien al revés. O eso creo yo. Si el cuerpo no se mueve, son los pensamientos lo que lo hacen. Y viceversa.
Eso último hace que se me encienda la bombilla de la curiosidad y me pongo de lado en el asiento para poder verlo mejor.
—¿Por eso trabajas en un gimnasio?
La atención que me dedica Alec es fugaz y está cargada de sorpresa. Es evidente que no se esperaba semejante pregunta y necesita un tiempo para procesarla. Mientras tanto, tamborilea de forma breve con los dedos sobre el volante.
—Puede ser —reconoce, aunque no muy convencido. Como si se acabara de dar cuenta de ello o la implicación de su respuesta no sea de su agrado—. El trabajo me lo ofreció el padre de Liam el año pasado cuando... —De pronto duda y tensa los hombros. Parpadea, frunce el ceño y todo vuelve a la normalidad—. Cuando no sabía muy bien qué hacer con mi vida. Me convencieron de que era buena idea y no me lo he vuelto a plantear.
—Entiendo.
Por un momento no sé qué más añadir, pues es evidente que, de nuevo, he llegado a un callejón sin salida y me cuesta algo más de la cuenta encontrar el camino de vuelta. Nos sumimos en un extraño silencio hasta que, al final, pregunto:
—¿Y cuando quieres pensar?
—¿Cómo?
—Has dicho que hacer deporte te ayuda a evadirte —le recuerdo—. ¿Qué haces cuando algo te preocupa?
Una vez más, se zambulle en sus recuerdos para dar con la respuesta a mi pregunta. Temo haber pisado de nuevo terreno inestable, pero cuando me contesta está relajado:
—Suelo perderme en el bosque.
No añade nada más y mi mirada se pierde en el tramo de carretera que atraviesa el bosque para ir hasta mi casa. Cuando dejamos atrás la señal del lago y el parque, digo:
—No he ido nunca a la Reserva.
Casi al instante, Alec se vuelve hacia mí, perplejo.
—¿Hablas en serio? —Cuando yo asiento, su sorpresa no hace más que aumentar—. Pero si llevas aquí casi dos meses, o más.
Me encojo de hombros.
—Nunca he tenido ocasión, supongo —murmuro, tragándome que, dadas las circunstancias de mi vida, los lobos me dan cierto respeto. No me dan miedo, pero nunca me he atrevido a descubrir qué reacción tienen ante los que son como yo.
Salgo de mis cavilaciones en el momento en el que me doy cuenta de que Alec lleva el coche hasta el arcén y echa el freno. Sin comprender nada, me vuelvo hacia él en busca de explicaciones.
—¿Qué pasa?
Para mi sorpresa, su mirada es intensa y cierto brillo rebelde reluce en sus ojos. Su sonrisa torcida me descoloca y un ligero nerviosismo comienza a retorcerme el estómago. A este Alec no le conozco.
—De una escala de uno al diez, ¿cuánta hambre tienes?
Parpadeo. Varias veces.
—¿Qué?
—¿Tienes prisa por llegar hoy a casa?
—No más de lo habitual. ¿Por qué?
La sonrisa de Alec se amplía un poco y yo cada vez entiendo menos.
—Estoy improvisando pero, ¿puedo robarte un par de horas? No tardaremos mucho, te lo prometo.
Mi nerviosismo va en aumento y mi confusión también. Sin saber muy bien qué hacer, sonrío con duda.
—¿De qué estás hablando?
Pero Alec no me contesta enseguida, sino que vuelve a poner el coche en marcha pero, en vez de seguir nuestro camino habitual, se salta la salida que llevaría hacia mi casa y sigue bosque adentro.
—Te voy a llevar a la Reserva —declara.
Yo soy incapaz de salir de mi asombro.
—¿Qué? ¿Ahora? —Alec asiente y yo me encuentro buscando una excusa sin saber muy bien por qué—. Pero si se necesita cita y un guía para...
—Me conocen y me sé estas montañas como la palma de la mano.
—Pero...
—Te lo dije antes: necesitas desconectar. —La mirada fugaz que me lanza me pide que acceda—. Me has hecho un montón de favores, deja que te los devuelva. ¿Te dan miedo los lobos?
De alguna forma, esa pregunta tiene más de una connotación a mis oídos. Me obligo a centrarme.
—No, pero...
Pero guardan secretos a los que todavía no me he enfrentado.
Por supuesto, no puedo decir nada de eso y Alec tampoco sabe lo que me ronda por la cabeza.
—Si te decepciona, puedes reprochármelo todo lo que quieras luego y nos iremos en cuanto tú me digas —asegura—. Pero antes deja que te lleve al verdadero corazón de este pueblo.
Sus palabras suenan demasiado profundas como para poder negarme, así que acabo asintiendo y pronto nos adentramos en una zona del pueblo que no conocía, donde las casas están alejadas las unas de las otras, compartiendo sus jardines con el propio bosque. Nos detenemos en una de ellas, de fachada blanca y dos pisos escondida entre varias hileras de árboles, y Alec dirige el coche hasta la puerta de un garaje que forma parte de la propia casa.
—¿Vives aquí? —pregunto, aunque la respuesta es bastante obvia.
—Sí. Vamos a subir en moto. Puedes dejar tus cosas aquí, volveremos a por ellas luego.
No añade nada más y sale del coche. Por un momento contempla el edificio con aire pensativo, pero no puedo verle la cara y no tarda más de un segundo en levantar la puerta del garaje y adentrarse en busca de la moto.
Yo, por mi parte, soy incapaz de moverme del interior del vehículo. Todo va demasiado rápido y he dejado de entender a Alec. No soy capaz de adivinar qué es lo que está pensando ni por qué está haciendo todo esto. ¿Qué quiere conseguir? Ahora mismo daría cualquier cosa por saber qué es lo que le ronda por la cabeza.
Justo cuando me decido por fin a salir del coche, Alec aparece arrastrando la moto. Se ha colocado una chaqueta negra acolchada y del brazo le cuelga otra junto a un casco. Cuando se detiene frente a mí, se ríe entre dientes.
—Tienes cara de espanto —dice, tendiéndome la otra chaqueta—. ¿Confías en mí lo suficiente como para subirte?
Me señala la carrocería negra y yo contemplo ese vehículo de dos ruedas con aprehensión y dudas. Saber que Alec espera una respuesta me vuelve insegura y me veo incapaz de decirle que no. Al fin y al cabo, ya me he montado una vez y no tenía tanta protección encima. ¿Por qué ahora estoy tan nerviosa?
—Solo si no vas muy rápido —le advierto, aceptando la prenda. Su peso me sorprende y Alec me ayuda a ponérmela. Con cuidado, me retira el pelo que se había quedado debajo y el roce fugaz de sus dedos en mi cuello me crean un escalofrío—. Gracias —mascullo, e intento disimular mi turbación alejándome un paso y extendiendo los brazos—. ¿Cómo me veo?
Alec me mira de arriba abajo y acaba componiendo una expresión divertida.
—Teniendo en cuenta que la usaba cuando era adolescente, no te queda tan mal.
Contemplo mis manos, que apenas sobresalen de las mangas. Debo parecer una niña pequeña vestida con la ropa de sus padres.
—Intentaré tomármelo como un cumplido. ¿Pero por qué tanta protección? ¿A dónde me llevas?
—Ya te lo he dicho, a la Reserva. Pero parte del camino es cuesta arriba y la última vez parecías estar al borde del desmayo. —Se acerca una vez más a mí, casco en mano, y me estudia un segundo—. Quítate el recogido o háztelo más bajo; te va a molestar. Y pues prefiero que te sientas segura, aunque estemos a quince minutos.
—Era mi primera vez subiendo en un trasto de estos —protesto, fingiendo indignación, a la vez que sigo su consejo.
Le veo sonreír, divertido, pero no añade nada y solo cuando me ato el pelo en una coleta baja me ayuda a colocarme el casco. De nuevo, su cercanía me marea y aturde y no puedo hacer otra cosa que no sea reprenderme por alterarme tanto. Para distraerme, me centro en lo que se supone que va a ser nuestro transporte.
—¿Estás seguro de que vamos a poder subir la montaña con esto? —pregunto.
Alec, que se estaba colocando su propio casco sacado de debajo del asiento, se detiene un segundo y se echa a reír.
—Selene, no vamos a escalar el Everest —me tranquiliza, subiéndose a la moto con una soltura que envidio. Una vez acomodado, me mira con expresión amable—. No te obligo, y solo tienes que decírmelo para no ir.
Su consideración en vez de calmarme me hiere en el orgullo. Bufo, ofendida y molesta conmigo misma y asiento una sola vez.
—Bien. Vale. Iremos.
Mientras me subo, veo que Alec esboza una sonrisa, pero tiene la consideración suficiente de no decir nada. Al menos, hasta que arranca el motor.
—De todas formas, ¿por qué dudas tanto? Ya te has montado una vez.
Para esa pregunta no tengo mayor respuesta que mi propio bochorno y lo sorpresivo y desconcertante que está siendo todo, incluido él mismo. Pero me muerdo la lengua y me trago mis razones.
—Calla y vámonos —espeto, abrazándolo por la cintura.
Al igual que la vez anterior, Alec no dice nada ante el contacto y en cambio se ríe, lo que me desconcierta aún más. ¿De dónde sale tanto buen humor y por qué tan de repente? No lo entiendo y no sé cómo tratarlo. Entonces, se inclina hacia atrás para hacerse oír por encima del casco.
—Muévete conmigo y no te pasará nada. Iré despacio.
Pronto compruebo que cumple lo que promete y una vez más conduce con cuidado de que no sienta las curvas más de lo necesario. La carretera que sube la montaña está casi desierta y el trayecto es silencioso y tranquilo. Para mi sorpresa, llegamos antes de lo que me había esperado y no hacen falta más que un par de palabras de saludo al guardia del parque para que levanten la barrera para nosotros.
El bosque nos envuelve casi al instante, y la poca señal de civilización que hay entre tanto árbol y follaje es el propio camino de tierra y un recinto de cabañas que veo de refilón antes de girar a la izquierda en la única bifurcación que nos encontramos. Poco después, la carretera se convierte en un simple camino pedregoso e irregular que sigue subiendo ladera arriba, serpenteando entre árboles y cúmulos de roca.
Al principio no podía hacer otra cosa que temer que la moto se resbalara, derrapara y que los dos cayéramos por la pendiente, pero Alec parece saber por dónde puede y no puede ir y nos adentra con calma bosque adentro. Pronto, en mi cabeza no hay más preocupación que la de disfrutar del viento abriéndose para nosotros y del bosque que nos enseña sus entrañas. Todo es verde y marrón y, de atreverme, habría levantado los brazos con tal de sentir el ritmo de nuestro avance.
Entonces, llegamos a una pequeña explanada cubierta por hojarrasca y agujas de pino y Alec detiene la moto. Es como si despertara de un sueño para adentrarme en otro. El bosque rebosa de vida, y el sol se cuela entre las copas de los árboles en haces de luz que invitan a seguirlos para descubrir a dónde llegan.
—¿Estás bien?
De pronto, la magia se rompe y no me doy cuenta de que sigo agarrada a Alec hasta que él me toca una muñeca con duda. Me sobresalto y deshago el abrazo con rapidez y torpeza, la misma que me acompaña al bajar a suelo firme.
—Si, lo siento. Me había quedado mirando el paisaje.
Alec, que no ha perdido el tiempo en quitarse el casco, se revuelve el pelo despeinado con los dedos y mira a su alrededor, absorto en lo mismo que yo estaba contemplando hace unos instantes.
—A veces me pregunto cómo el mismo bosque puede parecer tan distinto dependiendo de qué lado estés de la verja —murmura. Luego, sin bajarse de la moto, me hace un gesto para que me acerque—. Ven, te ayudo.
Con cuidado, me quita el casco y suelta una carcajada instantes después. Yo lo miro sin entender nada.
—¿De qué te ríes?
Alec niega, intentando restarle importancia, pero es incapaz de hacer desaparecer su sonrisa.
—No es nada, es solo que estás algo despeinada.
—Si te has reído es que no es solo "algo" —protesto, intentando arreglarlo.
La sonrisa torcida de Alec sigue ahí incluso cuando se baja de la moto y reduce el paso que nos separa para ayudarme.
—A ver, ven aquí.
Dicho esto, me retira él mismo el coletero y me vuelve a colocar cada mechón de pelo en su sitio. No vuelve a burlarse, de hecho no dice nada, y, de nuevo, está demasiado cerca. Los resquicios que quedan de su colonia me envuelven una vez más y se mezcla con el olor de los pinos que nos rodean. Justo cuando siento que el estómago va a darme un vuelco del acúmulo de impresiones, retrocede y me tiende la goma del pelo.
—Ya está. Esto es tuyo.
—Gracias —mascullo y me veo incapaz de mirarlo a la cara. ¿Qué es lo que le pasa hoy? Está siendo demasiado cercano y a mí la cabeza no deja de darme vueltas.
Con una última y fugaz sonrisa, me señala el camino que tenemos que seguir.
—De aquí hay que seguir a pie.
Así que nos adentramos todavía más en el bosque, guiados por un camino apenas visible y la orientación de Alec. Esta última es sorprendente pues, ahí donde yo me encuentro perdida y desubicada, él sabe a la perfección qué dirección tomar. Aunque no pueda verle la cara por ir detrás de él, se nota que está en su elemento, pues sus pasos son confiados y no duda a la hora de girar gracias a señales que solo él parece conocer.
Y así, presenciando su seguridad, mis dudas surgen al igual que lo hicieron en el coche al ver su tatuaje. Lobos. Bosque. ¿Será él también uno de ellos? ¿De los míos? No puedo preguntárselo, y tampoco sé qué respuesta quiero obtener. Por mucho que sea una mestiza, el mundo de los licántropos me es desconocido casi al completo. De formar Alec parte de él, ¿se alejaría? No podría soportarlo, no ahora que sé que por él siento algo más que la mera curiosidad de la amistad.
Nos detenemos poco después en la cima de una ladera, donde un montón de rocas la convierten casi en un pequeño precipicio. Con un breve tirón de muñeca, Alec me pide que me agache y los dos acabamos sentados en las piedras cubiertas de musgo.
El silencio nos envuelve como el follaje que recubre el suelo, tranquilo pero pesado al mismo tiempo, al menos para mí. Ser de pronto consciente de lo que siento aturde, y ahora me descubro buscando detalles en todo él cuando antes me limitaba a observarlo para poder comprenderlo. O no. Tal vez hacía ambas cosas desde el mismo comienzo, no lo sé. A la vez que ahora todo lo que sé de él me parece insuficiente. Quiero conocerlo más, acercarme más a él y conseguir que confíe en mí lo suficiente para no estar adivinando lo que piensa, sino que me lo diga o, en su defecto, que yo lo sepa sin que él tenga que abrir la boca.
Un ligero toque en la rodilla me sobresalta de pronto. Alec ha dejado caer la mano para llamar mi atención y me señala algo entre los árboles que se extienden bajo nuestros pies. Que no me esté mirando me ayuda a recuperarme de la impresión y tardo un poco en centrarme y seguir la línea de lo que me está mostrando. Solo veo bosque.
—¿Qué se supone que tengo que mirar? —susurro, hablando en voz baja sin saber muy bien por qué.
La respuesta de Alec es agarrarme por el codo y atraerme hacia él, retirándose para que pueda ver lo mismo que él estaba presenciando. Su respiración prácticamente me roza la oreja y tengo que concentrarme en seguir con los dos pies sobre la tierra. Y, por fin, descubro lo que estaba intentando enseñarme.
Es un lobo, con un pelaje de color pardo que le ayuda a pasar desapercibido entre los matorrales. Por un momento me pregunto si es un lobo salvaje o es un licántropo, pero soy incapaz de distinguirlos en la distancia y, para ser sincera, tampoco sé muy bien cómo diferenciarlos. Creo recordar que los segundos eran más grandes a la hora de transformarse, pero es algo bastante subjetivo a mi parecer. Son los ojos dorados su distintivo, pero estamos tan lejos que es imposible verlos.
—¿Cómo sabías que aquí íbamos a encontrar un lobo? —me atrevo a susurrar.
Estamos en un punto alto y resguardados por las rocas, pero no estoy segura de si es distancia suficiente en caso de que quiera hacernos algo. Alec, en cambio, me responde calmado y sin rastro de preocupación en su voz:
—Siempre están rondando por aquí en esta época. Esta zona está plagada de cuevas y recovecos que les sirven de refugio en invierno.
—¿Y es seguro acercarse tanto sin un guardabosques?
—Están acostumbrados a los humanos por todas las visitas que tiene el parque. Siempre que no les incordiemos, nos dejarán en paz.
Asiento, sin atreverme a contestar con palabras por temor a romper el momento, y nos quedamos así, agazapados contra las rocas, hombro con hombro, hasta que se me entumece el cuerpo y se me humedecen los vaqueros por el musgo. No sé cuánto tiempo nos dedicamos a contemplar al lobo, ni si este es consciente de nuestra presencia, pero aún después de haberse marchado permanecemos en el mismo lugar, escrutando el bosque en busca de algo que ni nosotros mismos sabemos.
El primero en volver a la vida es Alec, que se incorpora con un suspiro y baja del montículo con un salto. Desde abajo, me tiende una mano para ayudarme y evitar que me rompa el cuello. Se la doy no sin cierta reticencia y él no me suelta hasta que no descendemos del todo la pendiente, resbalando por las hojas y apoyándonos de árbol en árbol para no perder pie. Su tacto quema, tanto que cuando deja mi mano libre para recuperar los cascos, el aire la acaricia con dedos gélidos hasta conseguir que me hormiguee.
Intento disimular dejando que la manga de la chaqueta me cubra el puño y nos preparamos para regresar en un silencio relajado que no necesita de muchas palabras. Solo cuando vuelvo a subirme detrás de él y le rodeo la cintura con los brazos una vez más —disfrutando de ello más de lo que debería— me atrevo a retomar el habla:
—Creo que ahora entiendo por qué te refugias aquí —digo, recordando de nuevo la escena de película que acabamos de presenciar—. Es como si el mundo real no existiera, y tus preocupaciones tampoco. Nunca antes había sentido tanta paz. Gracias por traerme.
Y lo digo de corazón, pues el hecho de que haya compartido conmigo semejante momento significa más de lo que podría llegar a explicarle con palabras. Han sido unos pocos minutos, puede que ni siquiera lleguen a la media hora, y en un sitio al que cualquiera tiene acceso. Y sin embargo, ese pequeño montículo de rocas se sentía como algo suyo, personal, y que me lo haya revelado emociona más que cualquier otro gesto.
Pero Alec se encoge de hombros, como si aquello no significara nada, y pierde la vista en el bosque por un momento.
—Esta reserva... —comienza, con la mente vagando por algún lugar que está fuera de mi alcance y la voz amortiguada por el casco—. No creo que haya nadie que viva aquí que no la conozca, y aún así, con todas las visitas que tiene cada año, todavía consigue permanecer imperturbable ante la mano del hombre. Los lobos se acercan a nosotros con confianza, pero luego su comportamiento en la manada no cambia en lo más mínimo... Me parece fascinante cómo un recinto cerrado puede ser a la vez un refugio y algo completamente desconocido.
—Bueno, una no tiene por qué eliminar a la otra. —Observo a mi alrededor, admirando una última vez el bosque que nos resguarda y protege de todo lo que hay más allá de él—. Lo que hace que te sientas cómodo en un lugar son los detalles del mismo, no el sitio en sí. Todo es un cúmulo de pequeñas cosas, incluido nosotros.
—Sí. O la falta de ellas.
No añade nada más ni deja que le pregunte a qué se refiere, pues arranca el motor y tengo que agarrarme a él con fuerza para no caer cuando da la vuelta para emprender el camino de regreso.
El trayecto es igual de impresionante que a la ida y descendemos la montaña con el mismo cuidado. Cuando atravesamos la entrada del parque y nos incorporamos a la carretera, el asfalto parece algo salido de un cuento de ciencia ficción. Algo bruto y gigantesco que rompe con la armonía de los árboles y los caminos de tierra. Sin embargo, pronto me olvido de ello, pues me doy cuenta que en vez de estar bajando hacia el pueblo, seguimos calzada arriba.
Extrañada, me muevo hacia delante para poder hacerme oír por encima del casco.
—¿A dónde vamos?
Alec vuelve un momento la cabeza, atento.
—Quiero que veas otro sitio más. No está lejos. —Hace una pausa y luego, añade—: ¿Te atreves a ir más rápido?
El pánico me acelera el pulso de pronto.
—¿Más? —exclamo, pues el bosque ya es un borrón verde que se queda detrás de nosotros.
La respuesta de Alec es reír y siento cómo le tiembla el abdomen con su carcajada. Luego, se inclina sobre el manillar con decisión.
—Sujétate y no pienses.
Ni siquiera me da tiempo a procesar su consejo. Sin que me lo espere, el motor ruge y salimos disparados hacia delante. Ahogo un grito. El viento aúlla en mis oídos y zumba a ambos lados de nosotros. La velocidad hace que nada se pueda distinguir a nuestro alrededor y, temiendo caerme en cualquier momento, me aferro a la espalda de Alec sin pensar en otra cosa que no sea sujetarme.
Una curva nos inclina hacia un lado y yo cierro los ojos con fuerza, tensando mi abrazo todavía más. Lo único que visualizo es cómo acabamos los dos rodando por el asfalto como muñecos de trapo.
Pero, para mi sorpresa y alivio, eso no ocurre y nos volvemos a enderezar, ilesos. Suspiro de alivio, aunque no me atrevo a despegarme de Alec. Entonces, él me toca un brazo.
—No te voy a dejar caer —me promete, reduciendo un poco la velocidad para hacerse oír—. Confía en mí y relájate.
Conseguir reducir la tensión de mis brazos me cuesta más de lo que creía, pero cuando veo que no nos tambaleamos y que los giros son más suaves de lo esperado, me atrevo a respirar hondo e incorporarme en el asiento. El viento nos sigue golpeando por la velocidad que llevamos, pero el vacío del estómago poco a poco se transforma en adrenalina y el motor vibra y ronronea debajo de nosotros de forma hipnótica.
La velocidad y la concentración de mantener el equilibrio sobre el asiento con cada leve giro y curva me abstraen y no me dejan pensar en otra cosa que no seamos nosotros sobre la moto y la carretera que recorremos.
No sé cuánto tardamos en llegar, pero cuando por fin Alec reduce la marcha y se detiene, es como si hubiese pasado una eternidad. Ahora me es más sencillo bajarme y me alivia comprobar que mis piernas no tiemblan tanto como antes. Tras dejar el casco encima del asiento, contemplo los alrededores.
La carretera está a un par de metros de nosotros, serpenteando todavía más arriba en la montaña. Nos hemos parado a un lado del camino, a los pies de un mirador al que hay que acceder por unos escalones de piedra irregulares y carcomidos por el tiempo. No me había dado cuenta de cuánto habíamos ascendido hasta que no me acerco al borde del acantilado. La sensación de vértigo es automática y, fascinada, me vuelvo hacia Alec cuando escucho sus pasos acercándose.
—No sabía que había algo así tan cerca.
Alec asiente, contemplando las mismas vistas que yo. Con un gesto, me invita a subir al propio mirador y me sigue hasta una barandilla de madera que corona el precipicio. A nuestros pies, el pueblo se ve diminuto desde aquí arriba, rodeado de bosque y más bosque por los cuatro puntos cardinales. El lago se vuelve un espejo del sol en medio del valle y el río que lo alimenta serpentea por la cordillera como un hilo de plata fundido. El paisaje corta el aliento y por un largo minuto la abrumación es lo único que me invade.
—Este sitio es precioso —murmuro, incapaz de apartar la mirada del valle.
Alec se recarga sin miedo sobre la barandilla y estudia lo que se extiende por debajo de nosotros. De nuevo parece perdido en sus pensamientos y se frota los nudillos con aire ausente hasta que por fin se decide a hablar:
—Algo más arriba hay un pequeño claro —me comenta—. Mis padres y yo veníamos aquí casi cada fin de semana. Es un buen sitio para pasar la tarde o para picnics.
—¿Veníais? —repito, incapaz de pasar por alto el detalle de su frase.
—Sí. Veníamos. —No da más explicaciones y cambia de tema—: ¿Qué tal sienta despejar la cabeza?
La pregunta golpea justo en la conversación que dio paso a todo esto y no puedo evitar reír. Tengo que reconocer que no esperaba acabar aquí en la tarde, y mucho menos acompañada de Alec, pero no me arrepiento de haberme dejado llevar. Lo que sea que esté siendo esta escapada espontánea, no me desagrada en absoluto. De hecho, siento que hemos vuelto a alcanzar el nivel de intimidad que conseguimos paseando por la orilla del lago y una parte de mí quiere alargar este momento lo máximo posible.
—Admito que aunque no sea de las que se mueven, tu método funciona —contesto—. No he tenido tiempo para pensar en nada, aunque sea porque la mitad del tiempo creía que me iba a comer el suelo.
La carcajada de Alec no se hace esperar y me mira de reojo.
—Te dije que no te iba a pasar nada. He cumplido, ¿no?
—Sí, sin duda. —Y le devuelvo la sonrisa.
Alec no sigue la conversación y se limita a mirarme. Desconozco qué está pensando o qué busca, pero su serenidad y escrutinio me ponen nerviosa y acabo por volver a contemplar el valle con tal de no enfrentarme a sus ojos azules. De pronto, estamos demasiado cerca.
—¿Y cuando vienes aquí qué haces? —indago, intentando reavivar la conversación y recuperar la compostura.
Mi pregunta hace que él vuelva a mirar al frente, hacia el bosque que creo que forma parte de la reserva, y se apoya mejor en la barandilla. El viento le revuelve el pelo y el sol recorta su perfil, y cuando habla, la brisa se lleva sus palabras.
—Nada —suspira—. Contemplo el paisaje, supongo, e intento no darle demasiadas vueltas a mis problemas. El camino hasta aquí me ayuda a vaciar la cabeza. A veces lo hago corriendo.
Por un momento no comprendo qué acabo de escuchar.
—¿Dices que subes toda esta cuesta corriendo? —Él asiente y se encoge de hombros—. Estás demente.
Él sonríe de lado ante mi perplejidad y me lanza una mirada rápida.
—No soy el único que lo hace.
Supongo que está hablando de su grupo de amigos, aunque eso no reduce mi sorpresa. Más bien todo lo contrario.
—Pues estáis todos dementes.
—Eso sí que puedo concedértelo —ríe y, justo entonces, un aullido lejano secunda su carcajada.
Se queda callado, atento al sonido, hasta que otro aullido contesta al primero. Yo intento adivinar de qué parte del bosque ha surgido, pero es imposible saberlo por el eco que hay en todo el valle.
—Antes de llegar aquí pensaba que los lobos solo aullaban de noche —reconozco—. Ahora veo que no es verdad.
—No, eso está claro. —Se queda pensativo un momento, como si sopesara algo. Luego, me mira de una forma extraña—. Atenta.
Junta las manos y se las lleva a la boca. Inspira hondo, cierra los ojos y, de pronto, lanza un aullido al aire. Segundos después, otro aullido le contesta, uno que suena casi igual al suyo pero que sé que es real.
Alec no reacciona ante su logro, pero a mi la sorpresa me deja sin habla. ¿Cómo...?
—Me enseñó mi padre cuando era pequeño —explica, antes de que yo consiga procesar. La nostalgia tiñe su voz, pero cuando se vuelve hacia mí, una ligera sonrisa le tuerce los labios—. ¿Quieres probar?
—¿Qué? —La oferta me toma por sorpresa—. No. Haré el ridículo.
Su sonrisa se amplía, ahora divertida.
—Oh, vamos. ¿Quién se va a reír de ti?
—No sé. ¿Tú?
—No lo haré —asegura y me observa, expectante.
Me muerdo el labio, dudando. Jamás se me había pasado por la cabeza hacer algo así, pero ahora me da miedo que, al intentarlo, el instinto de lo que guardan mis genes tomen el control y consiga hacerlo bien a la primera. Siempre he sabido quién soy y qué es lo que me define, pero ahora la posibilidad de que unos lobos salvajes me entiendan tambalea toda esa seguridad. Por otro lado, la mirada azul de Alec me impide negarme.
Suspiro.
—¿Qué tengo que hacer?
—En primer lugar, dejar la vergüenza de lado. —Se aparta de la barandilla y se coloca a mi espalda. Sin previo aviso, me rodea con los brazos y se hace con mis manos, ahuecándolas en una posición determinada—. Tienes que ponerlas así. Ahora, no las muevas, no pienses, y déjate llevar.
Gran consejo, siempre y cuando se obvie su presencia detrás de mí. Pero Alec no se aparta, y mi pulso se dispara ante los nervios de hacer algo que parece digno de niños pequeños con él a pocos centímetros de distancia. Intento ignorarle, sin mucho éxito, y hago lo que me dice.
Lo que sale es una imitación de aullido bastante pobre y temblorosa y él, a pesar de su promesa, se ríe entre dientes. Su aliento me roza la oreja y cuando lo miro de reojo por encima del hombro, él me ve con diversión, demasiado cerca, demasiado íntimo para ser meros amigos.
—Habrá que seguir intentándolo —murmura, con sus ojos fijos en los míos.
No soy capaz de contestar.
Sus brazos me arropan, como si se hubiese olvidado de pronto que me sigue abrazando, y siento en mi espalda la cercana y cálida presencia de su cuerpo. Mis manos siguen entre las suyas, y mientras mi cerebro intenta por todos los medios encontrar algo que decir que no suene estúpido, él permanece callado, taladrándome con esa mirada azul en la que no dejo de perderme, cada vez más a menudo.
Me gusta, comprendo entonces, y esas dos palabras que de pronto resuenan en mi mente una y otra vez me aturden hasta sentir que el calor de un intenso sonrojo se apodera de mi cara. Aun así, no me aparto, y Alec tampoco me suelta.
Tengo miedo de moverme, de romper el momento y de perder la oportunidad de disfrutar de este tipo de cercanía dulce, un poco torpe, melancólica e impulsiva que nos envuelve. Es como si nos estuviéramos contando un secreto sin palabras, pero todavía soy incapaz de descifrarlo.
¿Qué es eso que le atormenta tanto que llega a quitarle el sueño? ¿Por qué, cada vez que me distraigo, siento que lo envuelve la soledad?
Quiero ayudarlo. Tanto, que duele incluso el pensar que si me atrevo a preguntar, me alejará de él. Tengo miedo de que de pronto dé un paso atrás, suelte mis manos y oculte a este Alec risueño y divertido que me ha permitido descubrir.
Me gusta. Me gusta este Alec, y no quiero que desaparezca.
Tal vez por ello, movidos por este deseo desesperado y egoísta, mis dedos intentan entrelazarse con los suyos con duda, esperando el rechazo. Pero Alec no se aparta, y continúa observándome con una atención que me eriza la piel. Quiero saber qué es lo que está pensando; hasta dónde me permitirá llegar en esta aventura que supone conocerlo.
—Alec... —comienzo, sin saber muy bien todavía qué decir pero con la necesidad de ponerle palabras a todo este momento.
Sin embargo, no consigo continuar, y su nombre se alza con el viento en un suspiro lleno de dudas y nervios.
Entonces, como el estruendo de unos cristales haciéndose añicos, el tono de llamada de mi móvil resuena entre ambos con tanta fuerza que los dos pegamos un salto del susto, separándonos y regresando a la realidad con una brusquedad dolorosa.
Tardo demasiado tiempo en encontrar el teléfono, incapaz de recordar dónde lo he puesto o qué tengo que hacer para moverme con normalidad. Cuando, por fin, lo encuentro en el bolsillo trasero del pantalón y descuelgo, tengo el pulso a mil.
—¿Abuela? —farfullo. Noto la mirada de Alec todavía clavada en mi espalda, y doy un par de pasos con tal de deshacerme del aturdimiento que me causa su atención.
—¿Selene? —Suena preocupada—. ¿Dónde estás? A estas horas sueles estar en casa ya.
Su pregunta me devuelve a mis cinco sentidos con una punzada de culpa. Me aparto el aparato del oído para comprobar la hora y descubro que es mucho más tarde de lo que pensaba.
—Lo siento, abuela —me apresuro a disculparme, arrepentida por hacerla preocupar—. He quedado después de clases y se me ha olvidado avisarte, perdona. Pronto estaré en casa.
Le lanzo una mirada a Alec y él no necesita más para comprender que debemos volver. Me hace un gesto que señala la moto y yo lo sigo escaleras abajo mientras mi abuela me contesta mucho más tranquila:
—Oh, mi niña, si es así no te preocupes. Es solo que no sabía por dónde andabas. Tarda el tiempo que quieras, cariño. Disfruta de tus amigos.
—Lo hago, abuela —me río sin poder evitarlo. Sin pretenderlo, me fijo en el perfil de Alec mientras se vuelve a colocar el casco por enésima vez en la tarde—. Pero tranquila, no iba a quedarme mucho más. Ahora te veo.
Alice se despide diciéndome que me espera en casa y yo le aseguro que estaré ahí en menos de una hora. Cuando vuelvo a alzar la mirada tras guardar el móvil, me encuentro con que Alec me tiende el otro casco con expresión paciente. Esbozo una sonrisa torpe.
—Lo siento. Se acabó el plan.
Él le resta importancia encogiéndose de hombros y regalándome una sonrisa tranquila, como si lo de hace un momento no hubiese pasado nunca. No sé qué pensar y me subo detrás de él con cierta incomodidad.
—No te preocupes —dice, y espera a que le rodee la cintura con los brazos para inclinarse sobre el manillar—. Ya tendremos más ocasiones.
La sorpresa de la sugerencia me deja aturdida, perpleja, y Alec arranca antes de que pueda articular alguna respuesta.
El trayecto de vuelta es silencioso, y yo me dedico a darle vueltas a lo que ha podido querer decir con esa frase. No quiero precipitarme, no con él, pero la ansiedad y los nervios se juntan en un nudo que se me instala en el centro del pecho y que me entumece los sentidos.
La confusión me envuelve, y cuando por fin detiene la moto al lado de su coche frente al garaje, no sé cómo mirarlo a la cara. Me siento incómoda y torpe mientras le devuelvo el casco. Se ha quedado apoyado en la carrocería negra de la moto y yo me acerco a él para despedirme aunque todavía tenga que llevarme a casa. Compongo una sonrisa y reúno el valor para mirarlo a los ojos.
—Gracias por lo de esta tarde —murmuro—. Me lo he pasado genial.
Alec tuerce una sonrisa y a mí se me agita el pulso.
—Yo también —reconoce—. Estar contigo siempre es divertido.
Siento que me sonrojo, pero me río sin poder evitarlo. Le lanzo una mirada cómplice y, casi sin darme cuenta, doy un paso más en su dirección.
—Aunque esta vez el de las ideas locas has sido tú —bromeo, y Alec amplía su sonrisa.
Suelta una breve carcajada y asiente, dándome la razón.
—De vez en cuando ocurre —replica, divertido, y sin previo aviso, alcanza mis manos y tira de mí con suavidad hasta que sus rodillas tocan mis piernas. Me contempla con cierta expectación y con una intensidad que no había visto antes—. ¿Decepcionada? —murmura.
Durante un largo segundo, solo soy capaz de pensar en sus manos sosteniendo las mías y en la forma en la que me acaricia el dorso de las manos, como un incentivo a contestar.
—En absoluto —mascullo, y decido intentar ser valiente—. De hecho, no me importaría que ocurriera más a menudo.
Alec vuelve a ladear una sonrisa y sus ojos relucen con una mezcla de diversión y algo más que llena de vida su mirada de una forma que no había presenciado hasta este momento. Algo me dice que puedo interpretar eso como una respuesta positiva a mi pequeño reto y sonrío, cómplice.
—No te imaginaba tan espontáneo —reconozco.
Alec se ríe con suavidad y nuestros dedos se entrelazan.
—Tengo mis momentos. Aunque últimamente pienso demasiado.
Y ahí está de nuevo: esa sombra de tristeza y resignación que le oscurece los rasgos. Se me encoge el corazón. No me gusta verlo así, y mucho menos tras descubrir que también sabe reír, disfrutar del presente.
Casi sin pensar, presiono sus dedos entre los míos y lo miro a los ojos.
—Si algún día necesitas hablarlo con alguien...
Dejó la sugerencia en el aire, flotando entre nosotros como una invitación silenciosa. Alec la acepta con una pequeña sonrisa que le relaja el gesto.
—Lo haré —promete—. Pero no hoy.
—Esperaré —aseguro. Sé que no es sencillo compartir tus tormentos con alguien; hay que dar muchas explicaciones sobre temas que, lo más probable, quieras olvidar.
La mirada de Alec se cubre de un agradecimiento mudo pero sincero.
—¿Siempre eres tan amable? —pregunta, y cierto tono bromista empaña su voz. Comprendo que quiere llevar la conversación a terrenos más seguros.
—Solo con los que me caen bien —replico con una sonrisa divertida—. En realidad soy bastante cascarrabias.
La risa de Alec resurge y noto cómo se le relaja el cuerpo.
—¿Te caigo bien entonces?
Se está riendo de mí, con la misma picardía divertida de la que ha hecho gala casi toda la tarde, y yo me contagio de su repentino buen humor.
—Así es.
—¿Por qué? —pregunta entonces—. No siempre soy amigable, y tampoco soy alguien fácil de tratar...
Me encojo de hombros y, de pronto, vuelvo a ser consciente de que nuestras manos siguen entrelazadas. Los nervios vuelven a recorrer mi piel, y mis palabras surgen por sí solas.
—No hay una razón en concreto—reconozco. El corazón me late desbocado—. Solo... Me gustas. Es agradable estar contigo.
Para mis sorpresa, en vez de hacerle retroceder, mi respuesta le arranca una sonrisa amarga, como si le hubiesen contado una mala y retorcida broma. Entonces, sin previo aviso, alza una mano y me coloca un mechón de pelo tras la oreja.
—Eres la primera persona que me dice algo así en bastante tiempo, que soy una buena compañía... —murmura, y su pulgar se desliza por mi pómulo. Es una caricia triste.
—¿Y eso es malo? —me atrevo a preguntar. Como tantas otras veces en las que un velo de recuerdos empaña su mirada, no sé cómo interpretar lo que dice o hace.
No nos separa ni medio paso, y es precisamente su cercanía la que me da el valor suficiente para alzar las manos y rodear su cuello con los brazos. No sé qué estoy haciendo, y siento que apenas puedo mantener el equilibrio y mis emociones a raya.
Me preparo para el rechazo pero, en su lugar, me abraza por la cintura. No se aparta, y su mirada se ancla en la mía, buscando algo que solo él conoce.
—No —susurra entonces—. No lo es.
Movida por la suavidad de su voz, actúo casi sin pensar.
Hundo los dedos en su pelo y lo acerco a mí. Alec cede casi al instante, y nuestros labios se encuentran con un suspiro que me estremece de la cabeza a los pies.
De alguna forma, el beso sabe agridulce, inseguro y lleno de dudas, de miedos. Pero también sabe a alivio, a agradecimiento, a un nuevo tipo de cariño inexplorado que se abre ante nosotros con el roce de nuestros labios.
Creo que ninguno de los dos sabe muy bien qué está haciendo ni a dónde nos va a llevar esto, pero abrazamos la incógnita y decidimos seguir adelante. Todavía tenemos que conocernos mucho más, desvelar los secretos que nos guardamos, pero ya tendremos tiempo para eso.
Alec se aparta con cuidado, me roza la sien con la punta de los dedos y sonríe, inseguro. Algo me dice que no se atreve a creer en esto del todo. Yo tampoco. No parece real.
Lo beso una vez más con suavidad.
—Creo que ahora sí que debería irme a casa —murmuro, retrocediendo un paso—. O mi abuela volverá a preocuparse.
Ante aquel apunte, la sonrisa de Alec se vuelve segura y se traga una breve risa mientras asiente. De algún modo, la comodidad que se creó en la Reserva vuelve a nosotros con un manto cálido pese al viento que nos sacude.
Alec abre la boca, dispuesto a decir algo, cuando mira de forma fugaz hacia su casa y se queda rígido. Prácticamente puedo sentir cómo se le tensa cada músculo del cuerpo antes de que un gruñido gutural, lleno de odio y rencor, articula un nombre:
—Mark.
Asustada, me doy la vuelta, y descubro que, sentado en el último escalón del porche de la entrada y semioculto por la sombra del mismo, un chico nos observa en silencio. Va en manga corta, y si lo reconozco, es por su brazo repleto de tatuajes. De pronto, el miedo me inunda y me hace recordar la palabra que pensé esa noche: licántropo.
Al mismo tiempo, a Mark poco a poco una sonrisa carente de humor le oscurece la expresión.
—Alec. —Su saludo es tan tenso como el que acaba recibir—. Me preguntaba cuánto más tardarías en darte de cuenta de que estoy aquí —Cada movimiento suyo mientras se pone en pie grita peligro. Baja los escalones con una lentitud espeluznante—. Estoy sorprendido, he de admitirlo. Te veo feliz.
Alec gruñe; un sonido que nada se parece al de un humano, lleno de furia y peligro. Me recorre un escalofrío y me vuelvo hacia él, con el pulso resonando en mis oídos. Me descubro rogando por que no sea lo que estoy pensando, pero mis sospechas se confirman con una prueba irrefutable que me hace temblar.
Sus ojos son dorados.
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