Capítulo 16.

—Y... ¡Jaque mate!

Satisfecha, muevo mi ficha por el tablero con decisión y miro a mi abuela con una sonrisa orgullosa. Ella me devuelve el gesto con malicia, riéndose.

—Buen intento, cariño, pero esto es el parchís, aquí no hay jaque mate.

Sacudo la mano, restándole importancia.

—El tecnicismo es lo de menos.

—Ya, bueno... —Lanza los dados y el brillo de la victoria ilumina sus ojos—. Te lo daría por válido si no fuera porque la que gana soy yo. Otra vez. —Sin que me lo espere, avanza once casillas y llega al centro del tablero antes de que pueda comprender cómo. Y por si no fuera poco, añade—: Te faltan décadas de experiencia para poder vencer a esta vieja. Y ahora, mi premio.

La miro mal, pero Alice abre y cierra la mano varias veces delante de mis narices, a la espera. Resoplo y le entrego un billete de diez.

—Se supone que las abuelas dan dinero a sus nietos, no al revés —protesto, indignada. Ya es la tercera vez que pierdo en lo que llevamos de tarde.

Mi abuela, divertida, se guarda el dinero en el bolsillo del albornoz y me mira con astucia.

—No cuando se trata del parchís, cariño. Ahí no tengo piedad, ni siquiera contigo. —Y, para mayor consternación para mí, vuelve a reírse.

Pongo los ojos en blanco.

—No hace falta que lo jures. ¿Has perdido alguna vez?

—No desde hace más de cuarenta años —proclama, orgullosa, y yo maldigo mi suerte. Me señala el colorido tablero—. ¿Otra partidita?

—¿Estás loca? No, gracias. Prefiero mantener lo poco que me queda de dignidad.

Mi abuela se ríe y, antes de que me dé cuenta, mi risa se une a la suya.

Es una lluviosa tarde de domingo y, dado que el tiempo no invita a salir de casa, nos hemos dedicado a hacernos mutua compañía. Hacía bastante que no pasábamos así el rato, juntas, y las horas han volado entre parchís, cartas, y complicadas sopas de letras. El reloj marca las seis de la tarde y mi abuela se pone en pie con algo de esfuerzo.

—En ese caso, si ya no vamos a jugar, esta anciana se va a poner a hacer la cena —declara, dirigiéndose hacia la cocina—. ¿Alguna preferencia, Selene?

—Ninguna en especial. —Comienzo a recoger las fichas del parchís—. ¿Necesitas que te ayude?

—Tonterías. Sigo siendo lo suficientemente capaz de manejar la cocina por mi cuenta —espeta, pese a que mi pregunta no iba dirigida en ese sentido. Se detiene en el rellano de la puerta y se vuelve hacia mí—. Aunque, ¿te importaría luego ir a por el pan? Lo que quedaba de ayer nos lo hemos comido entre el desayuno y el almuerzo.

—Claro —contesto sin dudar.

Alice sonríe, agradecida, y rebusca en el bolsillo del albornoz para dejar los billetes que ha ganado jugando encima de un mueble.

—Aquí está el dinero. Quédate con el cambio.

Antes de que pueda protestar, se adentra en la cocina y se pone a tararear mientras escucho cómo abre y cierra armarios y cajones. Sonrío y niego para mí, derrotada. No me parece justo, pero sé que no admitirá ninguna queja de mi parte así que, suspirando, termino de guardar todo y meto el dinero en uno de los bolsillos de los vaqueros.

Una hora y media más tarde, deambulo por las calles hacia el supermercado con calma, respirando el aire húmedo que desprende el bosque que colinda el pueblo y el propio asfalto mojado. Ahora mismo no llueve, pero las pocas personas con las que me cruzo van cargadas con un paraguas, conscientes de que pueden volver a necesitarlo en cualquier momento.

Se respira el final del otoño, y sé que pronto la lluvia se convertirá en nieve. Los picos de algunas montañas lejanas ya están cubiertos de blanco y solo es cuestión de tiempo que el pueblo y la Reserva se vean también alcanzados por la nieve.

Meto las manos en los bolsillos del abrigo, respiro hondo y una pequeña nube de vaho se alza en el aire. Hace frío y la penumbra de la tarde hace necesario que se enciendan las farolas. Justo cuando diviso las luces del supermercado al final de la calle, la melodía del teléfono me sobresalta. Es mi padre.

—¿Sí?

—¡Hola, hola! —Su voz animada se escucha al otro lado de la línea, alegre y de buen humor—. Llamo para salvarte del aburrimiento.

—¿No será más bien que el que está aburrido eres tú? —río. La respuesta de mi padre es soltar una pequeña carcajada—. ¿Qué tal estás? ¿Y mamá?

—Tu madre tiene turno en el hospital y yo intento prepararme la cena. ¿Cómo puedo saber cuántos espaguetis son necesarios para una sola persona?

—A ojo, papá, a ojo.

—No me ayudas.

Vuelvo a reír y atravieso las puertas correderas del establecimiento. El aire acondicionado me da la bienvenida con una ráfaga caliente en la cara que agradezco y me abro paso entre estantes para ir a por el pan.

—¿Qué planes tienes para esta noche? —pregunto entonces—. Porque supongo que mamá no llegará a casa hasta la madrugada.

—Tengo una pila de historias clínicas que revisar y archivar y una lista de películas que tengo que acortar de alguna manera. Estaré bien —promete, y con eso sé que se pasará gran parte de la noche en vela. Sin embargo, antes de que pueda decir nada, me pregunta—: ¿Y qué me dices de ti? ¿Algo interesante que reportar a tu viejo?

—Puede —murmuro, alcanzando dos barras de pan. En el estante de al lado, diversos surtidos de dulces y bollería se lucen apetecibles y a mi mente llega el recuerdo de Alec. Suspiro—. No sé. No estoy segura.

—¿Y eso? —Su pregunta se mueve entre la preocupación y la curiosidad.

Aunque no me pueda ver, me encojo de hombros y voy en busca de la sección de lácteos, a por esa botella de leche que Alice me pidió en el último momento antes de salir de casa.

—Solo... De alguna forma es como si no me atreviera a hacer nada hasta resolver todo. He vuelto a hablar con Leonard y dice que las cosas por ahora van bien pero no sé. Tengo miedo, supongo. ¿Y si lo poco que he conseguido estando aquí se acaba esfumando?

No sé por qué he acabado hablando de esto, y menos en medio de un supermercado, pero mis temores son sinceros, por mucho que no me haya dado cuenta de ellos hasta haberlos expresado. Siento que camino sobre una cuerda floja que no me lleva a ninguna parte. Los amigos que he hecho aquí son geniales, y me siento cómoda con ellos, pero de alguna manera siento que les estoy enseñando una mentira. Todos son abiertos y sinceros, y saber que les estoy escondiendo una parte de mi vida hace que la inseguridad sobre el futuro se aferre a mi como las espinas de una zarza.

—Dudo que eso pase, cariño. —La voz de mi padre se abre paso a través de mis preocupaciones, devolviéndome al presente.

Contemplo el frigorífico de los yogures con duda, como si este fuera mi padre.

—¿Cómo estás tan seguro?

—Porque quien quiera estar cerca de ti lo hará digan los demás lo que digan. Asusta no saber lo que pasará el día de mañana, pero eso no tiene que impedirte seguir siendo quien eres. Relaciónate, vive la universidad, disfruta de tus amigos, enamórate. Vive el día a día como quieras, y si algo llega a salir mal, tendrás la certeza de que, al menos, tú has hecho todo lo posible. No te arrepientas ni te reprimas por algo que no está bajo tu control.

Las palabras de mi padre resuenan con una profundidad que me sorprende y me arropa. De pronto, todo parece más sencillo, aunque sea solo una pizca. Sonrío, mucho más tranquila que antes.

—Gracias, papá.

Al otro lado de la línea, mi padre se ríe con suavidad y, tras asegurarle de que llamaré si algo más vuelve a preocuparme, me despido intentando que me prometa que no se quedará en vela toda la noche.

Poco después salgo de la tienda con una bolsa en la mano y el paraguas en la otra. Ha vuelto a empezar a llover y al atardecer le falta poco para convertirse en noche. Camino por la acera esquivando charcos y pensando en mi conversación con mi padre, o más bien en las personas que dan forma a mis inquietudes.

Todavía no me explico muy bien cómo he acabado tan integrada en mi nuevo grupo de amigos en tan poco tiempo. Fue cuestión de horas para que Ivi y Lucy me trataran como si me conocieran de toda la vida y pasaran a hacer planes de tres en vez de dos. Y luego están los chicos, que en cuanto me vieron acompañada de Jared más de dos veces seguidas, no necesitaron preguntar nada para animarse a entrar en la conversación. Son abiertos, divertidos, y algo me dice que están mucho más unidos de lo que se ve a simple vista y más allá de sus riñas sin sentido.

Y luego está Alec.

Sigo sin saber muy bien qué pensar de él, pues cada día me muestra una nueva faceta de sí mismo que no parece cuadrar con la anterior. Lo único que se repite en él es el aire melancólico que lo rodea. Su mirada casi siempre luce cansada, y más de una vez lo he visto perderse en su propio mundo, abstrayéndose de todo lo demás y adentrándose en algo que siempre lo deja con el ceño fruncido y expresión sombría.

No obstante, ha demostrado que también es capaz de sonreír, de hacer bromas y reír cuando se permite relajarse. Y me desconcierta. Me aturde que me guste esa imagen y que quiera presenciarla más a menudo. Verlo de buen humor es relajante, hace que te sientas a gusto a su alrededor, cercano, y es en esos momentos cuando entiendo cómo alguien, en apariencia tan frío e inaccesible, puede ser el mejor amigo de una persona tan atolondrada como lo es Jared.

Al fin y al cabo, los dos hacen el mismo tipo de gestos amables y desconcertantes que nadie más haría.

Sonrío al recordarlo y me detengo frente a un paso de peatones que está con el semáforo en rojo. En realidad, a su manera, son idénticos e igual de cabezotas.

El semáforo se pone en verde y cruzo la calle bajo el pitido rítmico de la señal y la lluvia. En la acera contraria hay un chico parado con la mirada perdida e inmóvil. No lleva paraguas, ni abrigo, y parece no haberse dado cuenta de que ya puede cruzar.

Por alguna razón, me detengo a su lado y lo miro preocupada. Tiene que llevar bastante rato bajo la lluvia, pues el pelo mojado se le pega a la frente y la camiseta negra de manga corta la tiene igual de empapada. Tiene el brazo izquierdo cubierto por tatuajes y no da señales de haberse dado cuenta de que estoy a su lado.

—Oye, ¿estás bien?

Sin pensar, le toco el hombro para llamar su atención y él se vuelve como un resorte. Retrocedo por reflejo, sorprendida y con el corazón acelerado. Su mirada es dorada, fría y alerta, y parece relucir bajo la lluvia mientras me traspasa de lado a lado. Siento que puede devorarme en cualquier momento.

—Lo... Lo siento. —Tengo la boca seca y noto la lengua torpe—. No quería...

Estoy demasiado aturdida como para conseguir hablar con normalidad y de lo único que soy consciente es del pulso errático que resuena en mis oídos. Una parte de mí quiere largarse en ese mismo instante, pero soy incapaz de moverme.

Entonces él relaja la postura y le lanza una rápida mirada a lo que sea que estuviera mirando antes. Después, se vuelve otra vez hacia mí y descubro que ahora sus ojos son oscuros.

—¿Sabes dónde están los que vivían aquí antes? —pregunta de pronto, con una voz calmada pero también falta de emoción.

No tengo ni idea de qué me está hablando, ni pretendo quedarme para averiguarlo.

—Lo siento —vuelvo a disculparme, y por fortuna esta vez las palabras salen con mayor fluidez—. No soy de aquí.

Él asiente, y vuelve a ignorarme para seguir contemplando con expresión ausente una de las casas adosadas que hay al otro lado de la calle.

No queriendo tentar más mi suerte, doy media vuelta y me alejo de ahí lo más rápido que me permiten mis piernas sin llegar a correr. Mi pulso sigue latiendo desbocado, y en mi mente lo único que se repite una y otra vez es una sola palabra.

Licántropo.







Sueño toda la noche con lobos y con personas de ojos dorados. Cuando me despierto, me siento más cansada de lo que estaba al acostarme y me cuesta el doble que de costumbre arrastrarme fuera de la cama. Sigo inquieta, incapaz de deshacerme de la sensación de que un peligro inminente me acecha a la vuelta de la esquina.

Siempre me había preguntado cómo serían los ojos de un licántropo, pero al único al que conozco de momento es a Leonard y, en comparación con el chico de anoche, él parece tan inofensivo como cualquier humano normal y corriente. Las pocas veces en las que nos hemos visto sus ojos siempre han sido de un azul apagado, casi gris; nada que ver con las vetas doradas pero gélidas que me paralizaron ayer.

Me estremezco solo de recordarlo.

¿Quién era ese chico? ¿Y por qué desveló su condición así como así? ¿No se supone que deben mantener las apariencias? ¿Me reconoció, acaso? ¿Sabe de quién soy hija en realidad? ¿Es siquiera eso posible?

Salgo de mi cuarto, ya vestida, y bajo las escaleras con esas preguntas y muchas más rondándome por la cabeza con un zumbido que aturde. No sé qué pensar, y me dispongo a intentar encontrar respuestas en mi abuela cuando el largo pitido de un coche en la calle impide incluso que le diga buenos días.

Me sobresalto y, cuando me fijo en el reloj de la pared, entro en pánico.

—¡Mierda! ¡Es tardísimo!

Corriendo, salgo de la cocina y vuelvo a subir deprisa las escaleras solo para irrumpir en mi habitación, coger mis cosas, y salir al segundo siguiente. No me tuerzo un tobillo de milagro y me pongo los zapatos dando brincos por el recibidor.

—¡Lo siento abuela! ¡Me voy! —exclamo, ya con la puerta abierta de par en par.

El grito de despedida de mi abuela queda amortiguado por el estruendo de la puerta al cerrarse y bajo los pocos escalones de la entrada con prisa. Solo cuando me acerco al coche me doy cuenta de que este no es plateado, sino negro, y que en vez de ser Alec el que está al volante, es Jared el que me saluda con una sonrisa divertida.

—Buenos días, Sherly —canturrea, bajando la ventanilla—. ¿Voy a tener que cambiarte el apodo a Bella Durmiente?

La sorpresa me impide replicar como debería, y contemplo a Jared y a Ivi, que se asoma desde el asiento del copiloto, sin saber muy bien qué pensar.

—¿Y Alec? —pregunto al final, subiéndome al coche.

Jared arranca al instante.

—No podía venir, así que he recuperado mi trabajo de chófer. ¿Decepcionada? —Su sonrisa maliciosa y su movimiento de cejas a través del retrovisor dejan clara una connotación que prefiero ignorar.

—¿Pero está bien? —insisto, consciente de que de haber tenido previsto que hoy no podría venir a recogerme, me habría dicho algo.

La sonrisa de Jared pasa de ser divertida a amable y, en cierto modo, tranquilizadora.

—Está bien —asegura—. Durmiendo, de hecho. Anoche se quedó en vela el muy idiota y ahora ronca a pierna suelta mientras nosotros madrugamos. ¿Te parece justo?

—Pero, ¿y sus clases?

Por lo que he llegado a conocerlo, no se las saltaría sin motivo. De hecho, me cuadraría más que se tomara cinco litros de café de ser necesario para mantenerse despierto. En ese momento, la mirada de Jared se cruza con la mía a través del espejo.

—No tiene. Los lunes empieza dos horas más tarde que nosotros.

¿Qué?

La sorpresa hace que tarde en reaccionar.

—Ya veo —murmuro sin saber qué más decir y sin salir de mi asombro.

Es la primera vez que me entero de la diferencia tan grande de horario y no puedo evitar pensar en que, pese haberle dicho que me llevara solo si estos coincidían y aprovechaba el camino, Alec ha estado apareciendo frente a mi casa a primera hora todos los días de la semana.

Ivi y Jared intercambian una rápida mirada, pero ninguno dice nada y no volvemos a tocar el tema en lo que queda de trayecto hasta el campus de la universidad. Pese a que vamos tarde, conseguimos aparcar bastante cerca de la entrada a nuestro edificio y doy gracias a que no necesitamos correr por las escaleras para llegar puntuales.

—Por los pelos —suspira Ivi cuando por fin tomamos asiento.

Jared, sentado justo delante de nosotras, se da la vuelta y me mira con decepción.

—Debería darte vergüenza —espeta—. Por tu culpa casi dejo una huella imborrable en mi perfecto expediente.

—¿Y yo que iba a saber que ibas a venir tú a por mí? —me defiendo a la vez que saco apuntes y bolígrafos y los dejo sobre la mesa—. Haberme avisado.

—Lo hicimos. Con media hora antes, de hecho —contesta Ivi. Se ata el pelo en un recogido improvisado y me señala el móvil con un gesto—. Revísalo, porque no te llegan los mensajes.

Frunzo el ceño, extrañada, y me hago con el teléfono. Una pantalla en negro me da los buenos días. Genial. Con lo que pasó anoche se me olvidó cargarlo.

—Estupendo —suspiro, resignada—. ¿Me va a pasar algo más hoy?

—No tientes a la suerte, Sherly, que es lunes.

Jared se ríe en mis narices, divertido por mi desgracia, y yo le doy una patada a su asiento. El sinvergüenza vuelve a reírse y me guiña un ojo. La llegada del profesor es lo que lo salva de que le tire una goma de borrar a la cabeza.




Cada quince días tenemos clase en los laboratorios que hay en el edificio de al lado y hoy nos vuelve a tocar salir dos horas más tarde de lo normal. Por fortuna, esta vez las prácticas son amenas y conseguimos quince minutos de tiempo libre mientras esperamos a que unas muestras terminen de reaccionar.

Estoy haciendo garabatos en la hoja que hay extendida sobre nuestro puesto de trabajo, aburrida, cuando Jared aparece a nuestras espaldas. Lo miro por encima del hombro y lo descubro masajeándole el cuello a Ivi de forma distraída y sin razón alguna. Ella no se queja.

—Esto va a tardar un buen rato —dice, y me mira a mí—. ¿Venís a por un café?

Me encojo de hombros, pues no tenemos nada mejor que hacer, e Ivi se vuelve lo justo para mirarlo de reojo. Una sonrisa maliciosa le adorna los labios.

—¿Invitas tú?

Jared compone una mueca exagerada de indignación y le vuelve a frotar un punto del cuello.

—¿Esto no es pago suficiente para ti?

Alza las cejas e Ivi amplía su sonrisa antes de apartarse y ponerse en pie. Varios alumnos deambulan por el laboratorio y un par salen del aula, lo más probable que con las mismas intenciones que nosotros.

—El masaje es servicio voluntario —está diciendo. Se suelta el recogido y se echa el pelo hacia atrás, teatral.

Jared entrecierra los ojos, y sé que de no estar dentro de clase habría seguido rebatiendo solo para acabar coqueteando. En su lugar, la señala con el dedo y declara:

—Esta te la guardo, Evelyn, que lo sepas.

—Ya veremos. —No parece muy impresionada y da media vuelta para agarrarme de la mano y tirar de mí hacia la salida—. Vamos, Sel. Tenemos que estudiar a fondo esa máquina expendedora. No pienso desaprovechar esta oportunidad.

—¡Oye!

La exclamación indignada no se hace esperar y yo me trago una carcajada. Novios o no, siguen siendo igual de críos cuando se juntan, pero al final Jared nos acaba pagando los cafés y salimos al exterior, dispuestos a disfrutar de los pocos rayos de sol que han conseguido abrirse paso entre las nubes.

Sin quitarnos las batas, nos sentamos en un banco cercano y yo me dedico a soplar sobre mi vaso de cartón para poder beber sin quemarme. Envueltos en un silencio cómodo, contemplamos a los estudiantes que se arremolinan frente a la puerta de la biblioteca. Ambos edificios están casi pegados, y retazos de sus conversaciones llegan hasta nosotros como música de fondo.

—Y mañana nos tocan otra vez clases hasta tarde —murmura Ivi hacia nadie en particular, rompiendo el silencio.

—Mañana, y toda la semana —le recuerda Jared antes de ponerse en pie y acercarse a una papelera para tirar su vaso.

Ivi, a mi lado, gime, hundiéndose en el banco y apoya la cabeza en mi hombro.

—Voy a acabar con dolor de espalda otra vez —se queja—. Esos taburetes son demasiado incómodos.

—Eso tiene arreglo.

Jared, en vez de sentarse de nuevo, se coloca detrás de ella, hace que se incorpore, le echa el pelo a un lado y vuelve a masajearle las cervicales y los hombros. Ivi se relaja casi al instante, y yo no puedo evitar pensar cómo, en cuestión de días, ha pasado de no aguantarlo a más cerca de dos metros de distancia a recibir de buena gana cualquier gesto suyo. Es tanto desconcertante como divertido, y me río al ver cómo mi amiga parece entrar en trance.

—Jared, creo que te has equivocado de profesión —señalo—. Ni chofer, ni médico. Lo que deberías ser es fisioterapeuta.

—Voto por eso —concuerda Ivi y cierra los ojos—. Ni se te ocurra parar.

La amenaza tiene poco peso, y aun así Jared continúa su labor mientras se ríe y me lanza una mirada divertida.

—Lo consideré en su momento —reconoce—. Me gusta todo lo que sea trabajar con las manos, pero luego llegué a la conclusión de que era demasiado aburrido para mí. Quiero dedicarme a algo que me suponga un reto cada día, que no se convierta en una rutina. Cuando acabemos, me especializaré en cirugía.

Me tomo un momento para imaginarme esa escena, y tengo que admitir que verlo junto a una mesa de operaciones cuadra bastante. Pese a que siempre enseña un aire despreocupado, parece ser capaz de soportar tanta responsabilidad sobre los hombros y, además, disfrutar de ella.

—Que sepas qué es lo que quieres hacer ya desde el primer año de carrera es increíble —digo. Me bebo el último trago de mi café—. Yo todavía no sé qué haré después de acabar.

—Bueno, aún tenemos tiempo, ¿no? —Ivi señala a Jared sin mirarlo—. No te fíes de este bicho raro. Con él el sentido común no funciona.

La sonrisa torcida de Jared no se hace esperar.

—¿Bicho raro? —repite con tono herido. Se inclina sobre ella, le quita el vaso de café de las manos y me lo tiende. Lo cojo por inercia y él sigue a lo suyo—. Te recuerdo, Evelyn, que este bicho raro ahora es tu novio.

Y, sin previo aviso, comienza a hacerle cosquillas.

Creo que Ivi pega el grito de su vida, pues casi me estalla un tímpano, y comienza a retorcerse en su intento de escapar de Jared y no caerse del banco entre risas y negaciones a medio acabar, exigiendo que pare. Él, por supuesto, hace oídos sordos y yo tengo que levantarme para no acabar siendo la diana de alguna patada que surge de esa maraña de brazos y piernas enredadas en batas de laboratorio.

—Antes os detestabais y ahora me vais a dar diabetes —protesto—. No hay quien os entienda.

Un Jared despeinado y risueño cual niño pequeño alza la mirada y la centra en mí. Ríe, divertido y feliz como nunca antes lo había visto, y se encoge de hombros.

—En mi defensa, yo nunca la he detestado.

Le lanza una mirada de reojo a Ivi y ella la aparta, entre cohibida y culpable. La sonrisa con la que Jared la observa hace que, por un momento, sienta que estorbo en el cuadro. Pongo los ojos en blanco y me doy la vuelta, dispuesta a darles cinco minutos de espacio.

—¿A dónde vas?

La pregunta de Ivi surge a mi espalda en cuanto se da cuenta de que paso de la papelera una vez tirado el vaso. No me digno a darme la vuelta.

—¡Diabetes! —exclamo, y la carcajada de Jared me acompaña varios pasos.

—¡No tardes, Sherly! ¡Tenemos que volver en cinco minutos!

No contesto, e Ivi dice algo que no logro entender pero que le arranca a Jared otra carcajada. Me he acercado a la biblioteca sin pretenderlo, pero decido aprovechar el viaje para pasar por el baño.

En cuanto cruzo las puertas de cristal, el silencio tácito y el ambiente a concentración me envuelven. Huele a libro, a café, y a la mandarina que se está comiendo el bibliotecario que no se molesta en mirarme al pasar.

El suelo está cubierto por moqueta para intentar amortiguar el molesto ruido de la gente yendo y viniendo, y no se escuchan más que páginas pasándose, dedos sobre los teclados de los portátiles y algún que otro susurro entre los que han ido a estudiar en grupo.

Los aseos están al final del todo, ocultos por hileras y más hileras de estanterías repletas de libros. Estoy a punto de pasar de largo cuando un chico acuclillado llama mi atención. Está de espaldas, buscando algo en los estantes más bajos, y no habría sabido identificarlo de no ser por los indicios del tatuaje que asoma por debajo del cuello de su camiseta.

Me acerco en silencio, esperando que Alec se de cuenta de mi presencia, cuando descubro que tiene cascos en los oídos y que sigue absorto en su búsqueda literaria. En una de sus manos hay un grueso tomo sobre leyes.

Para llamar su atención, le toco la espalda con cuidado de no sobresaltarlo demasiado. Aun así, él se vuelve al instante y por un momento me mira desde abajo y en silencio sin comprender, arrodillado en el suelo y con gesto de sorpresa y confusión. Me doy cuenta de que mi mano seguía en su espalda y la retiro para saludarlo con la misma.

Alec por fin sale de su desconcierto y se quita un auricular.

—¿Selene? —murmura, algo más alto de lo que debería. Por fortuna, estamos solos, ocultos por las estanterías, y nadie nos llama la atención.

Sin pensar, me agacho para estar a su altura y apoyo mi peso sobre los talones. Nuestras rodillas se rozan en los leves balanceos que hago para mantener el equilibrio.

—Hola —susurro—. No sabía que estabas aquí.

Alec mira por un momento el grueso volumen que tiene entre manos.

—Tengo un trabajo que hacer para una asignatura, creo que te lo comenté una vez. —Su voz, puesta en susurros, es más grave de lo habitual—. Hoy mi turno en el gimnasio empieza tarde, así que quería aprovechar. Además, me concentro mejor aquí que en casa... —Su frase parece morir a medio camino cuando abarca con la mirada lo que nos rodea, como si quisiera enseñarme el lugar con ese simple gesto. Después, vuelve a centrar sus ojos azules en mí con cierto aire culpable—. Yo, eh... Siento lo de esta mañana. Sé que fue repentino.

Me encojo de hombros, restándole importancia. No es esa parte de la historia la importante. Decido ir al grano:

—Te dije que me recogieras solo si tú también tenías clase —le recuerdo—. ¿Por qué me entero hoy de que los lunes entras a clase dos horas más tarde?

Ahora es él el que se encoge de hombros y soy incapaz de adivinar qué es lo que está pensando en realidad. De pronto, esboza una sonrisa torcida que me desconcierta. Nuestras rodillas se vuelven a tocar, pero ninguno de los dos se pone en pie.

—Las uso para estudiar, así que no te preocupes. Por las tardes no tengo mucho tiempo libre, así que me viene bien madrugar de vez en cuando.

—Pero estás cansado —murmuro sin pensar, con la mirada puesta en las ojeras que luce casi con resignación.

Lo veo fruncir el ceño y tensar la mandíbula. He tocado una fibra sensible sin darme cuenta, pues ya no me mira y sus dedos se crispan sobre la superficie del libro. Maldigo mi manía de soltar las cosas sin pensarlas.

—¿Te lo ha dicho Jared? —dice entonces con voz tensa.

La sorpresa me deja sin palabras varios segundos.

—¿Qué? No.

Parece herido, traicionado, incluso. En estos momentos, siento que Alec es inalcanzable y no puedo evitar preguntarme qué es lo que lo atormenta hasta tal punto que hace que se cierre en sí mismo. Comienzan a hormiguearme las piernas y apoyo una mano en su rodilla, en parte para no perder el equilibrio, en parte para hacer que me mire. Funciona.

—Solo digo lo que veo —digo con suavidad—. Y si hay confianza suficiente para que me lleves en coche casi a diario, creo que también la hay para que acudas a mí si alguna vez necesitas algo.

Alec luce confundido y en conflicto consigo mismo. Sigue con el ceño fruncido, pero el resto de su postura se ha vuelto a relajar y sus ojos vuelven a transmitir esa calidez oculta que siempre parece esforzarse en esconder.

—¿Por qué? —pregunta al fin—. Apenas nos conocemos. ¿Por qué te preocupas tanto por mí?

—¿Y por qué no? —cuestiono a mi vez, aunque reconozco que es una buena pregunta—. He conocido a todos al principio de curso, al igual que a ti. ¿Dónde está la diferencia? Somos amigos. No hay mayor razón que esa.

Él no parece muy convencido, pero no encuentra nada con lo que poder rebatirme. Sonrío y aprieto un poco mi agarre sobre su rodilla, haciéndole saber que estoy aquí, a su lado.

—Solo tenme presente cuando necesites hablar con alguien, ¿de acuerdo? Y por Dios, cuando acabes muerto de trabajar y necesites dormir, hazlo. Puedo apañármelas por mi cuenta. No madrugues sin motivo.

Alec asiente, y se queda un momento en silencio, pensativo. Entonces, hace un amago de sonrisa y me mira con una picardía que no había visto antes.

—¿Y si tengo motivos?

Por alguna razón, no soy capaz de contestar a eso. Abro la boca para replicar, consciente de que algo en esa pregunta no está bien, pero no logro articular ninguna respuesta. Sus ojos lucen de un travieso azul que me desconcierta y hace que piense que, de pronto, estamos muy cerca. Aparto la mano y justo entonces vibra su móvil. Ambos damos un respingo.

Alec tiene que hacer malabares para sacarlo del bolsillo y cuando ve quién es que llama, frunce el ceño con una mueca irritada.

—¿Qué quieres? —sisea, controlando el volumen de voz a duras penas—. Te dije que estoy en la biblioteca.

—Lo sé. —La voz de Jared me resulta inconfundible a través del altavoz—. Pásame a Selene.

El ceño de Alec vuelve a fruncirse y me mira confundido, lo más probable preguntándose cómo sabe que estoy aquí.

—¿Cómo...?

—No preguntes y pásamela —lo interrumpe su mejor amigo. Yo, por mi parte, intento mantener el semblante inalterable y no poner los ojos en blanco por su modo de pedir las cosas. Después de todo, no debería poder oír lo que dice.

Al final, y todavía sin entender nada, Alec me tiene el teléfono con la duda plasmada en la cara.

—Es Jared —me dice al mismo tiempo que me llevo el móvil al oído.

Asiento y me centro en el tipo que tengo al otro lado de la llamada.

—Dime.

—Los cinco minutos han pasado hace rato, Sherly —informa, de pronto risueño y con voz traviesa—. ¿Así que podrías por favor dejar de coquetear con el idiota y volver? Tenemos unas células que analizar.

No puede haber dicho eso. No.

Incrédula, miro a Alec, y su expresión es tan indescifrable que no hace falta que me confirme que él también ha escuchado eso último. Voy a matar a Jared.

—No estáb....

—Oh, y recuerda que sufres de diabetes —añade, interrumpiéndome con la risa contenida en sus palabras—. No tardes.

Dicho esto, cuelga y me deja con las palabras en la boca y mil insultos e improperios para él apelotonándose en mi lengua.

Lo voy a matar. Y además, muy lenta y dolorosamente.

Inspiro hondo, intentando calmarme. Le tiendo el móvil a Alec de regreso, sin atreverme a mirarlo. Ahora todo es demasiado incómodo.

—¿Cómo le aguantas? —mascullo, derrotada.

Alec suspira.

—Buena pregunta. —Por fin, me animo a alzar la mirada y veo que luce resignado. Cuando nuestros ojos se cruzan, me regala una pequeña sonrisa y se pone en pie. Me tiende una mano—. No lo mates hasta que no te deje en casa.

Me río, incapaz de contenerme, y asiento, dejando que tire de mí para ayudarme a ponerme en pie.

—Tranquilo, no pienso ir andando. Le haré sufrir luego —prometo, y la sutil sonrisa de Alec se tuerce en una mucho más amplia. El tacto de su mano es amable, al igual que sus muchos otros gestos. Tengo que obligarme a soltarlo y retrocedo un paso—. ¿Nos vemos mañana?

Alec asiente, solemne.

—Ahí estaré —promete, y antes de que pueda decir nada, añade—: Y por si te lo preguntas, tengo clase a primera hora.

Su tono es malicioso y divertido, uno que me descubre una nueva faceta suya que solo había llegado a intuir la última vez en la cafetería. Contengo mis ganas de reír otra vez y asiento.

—Te estaré esperando, entonces.

Sellamos la promesa con una sonrisa y me despido de él con la mano, escabulléndome en silencio de esa esquina oculta por estanterías y libros. Por algún motivo, ya no tengo tantas ganas de matar a Jared y cuando me reúno con él y con Ivi frente a las puertas de la entrada a los laboratorios, su sonrisa malintencionada no me parece tan irritante como debería.

—Déjame decirte que te has puesto una meta bastante complicada, Sherly —dice, rodeando mis hombros con un brazo—. Ese Alec es un idiota que no capta indirectas.

En vez de apartarlo, pongo los ojos en blanco.

—Cállate. Al menos no es tan pesado como tú.

Jared se ríe y me pellizca la mejilla.

—Ambos sabemos que eso no es cierto. Me adoras.

Ivi, a mi lado, bufa y yo le aparto la mano con un golpe contundente en el dorso, arrancándole un quejido sorprendido de dolor.

—Algún día entenderé el porqué —prometo. Acto seguido, la carcajada de Jared resuena en mi oído y me estrecha contra él de forma cariñosa.

Estúpido enamorado.

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