Capítulo 15.
—No sabía que también tenías coche —murmuro sorprendida cuando, una hora más tarde, Alec me guía hasta un coche de color gris cuyas luces acaban de parpadear al desbloquearse las puertas.
—Es de mis padres —contesta y su voz adquiere un tinte extraño, resignado. Sin embargo, no puedo verle la expresión, pues ya se ha adelantado para subirse al vehículo.
Me apresuro a hacer lo mismo, pues todos se han ido ya y solo quedamos nosotros dos para marcharnos de la cafetería. La despedida de Roy para irse a clase fue lo que puso punto y final al encuentro y, entre risas colectivas y gruñidos de parte de Jared, nos dispersamos cada uno en su respectiva dirección. El cómo he acabado sola con Alec podría resumirse en la declaración indignada de su mejor amigo:
—Comenzasteis esto juntos, lo acabáis juntos —espetó, con un dramático ceño fruncido y una resignada Ivi a su lado—. ¿No decías que no hacía falta que te llevase en coche? Pues lo has conseguido. Apáñatelas con el amargado de Alec, ya que estáis tan en sincronía.
La exageración de su tono y sus movimientos dejó en claro que no estaba tan enfadado como pretendía demostrar, sino molesto y herido en su orgullo. Tuve tragarme una carcajada cuando vi cómo agarraba a Ivi por la muñeca y la arrastraba hacia su propio coche entre improperios y gruñidos teatrales.
—¿Crees que tomará represalias? —pregunto entonces, dejándome caer en el asiento del copiloto y cerrando la puerta.
Alec se toma un tiempo para contestar y lo aprovecha para ponerse el cinturón.
—Te lo reprochará toda la vida, pero no creo que vaya a ir más allá —dice al fin, arrancando el coche. El salpicadero se ilumina y los faros se encienden, reflejándose en los cristales de las ventanas del local—. Aunque lo de no recogerte en coche es bastante probable que lo cumpla, al menos una temporada.
—Sobreviviré —lo tranquilizo—. Solo tengo que levantarme quince minutos antes para pillar el autobús y asunto arreglado.
—Lo dices como si madrugar fuera algo sencillo.
No puedo evitar reír entre dientes y lo observo de reojo, pero él está demasiado concentrado en sacar el coche del aparcamiento y mirar por el retrovisor para poder incorporarnos al tráfico.
—No es que sea sencillo —admito—, pero muchas más opciones no me quedan. Tampoco es como para ponerme a mendigar transporte y mucho menos voy a hacerle caso a Jared y pedirte que hagas algo que él hacía por placer. Estamos hablando solo de quince minutos. Ni que fuera el fin del mundo. Además, yo te metí en esta idea, no te voy a hacer pagar por ella.
—No me importaría —murmura entonces, tan para sí que creo que me lo he imaginado.
Me vuelvo hacia él, sorprendida.
—¿Qué?
Nos detenemos frente a un semáforo en rojo y pone el coche en punto muerto. Deja la mano en la palanca de cambios y se aferra a ella con fuerza. Los nudillos de la mano que tiene en el volante se le ponen blancos por un momento, tenso como está. No me mira y, de nuevo, pienso que he escuchado cosas cuando, de pronto, inspira hondo.
—Que no me importaría —repite, con los ojos anclados en las luces rojas del semáforo.
Sus palabras y acciones se contradicen como la noche y el día y no sé si considerar su declaración una sugerencia o algo que ha dicho por mera educación. Su expresión de perfil solo me transmite tensión, perdido de nuevo en algún pensamiento que tiene pinta de ser poco agradable.
El silencio está a nada de ponerse incómodo y no quiero eso. Quiero que me mire, que me permita intentar intuir sus verdaderas intenciones, descubrir si su nerviosismo tiene que ver conmigo o no y no tener que hablar sobre meras conjeturas. Así que, buscando llamar su atención, dejo caer una mano sobre la suya.
—¿Hablas en serio?
Mi gesto logra su cometido y Alec se vuelve hacia mí, sorprendido y perplejo. No aparta la mano, demasiado descolocado como para poder reaccionar, y tarda bastante en asentir y reordenar sus ideas, mirándome en busca de algo que solo él sabe. El semáforo en verde es lo que nos devuelve a la vida y yo regreso a mi asiento para dejarle conducir. Nos ponemos en marcha con cierta torpeza y siento que me mira de reojo aunque yo tenga la atención clavada en la carretera.
—El mal tiempo no me va a dejar sacar la moto hasta la primavera —murmura entonces, intentando explicarse. Parte de la tensión de antes ha desaparecido y ahora simplemente suena resignado, como si expusiera un hecho innegable—. Tu casa me pilla de camino y como ves hay sitio de sobra así que...
No sigue con su discurso. En cambio, reafirma su agarre sobre el volante y, de nuevo, se niega a mirarme. Las ansias de saber lo que le pasan por la cabeza me carcomen por dentro y tengo que recordarme que lo conozco desde hace un par de días para no soltar nada inapropiado ni meterme donde no me llaman. Así que, en lugar de eso, me refugio en lo evidente:
—¿Estás intentando sonar racional? —inquiero divertida. Parecía que estaba recitando una lista de pros y contras ante la idea.
Alec, por su parte, compone una mueca y me lanza un rápido vistazo por el rabillo del ojo.
—Para que me creas, supongo.
Está incómodo, muy incómodo, pues vuelve a fruncir el ceño, con la mirada clavada en el tráfico, y de nuevo está agarrando el volante con más fuerza de la necesaria. Siento el impulso de sonreír, aunque lo mantengo a raya. No se le da bien darle voz a sus pensamientos, está claro. Sin embargo, a modo de compensación inconsciente, el resto de su cuerpo habla por él, con gestos y expresiones que no parece saber que está haciendo pero que a mí me demuestran que tras sus palabras, tras su sugerencia, hay más de lo que se ve simple vista.
—Está bien —accedo al fin, justo cuando doblamos la esquina hacia mi calle—. Si a ti no te molesta, no te diré que no. Pero solo por las mañanas y cuando salgamos de clase a la misma hora —añado, advirtiéndole. No quiero que me espere a que yo acabe mis interminables e imprevisibles laboratorios ni tampoco que se cree horas muertas por mi culpa.
Por fortuna, Alec asiente, conforme, y detiene el coche a un lado de la acera con el intermitente puesto. Por un momento nos quedamos los dos en silencio, asimilando y recordando todo lo que ha pasado durante el día de hoy.
Cuando llegué aquí hace poco más de un mes, me preguntaba qué iba a pasar conmigo; si iba a conseguir encajar en un sitio donde incluso las piedras tienen secretos y si conseguiría sobrellevar tanto tiempo sola sin la compañía de mis padres. Hoy, he descubierto que sí, que aunque al principio parezca una tarea complicada e imposible, siempre se acaba conociendo a alguien que te haga reír hasta no poder más y que te haga sentir como en casa. Y la generalización incluye también al chico taciturno que tengo al lado.
Recojo las cosas que tenía a mis pies y me vuelvo hacia él.
—Creo que debería darte las gracias por haber accedido a formar parte de la broma. Sin ti no se me habría ocurrido nada semejante.
Alec, que parecía estar de nuevo perdido en sus pensamientos, me presta atención y esboza una pequeña sonrisa.
—Ha sido un buen cambio de aires —reconoce, y suena agradecido—. Hacía tiempo que no reía así.
—Pues deberías hacerlo más a menudo —declaro, sincera—, te queda bien.
Como acto reflejo a su sorpresa, y como creo que es habitual en él, frunce el ceño y abre la boca para replicar. No obstante, no tiene pinta de que sepa qué decir, así que acaba suspirando, me regala una mirada resignada y compone una sonrisa tan fugaz que es posible que me la haya imaginado.
—Hasta mañana, Selene.
Mi sonrisa sí que es amplia y bien visible al abrir la puerta del coche.
—Hasta mañana —me despido y segundos después escucho las ruedas del coche alejándose calle abajo.
Cuando entro en casa, me encuentro a mi abuela bailando sola en medio de la cocina al compás de una canción que suena en una radio que tiene encima de la encimera. Con un enorme cucharón de madera en la mano y un delantal azul con flores, va alternando entre hacer piruetas y revolver un guiso que huele de maravilla. No deja de tararear en ningún momento.
—Veo que estás de buen humor —rio, deshaciéndome de la cazadora.
Alice se vuelve al escucharme llegar y sonríe con picardía. Agita el cucharón con una alegre floritura de muñeca y se estira para alcanzar un tarro de especias.
—Hoy he ganado al parchís y he conseguido una sesión de peluquería gratis como premio. Me pondré divina. —Y para enfatizarlo se atusa el pelo de forma coqueta, haciéndome reír de nuevo. Hunde la cuchara en la olla y me mira por encima del hombro—. ¿Y a ti cómo te ha ido, cariño?
—Muy bien, me he reído mucho.
—Me alegra que hayas hecho amigos tan rápido, Selene. Y que te guste el pueblo. Ahora solo queda hacer que tu primo saque su nariz de casa...
—Dale tiempo, abuela. No quiero empezar con mal pie.
Su única respuesta es refunfuñar por lo bajo antes de llevarse una cucharada de guiso a la boca para probarlo. Lo saborea, atenta, y sonríe satisfecha para darse la vuelta y tenderme el enorme cubierto con la mano libre debajo para que no gotee.
—Ten, prueba.
Tengo que soplar para no quemarme y se me abre el apetito en cuanto doy el primer sorbo.
—Está delicioso —reconozco, sintiendo el estómago vacío de pronto.
Alice sonríe, como si supiera a la perfección el efecto que ha tenido en mí.
—Tendrás que esperar hasta la cena.
Vuelvo a reír y poco tiempo después la dejo sola para subir arriba y poder darme una ducha. Mientras me seco el pelo, llamo a mis padres. Por desgracia, en ambos me salta el contestador y no me queda otra que suponer que siguen trabajando.
Decido entonces aprovechar lo que me queda de tarde y saco los apuntes y los libros para revisar lo último que hemos dado en clase. Todos son igual de gordos y densos y el que primero acaba en mis manos es el libro de Anatomía.
Tres horas después, estoy intentando memorizar las diferencias de cada tipo de vértebra cuando Alice asoma la nariz por mi cuarto.
—¿Molesto?
—No, que va. —Dejo a un lado bolígrafo y papeles y me vuelvo hacia ella—. ¿Qué pasa?
—¿Te importaría ir al supermercado a comprar una botella de aceite y cebollas antes de que cierren? Pensaba que me quedaban pero estaban malas y he tenido que tirarlas...
—No te preocupes, iré. —Me levanto de la silla del escritorio, me estiro para desentumecer las piernas, y alcanzo el móvil que había lanzado encima de la cama—. ¿Necesitas algo más?
Se lo piensa un segundo antes de negar.
—No, eso es todo.
Así, salgo de casa cuarenta minutos antes de que cierren las tiendas, con la blusa del pijama debajo de la chaqueta y una distancia por recorrer de al menos diez minutos. Llego medio trotando y no me pierdo en el camino de milagro. Cierto alivio me inunda al ver que no soy la única rezagada que hace compras a última hora y voy directa al pasillo de las frutas. Sin embargo, me encuentro con un problema: solo quedan cebollas moradas.
Con una bolsa de las mismas en la mano, llamo a Alice, que me contesta al tercer toque.
—¿Pasa algo si son cebollas moradas? —pregunto nada más tener abierta la línea.
Por un momento, mi abuela no sabe de qué estoy hablando.
—¿No hay de las normales?
—Nop.
Aunque para asegurarme retrocedo para poder inspeccionar una vez más el resto de estantes. Por desgracia, y en el proceso, choco con alguien y mi pie acaba aplastando otro pie. Me vuelvo enseguida, alarmada.
—¡Lo siento! No estaba mirando.
—¿No me digas? Tienes algo llamado ojos, por si no lo sabes.
El que me ha contestado de mala manera es un chico que no deja de mirarme con el ceño fruncido. Tiene el pelo negro y rizado y sus ojos negros parecen culparme de todas las desgracias que pueden haberle pasado en lo poco que llevamos de semana. Mi indignación sube con la rapidez de una olla a presión y le dedico un ceño igual de fruncido que el suyo.
—Ha sido un accidente y he dicho que lo siento, ¿de acuerdo? No eres quién para pagar tu mal día conmigo. Que sólo te he pisado, por Dios. Ni que se te hubiera roto el pie.
No le doy la oportunidad de que se piense una respuesta y me largo de ahí dejándolo con las palabras en la boca. Solo entonces mi abuela se atreve a preguntar qué ha pasado y yo caigo en la cuenta de que seguía con ella al teléfono y con el móvil pegado a la oreja. De mal humor, le aseguro que no pasa nada y que le compraré las cebollas que encuentre.
Del cabreo, camino por los pasillos sin fijarme por dónde me estoy metiendo hasta que me sorprendo en medio de la sección de congelados. De la estantería de los aceites, ni rastro. Al mismo tiempo, por megafonía, anuncian que el supermercado cerrará en quince minutos.
—Bu.
Alguien sopla en mi oído y del susto pego un salto hacia delante con el corazón latiendo como loco. Ethan, salido de la nada, se ríe de mi expresión, sea cual sea esa, y me mira divertido y curioso a partes iguales.
—¡Ethan! —farfullo, intentando recuperarme del susto.
—El mismo que viste y calza. ¿Haciendo compras de última hora? —pregunta, fijándose en las cebollas.
—Algo así. Buscaba los aceites.
—Esos están en la otra punta —ríe y me hace un gesto para que le siga.
—¿A por qué has venido tú?
Su respuesta es enseñarme una caja de helado de chocolate por encima del hombro.
—¿No es algo tarde para comprar helado?
—Es para Annie —me explica—. Lleva dándole la lata a su hermano desde que ha llegado de clases y Roy se niega a volver a salir de casa. Le he convencido de que si hago de recadero me enviará el vídeo de Jared.
Eso no me lo esperaba, pero no me es difícil imaginar la conversación y acabo riendo por el tono decidido de Ethan. Acelero un poco el paso para estar a su altura; al final del pasillo ya veo las estanterías de los aceites.
—¿Qué estudia Roy, por cierto? —pregunto mientras miro precios y decido qué botella llevarme.
—Magisterio. Le encanta la carrera, pero le ha tocado un horario horrible y se acaba quejando cada dos por tres.
—Hay que tener mucha paciencia con los niños y los adolescentes. ¿No?
Ethan suelta una carcajada.
—Créeme, la tiene. Aunque cuando era pequeño todos creíamos que acabaría haciendo algún curso culinario o algo así. Le encanta cocinar y al cabrón se le da demasiado bien. Ir a su casa es ir a probar mil cosas.
—Después de lo de esta tarde no me cuesta créermelo —reconozco y nos encaminamos hacia la única caja registradora que todavía hay abierta.
—A mí lo que me ha sorprendido es que fueses tú la mente maestra. —De pronto me rodea los hombros con un brazo e inclina la cabeza para estudiarme con atención—. A simple vista pareces inofensiva y todo un amorcito, pero mira tú por donde que eres capaz de poner a Jared contra las cuerdas.
Ahora la que se ríe soy yo.
—Tuve ayuda —le recuerdo y luego me centro en la dependienta—. Una bolsa también por favor.
—Aún así, me sigues debiendo un autógrafo. No es justo que solo Roy tenga uno.
De nuevo, me río y tengo que esperar a que Ethan pague su helado para poder preguntarle:
—¿Qué os pasa con eso a los dos? ¿Qué se supone que he hecho?
La sonrisa de Ethan es torcida y su mirada, extraña. De pronto, me pega el bote de helado a la mejilla y doy un respingo.
—Más de lo que te imaginas —declara, dejándome con más preguntas que respuestas—. Nos vemos mañana por la universidad si hay suerte. Algún rato encontraré para venir a incordiar. Buenas noches, amorcito. —Me guiña un ojo y se aleja atravesando el parking iluminado de forma pobre por dos farolas.
Sin saber muy bien cómo interpretar su despedida, vuelvo a casa con mucha menos prisa que antes y sin poder quitarme de la cabeza las palabras de Ethan. No tengo ni idea de a qué se refieren ni él ni Roy, y tampoco tengo pistas que me ayuden a intentar averiguarlo.
O tal vez no sea nada más que alguna tontería suya y yo me esté comiendo la cabeza por nada, así que decido no darle más vueltas de las necesarias. Sin embargo, de quien sí que quiero saber es de Ivi así que, tras cenar y ayudar a mi abuela a limpiar la cocina, me tiro en la cama y marco con rapidez su número de teléfono a la vez que compruebo la hora en el reloj de la mesilla de noche. Son pasadas las once y rezo por que todavía no esté dormida.
Por fortuna, me contestan al tercer toque.
—¿Sí?
Esa voz, extrañada y mucho más grave que la que esperaba oír, no es de Ivi.
—¿Ivi? —pregunto, suponiendo que es de su padre.
—No, Alec.
Por un momento, creo que he escuchado mal.
—¿Alec? —repito, y me aparto el móvil de la oreja para poder ver a quién he llamado en realidad. En efecto, es a Alec. Me quiero morir de la vergüenza—. Mierda —suelto sin pensar—. Perdón, quería llamar a Ivi —explico, como si por mi primera pregunta no hubiese quedado claro. No obstante, por algún motivo, no cuelgo—. ¿Te he despertado? ¿Interrumpido algo?
—No estaba dormido —me tranquiliza, aunque suena cansado—. Buscaba información para un proyecto de clase.
—¿Lo haces solo?
—Con Liam, pero no puedo dejarle hacer todo el trabajo.
—¿Es complicado? —me intereso, y al otro lado de la línea se escucha un suspiro.
—Más bien pesado. Tenemos que comparar una serie de leyes y analizarlas y a estas horas de la noche se me está haciendo eterno.
—Es tarde... ¿Llevas mucho tiempo con ello? —pregunto, considerando sugerirle la obvia opción de dejarlo por hoy e irse a dormir.
De nuevo, Alec suspira.
—Veinte minutos. He llegado de trabajar hace como una hora.
No me atrevo a preguntar por qué trabaja hasta tan tarde, pero tampoco encuentro razón alguna para colgarle, así que seguimos hablando pasando de un tema cualquiera a otro. Le menciono mi pequeño encuentro con Ethan en el supermercado y no se extraña al desvelarle que estaba ahí por un helado para Annie.
En algún momento, el ritmo de la conversación se vuelve más lento hasta que al otro lado de la línea solo escucho un ligero zumbido como de estática. Miro el móvil, extrañada, pensando que me habrá colgado sin darme cuenta, pero no, la llamada sigue en curso y los minutos continúan sumándose. ¿Cuándo han pasado cuarenta y siete minutos?
—¿Alec? —pregunto con cautela, y la única respuesta que obtengo es el mismo silencio que hace un momento—. ¿Estás ahí?
Silencio otra vez y, de fondo, lo que creo que es una respiración pausada.
¿Se habrá quedado dormido?
No tengo forma humana de averiguarlo así que, tras dudar unos instantes, cuelgo. Tengo varios mensajes de mis padres y antes de irme a dormir les contesto de forma rápida que ya hablaremos mañana. Mi último pensamiento, es que el que me recogerá para ir a clase será Alec y no Jared.
Amanece con niebla, y la carrocería gris del coche de Alec parece fundirse con la bruma cuando bajo las escaleras de la entrada de dos en dos. A través de la ventanilla veo que tiene la frente apoyada en las manos que agarran el volante y que está encorvado hacia delante. Sin embargo, pierdo la oportunidad de preguntarle si está bien, pues en cuanto abro la puerta del copiloto, se incorpora en su asiento como si nada pasara y me mira con sus indescifrables ojos azules.
—Buenos días —saluda, y me doy cuenta de que hoy sus ojeras son menos pronunciadas que ayer.
Sonrío y me subo al coche.
—Hola. Gracias otra vez por recogerme.
Alec se encoge de hombros, restándole importancia al asunto, y arranca el coche. Mientras maniobra para poder dar media vuelta y salir de mi calle, señala de forma fugaz mis piernas.
—A tus pies hay una bolsa —me indica, atento a la carretera—. Es... Es para ti. Yo... —respira hondo, incómodo, y se pasa los dedos por el pelo antes de lanzarme una mirada fugaz—. Anoche me quedé dormido mientras estábamos hablando y... Bueno, lo siento.
Su disculpa viene en forma de dos porciones de bizcocho casero envueltos en papel albal. Los miro, sorprendida, y luego miro a Alec para luego volver a contemplar el dulce.
—No hacía falta... —murmuro, sin saber cómo tomarme el gesto ni cómo interpretarlo.
De repente todo es incómodo y confuso, muy confuso. Nos conocemos desde hace pocos días y hasta este momento no parecía ser el tipo de chico que hace cosas así. Entonces, ¿de dónde surge semejante detalle?
—No lo he hecho yo si es lo que piensas —le escucho decir de forma apresurada—. No valgo para eso. Me lo dio Marta, la madre de Roy, el domingo y pensé que podía dártelo como disculpa por, ya sabes, por haberte dejado colgada a mitad de conversación.
—¿Pensaste que me había enfadado por eso? —pregunto, incrédula, porque algo así se le haya pasado siquiera por la cabeza.
De nuevo, se encoge de hombros y me mira de reojo por un momento antes de anclar los ojos en el tráfico.
—No sé. Puede. Yo que sé. Cuando me desperté esta mañana y me vi en el sofá me quise morir. Prefiero no estar en malos términos con la gente si puedo evitarlo.
Sin poder contenerme, poco a poco una sonrisa divertida me alza los labios. Es una disculpa con una razón tan estúpida que roza lo tierno. Sus palabras son torpes, pero el gesto sigue entre mis manos y no me queda otra que aceptarlo. Instantes después, mientras mordisqueo el bizcocho, me descubro queriendo saber más de este nuevo Alec que acabo de presenciar.
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