Capítulo 13.

Por una vez, el alboroto y el ruido de mi lugar de trabajo no me abstrae ni ayuda a dejar la mente en blanco. Escondido detrás del alto mostrador de la entrada, intento descubrir por qué a la mujer que tengo delante le han cobrado de más, pero tanto el programa del ordenador como mi concentración se me resisten e, irritado, vuelvo a meter sus datos para obtener el mismo resultado que las cinco veces anteriores.

—Lo siento —suspiro sin apartar la mirada de la pantalla—, pero según el sistema sí que estaba apuntada estos dos últimos meses.

La mujer, al otro lado del mostrador, frunce el ceño con desagrado y tamborilea con las uñas sobre la pequeña repisa. No deja de mascar un chicle que me está poniendo de los nervios.

—Eso es imposible —declara, y se toma su tiempo en hacer una pequeña pompa y estallarla con la lengua. Comienzo a contar hasta diez—. No he venido aquí desde hace dos meses, así que no debería pagar por algo que no he usado.

El retintín de su voz me hace querer poner los ojos en blanco y me abstengo de suspirar. Maldito fuese el día en el que me metí en este trabajo. Procuro mantener el rostro sereno y la voz neutra y la miro a los ojos, los cuales me dicen sin palabras que no está dispuesta a ceder ni un ápice.

—Señora, esto no funciona así —comienzo todo lo amable que puedo—. Usted pagó seis meses de suscripción que le caducaron —le lanzo una mirada a los datos del ordenador— el pasado lunes. De forma automática, se le retiró del banco la cantidad de otros seis meses y...

—Te estoy diciendo que no pueden haberme cobrado otros seis meses cuando a mí me quedaban otros dos de cuando no vine en verano.

Y volvemos a empezar.

Con cada vez menos paciencia y ganas de ser amable, arrastro la silla hacia la mesa hasta que siento el borde de la misma hundiéndose en mi estómago. Es lo máximo que puedo acercarme sin ponerme en pie, aunque no me faltan ganas para hacerlo.

—Le vuelvo a repetir que no funciona así —espeto con sequedad—. A no ser de que llame para cancelar o pausar la inscripción, cosa que no ha hecho, el gimnasio cuenta los días desde el momento en el que se le hizo la cuenta. Que usted no haya venido en dos meses, no es nuestro problema y, por ello, no le puedo devolver el pago.

—Muy bien. —Se cruza de brazos, alza las cejas con condescendencia y vuelve a estallar otra pompa que me crispa los nervios—. Quiero hablar con tu jefe, voy a reclamaros por robo y mal trato al cliente.

—Como quiera.

Saco una hoja de reclamaciones del cajón y se la planto en las narices al levantarme para ir a buscar a David. De fondo, puedo escuchar su voz indignada contando su versión de los hechos a algún curioso que se habrá detenido a averiguar qué pasaba. Por supuesto, nosotros somos los malos de la historia y los jóvenes como yo los que carecemos de educación básica para con los demás. Será hipócrita.

Encuentro al padre de Liam ayudando a un hombre con unas pesas. Cuando me nota cerca, alza la mirada y sus ojos preguntan por él.

—Una señora quiere que le devolvamos el dinero. Ha pedido una reclamación —resumo, señalando con un gesto de cabeza la entrada, donde la mujer sigue gesticulando y parloteando con ganas y dramatismo.

—Ahora mismo voy.

Se disculpa con el hombre y zigzaguea entre máquinas y clientes hasta el mostrador. Con el problema ahora en otras manos, dejo de prestarle atención a la señora y me centro en el tipo que tengo tumbado a mis pies, rojo y resoplando por el esfuerzo.

—¿Necesita ayuda?

—No —resopla sin dejar de levantar las pesas—. Es la última —añade, jadeante, antes de dejar la barra en su soporte.

Al ver que lo tiene controlado, asiento y me retiro. Deambulo sin rumbo por el gimnasio hasta que un abuelo me pide que le explique cómo se ajusta el asiento de una de las máquinas. Aunque sin experiencia, parece bastante motivado, con su toalla sobre los hombros, un reloj digital escandalosamente nuevo en la muñeca y unos cascos sobresaliéndole del bolsillo.

Una explicación de medio minuto acaba convirtiéndose en cinco y me acabo enterando de que por la tarde tiene una cita con, según él, una mujer encantadora de la residencia que baila el tango como nadie y que habla hasta por los codos. Consigo despedirme de él deseándole suerte y que se lo pase bien y me dirijo hacia las máquinas de correr, único lugar en el que ahora mismo no hay ancianos a la vista.

Un ligero toque en el hombro hace que me dé la vuelta, encontrándome cara a cara con Rebecca. Por un momento, me quedo inmóvil, sorprendido y receloso a partes iguales. Ella, por su parte, sonríe inocente.

—Hola, Alec.

—Hola —digo de vuelta, suspicaz y preguntándome qué querrá de mí esta vez.

—¿Tienes un momento?

Su mirada me pone nervioso e incómodo y, como cada vez que acabo hablando con ella, el recuerdo de lo mucho que me costó deshacerme de su presencia a mi alrededor me invade de pies a cabeza. Tengo que repetirme a mí mismo que estoy trabajando y que no me ata a ella nada más que el compromiso laboral.

—Depende de para qué —contesto al fin.

Rebecca parece satisfecha con eso y ríe con un volumen calculado e idéntico a las muchas otras veces que la he escuchado reír. Se echa hacia atrás la coleta que reposaba en su hombro y me señala una de las cintas de correr.

—No voy a meterte en problemas, sé que estás trabajando —asegura, y yo agradezco de que al menos tenga un mínimo de sentido común—. Creo que se ha roto.

Eso último me devuelve a la realidad de mi trabajo y frunzo el ceño, extrañado, pues habíamos revisado todo antes de abrir y nada estaba fuera de lugar.

—He ido a seleccionar el programa y se ha vuelto loco —explica siguiéndome de cerca cuando me subo a la cinta.

Se pega a mí, los dos encerrados en el minúsculo espacio que crean los brazos de la máquina, pero la ignoro y me centro en el problema. Rebecca no exageraba cuando decía que se había vuelto loco pues, en efecto, la pantalla no deja de parpadear, pasando de una lista de tiempos y velocidades a otra sin parar. No tengo ni idea de cuál es el problema, ni es mi trabajo averiguarlo.

—Será mejor que te bajes —le digo a Rebecca, quien me mira extrañada—. Es peligroso; puede ponerse en marcha en cualquier momento. Y no creo que quieras acabar con algo roto.

Ni yo tampoco, pues sería responsabilidad del gimnasio y sabe Dios la magnitud de la demanda que podría suponer eso. Por fortuna, la advertencia parece ser suficiente y baja de la cinta con bastante miedo. Hago lo propio y voy hasta los enchufes del suelo.

Para mi consternación, Rebecca me sigue, como si desenchufar una máquina fuese lo más interesante del mundo.

—¿Qué harás? —pregunta.

—Ponerla fuera de servicio, avisar a mi jefe y llamar a un técnico —contesto con bastante obviedad. Ella asiente y se muerde el labio con cierta duda. Un rápido parpadeo me avisa de que lo que sea que esté pensando no va a gustarme y, antes de que me pueda decir nada, le señalo otra cinta que se acaba de quedar libre—. Mientras tanto, puedes utilizar esa. Gracias por avisarme.

—De nada —murmura y yo ya me estoy dando la vuelta para marcharme—. ¿A dónde vas?

La pregunta me parece tan innecesaria que no puedo evitar mirarla por encima del hombro con una ceja alzada.

—¿A seguir trabajando? —ironizo—. Mis facturas no se pagan solas.

Y hablando de facturas, va siendo hora de decidir qué hacer con el coche que tengo abandonado en el garaje y con la revisión técnica de la moto. No tendré hipoteca ni alquiler que pagar, pero mi sueldo no me da para mantener dos vehículos, los gastos de una casa y los del día a día.

De solo pensarlo me entra el agotamiento y dolor de cabeza. Frustrado, me masajeo la sien intentando hacerme a la idea de que esta noche me tocará hacer cuentas además de la cena. Ah, y también plantear el tema del proyecto de Derecho Constitucional.

Suspiro. Una noche más en vela.

—Vuelves a estar mustio.

La voz de Liam me devuelve al presente, apareciendo junto a mi sin que yo me haya percatado. Hago una mueca y sigo mi camino hacia el mostrador, con él detrás. Ya no hay ni rastro de la mujer de hace un momento y alcanzo de encima de la mesa un cartel plastificado que reza "Fuera de servicio" y un rollo de celo.

—Acabo de recordar lo apretada que tengo la agenda —murmuro.

—Del proyecto me encargo yo, si quieres —se ofrece, ya cerca una vez más de la maquinaria estropeada. Mientras yo me dedico a pegar el cartel, él se recuesta sobre la consola, subiendo los brazos a la misma—. Al fin y al cabo, se puede hacer por parejas. Y si necesitas salir antes...

—No, necesito el dinero —lo interrumpo, sin estar dispuesto a trabajar menos horas de las que me corresponden. No pienso abusar de la confianza que me da él y su familia—. Pero agradecería lo del trabajo. Porque la verdad, no sé ni por dónde empezar.

La forma en la que Liam me mira deja muy claro que ya sabía eso y que no es ninguna sorpresa para él que me encuentre perdido con varias asignaturas con tan solo un mes de clase. Es frustrante y me hace sentir inútil e incapaz de seguir adelante con una carrera que acabo de empezar, pero tengo tantas cosas de las que tengo que estar pendiente que a veces el ir a clase ya me parece sacrificio y esfuerzo suficiente. Bien podría estar haciendo lo mismo que Adam: trabajar lo justo para sobrevivir y olvidarme del resto del planeta.

—¿Qué tal tu quedada, por cierto? —pregunta entonces Liam con curiosidad evidente, arrancándome de mis penurias.

Por un momento, no sé de qué me está hablando, hasta que recuerdo que él estaba presente cuando sucedió toda esa escena confusa con Jared y Selene dentro de clase.

—Bien —murmuro, recordando ese gesto de la camisa que me pilló desprevenido y con la guardia baja. Todavía no sé qué fue lo más sorprendente, si el regalo en sí o que se las haya arreglado para arrastrar a Jared en todo el asunto por algo tan simple y, a la vez, inesperado. Sin embargo, en vez de mencionarle todo eso, lo que comento es otra cosa, algo que me tiene igual de aturdido que la camisa—: Es posible que Jared se haya echado novia.

La única reacción de Liam es alzar las cejas.

—¿Debería sorprenderme?

—Sí, porque es Ivi. Y si ella le aguanta, el asunto es de larga duración.

Ahora lo que hace es fruncir el ceño, intentando ponerle cara al nombre que le acabo de decir. Tarda un rato, y cuando habla, no parece muy convencido.

—¿La chica que siempre discutía con él en bachillerato?

Asiento y jugueteo distraído con el rollo de celo que sigue en mis manos. El desconcierto de Liam me parece comprensible y hasta justificado, pues decir que Jared se pondrá serio a nivel social es como decir que yo no padezco de insomnio. Sin embargo, también es cierto que lleva una semana en la que no anda pisándome los talones cada dos por tres, ocupado en algo que me ha contado solo con evasivas. Lo único que sé es que tenía un trato de una semana de ejercer de chófer de Ivi aunque ella todavía lo detesta e insulta. O al menos lo hacía.

Entonces, recuerdo la inesperada llamada de hace un rato.

—Por cierto, necesito ideas para bajarle los humos a Jared.






Ha anochecido ya cuando aparco frente al taller. Cuando entro, el dueño, el padre de Eric, ríe al verme y me señala con la cabeza la puerta trasera que da a la zona del taller.

—Lleva ahí toda la tarde —dice sin dejar de colocar unas cajas sobre unos estantes detrás del mostrador y sin necesidad de que mencione a quien he venido a buscar. Están a punto de cerrar y no hay nadie en la tienda.

—Me lo imaginé cuando no me contestó al teléfono —suspiro y dejo el casco encima del mostrador.

Paul baja los brazos, caja en mano, y me mira con curiosidad.

—¿Ha pasado algo? Ha estado más callado que de costumbre.

—Estará aburrido —es lo único que digo antes de entrar al enorme garaje.

Tres coches ocupan casi todo el espacio disponible, aunque solo uno tiene el capó levantado. Jared, vestido con una simple camiseta que ha visto mejores días y unos vaqueros viejos, trastea inclinado sobre el motor sin percatarse de que ya no está solo. De una vieja radio que hay en una de las esquinas de un puesto de trabajo, surge una canción a un volumen relativamente bajo, típico de él. Está absorto en su tarea de revisar un filtro y hasta que no golpeo la carrocería con los nudillos, no se da cuenta de que estoy a su lado. El lugar apesta a gasolina.

—¿Sabes que son pasadas las ocho ya? —es mi saludo cuando alza la mirada, sorprendido.

—Estoy acabando —promete. Se limpia los dedos llenos de aceite con un paño que había dejado encima del motor y saca un destornillador del bolsillo trasero para volver a inclinarse sobre el gigantesco rompecabezas que tiene delante—. Y antes de que lo preguntes, estoy bien. Sigo vivo, sigo cuerdo y voy a seguir dándote la lata hasta que dejes tu depresión de lado.

Por su bien, y también por el mío, ignoro la última parte y me apoyo en el morro del coche que hay al lado. Me cruzo de brazos y lo miro de arriba abajo mientras él se dedica a ignorarme y a seguir con lo suyo.

—¿Una orden de alejamiento? —pregunto entonces, incapaz de contener la sonrisa incrédula que pugna por salir.

Jared, sorprendido, alza la mirada y frunce el ceño. El flequillo despeinado y sucio le cae de mala manera hacia delante y se mancha la frente con grasa al apartárselo.

—¿Cómo sabes tú eso? —espeta desconfiado, pues no hemos hablado desde esta mañana en la universidad.

—Tú sabes mis secretos, yo los tuyos.

Me encojo de hombros y Jared entrecierra los ojos, estudiándome y analizándome con gesto de sospecha. Abre la boca, dispuesto a decir algo, pero la cierra de nuevo antes de soltar palabra alguna y vuelve a fruncir el ceño. No parece que le esté gustando lo que sea que esté pensando y se endereza, cruzando los brazos.

—¿Quién te lo ha dicho? —me interroga—. Porque la única que sabe lo que ha pasado es Ivi. Y bueno, a estas alturas también sus amigas. Pero es imposible que... —Se interrumpe de pronto y compone un gesto de sorpresa de lo más extraño—. Sherly. —El nombre suena a sentencia de muerte y su incredulidad solo aumenta. Entonces me mira como si fuera una aparición—. Oh Dios mío, Alec, has hablado con una persona. ¡Con una chica! No, espera. Lo he dicho mal: Has cotilleado con una chica. O es el fin del mundo o es que estoy muerto.

—Creo que has olido demasiada gasolina —murmuro, irritado por el cambio de tema tan radical que ha dado y las estupideces que está diciendo.

Para mi sorpresa, Jared asiente muy convencido.

—Seguramente —concuerda y yo lo miro, incrédulo—. Debo de estar viendo alucinaciones. Tú no eres tan social, y mucho menos de la noche a la mañana.

Lo miro con poca paciencia.

—¿Has terminado?

—Depende. ¿Te quedarás así por el resto de tu vida?

Pongo los ojos en blanco y me aparto del coche para regresar por donde había venido. Si va a estar en ese plan no tiene sentido quedarme más tiempo.

—Enamorarte te ha dejado todavía más imbécil —declaro. Al llegar a la puerta, lo miro por encima del hombro—. Pero ya que has dado el paso, ten cuidado y no lo estropees.

Jared sonríe, esta vez sincero, y su gesto me dice que no me preocupe. Sin embargo, su sinceridad dura solo tres segundos, tras los cuales su sonrisa se amplía con malicia y apoya una mano en la cadera.

—Al menos yo no vivo amargado. Deberías probarlo; podría quitarte esas arrugas de la frente.

—Vete a la mierda.

Su carcajada resuena incluso en el interior de la tienda y Paul alza la mirada de los billetes que está contando. Se sorprende al verme solo.

—¿Y Jared?

—En un rato termina. Dice que no le queda mucho. —Recojo el casco de donde lo había dejado y saco las llaves de la cazadora—. Y no te preocupes, está perfectamente.

El hombre asiente y no le da más vueltas al asunto. Me despido de él con un saludo escueto y salgo a la calle. Ya fuera, el olor a lluvia me golpea de lleno y sé que se acerca una buena tormenta, por lo que me apresuro a llegar a casa.

El interior está tan oscuro y silencioso como siempre, vacío y solitario. En mi camino hacia la cocina enciendo todas las luces que me salen al paso y dejo la bolsa de la compra en la encimera con un golpe sordo y sin mucho ánimo. Nunca es agradable volver a casa.

Cansado, dejo la cazadora en una de las sillas y miro a mi alrededor. No hay más señales de vida más allá del plato y la taza que lavé por la mañana tras desayunar. Solo uno; como siempre.

Incapaz de soportar mucho más tiempo el mutismo que se respira a mi alrededor, abro las ventanas de la cocina y la puerta que da al jardín. Al instante, el susurro del viento sobre el bosque murmura sus interminables secretos y el aire limpio me ayuda a respirar. Inspiro hondo, empapándome del olor a pino y humedad y me recuerdo que la cena no se hará sola.

Veinte minutos después, el chisporroteo de unos filetes rebozados en la sartén se superponen a la lista de canciones que reproduce el móvil y el olor de la comida comienza a despertarme el apetito. Fuera, la tormenta se ha desatado por fin y los truenos resuenan de vez en cuando, declarando que la época de lluvias ha llegado para quedarse por tiempo indefinido hasta que la nieve decida sustituirla.

La notificación de un mensaje me sorprende cuando estaba por preparar para freír la segunda ronda. Con un huevo en la mano, alcanzo el teléfono y descubro, para mi desconcierto, que es de Selene. Quiere saber si tengo alguna idea con la que poder tomar venganza de Jared.

Le contesto que estoy en ello y, justo cuando voy a reanudar mi práctica culinaria antes de que se me pueda quemar el aceite, otro mensaje me pregunta si puede llamarme.

Por algún extraño motivo, mi respuesta es afirmativa.

—Hey —saluda, y su voz se escucha hueca por el altavoz—. ¿Estás ocupado?

—Depende. ¿Hacer la cena se considera estar ocupado? —Al mismo tiempo, casco dos huevos en un plato y comienzo a batirlos con un tenedor.

Selene se ríe y los recuerdos de esta tarde me muestran la posible expresión que tiene que estar haciendo ahora mismo. Lo más probable es que se le haya arrugado la nariz de forma graciosa y sus ojos verdes hayan desaparecido tras sus pestañas de lo mucho que entrecierra los ojos al sonreír.

Mientras le echo sal a un filete, me pregunto por qué estoy acordándome de semejantes detalles.

—Depende —está diciendo, repitiendo mi propia respuesta—. ¿Doblar calcetines se considera estar ocupado?

Sonrío, con los dedos pringados en huevo y harina, y deposito la carne en la sartén. El aceite chisporrotea al instante.

—Supongo que sí. Porque dudo mucho que los dobles por diversión.

—Cosas más raras se habrán visto —replica resuelta, y me veo obligado a darle la razón—. ¿Qué cocinas?

—Filete empanado, nada del otro mundo.

—Pero sigue estando rico. Yo creo que tengo ensaladilla rusa, aunque no estoy muy segura, no he ido a investigar. —Hace una pausa y de fondo se escucha un extraño quejido, un golpe y lo que me parece que es un cajón cerrándose—. Y hablando de investigaciones, ¿has averiguado algo?

El verdadero interés de la llamada por fin sale a la luz y no puedo evitar reír. Le pongo la tapa a la sartén y dejo el filete haciéndose mientras abro el grifo para lavarme las manos.

—¿Por qué esa pregunta suena a amenaza?

—¿Eso es un no?

Ante su tono de queja y cero esperanzas, vuelvo a reír y voy hasta la nevera en busca de unos tomates.

—Los chicos no somos tan detallistas —digo entonces—, al menos en lo que a Jared y a mí respecta.

—Pues sois unos aburridos —protesta y juraría que casi veo cómo se cruza de brazos—. La vida sin detalles es una vida sin color ni emociones. ¿No tienes ni una pizca de interés en saber cómo y qué ha pasado exactamente?

—En realidad no —reconozco, apartando la sartén del fuego y empezando a cortar los tomates—. Y aunque lo tuviera, dudo que Jared diga algo que sea verdad y solo acabaría fastidiándome. Si quiere que yo esté al tanto de algo, me lo dice aun sabiendo que no me importa.

—Bueno, Jared es Jared, eso te lo concedo —admite y ríe, divertida—. Pero dime, ¿qué se te ha ocurrido?

—¿Por qué tengo que ser yo el que piense en algo? —suspiro y me sirvo la comida para llevar ambos platos a la mesa.

—Porque presiento que te lleva fastidiando toda la vida y te estoy ofreciendo una bonita venganza en bandeja de plata.

Me lo pienso, reconociendo que pocas veces he tomado represalias más allá de insultarlo y resignarme a que la estupidez de turno se le pasara. Siempre fastidia, como si fuese intocable, y nada me gustaría más que verle perder los papeles en público al menos una vez. Pero para eso, necesito público.

—¿Crees que Ivi accedería a participar? —es lo primero que pregunto.






De nuevo, amanece lloviendo. La tormenta no ha parado en toda la noche y me veo obligado a sacar el coche de mis padres del garaje. Por fortuna, todavía tenía gasolina y, aunque siento que se parte otro trozo de mí al ver la cantidad de polvo que hay en el salpicadero por la falta de uso, al final me acabo subiendo a él y sacándolo a la calle después de meses sin usarlo.

No es la primera vez que lo conduzco, pero el volante se siente extraño bajo mis manos y el silencio que hay a mi alrededor y el vacío del asiento de al lado se sienten tan grandes como un abismo insalvable. En busca de escuchar algo que no sea la soledad, enciendo la radio, bajo las ventanillas e intento distraerme con el zumbido que crea el viento con la velocidad del coche. La lluvia aporrea el parabrisas con furia y sin descanso y la parte objetiva de mi cerebro sabe que no podía haber ido a la universidad con la moto con semejante tiempo.

Sin embargo, la otra parte de mí, la misma que me impide dormir más de dos horas por noche y la que hace que aborrezca el silencio y la oscuridad, me recuerda con cada cambio de marcha y giro de volante que este coche en realidad no es mío y que sus verdaderos dueños están a dos metros bajo tierra.

El aire comienza a faltarme y tengo que detener el coche aun lado de la carretera cuando creo que la carrocería me va a aplastar en cualquier momento y a acabar conmigo de una vez por todas. Intento respirar, en vano, y apoyo la frente en el volante, aferrándome a él con las manos, temblando.

Quiero salir del coche, pero no soy capaz ni de levantar la cabeza y mi mirada se pierde en la oscuridad donde se esconden mis piernas y los pedales. Me pitan los oídos y todo me da vueltas. La lluvia me recuerda a una noche de tormenta que no soy capaz de olvidar y el olor del bosque se transforma en el de la sangre.

Ya no estoy en el coche, sino en mi jardín. Hace viento, mucho viento, y creo tener frío por primera vez en mucho tiempo. Las luces de la cocina se reflejan en rectángulos amarillos sobre el césped del patio y, a mis pies, una mancha escarlata se va haciendo cada vez más grande. Unos metros más adelante, más allá de la luz, sé que hay algo que no quiero ver, porque si lo veo, memorizaré esa imagen hasta el final de mis días.

El pulso me resuena en los oídos, errático, y escucho unos pasos acercándose.

No, vete. No te me acerques.

¿Por qué? ¿Por qué lo has hecho?

Los pasos continuan.

No. Aléjate.

Asesino.

Vete.

Vete...

Una mano de hierro me aferra el hombro.

—¡Vete!

Me sacudo, lleno de pánico, y me encuentro con el rostro sorprendido y asustado de Ethan, quien retrocede con una mano en alto.

—Hey, tranquilo, que soy yo.

Ver a Ethan con un paraguas en medio de la lluvia me parece tan extraño como ver nevar en pleno agosto. Miro alrededor, jadeante, y poco a poco voy dándome cuenta de dónde estoy. Reconozco el coche, la carretera y el bosque que nos rodea. Ethan no me quita el ojo de encima y yo, temblando, me paso los dedos por el pelo. Un sudor frío me pega la camiseta a la espalda y tengo que concentrarme en respirar. Inspiro hondo varias veces, pensando solo en la lluvia y en nada más. El tamborileo incesante del agua sobre la carrocería del coche parece ser un buen foco de atención y, con esfuerzo, consigo dejar la mente en blanco otra vez y encerrar mis pesadillas en una caja al fondo de mi mente.

—¿Qué haces aquí? —pregunto al fin, alzando la mirada.

Ethan, todavía con gesto preocupado y desconfiado, deshace el paso que había dado al retroceder y se agacha para poder estar a mi altura.

—Ya sabes que me gusta ir andando a clase y, bueno... te he visto. —Hace una pausa, dudando, y por la mirada que me lanza sé que debo de tener un aspecto horrible—. ¿Estás bien?

La pregunta es estúpida, pero sé que en realidad lo que quiere saber es si vuelvo a ser consciente de mí mismo. Vuelvo a respirar hondo y mi exhalación sale temblorosa e insegura. Niego, despacio, e Ethan me da un ligero golpe en el hombro antes de cerrar el paraguas.

—Anda, bájate. —Me abre la puerta—. Ya conduzco yo.

No protesto y salgo del coche, tambaleante. Por un momento el suelo se mueve e Ethan se encarga de que no caiga al suelo de rodillas.

—Por Dios, Alec, respira. —Su preocupación es evidente y a mí me siguen zumbando los oídos. Sus siguientes palabras las escucho lejanas—: Maldita sea, estás temblando... ¿Se puede saber qué hacías con este coche?

No tengo respuesta a su pregunta, aunque estoy seguro de que en algún momento tuve una razón para conducirlo. Sin embargo, ahora no puedo recordarla y lo único que me importa es que mis pulmones se llenen de aire y el mundo deje de girar.

La lluvia nos está empapando a los dos, pero ninguno se mueve. En verdad lo agradezco, porque no me creo capaz de tenerme en pie ahora mismo. Ethan espera, paciente, a que vuelva en mí y solo cinco minutos después soy capaz de apartarme de él e incorporarme como es debido.

El agua le ha apelmazado y oscurecido el pelo y se lo pega a la frente. No parece importarle, al igual que tampoco parece notar las gruesas gotas que se le introducen por debajo del cuello de la cazadora y de la camisa. Tiene el ceño fruncido y los labios tensos en una fina línea; con esta luz, sus ojos más que marrones se ven negros y no pierden detalle de ninguno de mis movimientos.

Tengo que estar hecho un poema.

—¿Te crees capaz de ir a clase? —pregunta al fin, y sé que no me culpará si digo que no.

Sin embargo, debo renunciar a esa tentadora oferta. No puedo permitirme faltar cada vez que no me sienta con fuerzas para seguir adelante, pues esto sucede cada día y de dejarme controlar por las pesadillas y los ataques de pánico, no saldría jamás de mi cuarto. Así que me fuerzo a asentir y paso a su lado para poder dar la vuelta al coche y subirme en el asiento del copiloto.

El trayecto es corto, silencioso e incómodo, pero al menos Ethan no me pide explicaciones y lo único que me regala son un par de miradas fugaces y preocupadas. Es extraño verlo tan serio cuando siempre es el primero que dice alguna broma o estupidez, y su humor solo me deja en claro la suerte que he tenido de que apareciera por ahí. Nunca me había imaginado que llegaría el día en el que agradecería su extraña manía de ir andando a casi todas partes.

Cuando por fin llegamos al campus y aparca el coche, se limita a tenderme las llaves con un suspiro antes de salir. Yo necesito un poco más de tiempo para hacerlo, necesitado de hacerme a la idea de tener que aguantar cinco horas de clase en semejante estado. El dolor de cabeza me indica que necesito un calmante con bastante urgencia.

Cuando por fin salgo y el seguro del coche se baja con un chasquido, me encuentro con Ethan esperándome plantado en el suelo de forma inamovible y con expresión estupefacta, sin recordar siquiera abrir el paraguas. Al llegar a su lado, me señala un punto al frente.

—¿Estás viendo lo mismo que yo?

Extrañado, sigo la dirección de su dedo y encuentro la misma imagen de Ivi despotricándole a Jared que veíamos al menos una vez a la semana en el instituto. En esta ocasión, sin embargo, están más cerca de lo normal y, en un momento dado, Jared le agarra un brazo y tira de ella para sorprenderla besándola en los labios. Ivi no se aparta, pero no pierde la oportunidad de darle un puñetazo en el costado poco después. La única respuesta de Jared es reír, acercarla a él por los hombros y murmurarle algo al oído. Ninguno de los dos nos ve y se abren camino entre los coches hacia la entrada del edificio con paso apresurado por la lluvia.

Entonces recuerdo que yo también me estoy empapando y vuelvo a abrir el coche para sacar el paraguas del maletero. Ethan se vuelve hacia mí, aturdido.

—¿Esa no era...?

—Sí, lo era. Jared tiene novia y es Ivi. —Bajo la puerta del maletero con un golpe seco y abro el paraguas—. ¿Te vas a quedar ahí todo el día?

Ethan abre la boca, dispuesto a replicar, cuando una nueva presencia se une a la conversación. Los dos nos volvemos hacia Selene casi al mismo tiempo y ella nos regala una sonrisa despreocupada y demasiado animada para el tiempo gris que hace.

—Hola chicos —saluda, resguardada bajo su propio paraguas azul, y se centra en mí—. Ya he hecho mi parte y he quedado con ellos después de clase —informa y vuelve a sonreír, entusiasmada e ilusionada. No comprendo de dónde sale tanta energía—. Vosotros salís una hora antes hoy también, ¿no?

Mira alternativamente a ambos y, antes de que pueda hacer memoria y averiguar a qué se está refiriendo, Ethan se me adelanta:

—¿De qué hablas? ¿Y quién...? —Se interrumpe y estudia a Selene de pies a cabeza—. ¿No eres tú la chica del café?

Selene compone una sonrisa nerviosa y solo entonces recuerdo que Ethan es la primera vez que habla con ella.

—La misma —dice. Hace girar el paraguas entre sus dedos y le tiende la mano—. Soy Selene. Soy amiga de Alec y Jared.

Ethan le estrecha la mano, aturdido, y procede a intercambiar una mirada entre ella y yo, sin comprender.

—¿Amiga de Alec? —repite.

—Ajá—. Selene no le da tiempo ni a él de procesar ni a mí de reaccionar, pues enseguida continúa—: Veo que Alec no te ha dicho nada todavía, así que lo haré yo: vamos a quedar todos en la misma cafetería de la otra vez después de clase.

—¿Todos?

Ethan no está entendiendo nada y me vuelve a mirar como si yo tuviera las respuestas a sus preguntas grabadas en la frente.

—Sí, todos. —El paraguas vuelve a girar en sus manos y el agua sale proyectada en varias direcciones. Al mismo tiempo, intercambia su peso de un pie a otro y se aparta el pelo de la cara—. Jared, Ivi y yo llegaremos un poco más tarde, que tenemos laboratorio, pero vosotros podéis esperarnos ahí. Ah, por cierto, ¿os importaría llevar a Lucy con vosotros? No creo que lo pida ella misma, pero no tiene coche y con este tiempo el autobús pasa cada mil años.

—Supongo... —murmura, todavía con la mente en blanco hasta que, de pronto, frunce el ceño y se le muda el gesto—. Espera, ¿has dicho Lucy?

Selene asiente y lo contempla extrañada.

—Sí. Va a tu clase.

Pero Ethan no la escucha y se lleva la mano a uno de los bolsillos de la cazadora segundos antes de componer una mueca de horror.

—Mierda, el proyecto. Le dije que iba a hablar con ella antes de clase. —Apurado, saca el móvil y contempla la hora. Quedan menos de diez minutos para que empiecen las clases—. Me va a matar —se lamenta—. Lo siento, luego me contaréis el resto, tengo que irme. —Y echa a correr.

Atrás quedamos Selene, yo y la lluvia que nos separa del resto de estudiantes y profesores. Sin ganas, contemplo el edificio que aguarda a encerrarme en sus dominios y mi dolor de cabeza regresa de su breve momento de consideración. Vuelvo a sentirme agotado.

Había olvidado por completo mi conversación de anoche con Selene y lo que se supone que íbamos a hacer hoy. Sin embargo, al contrario que horas atrás, ahora no tengo ni ánimos ni ganas y solo quiero deshacerme de la desagradable sensación de pesadez que no me ha abandonado desde mi ataque de pánico. Siento que necesito dormir por un año entero.

Un toque en el brazo me saca de mi ensoñación y al bajar la mirada veo que Selene me mira preocupada y sin rastro del buen humor de hace unos momentos.

—Oye, ¿estás bien? —pregunta—. Tienes mala cara.

Por un momento no contesto, porque todo lo que diría sería mentira. Su preocupación por mi es genuina, tan falta de contexto y detalles que me estremece. No necesito que nadie me diga que ella no sabe nada de la muerte de mis padres, pues su mirada no está cargada de lástima, ni de una búsqueda de palabras de aliento huecas y torpes. No me observa de reojo como todos lo hacían y lo siguen haciendo desde hace un año, ni busca temas de conversación que eviten de forma tan deliberada el asunto que se vuelve evidente. Y solo es ahora, después de todas las veces que hemos hablado, que realiza esa pregunta que tanto he llegado a odiar.

Y, para mi sorpresa, no duele, ni escuece. No abre heridas ni recuerdos sino que alivia y entumece. Reconforta. Porque no sabe nada y no quiero que lo haga. No hoy, no ahora. Y de ser posible, nunca.

—Sí, estoy bien —miento, pero por supuesto, ella no se lo cree y me veo obligado a añadir—: Solo me duele la cabeza, eso es todo.

Selene frunce el ceño, y por un momento temo que insista o, lo que es peor, que busque respuestas, pero lo único que hace es dejarme sin palabras al tenderme su paraguas.

—Sujeta —ordena, y yo obedezco sin comprender. Se lleva el bolso que le cuelga del hombro hacia delante y comienza a rebuscar en su interior—. Creo que me quedan pastillas —murmura—. Tienen que estar por aquí, las vi esta mañana... Sí, aquí están. Toma.

Me arrebata su paraguas de la mano y me lo intercambia por una tableta de pastillas a la que le quedan seis comprimidos. La giro entre los dedos, buscando el verdadero sentido de por qué estoy sosteniendo esto.

—Quédatelas, pareces necesitarlas —añade. Esboza una sonrisa amable y me señala con la cabeza el edificio de las clases—. Se está haciendo tarde, ¿entramos ya?

Solo soy capaz de asentir.

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