Capítulo 1

El calor de Arizona es fuerte y asfixiante, igual que los sentimientos que descubrí aquel lejano verano, el último de mi adolescencia. Sus habitantes dependen del aire acondicionado, no caminan mucho por la calle y aman las pláticas nocturnas, especialmente bajo los cientos de estrellas que se aprecian cada noche.

Nunca pensé que viviría una temporada en Phoenix. De todos mis planes inesperados, este resultó el mayor. Y no solo por el cambio tan brusco de aires, sino por todo lo que aconteció durante mi estadía y que transformó por completo la forma en la que solía ver el mundo.

Pasadas ya dos semanas de que puse un pie en la casa enorme de mi tío Lalo, tenía bien aprendida mi rutina y bastante claros los motivos que me habían llevado hasta ahí. Mi ayuda era indispensable y aligeraba la carga y el estrés de la familia Figueroa, mis parientes paternos.

Una tarde mi papá llamó a su casa para preguntar cómo se encontraban. Era una práctica común para mantenerse en contacto con sus primos del otro lado, que lo habían dejado todo en México para buscar oportunidades en Estados Unidos. De eso habían pasado casi treinta y cinco, así que los Figueroa ya tenían una vida bastante bien establecida en el desierto.

Mi tío le contó una triste novedad; su esposa, mi tía Teresa, había sufrido un derrame cerebral un par de semanas atrás a causa del estrés. Fue hospitalizada y por fortuna salió, pero tenía la mitad de la cara paralizada y muchas dificultades para moverse. Una situación así de delicada era una tortura para cualquiera, pero para mi tío y su familia eso no era lo peor.

¿Estrés de qué?, pensaría cualquiera que conociera a mi tía Tere, una ama de casa dedicada al cien por ciento a su hogar y que gustaba de hacer e ir a reuniones y eventos a la mínima oportunidad. Para una mujer que tuvo la fortuna de casarse con un hombre que logró hacer excelentes negocios en Estados Unidos y que ahora era rico, que la sacó de su vida en un pueblo recóndito de México y la llevó a vivir el mejor sueño americano posible, ¿qué estrés había?

Cuando digo que mi tía Tere era una ama de casa dedicada, lo digo en serio. Muy dedicada. No era exactamente una fanática de la limpieza, pero sí que le gustaba el orden, su propio y específico orden. Por eso se rehusaba a contratar ayuda extra y casi todo el día se la pasaba arreglando su enorme hogar porque no podía durar más de una hora limpio.

Y es que mi tía tenía dos hijas, dos hijos y una nieta que revoloteaban por los alrededores todos los días. Mi prima Ailyn, que era mayor que yo por dos años, trabajaba medio tiempo y la niña se quedaba a cargo de su abuela porque aún no entraba al preescolar. El resto de mis primos tenían menos de doce años y si no estaban en la escuela, se la pasaban jugando por el extenso jardín o nadando en la piscina.

Los niños absorben. Su energía es imparable y por eso mismo deben estar bajo supervisión adulta todo el tiempo. Y mi tía era ese adulto, el único. Por eso tarde o temprano el desgaste de cuidar tres niños, un marido, una hija adulta y una bebé, más los quehaceres de un hogar enorme sin ayuda, iban a pasarle factura más pronto que tarde.

Entonces, ¿qué era peor para mi tío Lalo que una esposa tan delicada de salud? Bueno, básicamente que la casa no pudiera limpiarse sola y que ni siquiera la abuela tuviera ganas de cuidar a sus nietos y bisnieta.

Una sola mujer se hacía cargo de todo eso a diario y ya no estaba disponible. Además, las recomendaciones médicas pedían a gritos que por favor mi tía Tere se mantuviera en reposo lo más posible o la situación volvería, quizás, para llevársela definitivamente.

Así que cuando mi papá escuchó aquella angustiante historia, no se lo pensó dos veces y me ofreció para ir a apoyarles, pues mi semestre en la preparatoria recién había terminado y se avecinaban unas extensas vacaciones de verano. Eran las más largas del año, de casi tres meses, por eso tenía varios planes que al final cancelé.

Para ser honesta, yo no quería ir y me había enojado bastante con papá por haber tomado una decisión así por mí. Porque claro, cuando manifesté que no estaba muy deseosa de reemplazar a mi tía, tanto él como mi mamá intentaron hacerme sentir culpa y responsabilidad. Que si mis tíos contaban conmigo, que si ellos me lo iban a agradecer bastante, que si aprendería cosas que me funcionarían mucho en el futuro, como el cuidado de una casa o una familia.

Al final acepté, luego de algunos corajes internos. Y no porque mis padres me forzaran, sino porque los Figueroa me caían bastante bien. Las pocas veces que fui de visita nos trataron a mi familia y a mí como invitados de honor. Nunca nos faltó nada y nos facilitaron la estadía en Estados Unidos en más de una ocasión. Por eso, aunque no existiera una deuda entre nosotros, sí que al final me sentí responsable y quería apoyar.

La casa de los Figueroa tenía siete habitaciones, dos dedicadas por completo a las visitas. Desde el primer momento en que llegué me instalaron en una, lo que me entusiasmó mucho porque tendría privacidad y tampoco molestaría a mis primos al ocupar su espacio.

Así pues, cada mañana, cuando la alarma sonaba a las ocho, ponía manos a la obra. Iba al baño y después salía hacia la cocina. A veces me encontraba con mi tío y primos, yéndose a prisa porque llegaban tarde a su trabajo o a la escuela. Y si ellos ya no estaban, entonces iba directamente a prepararnos el desayuno a mi tía Tere y a mí.

Jamás había visto una alacena tan grande, de esas que tienen puerta propia y en la que debes pasar para tomar las cosas. A pesar de que estuviera llena de ingredientes y utensilios útiles para cocinar, abundaban los postres y el azúcar. Aquella alacena rebozaba de color y cosas tamaño jumbo que solo hallabas en las tiendas de mayoreo o los supermercados estadounidenses.

Su refrigerador era casi igual por dentro, de dos puertas y un congelador gigante. Había helado, wafles, más dulces fríos y chocolate que destacaban por encima de las verduras o la carne. En mi casa jamás podría disfrutar de algo así, pero no por ese motivo me aventuré a probarlo todo. Por más que quise, tuve que contenerme para no enfermar; sería muy malo que sucediera.

Así que al final seguí la misma dieta que mi tía Tere, que debía ser bastante saludable y baja en grasas y azúcar. De alguna u otra forma nos acompañábamos y ella se lamentaba menos sobre no poder comer y disfrutar de todos los postres en su casa.

Después de cortar fruta, tostar unas rebanadas de pan y servirnos jugo, cargaba nuestros desayunos en una charola. Siempre la encontraba despierta al entrar y me recibía con una somnolienta sonrisa.

Yo acercaba mi silla, ponía la charola sobre el buró y a ella le acomodaba todo para colocar sus platos sobre una mesita de cama.

—¿Cómo te sientes, tía? —le preguntaba siempre, sin falta.

—Ya mejor, hija —y esa también era su respuesta habitual.

De hecho, mi tía no mentía. Todos los días podía notar una muy tenue mejora. Las primeras veces, tras mi llegada, la vi demacrada y débil. Dormía mucho, se movía poco y en la cara era evidente el estrés y el cansancio. Había envejecido y parecía mayor que mi mamá, aunque ambas ni siquiera tuvieran cuarenta.

Al menos ya lucía un poco más relajada. Parecía haber aceptado que la casa ya no se viera como a ella le gustaba y las pocas visitas de sus hijos también la mantenían con la mente ocupada en la televisión. Los niños entendieron rápido que ya no podían exigirle igual a mi tía, así que solo rondaban por los alrededores y jugaban. Si tenían hambre después de la comida, había una enorme y dulce alacena.

Yo no tenía la habilidad de alimentarlos, de hecho, era muy mala cocinera, por eso mi tío Lalo contrató a unas personas para que trajeran a diario comida a domicilio. Una vez que los niños llegaban de la escuela, solo teníamos que esperar al repartidor y comíamos juntos. Incluso mi tía podía unírsenos de vez en cuando en el comedor.

El resto de la tarde me quedaba cerca de la habitación de mi tía Tere por si necesitaba algo. Pero a pesar de que ese tiempo quisiera utilizarlo para el ocio o para leer los pocos libros que traje conmigo, no podía. Y es que mi pequeña sobrina me pedía con mucha frecuencia que la acompañara a jugar o a ver sus caricaturas en televisión porque no le gustaba mucho jugar con el resto.

Tenía tres años, ya caminaba y hablaba un poco, aunque solo en inglés, igual que el resto de mis primos menores. Por fortuna podía comunicarme porque también sabía el idioma, pero me sorprendía que aun así todos pudieran entenderse con mi tía Tere, que no sabía nada de inglés pese a los más de veinte años que llevaba en Estados Unidos.

Después del derrame mi tía ya no pudo hacerse cargo de su nieta, así que ese lugar lo ocupé yo. La pequeña Mica era como cualquier niña de su edad, llena de energía y curiosidad que debía estar bien supervisada. No veía a su mamá hasta después de las siete de la noche y durante las mañanas, cuando se alistaba para el trabajo. Era una niña a la que las circunstancias orillaban a estar sola.

Juntas visitábamos a mi tía en la habitación y otras veces ellas dormían en la misma cama. Pero eran más las ocasiones en las que yo debía correr tras de Mica para recoger todo lo que tiraba. Había juguetes por doquier, el control del televisor muy lejos de su sitio y algunas sobras de los dulces que agarraba por sí misma. A veces pensaba que su exceso de energía era a causa del azúcar.

Ya más tarde, cuando su mamá aparecía, nos poníamos a ordenar la casa juntas. Por más que nos esforzáramos no quedaba igual de bien como mi tía la dejaba, pero al menos no parecía un basurero. Sin embargo, el pasar de los días probó que Ailyn empezaba a cargar con un poco del estrés de su madre. Y es que después del trabajo ni siquiera podía llegar a descansar. Le seguían las responsabilidades del hogar y su hija. Y así todos los días.

Una de esas noches, cuando todos ya estaban en sus camas, salí a la cocina por un vaso de agua y me encontré con Ailyn en la barra. Lloraba. Tan pronto me vio, se secó las lágrimas con el dorso de las manos y me sonrió, fingiendo que nada ocurría. Yo, que la había visto desde la distancia, no quise hacerme la tonta.

Jalé una de esas sillas altas y me senté frente a ella, mirándola con preocupación. Siguió esforzándose en ocultar su pesar, aunque el enrojecimiento de sus ojos y mejillas continuaran ahí. Interrumpiendo el silencio, me aventuré a hacerle la obvia pregunta de si se encontraba bien.

—Solo me puse a pensar —contestó tras un pesado suspiro. Después, trató de recuperar parte de sus ánimos para cambiar de tema—. Pero mejor cuéntame cómo te has sentido tú aquí. ¿Te gusta?

Vine un par de veces en años anteriores y siempre eran mis mejores veranos. Pero vivir con los Figueroa era una experiencia distinta. No es que ellos fueran molestos o se comportaran diferente, sino que yo no había vuelto precisamente a vacacionar.

Tenía que cumplir con varias responsabilidades porque estaba comprometida a ello, por más que no quisiera. Y eso era un poco desgastante. Pero a pesar de que deseara desahogar parte de mi cansancio, preferí no hacerlo y decir en pocas palabras que me encontraba bien. Quejarme frente a ella era ofensivo, en especial porque de ambas, Ailyn era la que más tenía motivos para quejarse.

—No puedo imaginar lo difícil que debe ser cuidar a Mica —respondió, otra vez desanimada—. Lo siento, debería estar haciéndolo yo.

Y de nuevo le brotaron las lágrimas. La observé con preocupación, me incliné un poco y le sobé el hombro para que se sintiera acompañada. No le hice preguntas para evitar incomodarla o que llorara más; preferí que ella misma me contara lo que sucedía a través de mi silencio.

—Es que me acuerdo de la última vez que viniste y cómo era todo tan diferente —mencionó, tomándose un fuerte respiro y mirando hacia el techo—. Hace tres años todavía no tenía a Micaela.

Ailyn era la prima que más se asemejaba a mi edad. Y como vivía lejos, siempre aprovechaba mis escazas visitas para que lo pasáramos bien. La última vez que vine tres años atrás, nos la vivimos en la piscina, vimos series, recorrimos un par de centros comerciales e incluso fuimos juntas a Disneyland, con su familia y la mía.

Tenía diecisiete y yo quince, plena adolescencia. Con ella me emborraché por primera vez en su cuarto y también me enseñó a fumar, aunque ninguna de las dos realmente lo hiciéramos mucho. Visitar a Ailyn siempre era divertido y ella en general era muy divertida. Sin embargo, poco podía notarlo en el presente.

—¿Te enteraste de todo lo que pasó cuando lo descubrí? —preguntó, más abierta a la conversación.

De inmediato lo negué. La comunicación de la época era muy distinta a la del presente. A inicios de los años 2000 las personas estaban acostumbradas a los teléfonos de casa. Si bien existían los celulares, no todos podían comprar uno y cumplían una función muy parecida a la de cualquier teléfono fijo. Además, las llamadas al extranjero eran carísimas, por eso mi papá solo les hablaba una vez cada par de meses.

Supe del embarazo de mi prima gracias a una de esas conversaciones telefónicas, pero nada más. Y sin dudas la noticia me resultó bastante sorpresiva. Ailyn estaba por cumplir los dieciocho y tan solo unos meses atrás había estado con ella de visita. Todo su mundo cambió e incluso, de forma inconsciente, dejé de verla como una chica parecida a mí y la asemejé más a mis tías y a mi mamá.

—Estaba tan asustada... —comenzó, guardándose un poco la tristeza.

Ailyn tenía un compañero de clase que le gustaba desde primer año de preparatoria, pero no fue hasta inicios del tercer año que comenzaron una relación. Ella misma comentó que todo se dio naturalmente rápido, así que cuando estaban por cumplir tres meses de noviazgo, ella descubrió que tenía casi dos meses de embarazo.

Cuando se lo contó, el tipo se aterró todavía más que ella. Aunque le dijo que lo resolverían, ganó un poco de tiempo y desapareció. Dejó la preparatoria y, según sus amigos, también la ciudad. Perdió todo rastro de él en menos de un parpadeo, quedándose completamente sola.

—¿Sabes en qué fue lo primero que pensé? —se inclinó un poco hacia mí y bajó mucho la voz, como si lo siguiente que dijera fuera realmente malo—. En abortar.

Abrí los párpados, me quedé callada porque la sola idea asustaba. Y no porque estuviera en contra de una decisión así —todo lo contrario—, sino porque sabía que en su familia nadie la apoyaría con esa decisión. Y eso significaba recurrir a procedimientos mucho más peligrosos.

—¿Qué te hizo cambiar de opinión? —le pregunté por fin.

Soltó un suspiro, miró hacia el techo y de repente sonrió.

—Yo ya estaba dispuesta a hacerlo, te lo juro —continuó, un poco más animada que al principio de nuestra conversación—. Fui a la clínica y me dijeron que no habría problema, pero que tenían que mostrarme algo primero.

Y entonces, le realizaron un ultrasonido para que viera lo que crecía dentro de su vientre, a lo que ella misma decidió llamar bebé. Se sintió bastante conmovida, así que desistió y volvió a su casa para pensar en cómo le daría la noticia a su familia.

Fue una decisión valiente, igual de valiente que si hubiera decidido no tener a Mica. Sin embargo, no dejo de pensar que su decisión —aunque muy suya— fue también influenciada por la ley, que quería que se arrepintiera. Pues años atrás, en Arizona, era un requisito obligatorio que las clínicas que ofrecían abortos mostraran ecografías antes de que las mujeres eligieran qué hacer.

En un inicio, los Figueroa no lo tomaron nada bien. Hubo muchos gritos, reclamos y lágrimas. Su abuela, mi tía abuela, la cacheteó y le dijo una cantidad de cosas irrepetibles. Entre ellas, que era peor que las prostitutas.

Al recordarlo, Ailyn lloró otra vez, en silencio para que nadie más que yo la escuchara.

Luego de que los humos se dispersaran, mis tíos entendieron que lo sucedido no estuvo bien. De hecho, tomaron distancia de la abuela por varios meses y decidieron que apoyarían a mi prima. Las condiciones eran que se dedicara por completo a su bebé hasta que creciera lo suficiente y después, que consiguiera un empleo. Nada de fiestas, nada de novios nuevos. A decir verdad, la aislaron bastante del resto de la sociedad. No salió de su casa en más de nueve meses, no se reencontró con amigos, nadie se enteró del embarazo más que su familia.

Así hasta que nació la pequeña Micaela Figueroa, una niña a quien todos amaron desde el inicio.

Quizás para su desgracia, el tiempo como madre de tiempo completo se terminó al par de años, cuando Mica empezó a caminar. Tuvo que buscar un empleo pronto y dejar a la niña en casa, así que poco a poco su estrés incrementó. Primero por las responsabilidades del trabajo, después por las responsabilidades con su hija y, en tiempos recientes, las preocupaciones por la salud su madre.

Por eso estaba llorando cuando la encontré en la cocina. Por estrés y por incertidumbre.

—Me siento mal de que tengas que venir a ayudarnos con todo esto —se secó las lágrimas—. Tú deberías estar aquí descansando, divirtiéndote. Por eso le insistí a mi mamá para que contrate a alguien que nos ayude.

Yo le dije que no era necesario, que podía sola y que de verdad me nacía apoyarles. Aunque claro, era innegable que mi cansancio también fuera en aumento. Si otra persona nos ayudaba, todo sería mejor y hasta mi prima podría descansar o pasar más tiempo con su hija en lugar de limpiar tanto.

De nuevo nos encogimos en nuestras sillas, seguras de que mi tío Lalo no aceptaría pagar por algo que dos mujeres jóvenes y sanas de la familia podían hacer "gratis". No obstante, después de seguir meditando nuevas opciones, Ailyn brincó en su asiento, como si hubiera recordado algo o se le hubiera ocurrido una buena idea. Incluso sonrió.

—Ayer escuché a mi mamá hablar por teléfono con unos conocidos del pueblo de donde ella es —murmuró, acercándose un poco—. Según lo que oí, preguntaron si no podíamos recibir a una muchacha en la casa por un tiempo.

—¿Y qué dijo mi tía?

—Que tal vez.

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