Primer latido
Lunes, 16 de septiembre.
Querido Beat,
Necesito ser franca desde el principio: a partir de ahora, compartiré mis pensamientos más íntimos, y tú serás el primero en quien confíe mi corazón.
Resulta que, para plasmar mis reflexiones, suelo utilizar las últimas hojas de mi cuaderno de lengua y literatura, en lugar del de matemáticas, porque cuenta con esa aburrida colección de problemas que probablemente seguirán sin resolverse. Ya tengo suficientes dilemas propios, y lo último que deseo es que, al abrirme ante ti, mi desánimo se amplifique. Espero que entiendas a lo que me refiero.
La verdad detrás de tu existencia, construida con hojas recicladas que amablemente me permitieron llevarme de la biblioteca, radica en el riesgo consciente que he asumido hasta ahora. La verdad es que tengo miedo. No, más que eso, siento un auténtico pánico de que alguien descubra mi verdadero yo y la maraña de problemas que envuelven mi vida. No estoy preparada para exponerme; quizás eso suceda en el futuro, pero no ahora.
Hoy, por ejemplo, mi maestra de lengua y literatura, Alexa, estuvo a punto de leer en voz alta esa frase que escribí y que no podía quitarme de la cabeza. Es la misma que mi papá usó esta mañana durante el desayuno: «¡No soy el culpable de que pasen todas estas p̶o̶r̶q̶u̶e̶r̶í̶a̶s̶!».
La realidad es que apenas estoy aprendiendo a redactar, ya que no me queda otra opción. Alexa decidió que sería una idea genial incluirme en su tedioso club de periodismo, simplemente porque a veces me ha sorprendido escribiendo en las últimas páginas en lugar de prestar atención en clase. Y aquí estoy, intentándolo, poniéndolo en práctica de la única manera que se me ocurre.
Escuché que para aprender a escribir, debes escribir. Gracioso, ¿no? Y sé que no debería comenzar con lamentos o maldiciones, pero necesito que entiendas, aunque parezca absurdo hablarle a un cuaderno de hojas engomadas.
En fin, cambiemos de tema.
Quiero compartir contigo una historia, porque siento en lo más profundo de mi corazón que debo desahogarme con «alguien», y tú, Beat, eres precisamente ese «latido» que necesito. Tu nombre yace escrito en la primera hoja, por si acaso no lo notaste. Eres el reflejo de mi vida y mis sentimientos. Porque al parecer, no todos pueden oírlos, tal vez porque es mejor escuchar sordamente, como cuando miras a ciegas, o porque todos, en algún momento, sentimos miedo de hablar con la verdad, y este último caso es, sin duda, el mío.
¿Habrá alguien más en este mundo que se identifique conmigo? En caso afirmativo, me encantaría conocerlo. Pero por ahora, me conformaré con esto.
Te contaré lo que sucedió después de que Alexa me impusiera ese castigo tan cruel, comenzando precisamente desde esta tarde, cuando visité la tienda de comestibles en busca del regalo por el cual había estado ahorrando durante semanas.
A partir de ahora, intentaré relatarlo como si fuera una historia, siguiendo la estructura de un libro que también tomé prestado de la biblioteca. No espero que te guste, solo espero que sepas escuchar, porque esto es importante.
Ya que estos son: Los latidos de mi corazón.
—¿Cuántos años tienes, cariño? —me preguntó la anciana mientras envolvía cuidadosamente el pequeño oso de peluche en papel de regalo.
—Catorce —respondí.
—Eras tan joven —suspiró soñadora—. Todavía recuerdo cuando tenía tu edad.
—¿De verdad?
No podía apartar la mirada de sus manos. En ellas descansaba ese muñeco que capturó el corazón de Lacey, mi hermana menor, días atrás. Mientras hacíamos algunas compras en esta misma tienda de comestibles, Lacey lo vio detrás del mostrador. En ese momento, no pudimos comprarlo porque mamá solo me dio lo justo y necesario.
Finalmente, hoy pude adquirirlo. Sin embargo, la anciana se estaba tomando una eternidad para envolverlo. Por esta y muchas otras razones, preferiría que me atendiera su nieto, Ezra, con sus ojos oscuros y su amable sonrisa. Pese a que no fuera el más popular, su amabilidad lo rodeaba de gente. Tampoco era el chico más guapo, pero tenía un carisma que infundía paz. También me ponía nerviosa cada vez que intentaba pagarle, olvidándome repentinamente de las operaciones matemáticas más básicas.
Impaciente, comprobé la hora en el reloj de pared sobre su cabeza. Ya iba tarde. Si no fuera por la profesora de lengua y su absurdo club de periodismo al que me obligó a unirme, ya habría llegado a la fiesta de cumpleaños.
—Sí. Estás en la mejor etapa de todas. Debes disfrutarla —me dijo la anciana.
Los adultos estaban locos, no entendía por qué pensaban así. Incluso mi padre siempre le recordaba a mamá sus días pasados: cuando era soltero, cuando tenía una musculatura increíble en la secundaria, cuando iba en primaria... Nunca dejaba de mirar al pasado.
Sabía que había cosas buenas que valía la pena recordar, pero parecía hacerlo porque no era feliz ahora. Nos lo repetía constantemente.
No quería ser así cuando creciera. Solo quería soñar con el futuro y sentir que algo mejor nos esperaba a la vuelta de la esquina. Y esperaba no llevarme la misma decepción que hace poco, cuando pensaba que la secundaria sería la mejor época de mi vida: Belleza, tetas y culo, ropa bonita, maquillaje, popularidad, teléfono celular, redes sociales, fiestas... Que al llegar a la secundaria un día despertaría y sería otra, la Faith chic. Pero según las leyes y normas de nuestro estado de Colorado, en Denver yo era una chiquilla todavía.
Me las ingenié para obsequiarle una sonrisa casi auténtica, aunque por dentro tan solo quería decirle que estaba completamente equivocada. Esta era la verdad: ser adolescente era una p̶o̶r̶q̶u̶e̶r̶í̶a̶.
Y no tenía que ver con los granos que me salían como mazorca, el mal olor a causa del sudor, las hormonas descontroladas, la menstruación y los dolores pélvicos. Más bien, estaba relacionado con esas tantas cosas que todavía no podía hacer, como abrir una cuenta bancaria por mis propios méritos y sin tener que decírselo a nadie. Así, ya no tendría que esconder mis ahorros en una caja de galletas bajo el colchón, y a partir de ahora seguramente también debajo de mi nuevo diario.
—Gracias —le dije a la anciana una vez que me entregó el paquete. Le pagué los catorce dólares y salí corriendo.
Minutos después, subí los estrechos peldaños del edificio en el que vivíamos. Nuestro departamento estaba en el sexto piso, y ya desde el número cuatro podía escuchar los gritos.
Mamá y papá peleaban de nuevo, y la sola idea me originó un nudo en el estómago. Extrañaba esos tiempos, hace siete años, cuando no había discusiones, solo juegos con Lego y películas los viernes por la noche. Eran mis únicos recuerdos de esos días, pero estaba segura de que papá, mamá y yo solíamos divertirnos más.
Al llegar arriba, deslicé la llave mientras intentaba hacer el menor ruido posible. Empujé la puerta para asomar la mirada y al no ver a nadie en la sala, entré.
—¡Es mi trabajo! —escuché la voz de papá—. ¡Y soy el único con empleo en esta casa!
Cerré la puerta con seguro y me quité los zapatos para no hacer ruido. Inmediatamente noté las sombras que proyectaba la luz de la cocina y me agaché, ocultándome detrás del sofá.
—No pretendas hacerme sentir mal por eso, Brendon. Todo el tiempo cuido de las niñas, lavo, plancho, preparo la comida... Y a ti, ¿te parece adecuado llegar un lunes por la noche en estas condiciones? ¡La última vez chocaste el auto y todavía seguimos endeudados!
—Ese es el problema, que no puedo darme un gusto. Todo lo que hago es por ustedes, pero creo que también cuento con el derecho para disfrutar con mis amigos.
Alcancé a verlos de reojo. Papá tenía el pelo castaño claro y muy largo hasta la espalda, y otra vez usaba esa camiseta negra con la calavera que escupía fuego. Por el contrario, mamá estaba despeinada como siempre, y vestía ropa deportiva desteñida.
No debían saber que era mi hora de llegada. Y por suerte tampoco parecía que se hubieran dado cuenta, ya que esta vez yo no era el motivo de su discusión.
Rápidamente me deslicé al pasillo hasta la habitación de Lacey.
—¿Un gusto, Brendon? Fumo un cigarrillo al día, pero solo uno, aunque situaciones como estas ameritaran acabar con la cajetilla entera. Y ese es mi gusto. Por el contrario, tú sueles arrazar con una botella de whisky en menos de dos horas. No es de vez en cuando, ¡esto ocurre varias veces a la semana! —Escuché que un objeto cayó al suelo y se quebró, frenándome por un momento—. Mírate ahora, ni siquiera puedes caminar.
Cerré la puerta y examiné alrededor. No di con su presencia.
Me acerqué a la cama con el colchón desnudo y revisé debajo. Nada todavía.
Caminé hacia el armario, y al abrir la puerta, la encontré sentada junto a la canasta de ropa sucia, envuelta en una manta de color rosa y en compañía de Tommy, nuestro pequeño y viejo poodle.
—Ha pasado tanto tiempo que olvidé cómo encenderla, la, la, toda la noche. Oh, alto, alto, toda la noche. —Estaba cantando Heartbeat Song de Kelly Clarkson.
Al verme, se detuvo y sus ojitos azules se hicieron agua.
—Hola, pequeña. —Me incliné para estar a la altura de su rostro—. Al fin estoy en casa. ¿Quieres ver lo que te traje?
Asintió mientras se frotaba los ojos. Su cabello castaño oscuro estaba desordenado, probablemente porque pasó un par de horas encerrada en su habitación.
A pesar de ser tan pequeña, Lacey tenía cierto parecido físico con mamá. En comparación con ellas, mi cabello era de un castaño casi rubio, como el de papá. Y mis ojos no eran azules, sino más bien cafés oscuros.
Le ofrecí ayuda para levantarse y luego nos sentamos en el suelo sobre la alfombra.
—Feliz cumpleaños número cuatro —susurré mientras le entregaba el obsequio.
Su mirada se iluminó y sonrió.
Amaba verla feliz. Estaría dispuesta a hacer cualquier cosa por ella, solo para verla de esta manera cada día y por el resto de nuestras vidas.
—¿Esto es para mí? —preguntó como si no pudiera creerlo.
—Por supuesto que sí.
Lacey empezó a deshacer la cinta adhesiva con cuidado, provocándome un gran vacío en el estómago y haciéndome sentir nerviosa. Incluso Tommy, nuestro pequeño y viejo poodle, tuvo tiempo para olfatear el regalo. Cuando comprobó que no era algo para comer, se recostó a mi lado con movimientos lentos y cuidadosos.
Lo cierto es que Tommy ya tenía sus buenos años, pero todavía me encantaba sentir el calor que me proporcionaba, sobre todo durante las noches cuando me acostaba a dormir junto con él. Era reconfortante.
—¡Es Beat! —dijo mi hermanita emocionada mientras abrazaba su nuevo oso de peluche con toda la fuerza que sus pequeños brazos podían reunir.
Le hice un gesto para que bajara la voz. Lo último que quería era que papá nos escuchara gritar, se molestara más y viniera a regañarnos.
—¿Beat? —pregunté cuando recuperó la calma y nuestros padres en la cocina parecían seguir concentrados en su discusión.
—Lo sentí al verlo. Fue como "Heartbeat Song".
Se me estrujó el interior de mi pecho.
Una noche descubrí que cada vez que papá llegaba borracho, Lacey se encerraba en el armario, envuelta en la sábana de su cama, apretando las manos contra sus oídos como si quisiera dejar de escuchar las peleas de nuestros padres. Cuando me vio con esos ojos asustados, decidí ponerle los audífonos y reproducir música para ahogar los gritos. «Heartbeat Song» fue la canción que elegí, y desde entonces, se convirtió en nuestra favorita. A pesar de que había muchas otras canciones, esta tenía un significado especial porque nuestro vínculo como hermanas empezó a fortalecerse gracias a ella.
La música era todo para nosotras, al igual que lo era para papá, quien tenía una banda de rock llamada The Sapient y ganaba dinero a través de ella. Aunque no eran muy conocidos, los contrataban con frecuencia en un bar de renombre.
—Tendrás tu fiesta de cumpleaños —anuncié, y su rostro mostró completa confusión y alegría.
Ella secretamente lo esperaba con ansias, pero no se atrevía a decirlo por miedo.
Lacey sabía guardarse muchas cosas, y me asustaba la idea de que pudiera convertirse en una mujer triste algún día.
—Pero mamá dijo que no teníamos dinero, que papá tuvo que pagar por el otro automóvil y...
Era verdad que estábamos atravesando por momentos económicos difíciles. Papá y mamá habían tenido que hacer varios préstamos bancarios para pagar la renta, la guardería de Lacey y otros gastos básicos como la alimentación, la luz y el agua. Pero creía que eso era lo de menos. Lo más preocupante era haber descubierto que el dinero estaba alejando los corazones, o al menos eso estaba haciendo con el de mis padres.
—Aquí tenemos todo lo que necesitamos —aseguré.
—¿De verdad?
—Sí. Míralos a ellos. —Señalé la estantería, donde estaba su muñeca Barbie que mamá le dio hace un año, cuando las cosas iban bien, y un perro de peluche similar a Tommy. Ese era mío cuando tenía su edad y deseaba tener un cachorro. Durante años fue mi único amigo, y hace unos meses se lo regalé a ella porque pensé que le haría compañía cuando yo no estuviera. Ahora lo necesitaba más que yo, y por fortuna, lo adoró.
Fui en busca de ambos.
—Son nuestros invitados —le dije mientras los sacaba de mi mochila junto con los auriculares—. Además, tenemos música y...
Sus ojos se abrieron mucho.
—¿Me compraste un pastel?
De mi mochila desenterré un cupcake de chocolate envuelto en una bolsa de papel, una vela y un encendedor de mamá. Esperaba que no se diera cuenta de que tomé este último sin permiso. Ya se lo devolvería después.
—Debes pedir un deseo. —Inserté la vela en el pastelillo, la encendí y se lo acerqué mientras cantaba un fragmento del "Cumpleaños Feliz" en voz baja—. Ahora, puedes pedirlo.
—Que mamá y papá dejen de pelear. —Sopló con fuerza—. Y que podamos dormir juntas al menos esta vez.
Más tarde, mamá nos preparó pizza para la cena. Aunque no teníamos harina, se las ingenió para hacerla con rebanadas de pan, salsa de tomate y queso rallado. También nos dio chocolates que había comprado en secreto días antes para esta ocasión, y volvimos a cantarle "Cumpleaños Feliz" a Lacey en voz baja para no despertar a papá.
Por otra parte, no nos permitió dormir juntas, ni siquiera en su cumpleaños. Mamá decía que Lacey debía aprender a dormir sola y no depender de mí. Por un lado, lo entendía, pero por el otro, ¿qué había de malo si solo era una vez?
Debí haber insistido un poco más. Lacey se fue a la cama desilusionada esa noche.
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