El de al lado
Cuento participante del Concurso de Historia Corta de NuriGiRu
Sandra sabe que sigue ahí y tiene miedo de levantar el colchón. Miedo de estar violando la privacidad de Federico, aunque solo le esté cambiando las sábanas. Es una revista para adultos, quién sabe dónde se la habrán vendido. Frunce el ceño y repite las palabras en su cabeza, sabiendo que acaba de decir algo extraño. Y comprende: nadie se la vendió, fue Federico quien la compró.
La revista tiene en la tapa un hombre semidesnudo. Bronceado y de pelo negro, eso fue lo único que alcanzó a ver antes de que la impresión y la vergüenza le hicieran soltar el colchón. No está sorprendida por que Federico sea homosexual; hace tiempo que lo sabe. Lo que le sorprendió fue haber encontrado una revista porno gay, el hecho de que Federico se haya atrevido a descubrir su sexualidad frente a un desconocido y no frente a su propia madre. «Seguro que se la regaló el de al lado», piensa, y justo en ese momento escucha el ascensor, señal inequívoca de que el de al lado acaba de llegar.
Sandra mira el reloj que tiene Federico en la mesita de luz. Son las siete y cuarto de la tarde. Con un estremecimiento, intenta recordar cuándo fue que su hijo se deshizo del radio-reloj de Los Simpson y se compró ese reloj negro tan sobrio, tan sin gracia.
Se queda en silencio, de pie junto a la cama. Cuando por fin se decide a levantar el colchón, coloca la sábana con rapidez, con los ojos casi cerrados. Cuando lo suelta, sin delicadeza, algo se desliza entre las tablas y cae al suelo. Es un preservativo. Se muerde el labio de nuevo, pero enseguida le entra la risa. Lo recoge con sumo cuidado, como si estuviese agarrando una copa de cristal, como si sus huellas pudiesen quedar marcadas en el papel metálico y denunciar su presencia. Tu mamá te vio los forros. Tu mamá vio que son extrafuertes. Tu mamá ya sabe que te gusta la pija. Por algún motivo misterioso, ese cuadradito que está en su mano la enternece y a la vez la llena de miedos. Se imagina a Federico desnudo (tan chiquito, tan flaquito, tan...) en brazos de el de al lado y la imagen le da escalofríos. Le entran ganas de arrancar a su hijo de esa escena horrorosa, cubrir su desnudez pálida, encerrarlo en su cuarto y preguntarle si quiere que le prepare la chocolatada...
Sandra suspira, aprieta el condón en el puño y vuelve a esconderlo bajo el colchón. Se le ocurre una idea loca, una maldad: robárselo. Hacerle un chiste, como cuando Fede era bebé y le gustaba hacerle cosquillas para verle la carita llena de lágrimas y las encías rosadas.
Entonces se acuerda de algo: tiene un retraso. Un retraso casi tan largo como aquel que anunció la llegada de Fede. Tarada, tarada... mirá que tu propio hijo tiene forros debajo del colchón y vos sos una tarada que te gastás doscientos mangos por mes en las Yasmín y siempre te olvidás de tomarlas. Y piensa que Federico podría haberle dado clases a su propio padre: siempre llevá forros, viejo. Pero Fede nunca conoció a su padre, porque su padre, que ya había terminado la carrera, se fue a Estados Unidos a hacer no sé qué carajo y jamás volvió y hacía cinco años, cuando Fede tenía once, ella se enteró de que se había casado...
Sandra rindió el último final con Federico creciendo en su vientre y cuando se recibió, pensó que si a Fede (porque ya sabía que era varón y que le iba a poner Federico por Luis Federico Leloir, que había caminado por esos pasillos hacía tantos años)... si a Fede se le ocurría adelantarse, al menos tendría una anécdota divertida para contarle: empezaste a nacer en la Facultad de Medicina, pibito.
Fede nació en el Hospital de Clínicas (tan pero tan cerquita de la Facultad...) el 7 de octubre de 1993. Nació de parto natural, aunque nació de pies porque, al ser sietemesino, todavía no había dado el giro mágico del octavo-noveno mes.
—Quedate tranquila que yo te doy otra —le dijo María Belén a Sandra, cuando esta última le tironeó del cuello del vestido y le dijo, palidísima, que se le había roto la bolsa. Todavía, cuando se indisponía y sentía la sangre deslizarse hacia su bombacha, recordaba la horrible sensación del líquido resbalando por sus piernas.
Yo puedo, yo puedo, yo puedo. Yo puedo criar sola a un bebé. Mis padres me ayudan, tengo una carrera y un trabajo, un departamento propio, tengo amigos. Pero los amigos la miraban de costado cada vez que la veían hablarle a Fede en ese lenguaje extraño con el que se les habla a los bebés y ella comprendió que había cambiado y que a sus amigos (solo María Belén compartía con ella las noches de insomnio y la ayudaba con Fede cuando tenía que ir a hacer una guardia)... a sus amigos les resultaba extraña esa chica que ya no salía a los bares con ellos y que de repente se había convertido en madre.
«¿Qué hice mal?», se pregunta Sandra, sentándose en la cama de golpe. ¿Qué hice mal, Federico, para que seas así? Y no, se repite de nuevo, ella no odia que Fede sea gay, que le gusten los chicos. Ella no es homofóbica. Solo le causa tristeza, mucha tristeza, porque sabe que a Fede le esperan muchos sufrimientos, sufrimientos que no tocan a los heterosexuales. ¿Cómo va a hacer Fede para encontrar un novio? ¿Cómo va a hacer Fede cuando quiera tener una familia?
Se saca los zapatos y se acurruca en la cama, y piensa que quizá su hijo ya tenga novio. De nuevo piensa en el de al lado, aunque se da cuenta de que en todo el rato no dejó de pensar en él. ¿Serán novios?, se pregunta. ¿O solo tendrán sexo? ¿Lo querrá a Fede? Y Fede... ¿estará enamorado de él? Sandra suspira de nuevo y recuerda los novios de su adolescencia. Cuatro o cinco, ya ni se acuerda. Solo recuerda que no estaba enamorada de ellos, que los quería un poco, que le gustaban un poco..., pero que el amor, o lo que creyó que era amor, solo lo descubrió cuando conoció al padre de Federico.
Se levanta de la cama ya con la idea bien formada en su cabeza: va a ir a hablar con el de al lado. Quiere conocerlo, charlar un rato con él, saber qué tipo de persona es. Después de todo, es más grande que Federico; Fede todavía tiene dieciséis años (no, tiene diecisiete, los cumplió anteayer) y ella tiene derecho a saber con quién anda su hijo. Solo sabe que el de al lado estudia: un día le vio un bolso que decía «Encuentro Nacional de Estudiantes de Historia» y cada vez que se lo cruza en el pasillo o en el ascensor lo ve cargado de libros. Por lo menos estudia y no es un vago, se dice.
Toc, toc. Qué tarada, si hay timbre. Toca el timbre. Escucha un ruidito y se da cuenta de que el de al lado la está observando por la mirilla. Está nerviosa, pero ¿por qué? Se abre la puerta.
—Hola —dice él.
«Qué voz tan grave», piensa Sandra, más grave que la de Fede. Le calcula unos veinticinco años. Asqueroso, dejá a mi Fede en paz, sucio de mierda, buscate uno de tu edad. Pero en vez de decir eso, dice:
—Hola, ¿podemos hablar?
Él suspira (un suspiro muy suave, casi imperceptible) y se hace a un lado para dejarla pasar.
—Sí, entrá.
Menos mal, piensa Sandra... ¿Y si le hubiera preguntado de qué quería hablar? ¿Qué le iba a responder? Sé que te estás cogiendo a mi hijo, no te hagás el pelotudo.
El departamento está más ordenado y limpio de lo que se hubiera imaginado. Más ordenado y limpio que el departamento de ella cuando todavía estudiaba y eso le hace sentirse un poco avergonzada.
—Sentate, ¿querés algo para tomar? —la invita él, señalándole un sofá descolorido.
Entonces ella se da cuenta de que la está tratando de «vos» y no de «usted». Más respeto, que soy tu suegra, piensa divertida.
—No, gracias.
Sandra mira el departamento con interés. Un televisor, una computadora, papeles arriba del escritorio, libros, libros, libros. Dios mío, ¿este hombre se habrá leído todos estos libros? Se da cuenta de que acaba de llamarlo «hombre», cuando para referirse a Fede todavía dice «mi nene». Un hombre se está acostando con mi nene... Y siente que una tremenda rabia le incendia el pecho.
—Santiago —dice el hombre, alargándole la mano.
—Sandra.
El apretón de Santiago es suave y Sandra observa que tiene pequeñas heridas en los dedos, cortes diminutos. Los conoce: son los cortes que la gente se hace con papel. Se pregunta cuál de todos esos miles de libros prolijamente ordenados en las bibliotecas le hirieron las manos a Santiago. Santiago, el hombre que hace el amor con su hijo.
Lo observa, y la verdad es que Federico no tiene mal gusto, eh. Santiago es alto y grandote, no es esbelto como Fede, pero tiene un no sé qué que lo hace lindo, agradable a la vista. Tiene el pelo castaño desordenado y los ojos marrones, del color de las avellanas. Viste una camisa azul de mangas cortes y unos vaqueros largos con el dobladillo sin coser. No tiene aros en las orejas ni piercings, y al darse cuenta de ese detalle, Sandra siente que Santiago le cae mejor.
Así que vos sos el que hace el amor con mi nene... y de nuevo se imagina a Fede, oculto por la enorme espalda de Santiago, y se pone colorada del bochorno. Pero entonces se recuerda a ella misma veinte años atrás, cuando siempre salía con muchachos que le llevaban un mínimo de tres años y que podían rodearle la cintura tan solo con una mano...
¿Por qué?, piensa mientras se sienta en un sofá descolorido. ¿Por qué vos y no un compañero del colegio? ¿Por qué vos y no un pibe de diecisiete, de dieciocho? ¿Qué hacen juntos? ¿De qué hablan? ¿A dónde salen? ¿Tienen gustos en común?
—¿Federico te contó que estamos saliendo? —dice él en voz baja, tímida.
Sandra da un respingo, no se imaginaba que Santiago fuese a tomar las riendas de la situación.
—No, Fede no me cuenta nada —dice con vergüenza, y Santiago le responde con una sonrisa comprensiva—. Ni siquiera me contó que es... que le gustan los chicos.
—Parecés una buena mina.
—¿Eh?
—Que me parecés una buena mina, digo, Fede me contó que lo criaste sola. Él te quiere un montón.
Sandra siente que se le llenan los ojos de lágrimas y le pide permiso a Santiago para ir al baño. No va a llorar frente a él... no, porque todavía es el hombre que se acuesta con su hijo.
Abre la canilla y se lava la cara. El pequeño baño está sorprendentemente limpio. Huele a una mezcla de pino y menta. Abre el botiquín. Casi nada: una espuma de afeitar, un desodorante masculino, un gel para el pelo y un peinecito. Un cepillo de dientes en el vasito del baño. Ninguna prenda íntima secándose en la ducha. Ningún cabello en el lavamanos ni restos de la última cepillada de dientes. Qué tipo tan limpio. Más limpio que ella misma.
Oye el sonido de la puerta, dos golpes secos, iguales a los que le da Fede a la puerta de su dormitorio cuando quiere entrar para pedirle monedas para el colectivo. Sandra escucha que la puerta del departamento se abre, oye una voz de hombre. No: una voz de nene, porque es Federico. Apoya la oreja en la puerta del baño.
—Santi... —dice Fede con el mismo tono de voz con el que ella decía «osito» cada vez que le cambiaba los pañales, diecisiete años atrás—. Mnn, ¿cómo estás? ¿No me das un beso? ¿Qué...? —Y Fede baja la voz—: ¿qué pasa?
Sandra abre la puerta y sale, y cuando ve a su hijo al lado de Santiago se da cuenta de dos cosas. La primera, que Federico es más alto que él. La segunda, que se está por indisponer: un dolor penetrante le nace desde ese lugar incierto que no es la panza ni la espalda.
Cuando la ve, Fede abre los ojos de la sorpresa (y del horror) y separa los labios para decir algo, pero no le salen las palabras.
Sandra, tocándose el vientre como el día en el que supo que estaba embarazada, intenta tranquilizarlo con una tímida sonrisa.
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