8-La periodista:
El sonido del teléfono la distrajo de su trabajo, aunque a ella no le gustaba llamarlo "trabajo" ya que lo consideraba más bien un pasatiempo. La inspiración le llegaba de repente y con la fuerza de un impulso imposible de contener. Incluso la atacaba en los lugares más inesperados e inoportunos. El cuento había comenzado bastante bien, era ingenioso y original, pero decayó luego. La narración avanzaba a tropiezos y estaba a punto de rematar el final. No estaba contenta, pensaba que su final era predecible y la redacción de los acontecimientos, desastrosa; sin embargo ya tendría tiempo de arreglarlo. No obstante, necesitaba silencio absoluto para poder concentrarse y el maldito sonido seguía distrayéndola, hasta que, de mala gana, se levantó de la silla y fue a atender al atrevido intruso. No había nada más en el mundo que le molestara que la interrumpieran en esos ataques de escritura.
— ¡¿Si?! —le gritó al tubo, como si hubiera tenido la culpa de su patético cuento.
— ...
— ¿Hola?... ¿Hola?
Alguien hablaba, pero no escuchó bien qué le decía, el ruido de la línea telefónica era bastante intenso. Maldijo a la compañía de comunicaciones, cuando uno se atrasaba en el pago de una cuota le llamaban de manera bastante insistente y molesta para cobrar la deuda, no obstante no había nadie que atendiera un reclamo o se hiciera cargo de él. Como de costumbre se preguntó por qué no se deshacía de esa línea si tenía un celular. El mes anterior lo había anotado en su agenda como algo que quedaba por hacer pendiente y lo olvidó, al igual que muchas otras cosas, al igual... que la agenda.
A la mujer se le ocurrió en ese momento que aquella estática parecía el preludio de una catástrofe. Más adelante, recordaría aquel pensamiento.
La mujer golpeó el aparato con la esperanza de que por milagro se arreglara. Y, aunque no fue realmente milagroso, el ruido disminuyó lo suficiente de intensidad y al menos pudo escuchar mejor a su interlocutor.
— ¿Eli? ¡¿Me escuchas?! —vociferó un hombre.
— ¿Puedes dejar de gritar? ¡No estoy sorda, Emanuel! —respondió de mal humor y al instante se arrepintió. No era su intensión ser grosera con él. Era muy buena persona.
— Perdón, pensé que no me escuchabas y... —El ruido se intensificó en la línea y la mujer trató de reunir toda la paciencia posible que le quedaba. De pronto, la interferencia desapareció—. ¿Viste?
Desconcertada, preguntó:
— ¿Puedes repetir lo que decías? Es que no te escucho muy bien. —Al momento de haberlo dicho, se arrepintió. Emanuel comenzó a gritarle de nuevo.
— ¡Que te vengas para el trabajo ahora! ¡Es tu oportunidad! ¡Antes de que el buitre se entere!
Cuando el hombre dejó de gritarle y explicó mejor las razones de su llamada pudo entender lo que ocurría. En el diario "El Cóndor", donde trabajaba hacía tan solo cuatro meses, necesitaban a una redactora que cubriera la noticia de la desaparición de unos jóvenes en un bosque montañoso de la región de "El Bolsón"; ya que Sandra Gutiérrez estaba con licencia por maternidad y Adolfo Fernández había caído enfermo el día anterior. Por lo tanto, no había nadie disponible. "El buitre", como llamaban a Sergio Cruz, un idiota con título y encima egocéntrico que andaba al acecho de cualquier cosa que cayera en sus manos, aparentemente aún no se había enterado. Era colega de ambos y nadie lo soportaba.
— ¿Ya estás de mejor humor? —se rió Emanuel.
— ¿Qué te hace pensar que estoy de mal humor?
— Es obvio...
— Me interrumpiste —quiso justificarse—, estaba escribiendo un cuento.
— ¡Ah! ¿Y qué tal vas? —preguntó con curiosidad.
Pensó en su trama no tan original como había pensado en un principio y en su final predecible, demasiado predecible... Lanzó un suspiro.
— Mal.
— Bueno, si llegas antes que el buitre vas a poder reírte en su cara. ¿Eso no te anima?
¡Claro que la animaba! A pesar de todo sonrió, imaginando la cara de furia, envidia y decepción de su odioso y estirado colega.
— Voy para allá, si llega a aparecer, distráelo —le ordenó y luego colgó la comunicación. Recién entonces cayó en el detalle de que le había llamado al teléfono fijo de su casa y no al celular. Probablemente volvió a confundir los números, pensó.
Emanuel era muy joven, su cabeza siempre andaba puesta en otro lado, sin embargo tenía ese rasgo de generosidad en su personalidad que Elizabeth admiraba. El inexperto muchacho tenía sólo veintidós años y trabajaba como ayudante del fotógrafo principal del diario.
La nueva periodista tomó aquella oportunidad al vuelo y, tomando lo indispensable de la mesa, corrió hacia la calle y condujo hasta el edificio donde funcionaban las oficinas del diario que compartían con el canal local de noticias. Al cabo de varias discusiones con su superior, logró que le asignaran la tarea y cuando regresó a su casa ese día sólo tuvo diez minutos para prepararse. Ató su cabello castaño claro en un rodete y tomó su abrigo. Al caer la noche en aquel lugar comenzaba a helar.
La noticia se había esparcido a la velocidad de la luz, a lo largo y a lo ancho de toda la Argentina. Mientras iba manejando, en la radio local no dejaban de pasar las últimas novedades. De esta manera la mujer se fue enterando de los detalles de la extraña desaparición. A pesar de ser una zona muy turística no solían haber grandes problemas, la fauna estaba controlada (o eso decían las autoridades) y el camino era despejado, corto y concurrido. Por lo general se utilizaba a un guía para conducir a los grupos. No obstante, al parecer los excursionistas decidieron prescindir de él.
Al principio escuchó que eran cuatro personas, exactamente dos parejas, que se habían desviado del camino que conducía hacia el camping municipal que estaba en el cerro Piltriquitrón. Seguramente se habían perdido al no conocer la zona boscosa. "Obviamente turistas", agregó con desprecio la locutora. No obstante, cuando pasó por la casa de Emanuel para recogerlo, la historia ya había cambiado varias veces. En ese momento se hablaba de la desaparición de cuatro adolescentes.
— Esta vieja no sabe nada —comentó Emanuel, refiriéndose a la locutora de la radio—. Llevamos sólo diez minutos de camino y ya inventó cuatro historias diferentes.
— Cinco, antes de llegar a tu casa hablaba de dos parejas.
El chico hizo un ruidito de fastidio.
— ¿Qué saben exactamente en el diario? —preguntó Elizabeth.
— No mucho. Sólo que son cinco o seis jóvenes que iban de excursión y se perdieron. Nadie ha tenido contacto con ellos desde hace una semana, aproximadamente. Intentamos llamar a los padres pero nadie responde.
— No creo que lo hagan.
— Creo que hay dos que son hermanos.
— Pobre familia —susurró la periodista, pensando en la suya propia. Ella no tenía hijos pero su hermano sí.
Elizabeth pertenecía a una familia pequeña. Siempre habían sido tres, su madre y su hermano mayor eran su mundo. Cuando murió su madre, sólo le quedó Mateo. Con los años éste se había casado y había tenido un hijo.
Hubo un breve silencio.
— No entiendo cómo puede haber gente que le guste meterse con el barro hasta la rodilla en un bosque lleno bichos asquerosos para "pasarla bien"... Tengo un primo que es de "esos". Hasta ha escalado cerros. ¿Puedes creerlo?
— Eso se llama "turismo aventura" —le indicó la mujer, tratando de disimular una sonrisa.
— Sí, sí, como se llame...
No discutió, a ella le gustaban, amaba la paz de los lugares desiertos y la naturaleza. En cambio Emanuel... era un "chico de ciudad". Le gustaba salir de noche, así él "la pasaba bien".
Atravesaron el pueblo de "El Bolsón" y se dirigieron por la ruta hacia las montañas boscosas cercanas. El pequeño pueblo parecía conmocionado, había más personas deambulando por él que lo corriente para aquella época del año. Los residentes parecían estar enojados. Se encontraron con una camionetita de un canal de televisión nacional y junto a ellos el auto estacionado del tercer miembro que los acompañaría en el viaje. Al verlo bajar del auto, Elizabeth frunció el ceño.
— ¿Qué hace este acá? ¿No era que estaba enfermo?
— No sé, no tenía idea que vendría. Sólo me dijeron que tendríamos que recoger a alguien en el pueblo —dijo Emanuel, desconcertado.
El hombre, de aproximadamente unos 40 años, se acercó a ellos de mala gana. Era uno de los dos fotógrafos principales por lo que no entendió ninguno de los dos por qué habían enviado a Emanuel (fotógrafo ayudante o suplente) con Elizabeth. Esta última abrió la ventanilla lentamente.
— Yo te sigo en mi auto —le anunció. Luego se agachó (era un sujeto bastante alto), miró al chico y le dijo—: Hubo un cambio de planes. Como se enteraron que yo andaba por aquí cerca me asignaron a mí. Así que ya te puedes bajar.
Soltó este chorro de palabras sin ninguna emoción, con la misma cara impasible que siempre utilizaba para comentar el clima, anunciar una muerte o hacer un chiste. La mujer solía pensar que era muy desagradable tal actitud, le chocaba semejante invariable seriedad; por lo tanto con el tiempo le había ido tomando cierta antipatía.
¿Estaba aquí cerca? ¿No era que estaba enfermo?... ¡Seguro estaba de vacaciones el muy hipócrita! Pensó la mujer.
— ¿Y cómo me vuelvo? —preguntó desconcertado el chico.
— No sé, eso ya no es problema mío.
— Pero... pero —se alarmó Emanuel.
— Nos tenemos que ir ya, bajate —impaciente lo interrumpió.
— ¡No tengo dinero para volver! —protestó.
— No voy a abandonarlo aquí, David —intervino Elizabeth con firmeza—. Él no tiene la culpa de que se confundieran.
El aludido la miró a los ojos, algo que no solía hacer con frecuencia.
— Bah, como quieras—exclamó de pronto, parecía fastidiado pero no estaban seguros. Su rostro había enrojecido. Se alejó a paso rápido del auto y se introdujo en el suyo.
— ¡Es un idiota! —dictaminó furioso Emanuel. Elizabeth no se atrevió a contradecirlo, lo conocía desde hacía poco y lo había tratado mucho menos, sin embargo ya le caía mal.
Siguieron su camino, con el auto blanco de David Fuentes detrás. Conducía serio e impasible, parecía que el calor creciente no lo perturbaba en lo más mínimo. Era un hombre delgado, alto, de cabello ondulado color castaño y ojos azules. Tenía un aire juvenil y parecía menor de la edad que tenía. Sería atractivo si tuviera otra actitud, pensó la mujer que lo observaba por el espejo retrovisor.
De pronto, ante sus ojos apareció una extraña figura. Al acercarse con el auto pudo observar horrorizada que se trataba de un anciano que estaba en el medio de la ruta, alzaba los brazos sosteniendo un bastón, como si quisiera que se detuvieran. Sin embargo, ya era tarde para frenar, lo tenía demasiado cerca. Elizabeth gritó y desvió el coche hacia la calzada, levantando una montaña de polvo. Se detuvo a los pocos metros, temblando del susto y con su acompañante largando insultos. Escucharon cómo el auto que venía detrás suyo clavó los frenos.
— ¿Estás bien?
— Sí... sí —tartamudeó y trato de mirar hacia atrás, pero el polvo no dejaba mucho al descubierto—. ¿Y el anciano? ¿Lo atropelló, David?
— No lo sé.
Antes de que se bajaran a ver qué había ocurrido, el auto blanco del fotógrafo se acercó al de ellos.
— ¿Qué pasó?
— Nada, logré detenerme a tiempo. El viejo está loco. ¡Completamente loco! —gritó fuera de sí, por primera vez pudieron ver algo de emoción en él—. Grita como condenado que nos alejemos del bosque "nosequé". Por un momento pensé que estaba ciego... pero no lo creo. ¡Maldito viejo!
— ¿Pero está bien? Debe andar perdido —dijo Elizabeth con compasión. Por el espejo observó cómo el anciano, que se encontraba a varios metros de ellos, los miraba y hacía el amague de acercarse. Su caminar era lento y se ayudaba con el bastón. ¿Qué hace este pobre hombre aquí?, pensó desconcertada.
— Arranca y vamos, llegaremos tarde —ordenó.
— ¡Por todos los santos, David, no podemos abandonarlo a su suerte aquí! —se escandalizó la mujer.
El fotógrafo iba a discutir cuando vieron que se acercaba un tercer auto a toda velocidad, intentaron gritarle al viejo que se corriera pero en vano. El accidente se produjo sin que ninguno pudiera hacer algo.
— ¡Oh! ¡Lo atropelló! ¡Lo atropelló! —exclamó Emanuel con horror.
Lo que pasó luego estaría en la mente de la mujer por mucho tiempo con una sensación de culpa insoportable.
— ¡Vamos! ¡Larguémonos de aquí! —dijo de pronto David, desde dentro de su propio auto.
— ¡¿Estás loco?! ¡Tenemos que ir a ayudarlos! ¡Seguro hay heridos! —lo contradijo Elizabeth.
— ¡No iremos a ningún lado! ¡Si llega la policía y nos ve aquí tendremos un montón de problemas! ¡Tendremos que volver al pueblo a dar una declaración! ... ¡No podemos hacer de héroes hoy! ¡Tenemos que trabajar, maldita sea!
— ¡Al demonio el trabajo! ¡Puede haber gente que nos necesita!
— ¡Ya vendrá alguien más! ¡Arranca de una vez el auto, maldita sea!
— Pero... pero... ¡si no hay nadie! —dijo la mujer, el polvo comenzaba a descender y pudo ver cómo un hombre calvo bajaba del auto, sosteniéndose un brazo. Del anciano no había ni rastros. ¿Dónde está? Pensó desesperada. A pesar de los gritos del fotógrafo hizo el amague de bajarse, pero esta vez la detuvo Emanuel.
— Creo que tiene razón.
— ¿Qué? —preguntó sorprendida.
— ¡Mira, ahí se detuvo una camioneta! —Era cierto y Elizabeth dudó por un instante—. No, no está bien.
— ¡Mierda! La policía —gritó David, mientras salía avanzando a toda velocidad.
Las sirenas se veían muy lejos pero se acercaban.
— Vámonos, Eli —susurró Emanuel, casi como una súplica. Estaban solos, el fotógrafo los había abandonado a su suerte. Entonces la mujer tomó una decisión de la cual luego se arrepentiría, arrancó el auto y se fueron de allí.
Al llegar a la ladera misma del cerro Piltriquitrón aún le temblaban las manos de la tensión. El silencio en el vehículo se había extendido todo ese tiempo. Comenzaron a ver que había una cola interminable de autos y camionetas. Un policía de tránsito indicaba que el paso se acababa de cerrar, por lo que no les quedó otra opción que estacionarse al lado de la ruta. David hizo unas llamadas por teléfono, habló con el policía varias veces y luego les indicó que iban a dejarlos pasar. Habían tenido suerte, dijo; pero la periodista no estaba tan segura... ¿Suerte? Acababan de abandonar a un anciano herido... si es que no estaba muerto.
Ascendieron por el camino de montaña hasta una plataforma donde había un montón de autos de policía, conos naranjas por el medio del camino y camionetas de medios de comunicación por doquier. Pararon a un costado los vehículos y se unieron al caos.
— No puedo creer que nos hayas abandonado, David —le dijo con reproche, cuando tuvieron un momento solos.
El hombre desvió su mirada y no respondió nada. En ese momento se les unió una camioneta blanca, era la policía científica.
— ¿Qué hacen aquí?
Emanuel, que había estado hablando con un tipo de un canal local, llegó hasta ellos.
— Van a examinar el auto de los chicos que desaparecieron, está estacionado allí —indicó señalando hacia donde se encontraba un enjambre de autos policiales—. Casi al final de la plataforma.
Elizabeth comenzó a tomar notas de inmediato. Entre todos los presentes se pasaban las últimas noticias. El jefe de la policía todavía no hacía declaraciones, se enteraron. Tendrían que esperar. No habían llegado tan tarde como imaginaban, hecho que comenzó a pesar en la conciencia de los tres. No podían quitarse al anciano de la cabeza, ni siquiera David Fuentes.
— Podríamos habernos quedado —le susurró Elizabeth con molestia.
El hombre gruño algo y se alejó de ella con la excusa de tomar algunas fotos. Al cabo de un tiempo la mujer se dio cuenta de que la evitaba. No hablaba con nadie, lo cual no era raro en él, pero esta vez parecía no querer ningún tipo de compañía ya que gruñía si alguien se acercaba a él.
— ¿Qué demonios le pasa? —exclamó fastidiada.
Emanuel se encogió de hombros.
— Es un tipo raro —comentó.
Pasó parte de la tarde con una lentitud insoportable, con el problema agregado de que en la montaña la señal móvil era muy mala, hasta que al fin el jefe de la policía se dignó a llamarlos para dar un informe a la prensa. Todos se pusieron alrededor de él, mientras este pedía calma y comunicaba que no iba a responder preguntas.
— Menudo tipito inflado —susurró Emanuel. La observación era exacta. El menudo y rollizo hombre parecía parar la nariz como si hubiera algo maloliente frente a él. Su actitud era de soberbia y uno podía adivinar que estaba acostumbrado a dar órdenes sin que nadie lo contradijera.
— Bien... Bien... ¿Estamos todos preparados? —preguntó, alzando aún más la voz—. Bien, bien... Como todos ya están enterados, tenemos a seis jóvenes excursionistas desaparecidos. Se dirigían al camping que está a unos tres kilómetros, cerro arriba. La zona no presenta peligro y el sendero es claro y concurrido por muchas personas. Aparentemente y por algún motivo que desconocemos se salieron del sendero principal y nunca llegaron a destino. Aún no han vuelto. —El hombre sacó una libreta y leyó algo que tenía anotado—. Iban por el fin de semana, según los familiares. Nadie los ha visto desde hace una semana, aproximadamente. La última vez que se tuvo contacto con los jóvenes fue en "El bosque tallado", donde hicieron una pequeña parada para verlo... Se ruega que...
— ¿Se ha hecho algo para encontrarlos? —interrumpió un periodista.
— Dije que no iba a responder preguntas. Cuando se tengan más noticias se hará una conferencia de prensa —atajó el hombre uniformado—. Como iba diciendo... Cualquier persona que los haya visto o tenga alguna información importante comuníquese con la policía. Mientras más ojos hayan en la búsqueda, mejor... Se han enviado ya dos grupos para intentar encontrarlos. Es sólo cuestión de tiempo para que aparezcan, tenemos fe.
— ¿Pero hay algo que les lleve a suponer que no se perdieron, que algún animal salvaje los atacó? —intervino una joven rubia.
— No, no hay indicios de tal cosa —dijo el jefe, olvidándose de que no iba a responder preguntas—. Como les decía, es una zona segura y muy concurrida.
Los demás presentes se lanzaron con nuevas y numerosas preguntas, no obstante el hombre alzó los brazos para pedir calma y no respondió nada.
— Ya tenemos las identidades de los jóvenes, se encuentran entre los 17 y 25 años. María Carolina Robles, Delfina Robles, Elio Humberto Robles; los tres hermanos. Luego tenemos a Juan Pedro Gaiman y Santiago Gaiman; ambos hermanos. Y por último a Ezequiel Baranguer.
Cuando Elizabeth escuchó ese último nombre sitió cómo sus rodillas se volvían de espuma, si David no la hubiera sostenido, se hubiera caído al piso. ¡Su sobrino! ¡Su querido sobrino!... Apenas podía creerlo. Sin escuchar más al policía, que solo empezaba a gritar que no respondía preguntas, y con la ayuda de sus compañeros, logró llegar al auto.
— ¿Estás bien? ¿Qué pasa? ¿Lo conoces?
Con las manos temblando incontrolablemente y sin responder a las preguntas de Emanuel, tomó el celular y llamó a su cuñada. Aquella llamada marcaría a fuego su desgracia, su único sobrino se encontraba entre los chicos desaparecidos.
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