6-Perdidos:

Con la luz del amanecer desaparecieron casi todos los temores del grupo de jóvenes. También les resultó más fácil ubicarse en el bosque y volver sobre sus pasos. El conjunto de árboles allí no era diferente al de cualquier parte de aquella montaña, sin embargo había algo extraño en ellos... ¿o sería en el aire mismo?

Una briza repentina se levantó y alcanzó a helarles los huesos.

— Vamos, apuren el paso —ordenó Elio, mirando a su alrededor. Estaba nervioso... muy nervioso.

Los demás casi corrieron a su espalda para mantener el ritmo. Todos querían salir de allí, no por la gente que los acechaba sino porque intuían, en lo más profundo de su conciencia, que ese lugar era peligroso. No debían estar allí...

— Me siento extraña... ¿Ves ese tronco de ahí?... Todo parece teñido de rojo por donde mires —susurró Carolina.

— Es el suelo... debe tener algún tipo de mineral —le contestó en voz baja, Ezequiel.

— Sea lo que sea... ¡Tengo la piel crespita! Debe ser esa estúpida energía de la que hablaron antes.

Su amigo convino con ella, no solamente era el lugar, uno se sentía diferente allí... pero no revitalizado, no... No era una "buena" energía, pensó el chico. Había algo muy malo allí. Tomó a su amiga del brazo y la obligó a que apurara el paso. Cuando cruzaran el maldito puente, estarían mejor, de eso estaba seguro.

Se dieron cuenta que estaban cerca del campamento cuando encontraron un pedazo de tela de carpa.

— Miren esto —dijo Ezequiel, tomándolo en sus manos.

— ¡Aquí hay un vaso! —dijo Delfina, que estaba unos metros más adelante.

Desde entonces fueron encontrando las cosas que habían llevado esparcidas por todos lados. La gente del bosque había destrozado el campamento, no quedaba casi nada en pie. Tampoco había nadie allí... El silencio era espeluznante. Elio comenzó a tirar las cosas lejos, frustrado.

Recuperaron algo de ropa de vestir y estaban colocando en un bolso lo poco que quedaba ileso cuando se oyó un leve ruido cerca de ellos. Los chicos se pusieron alerta. Sin embargo, alrededor no pudieron observar nada extraño y el ruido no se volvió a repetir.

— Vamos, Elio, no importan las cosas... Creo que nos observan —le susurró Carolina muy nerviosa a su hermano.

El chico mayor por primera vez se abstuvo de discutir. Estaba asustado... muy asustado... Se preguntaba dónde estaba Santiago. Había estado seguro que se había escapado junto con su hermano, bosque dentro y sabía sobrevivir a condiciones peores en la que podría estar; no obstante ahora...

De pronto, Delfina gritó... Asustados, sus acompañantes se dieron media vuela. La chica no parecía estar en peligro, estaba sentada en el piso y miraba hacia arriba. Sus ojos casi se le salían de las órbitas. Volvió a gritar... y esta vez no calló.

— ¡Cierra la boca! ¡¿Estás loca?! ¡Cierra la boca! —le ordenó Elio, corriendo hacia ella y lanzándose al suelo para taparle a boca—. ¡Nos oirán!

Delfina temblaba tanto en sus brazos que Elio se alarmó. Alcanzó a señalarle el cielo. Antes de que pudiera entender qué ocurría gritó Carolina y se echó a llorar. Desde la rama de uno de los árboles colgaba una cuerda roja, ésta envolvía una mano seccionada a la altura de la muñeca, que sangraba. Había un charco rojo bajo ella. Ezequiel horrorizado, se quedó mirando el suelo.

Elio soltó a Delfina y se acercó más a la mano que colgaba, colocándose la mano en la nariz para evitar sentir el olor nauseabundo que despedía. No obstante, tuvo náuseas... Atada a la muñeca sangrante había un pedazo de cuero negro parte de una pulsera que llevaba...

— ¡Santiago! —susurró horrorizado.

Sin ponerse de acuerdo, todos echaron a correr en dirección al puente en estado de pánico. Tenían que salir de allí, con urgencia. Delfina no dejaba de llorar, nombrando a Pedro continuamente; mientras su hermana la abrazaba y caminaba junto a ella a paso firme. Elio se había quedado mudo porque simplemente no podía creerlo. Y Ezequiel, horrorizado como los demás, pensaba en su amigo, cuando una idea vino a su cabeza.

— ¿Viste el suelo? —le preguntó en voz baja a Elio. Este miraba por sobre su hombro a cada cuatro pasos que daba.

— ¿Ah?... ¿El suelo? ¡Estaba más interesado en lo que colgaba! —respondió entre dientes.

— La sangre... se... se absorbía —comentó confuso.

— Era de esperar, ¿no? Supongo que se absorbe como el agua —dijo y se adelantó, no quería hablar... ¡Tenían que salir de allí!

El chico se detuvo, quedándose en la cola del grupo... Sí, era de esperar ¡pero se absorbía demasiado rápido, pensó Ezequiel! De pronto sintió pasos detrás, dando un respingo se detuvo... No había nada. La marea de árboles continuaba sin interrumpirse hasta el horizonte.

— ¿Hay alguien ahí? —preguntó. Sintió como una mano lo aferraba... Elio lo miraba con los ojos espantados.

El chico estaba a punto de decirle algo cuando unos arbustos cercanos se movieron y ambos empezaron a correr, dándole la orden a las chicas que los siguieron. Lo siguiente que sucedió fue lo más extraño que habían vivido en sus vidas. El ruido se intensificó pero no detrás de ellos sino delante. Delfina dio un chillido y cambió de dirección...

— ¡Espera! ¡Te estas desviando! —dijo Carolina, parándose en seco.

Ezequiel se paró y la tomó del brazo, obligándola a seguir a su hermana mayor. No podían detenerse.

— ¡Síguela! ¡Probablemente nos hayan tendido una emboscada! —susurró nervioso.

Los tres aterrorizados chicos corrieron sin parar y sin mirar atrás, sin embargo el ruido los seguía tan de cerca que les dio la sensación de ser cazados. Se sintieron como animales... y quizá sólo eso eran para aquella extraña gente. Corrieron, dieron vueltas y volvieron a correr hasta perder por completo el sentido de la orientación en aquel interminable bosque. Bien podrían haber estado dando vueltas en círculos. Sólo llegaron a detenerse cuando escucharon dos disparos.

— ¡¿Qué fue eso?! —dijo Delfina perpleja, tomando del brazo a Carolina, que corría a su lado.

— ¿Qué? —preguntó desconcertada. No se había percatado de nada.

— ¡Elio! —exclamó Ezequiel casi al mismo tiempo.

En el caos de la persecución nadie se había dado cuenta de que el chico no los había seguido.

— ¡Hay que volver por él! —exclamó la hermana mayor.

— ¡No!

— ¡No voy a perder a mi hermano! —le gritó Delfina y Carolina la apoyó.

No hubo tiempo para más discusiones porque Elio, rengueando y al ocaso de sus fuerzas, apareció ante su vista por un recodo del camino. En su mano traía el arma de Santiago, que había tomado de debajo de un montón de colchas y pedazos de tela de la carpa en el campamento. Fue lo único que se llevaron con ellos. El chico parecía herido en una pierna y miraba a su espalda continuamente. Al verlos suspiró de alivio y se apoyó en un árbol para recuperar el aliento. Los demás corrieron hacia él.

— ¿Qué pasó? —preguntó Delfina con lágrimas en los ojos y lo abrazó, colgándose de su cuello.

— Algo me agarró... de la pierna... ¡Intentó... arrastrarme bajo un arbusto! —manifestó entrecortadamente, mientras trataba de recuperar el aliento.

— ¡Por Dios, Elio! ¿Qué era? —dijo Carolina, horrorizada.

— No lo sé... no lo sé... No lo vi —le respondió, mientras se secaba el sudor de la frente.

Hubo un breve silencio. Elio se sentó en el suelo y examinó su pierna derecha. El pantalón estaba desgarrado hasta la altura de la rodilla y cuando lo arremangó todos pudieron ver que tenía cuatro rasguños profundos que sangraban.

— ¡Estás herido! —exclamó con horror su hermana menor. Se sacó un pañuelo que llevaba atado al cuello y envolvió su pierna con él—. Esto ayudará a que no se infecte.

El otro chico le observó la herida con atención.

— Parecen rasguños de un animal, por su profundidad —comentó Ezequiel preocupado. No tenían nada para limpiar la herida y si se le infectaba la iba a pasar muy mal.

— No... no... eran manos... ¡Manos raras! —chilló Elio, había perdido por completo el control.

Estuvieron discutiendo un largo rato, hasta que decidieron ponerse en movimiento de nuevo. Por suerte, el "ruido" no lo había alcanzado... porque eso era todo lo que habían logrado sentir de estas extrañas... ¿personas?

— ¡Por supuesto que eran personas! ¡Eran manos! ¡Disparé y me soltaron! —afirmó Elio.

— ¿Pero? —insistió Ezequiel recordando que había habido un "pero".

— No lo sé... Tenían marcas extrañas y eran deformadas. Parecían tatuajes... pero no eran tatuajes.

Elio se incorporó, ayudado por Ezequiel. La pierna no le dolía tanto y concluyó que podría caminar sin aferrarse a alguien. Tenían que encontrar el río, así lavaba la herida. No importaba ya el puente, lo cruzarían por donde pudieran aunque fuera a nado. ¡Tenían que salir de allí!

Como no tenían idea de dónde estaban y el paisaje seguía siendo el mismo, dieron unas cuantas vueltas para orientarse hasta que subieron por una pendiente. Por suerte en la altura aquello les resultó más fácil. Elio creyó reconocer a lo lejos cierto grupo de árboles.

— Desde allí tenemos que seguir hacia el norte —dijo con seguridad.

Caminaron en absoluta soledad y silencio hasta llegar al lugar señalado y desde allí durante una media hora hacia el norte sin ver cambios en el paisaje, parecían seguir en el mismo sitio. Carolina se sentó en un tronco, frustrada por el esfuerzo y el miedo.

— ¿Qué pasa?

— ¡Estoy tan cansada, Eze! No hemos corrido tanto como para encontrarnos tan lejos del río... ¿Y si Elio se equivocó de dirección? —le susurró.

Ezequiel movió la cabeza de un lado a otro, compartiendo sus temores. Bien podría haberse equivocado...

— Tengo hambre—se quejó llorosa Delfina, sentándose al lado de su hermana. Todas sus pertenencias habían quedado en el campamento o esparcidas a lo largo del bosque. Sólo tenían lo puesto.

Ezequiel sacó algo de su bolsillo trasero y vio como el rostro de sus acompañantes se llenaba de alegría. ¡Les quedaba un celular! Sin embargo él no la compartió, sabía que no funcionaría, ya lo había intentado sin que los otros lo notaran. No obstante, un intento más...

— No tiene carga... ¡Es inútil prenderlo! —negó el chico, que intentaba hacerlo funcionar sin éxito.

Delfina volvió a echarse a llorar, mientras colocaba su rubia cabeza en el hombro de su hermana menor. De pronto, Elio se acercó a ellos corriendo, ansioso.

— ¡Shhh! ¿Escuchan? —murmuró. La herida del pie ya no sangraba y no le dolía tanto como antes.

Todos se alarmaron y las chicas se pararon de repente, aterrorizadas.

— No escucho nada... —alcanzó a susurrar Carolina, casi al mismo tiempo que Ezequiel daba un pequeño grito de felicidad:

— ¡El río! —exclamó.

Sin darse cuenta habían llegado por fin al río. Corrieron hacia el sonido del agua dando gritos de alegría sin preocuparse de ser oídos y se detuvieron ante el precipicio. A sus pies estaba la milagrosa fuente de agua. Si lograban cruzarla estarían fuera del alcance de la gente del bosque... a salvo. En el lugar en donde estaban parados descendía hacia el río una pared de piedra lisa. No podían bajar por allí, sin el equipo adecuado, no obstante no tardaron en ver a la distancia una grieta en aquel abrupto acantilado, por lo que decidieron caminar cuesta abajo por la orilla. Ese era el plan inicial. Cuando bajaran al río ya verían cómo cruzarlo.

Sin embargo, no fue una tarea fácil. Debieron dar varios rodeos, porque los árboles y arbustos que crecían en la orilla eran muy tupidos y no dejaban paso libre para transitar. Además estaban tan exhaustos y tenían tanta hambre que las energías se les acababan pronto y tenían que pararse a descansar con frecuencia.

En uno de esos descansos estaban cuando Ezequiel, distraído, se acercó demasiado a la orilla y resbaló precipicio abajo. Sus amigos trataron de detenerlo. Elio lo llegó a agarrar del brazo y, junto con la ayuda de sus asustadas hermanas, pudieron subirlo casi ileso.

— ¡¿Estás bien?! ¿Estás bien? —preguntó Carolina, se echó a llorar con desconsuelo y lo abrazó con fuerza.

Ezequiel la rodeó con los brazos, estupefacto pero feliz; mientras los demás desviaban su vista a propósito. Antes de que el chico pudiera reaccionar, la chica le dio un beso en los labios. Fue un momento de gloria que, sin embargo, duró poco. Luego de unos momentos, Elio volvió a apurarlos. No había tiempo para tonterías, pensó.

— ¡Mi celular! —exclamó Ezequiel al pararse. Se había partido la pantalla y no prendía.

Largó una exclamación de furia e impotencia, se acercó al precipicio y lanzó el celular por él. Después se acercó a Carolina y la rodeó con sus brazos, poniéndose en movimiento. Los demás iban bastante adelantados.

Recorrieron un largo tramo en silencio, no había nada que decirse, estaban cansados y el calor del medio día comenzaba a sentirse. Media hora luego, llegaron a la grieta que se veía desde la altura. Era más profunda de lo que creyeron, más abrupta también, sin embargo con cierto esfuerzo podían descender por ella. No obstante había un problema: sólo descendía hasta la mitad del acantilado. Luego volvía a extenderse la piedra lisa. Fue una decepción importante.

— No podemos bajar por acá —comentó Ezequiel, frustrado.

Carolina se acercó a él y miró hacia abajo, no podía creer que costara tanto encontrar un paso al río.

— ¡Demonios! ¡Demonios! —vociferó Elio, que estaba cerca. ¡No podían tener peor suerte!

Al menos, pensaban, ya no lo seguía nadie. El chico mayor creía que era por miedo al arma, que llevaba siempre enganchada en su pantalón. Cuando disparó debió herir a alguien, estaba casi seguro, si no fuera así no lo hubieran soltado... Era mejor que les tuvieran miedo.

— Eh, vengan. ¡Miren! —dijo Delfina a sus espaldas.

Dieron un rodeo y se encontraron con la pálida chica que señalaba cuesta abajo. En dirección al río, bajando en una pendiente, a unos metros de ellos se encontraba un grupo de árboles frutales. Parecía un milagro del cielo.

— ¡Siiii! Tengo tanto hambre —suspiró Elio, que corrió hacia allí.

Cuando los demás llegaron junto a él, estaba arrojando un carozo al suelo. Se alejó un poco de ellos y tomó otra fruta.

— ¿Qué son? —preguntó Delfina, tomando un fruto de una rama baja.

— Ciruelas, tonta —le respondió su hermano de mal humor, que engullía una nueva.

— No parecen ciruelas... ¡Son mucho más grandes! —opinó Carolina, que se había acercado a su hermana y miraba el fruto que llevaba en sus manos. Más bien parecían naranjas rojas.

— Al parecer crecen enormes naturalmente aquí... No tienen químicos y estas porquerías que les suelen poner los productores... ¡Son riquísimas, tienen que probarlas! —comentó Elio lleno de felicidad, tragando luego.

Delfina estuvo a punto de imitarlo pero dio vuelta la fruta que llevaba en su mano y se encontró con que tenía un agujero lleno de gusanos rojos, que creaban cavernas dentro de él.

— ¡Aggg qué asco! —exclamó con un acceso repentino de náuseas y la tiró lejos. La ciruela cayó al piso con un ruido seco.

Dando un rodeo al mismo árbol, Carolina dijo con profundo asco:

— Están todos apestados de bichos...

No acababa de decirlo cuando Ezequiel vomitó cerca de ella. Había comido uno agusanado sin darse cuenta.

— Elio... no... comas... —alcanzó a decir, mientras volvía a vomitar.

El chico lo miró, altivo, moviendo la cabeza de un lado a otro.

— Tienen que sacar los de arriba, ¡tontos! —les gritó con desprecio, mientras se comía el tercero y después el cuarto. Era el más alto y no había tenido dificultad para alcanzar los superiores.

— Me hacen mal las ciruelas —comentó Carolina desanimada, después de comprobar que su hermano tenía razón. Las ciruelas de arriba estaban intactas—. Si como me voy a descomponer.

— Yo no pienso probarlas, Caro... Ya se me fue el hambre —manifestó Delfina, que pensaba en los gusanos.

Ezequiel no dijo nada, acababa de volver a vomitar y ya se encontraba asqueado.

Los jóvenes esperaron a que Elio dejara de comer como la décima ciruela, no sabían bien porque perdieron la cuenta, para volver a ponerse en camino. Aquel, concentrado en la fruta, había dejado de burlarse de ellos. Debían decidir qué hacer entonces. Lo lógico era que siguieran por la orilla del acantilado, río abajo, hasta encontrar un modo de bajar por él. Sin embargo, ya no estaban muy seguros de si lo lograrían. No podían distinguir ningún paso seguro. 

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