3-La primera noche:

   — ¡No nos hemos perdido!

Elio Robles lanzó el grito con profundo fastidio. Mientras tanto pensaba: ¡Santi, tenía toda la razón! ¡Tendríamos que haber venido solos a la excursión!... No obstante sus hermanas se habían puesto tan pesadas, habían terminado engatusándolo.

Santiago, que iba delante del grupo de chicos, se detuvo de golpe. Había encontrado algo extraño. Fascinado y con una sonrisa de triunfo en su rostro, se lo mostró a su mejor amigo. Éste compartió su regocijo, disipándose su mal humor.

— ¿Qué miran? —preguntó Pedro. Estaba harto de la actitud de su hermano, por lo que lo empujó a un lado.

Esperaba ver algo extraordinario, no obstante allí sólo había colgada de una rama una especie de cuerda, teñida con un pigmento rojizo extraño. La miró sorprendido, jamás había visto una igual. Parecía hecha a mano, como tejida. Por un momento pensó en los indígenas...

— Pertenecen a los mapuches. —No era exactamente una pregunta sino más bien una afirmación.

— No —respondió Santiago con tanta firmeza que Pedro levantó la vista y lo observó con curiosidad.

Su hermano mayor miraba montaña arriba.

— Ahí hay otra —manifestó de repente, apartando a un lado un gran arbusto. Del árbol que estaba detrás de él colgaba una corta cuerda. Apenas se veía entre el ramaje. Santiago parecía hipnotizado —. Vamos por aquí.

— ¿Dónde...? ¿Qué haces? —llegó a decir Pedro, desconcertado. Carolina se acercó a él y le susurró qué pasaba.

Santiago ignoró a su hermano y comenzó a correr cuesta arriba. Elio lo siguió de cerca, sonriendo, mientras sus ojos brillaban de una manera un tanto rara. Los demás chicos se quejaron porque la pendiente era demasiado empinada y todos estaban exhaustos, de todos modos, igual los siguieron.

La ladera era abrupta y ascendía hasta una plataforma natural de la montaña, cubierta de coníferas. Estas se extendían por el terreno de manera más espaciada y no crecían junto a ellas tantos arbustos como había unos metros más abajo. El paisaje era ligeramente diferente, aunque ninguno podía asegurar en qué radicaba esa diferencia.

— Miren, la tierra aquí es... ¿rojiza?... ¿Qué mineral será? —dijo de pronto Ezequiel, que se había agachado, tomando en su mano un poco de aquel húmedo polvillo.

No era exactamente humus, como había por todo el camino por donde habían venido, sino algo más parecido a la arena. Incluso olía raro... Su mente le trajo un súbito mal recuerdo de cuando era niño. Un día había estado jugando con la bicicleta por la calle a pesar de que mamá se lo había prohibido, cuando de pronto un auto había doblado a toda velocidad por la esquina. Intentó esquivarlo y cayó a la acequia. Se había hecho un gran tajo en la pierna y terminó en la sala de emergencia del Hospital... Aquel olor a sudor, sangre y barro... Quizá fuera allí donde lo sintió... o quizá fueran imaginaciones suyas. No estaba seguro.

— Sí. —Vio a Elio a su lado. Se había agachado junto a él y observaba el suelo. Esbozó una sonrisa y murmuró—: Vamos por buen camino.

El comentario lo escuchó su hermana Carolina, que se había detenido para quitarse la mochila de la espalda. Estaba cansada y lo miró molesta. Haciendo un ruidito de fastidio increpó a su hermano:

— ¡Yo sabía que íbamos a otro lado! No estamos perdidos porque nunca tuviste la intención de ir al camping, ¿no?

Elio intentó hacer como que no escuchaba, no obstante la chica no se lo permitió.

— ¡¿No?! —insistió, poniéndose delante de él.

— Basta, Caro —le advirtió.

Hubo un breve silencio. Su hermana lo miraba ceñuda.

— Ya no te conozco —murmuró con desprecio, moviendo la cabeza de un lado a otro.

Fue como si a Elio lo pinchara con una aguja. Su expresión de molestia cambió por otra de dolor. Apreciaba mucho a Caro, a pesar de que siempre chocaban, era su pequeña hermana menor.

En ese momento se les unieron los demás. Todos los habían escuchado.

— ¿Eso es cierto? —intervino Defina, con enojo y respirando entrecortadamente, mientras se apartaba un mechón de cabello rubio del rostro.

Elio intercambió una fugaz mirada con Santiago.

— Está bien —se decidió—, no queríamos ir al camping porque...

— Es mejor acampar en medio del bosque — lo interrumpió Santiago. Luego lo miró de manera extraña, parecía una señal de advertencia. Dirigiéndose a los demás, añadió—. Es más divertido que andar escuchando a los tontos turistas tocar la guitarra toda la noche. También nos permite explorar mejor la zona.

Aquello fue la gota que colmó el vaso.

— ¡Y no podían consultarnos! —exclamó Carolina. ¡No podía creer que les hubieran mentido hasta entonces!

Todos se pusieron a discutir casi a los gritos, ya hartos de tanto secreto. ¡Santiago y Elio se habían estado comportando como unos verdaderos idiotas! ¿Qué les costaba decir la verdad? ¡Nada! ¿Los habían tomado por unos tontos? ¿Quiénes se creían que eran?

Aquello duró hasta que Ezequiel los hizo callar y preguntó:

— ¡Shhhh! ¿Escucharon eso?

De repente, el silencio se apoderó de ellos y todos pudieron oír el claro sonido de pisadas... Alguien caminaba cerca... o algo... aplastando hojas, quebrando ramitas.

— ¡Por Dios! Debe ser un animal salvaje —exclamó una aterrada Delfina. Su hermano la tomó del brazo y colocó sus dedos en los labios, para que callara.

El sonido no parecía el de un animal, sino de algo más pesado. Habían visto animales y escuchado muchos ruidos antes, ruidos propios del bosque, pero éste era diferente. Todos tuvieron la sensación de que no estaban solos allí. A Ezequiel se le puso la piel crespita y notó como Carolina lo tomaba del codo, asustada. Su corazón comenzó a latir con fuerza...

Los espigados árboles crecían espaciados unos de otros y no pudieron ver nada que hiciera ese ruido tan particular... ¡Era tan extraño! No obstante, el ruido se repitió otra vez sobresaltándolos, ya que se produjo casi desde el otro extremo de donde habían oído el anterior... Sin embargo, no había alma visible en el bosque. Estaban solos o al menos eso parecía.

Santiago fue el primero del grupo en moverse, caminó unos pasos hasta su bolso, sin quitar la vista del bosque, y sacó lo que nadie se esperaba: un arma.

Delfina pegó un respingo y lo miró horrorizada, mientras que los demás quedaron paralizados.

— ¿Qué haces? ¿De dónde sacaste eso? —preguntó en voz alta Pedro, que no pudo contenerse. ¡Lo único que faltaba era que su hermano le pegara un tiro a algún turista! ¡¿Qué demonios estaba pensando?! Lo tomó del brazo—. ¡Guarda eso!

— ¡Cállate, idiota! —le largo en la cara, mientras lo empujaba. Pedro fue a parar al suelo. Ezequiel largó un insulto y se agachó junto a él.

Santiago corrió hacia la dirección desde donde provenía el ruido. Elio, claramente preocupado, lo siguió de cerca. Los demás se quedaron atrás sin pronunciar ni una sola palabra más, estaban muy preocupados y un poco asustados. Ezequiel se percató en ese instante del silencio raro que los rodeaba y de que tampoco parecía haber pájaros allí. Las altas coníferas no lucían ni un solo nido. La naturaleza parecía callar al igual que ellos.

Pronto los dos chicos mayores estuvieron de vuelta. No habían encontrado nada extraño cerca.

— No han nadie —afirmó Elio, al acercarse al grupo, encogiéndose de hombros. Su expresión era de tranquilidad.

— ¿Nadie? Pensé... que buscaban a un animal —murmuró Carolina, algo confundida.

Su hermana, que estaba muy pálida, asintió con la cabeza.

— Me refiero a que no hay nada —se corrigió Elio, con un temblor en la voz.

— ¿Seguro? —susurró su hermana, con sus ojos abiertos por el temor.

— Vamos, Delfi, deja de temblar. No hay nada por ningún lado. A lo mejor fue un conejo.

Por otro lado, Pedro se disponía a discutir con su hermano mayor por empujarlo cuando este se le adelantó.

— Bueno, ya está oscureciendo. Este es un buen lugar para acampar —comentó, mientras guardaba el arma en su bolso. Elio lo secundó con grandes aspavientos y se alejó de sus hermanas, para no seguir discutiendo.

— ¿Aquí? —Delfina murmuró contrariada. No quería pasar una noche en medio de la nada y menos en un lugar que parecía ser frecuentado por animales peligrosos... a juzgar por el arma que el "loco", como pensaba ella de Santiago, había traído. ¿Un conejo? ¡Tonterías! Esa cosa era más grande que un conejo.

Miró a su hermana menor en espera de apoyo. No obstante, Carolina sólo se encogió de hombros, le daba igual quedarse en un lugar u otro. El bosque era el mismo en cualquier sitio y estaban a merced de los mismos peligros.

— ¿Qué otra nos queda? —le susurró al oído, mientras acercaba la mochila a las demás, que formaban una pila en el centro de cuatro árboles. Se había rendido a la verdad.

Sin embargo, estaba tan contrariada como su hermana mayor, sólo que por otro motivo. Le molestaba profundamente que no les hubieran consultado su opinión de si querían ir al camping o no. Allí estaban mil veces más expuestos a que los atacaran, les robaran o tuvieran algún accidente. Probablemente no había nadie en kilómetros a la redonda. ¿Y si alguien caía por una pendiente y se quebraba la pierna? ¿Cuánto tardaría un médico en venir?... Trató de apartar aquellas preguntas de su mente.

Pedro, por su lado, se decidió entonces a encarar a su hermano mayor y estuvo discutiendo un largo rato con él. No comprendía por qué había traído un arma a aquella inofensiva excursión, sin embargo Santiago sólo le dijo que era para seguridad de todos y no dio más explicaciones.

Mientras la discusión se desarrollaba alrededor de una lona atada con una cuerda, los demás chicos iban desempacando sus propias cosas y tratando de armar las carpas.

— ¡Caro, ven! —se oyó la voz de Delfina.

— ¿Qué pasa?

La chica rubia buscaba entre sus cosas algo, estaba alarmada. Fuera de sí.

— No encuentro mi bolso... mi bolso de mano.

— ¡¿Qué?!

— ¡No sé dónde está!

Buscaron por todos lados, ayudadas por Elio y Ezequiel. Poco después se les unió Pedro, que estaba de muy mal humor. No obstante, pronto fue evidente que no estaba allí.

— ¡No puedo creerlo! —exclamó con angustia.

— Cálmate, Delfi —intervino Pedro, obligándose a dejar de lado sus preocupaciones y el enojo que sentía hacia su hermano para concentrarse en aplacar a su alterada novia—. ¿De qué bolso hablas?... ¿El rosa? ¿Estás segura de que lo trajiste? Te vi sacar muchas cosas de allí y ponerlas en ese otro... creo que era ¿marrón?

— ¡No, el rosa, no! Era de color chocolate —lo corrigió, fastidiada. Pedro se preguntó por qué ella consideraba que no era el mismo color—. Estoy segura de que lo traje... ¡Si ahí tengo todo!

Hubo un breve silencio.

— ¿Cuándo fue la última vez que lo viste, Delfi? —preguntó Pedro, que había esparcido el contenido de toda una mochila por el piso del bosque. Ollas, vasos, tenedores y un gran cuchillo se mezclaban con artículos de baño, como un jabón y varios potes de shampoo y crema enjuague.

Carolina estaba haciendo lo propio con la mochila roja que compartía con su hermana, ayudada por Ezequiel. No obstante, allí sólo había ropa.

— No lo sé, realmente —titubeó Delfina. De pronto, abrió los ojos como platos—. ¡Lo tenía cuando saqué el mapa de él!... ¡Oh!... ¡Tengo que haberlo dejado allí!... ¡No puedo creerlo! ¡Qué tonta soy!

— ¡¿En serio?! ¡¿Lo dejaste en el piso?!... ¡Mi celular estaba ahí! ¡Y mi billetera con todo el dinero! —exclamó Carolina, sin poder creerlo.

Pedro se llevó las manos a la cabeza, lanzando un insulto.

— ¡Y el mío también! —suspiró, frustrado. No podía perder aquel celular, ¡le había salido muy caro! ¡Su madre lo mataría! Recordó que antes de salir de la posada había metido en el bolso de mano, que llevaban las dos hermanas, sus cosas; porque en la mochila que cargaba ya no le cabía nada más y no quiso meterlo en el pantalón por temor a que se le cayera.

— ¡Oh, no puede ser! —se quejaba Delfina, que apenas los escuchaba. Pensaba más en sus pertenecías que en las ajenas.

Comenzaron a discutir.

— ¿Y ahora cómo vamos a hacer para comunicarnos? —indagó Pedro enojado y sin consideración alguna hacia los sentimientos de su novia.

— No te preocupes, todavía tengo el mío —trató de calmarlo Ezequiel, pero su amigo no quiso escucharlo... Se sentía aislado... Era una sensación terrible.

— ¡No puedo creerlo! —no dejaba aquel de repetir.

A los dos chicos mayores el asunto parecía importarles un pimiento, estaban dedicados a alzar el improvisado campamento. Como el problema no les afectaba directamente a ellos, poca atención ambos le dedicaron; y para lo único que abrió la boca Santiago fue para burlarse de los demás.

Cuando las carpas estuvieron armadas y se instalaron, nadie tenía ganas de ponerse a llenar ollas. Elio, como por arte de magia, extrajo algunas cosas comestibles que todos devoraron rápidamente. Tenían hambre como nunca, debido al intenso ejercicio. A Pedro le pareció muy poco y estuvo quejándose un buen rato, sin embargo no quiso preparar nada más. ¿Para qué habían traído a las mujeres? Exclamó con ganas de molestar, picado como estaba con su novia. Su intención tuvo la respuesta que había buscado: Carolina y Delfina comenzaron, furiosas, una discusión.

Ezequiel, molesto con su amigo por lo dicho y ya harto de su mal humor, tomó una feta de salame de su propio sánguche y se la lanzó. Pedro, sorprendido, no llegó a tomarla y aquella cayó al suelo.

— Qué pena —murmuró burlesca, Carolina.

Sin embargo, Pedro levantó la rodaja de salame, le sacudió la tierra y se la metió en la boca. Una exclamación de asco recorrió el campamento. Santiago no pudo evitar exclamar que era un cerdo, se levantó asqueado y se alejó del grupo.

Muy pronto, el resplandor de la fogata se convirtió en la única luz que había en el bosque. La noche era cerrada, sin luna, y comenzaba a refrescar con brusquedad. No podían ver más allá de sus pies y los ruidos propios de la noche comenzaron a surgir de las tinieblas. Un búho ululó cerca, haciendo que todos se sobresaltaran... Era el primer ser vivo que escuchaban, increíblemente la tensión que había entre ellos se aflojó un poco... Entonces alguien propuso ir a dormir y todos se unieron a aquella decisión.

Delfina, que dormía en la misma carpa junto a su hermana, fue la última en abandonar la fogata. Dentro estaba tan oscuro que ni siquiera intentó cambiarse... tampoco lo deseaba, estaba nerviosa.

— No me gusta este lugar —le susurró a Carolina, que se había puesto a ciegas su pijama—. Es extraño.

— Sí —concordó su hermana y agregó, luego de un breve silencio—: ¿No tienes la sensación de que alguien nos observa?... No he podido quitármela de la cabeza.

— ¿Has visto... algo? —preguntó, la piel se le había puesto crespita y un temblor recorrió todo su cuerpo.

— No, nada. Sólo es una sensación.

— Entonces no te preocupes. No creo que nadie venga por esta zona. Debemos estar muy lejos del lugar donde dejamos el auto... Muy lejos realmente, Caro. Y también del camping. —Trató de consolarla, pero era más una esperanza que una certeza. Y confesó—. A mí me dan más miedo los animales.

— Tienes razón —concordó y añadió—: Si hay ladrones por estos bosques no vendrían aquí... estarían más cerca del camping o de los caminos cercanos a él.

— Así es.

La conversación acabó allí, sin embargo, ambas hermanas se quedaron un poco preocupadas. Ambas tenían esa sensación... Como si algo dentro del bosque los mirara desde la oscuridad. Les costó mucho conciliar el sueño en aquel silencio. Era como si pesara, el aire se había vuelto extraño... Todas aquellas sensaciones podían distinguirlas... Lo que no advirtieron fue que ya no se oía ni siquiera a los animales nocturnos. Hasta el viento había dejado de mecer las hojas de los árboles. El silencio era absoluto.

En otra carpa ubicada no muy lejos, dormía Ezequiel junto a Pedro. Este último solía roncar de forma insoportable, por lo que a su amigo le costó bastante conciliar el sueño. No tenía las mismas preocupaciones que las dos chicas y estaba tan exhausto que estuvo a punto de despertar a Pedro para decirle que cerrara la boca.

Ezequiel no supo exactamente a qué hora se despertó sobresaltado. Había tenido una horrible pesadilla. Soñó que nadaba en un río, pero algo lo sostenía de un pié y se ahogaba... No era un río común... era un río de sangre que bajaba por la montaña... Con el pulso aún acelerado se acomodó mejor en la colchoneta. Intentó distinguir algo en su entorno, sin embargo ningún ruido llegó a él. Tampoco los ronquidos de Pedro, que había acomodado la posición. No podía ver nada y se le ocurrió la idea de que estaba experimentando lo que sentía un ciego. La sensación era horrible...

De pronto, distinguió una respiración... Frunció el ceño. No provenía de Pedro, que dormía a su lado, parecía venir desde afuera de la carpa. Pensó en Elio y en Santiago... Sin embargo, cayó en la cuenta de que no era posible. Su carpa estaba del otro lado de la fogata.

Incorporándose, abrió un poco a tientas el cierre de la carpa... Afuera no había nada. Poco podía distinguirse... solo la silueta de algunos árboles cercanos. La fogata ya no humeaba. Su corazón empezó a latir con fuerza cuando advirtió que una sobra se movía... pero no tenía forma. ¿Había sido un reflejo de su miedo? ¿Su mente predispuesta le jugaba una mala pasada?

— ¿Elio?... ¿Santi? —susurró.

No hubo respuesta. Siguiendo un impulso, decidió salir de la carpa, tratando de que Pedro no despertara. Cuando lo logró, al dar unos pasos, descalzo, se clavó una espina... Largó un insulto, tomó su pié y casi cae sentado. Una gota de sangre cayó al suelo... En ese preciso momento, un pequeño arbusto cercano se movió... Había algo detrás.

— ¿Caro?... ¿Delfi? —Tampoco esta vez obtuvo respuesta.

Intentó distinguir algo allí, no obstante la oscuridad era casi absoluta. Por primera vez tuvo miedo y se reprochó ser tan impulsivo... La sensación de ser observado era intensa. ¡¿Por qué no había despertado a Pedro?!

— ¿Qué demonios haces? —La voz hizo que se sobresaltara, dándose media vuelta estuvo a punto de caerse de nuevo.

— ¡Santiago! ¿Estás loco? ¡Me asustaste! —replicó entre dientes, molesto.

— ¿Qué haces levantado? —repitió.

— Nada... Creí... escuchar algo por ahí —dijo, señalándole la dirección.

— ¿Te asustas por cualquier cosa?... Yo no veo nada —le dijo en forma burlesca.

A Ezequiel no le gustó su tono de voz:

— ¿Y qué haces deambulando de noche? —le preguntó, un tanto agresivo.

— Fui a mear... ¿Tendría que haberte pedido permiso? —respondió con sarcasmo. Luego, sin esperar más respuesta, entró a su propia carpa.

Ezequiel, molesto, dejó de interesarse por la extraña sombra e ingresó a su propia carpa. Poco después se durmió...

Otra sombra se unió a la del arbusto... Luego otra... y otra... Sin embargo, ninguno se dio cuenta. El sueño poblaba la imaginación colectiva. 

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