29-El bosque Wekufe:
El relato de Carolina Robles concluyó de la forma más dramática que se puedan imaginar. El suelo comenzó a mecerse. Al principio de manera lenta y luego cada vez más rápido hasta que provocó la caída de todos. Un profundo gemido salió de las entrañas del bosque, mientras los árboles se sacudían como si estuvieran atravesando las garras de un huracán.
— ¿Qué está pasando? —preguntó Elizabeth, asustada, mientras trataba de levantarse del piso lleno de hojas amarillas. Una gruesa rama cayó cerca de donde tenía el brazo hacía tan sólo unos momentos.
— Parece... un terremoto —opinó David, mientras se acercaba a ella gateando. Luego ambos, agarrados con fuerza de los brazos, pudieron ponerse de pié.
Carolina, que estaba cerca, se unió a ellos. Había tanto polvillo que comenzaron a toser.
— No... es... es... ¡Auxilio! —Sólo llegaron a escuchar la última frase.
Cuando se dieron la vuelta, vieron cómo Tim caía por una pendiente. La jaula del cuervo voló de sus brazos, chocó contra el rugoso tronco de un árbol y comenzó a rodar por el suelo. El pobre animal graznó de terror. Carolina corrió hacia él y logró alcanzarlo, mientras que Elizabeth y David intentaban ayudar a Tim.
La pendiente por donde había caído este último, no era muy empinada pero sí bastante profunda. Sin embargo, cuando llegaron a él, se dieron cuenta de que algo andaba mal. Los pies de Tim estaban hundidos en un suelo barroso de color rojizo y parecía que éste lo estaba tragando. No obstante, eso no era todo, en el barro flotaban miles de insectos y gusanos, que se disputaban un ojo humano. El hombre gritaba de terror y asco.
— ¡Oh, por Dios! —Llegó a gritar Elizabeth, antes de que una arcada la doblara por la mitad. Vomitó allí mismo.
David patinó y cayó al suelo, uno de sus pies fue a caer entre los insectos. Asqueado, lanzó un grito.
— ¡No es real! ¡No es real! —gritó Carolina, desde la cima de la pendiente.
Nunca supieron si fueron sus palabras las que rompieron el encantamiento, pero cuando volvieron a mirar los pies de Tim, todo había desaparecido.
La lucha psicológica contra la tierra misma acabó con tres personas exhaustas y empapadas de barro. Aquella sustancia era pegajosa y olía muy mal... como a podrido... como a muerte. Y no fue lo único por lo que tuvieron que atravesar. Cuando lograron regresar al sendero y comenzaron a correr por él, unos metros más adelante se encontraron con un árbol cubierto de serpientes, que les impedía el paso. Aterrorizados, se detuvieron.
— No es real... No es real —murmuró Carolina, con los ojos dilatados de terror. Sin embargo, dio un paso hacia delante.
— ¡No! —la detuvo, David—. Lo rodearemos.
— ¡No hay lugar!... Tendremos que regresar —exclamó Elizabeth, desesperada.
— Yo no voy a regresar —se impuso Tim.
— ¡Les digo que no es real! Ya va a desaparecer —aseguró Carolina.
— Quizá tenga razón.
No obstante, las serpientes no desaparecían.
— ¡No, Eli! ¡Recuerda a Toni! Las abejas eran bien reales —le recordó David.
— ¡Pero estábamos del otro lado del puente! —replicó la aludida.
Carolina, que no sabía quién era Toni y menos había escuchado de las abejas que lo habían conducido a la locura, aprovechó la distracción de estos para correr por el sendero. Tim tomó la jaula del cuervo que había dejado en el suelo y lanzó un grito. David y Elizabeth miraron a la chica, que había caído al suelo con una gruesa serpiente encima de ella. Corrieron a ayudarla pero, no la habían aún alcanzado cuando del cielo les llovieron serpientes de todos los tamaños. Tim se quedó atrás, aterrorizado; le tenía fobia a las serpientes.
— ¡Tim! —gritó David y aquel pareció salir de su marasmo.
Con su ayuda lograron quitarse las serpientes de encima y correr unos metros, lejos de ellas. Carolina lloraba, parecía que una la había mordido y su brazo comenzaba a hincharse alarmantemente rápido.
— Tranquila, tranquila—le decía Elizabeth, tratando de clamarla, pero la histeria la había poseído.
David rompió un trozo de su camisa y la ató en su brazo, para retardar la expansión del veneno por sus venas.
— Mira.
Tim le señalaba hacia atrás, mientras sonreía. Cuando miraron el árbol de las serpientes, estas habían desaparecido. En su lugar se encontraban miles de ramitas de diferentes tamaños.
— Pero... —murmuró el hombre, su vista se clavó en el brazo de la chica. Lo tenía intacto.
— ¡Maldito seas! ¡Maldito seas! —comenzó a gritar Tim, fuera de sí. Se acercó a un abeto y comenzó a golpearlo. Se inclinó y arrancó del suelo un arbusto, tirándolo lejos—. ¡Maldito bosque del infierno!
— Ya basta —le ordenó David, mientras tiraba de su brazo y luchaba contra él.
Se alejaron del arbusto justo a tiempo, ya que comenzó a brotar de él miles de hormigas coloradas. Corrieron hasta donde estaban las dos mujeres y los cuatro se pusieron en camino. El chistecito de las serpientes casi les causa un ataque cardíaco.
A pesar de que todo a su alrededor se sacudía con fuerza, corrieron por el bosque convulso con la fuerza del terror mismo que los impulsaba a continuar. Muchas veces Tim fue víctima de los árboles, como si pudieran sentirlo... u olerlo.
— No puedo seguir más.
— No, Tim, ¡vamos! —replicó Carolina, llorando. Elizabeth también lo alentó, pero se dio cuenta de que el aspecto del hombre estaba cambiando. Parecía enfermo.
— ¿No lo comprenden? Él sabe dónde estoy. Nunca saldré de aquí.
Entonces, David hizo algo que nadie esperaba:
— ¡Todos saldremos de aquí! Yo te cargaré.
El hombre se inclinó sobre Tim y colocó una de sus manos por detrás de la cabeza. Éste estaba muy cansado y respiraba con dificultad. Ambos comenzaron a caminar lentamente. Carolina sostenía la jaula e iba delante de todos, siguiendo las cuerdas rojas que se destacaban del amarillo follaje; era increíble la fuerza de voluntad que tenía. No obstante, poco después tuvieron que detenerse. En el sendero había dos árboles caídos y les era imposible atravesarlos.
— ¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Elizabeth, con el temor en los ojos. Un obstáculo tras otro los había desmoralizado.
— No veo ninguna cuerda —gritó la adolescente, tratando de hacerse oír a través del rugido de la tierra y los árboles.
— No las hallarán, estamos cerca del río. ¿Lo sienten? —manifestó Tim.
La mujer lo sentía pero no se concentró en eso, como los demás, sino que miró a Tim con preocupación.
— Tim, tu rostro... —murmuró.
— ¿Qué? ¿Qué tiene? —indagó, asustado.
Los demás lo observaron con atención. Parecía haber envejecido veinte años en unos minutos. Era tan sorprendente el cambio que Eli creyó ver de repente "a su padre".
— ¿Estoy... cambiando? —preguntó, mientras los colores de su rostro desaparecían.
Nadie le respondió, no obstante no había necesidad. Tim soltó a David y se dejó caer al suelo. Este último intentó tomarlo de nuevo pero no dejó que se acercara.
— ¡Vamos, Tim, no te rindas ahora! —le dijo Elizabeth.
— Nunca saldré de aquí... nunca.
Se veía horrorizado y siguió hablando.
— Lo había olvidado —explicó—, he tomado el elixir hace poco, aún lo siento por mis venas. Es su forma de marcarnos, con el tiempo se diluye pero... ¡ha pasado tan poco tiempo! Él sabe dónde estoy, ha intentado atraparme. Nunca saldrán de aquí conmigo... ¡No lo permitirá!
— Podemos hacerlo junt... —comenzó diciendo la mujer con testarudez.
— ¡No! —la interrumpió Tim—. Puede matarme y lo hará.
Hubo un silencio de estupefacción.
— ¿Cómo puede hacer eso?
— Es simple, parte de él está en mí... es como cortar una de sus ramas. El corazón simplemente para. Eso mató a Berta, fue una venganza. Ahora lo comprendo. Está furioso porque cree que lo hemos envenenado. Está enfermo. Aunque no sé por qué. Nunca se nos ocurriría hacerle algo.
Hubo un breve silencio.
— No tiene sentido, Tim. ¿Por qué no te ha matado aún si sabe que escapaste? —razonó Elizabeth.
— No lo sé... no lo entiendo —murmuró Tim.
— Un momento... si está tan enfermo, eso lo hace débil. ¡Puedes escapar aún! —intervino David.
El otro hombre estuvo de acuerdo, aunque a regañadientes. Se paró y aceptó la ayuda de los otros. Tuvieron que desviarse del camino. Con mucha dificultad sortearon los dos árboles y lograron llegar al borde de un precipicio. En el fondo de este se hallaba el río. El aire parecía ser muy distinto allí.
— Por aquí cerca debe estar el puente —indicó David. Estaba exhausto, aunque no como Tim. Su cara había adquirido un color verdoso, luego, se inclinó y vomitó.
— ¿Estás bien? —preguntó Carolina.
El hombre asintió con la cabeza, mientras intentaba volver a pararse.
— ¡Oigan! ¡Creo que lo encontré! —gritó Elizabeth, mientras señalaba una dirección. Esta se hallaba algo alejada de ellos.
Cuando llegaron al sitio en donde estaba la joven, vieron con alivio el principio de un puente de cuerdas, que se balanceaba en el aire no muy lejos de ellos. ¡Estaban a salvo!... O al menos eso pensaban.
— Espera... espera un momento —murmuró de repente Tim y luego comenzó a toser con fuerza. David se detuvo y lo colocó en el suelo, lejos de los árboles.
Carolina y Elizabeth se acercaron a ellos. ¡Faltaban tan solo unos metros!
— Caro, cariño, ¿dijiste que Ezequiel estaba enfermo? —indagó.
— Sí, Tim. Por eso lo sacaron del sótano.
El hombre parecía sumergido en sus pensamientos.
— Claro, ahora lo recuerdo pero... ellos lo curaron. —Parecía divagar, como si su mente no funcionara bien.
Carolina se preocupó.
— Sí.
— Ellos lo curaron —repitió el hombre—. O al menos Newel dijo que estaba sano... ¿Y si no fuera así?
— ¿A dónde quieres llegar, Tim? —preguntó Elizabeth, con impaciencia. ¡Tenían que huir! ¡Y rápido!
— ¿Y si Newel creyó que el muchacho estaba sano pero no fue así? —le dijo a la mujer, que seguía sin comprender y que se inclinaba sobre él.
— ¿Piensas que Ezequiel lo contagió? —murmuró sorprendida, Carolina, que estaba detrás de Elizabeth.
— No, no... no es posible porque estaba muerto. Un muerto no contagia pero... —Se detuvo y luego agregó—: ¡Caro! ¿Recuerdas qué síntomas tenía Ezequiel?
— Sí, tenía fiebre, náuseas y estaba muy descompuesto del estómago. Ni siquiera tenía apetito. Pensé al principio que había sido una indigestión por algo en mal estado que comió... —dijo la chica.
— O que bebió —la interrumpió Tim. Luego se quedó en silencio.
David estaba a punto de decirle que tenían que irse, cuando volvió a hablar:
— ¿Y si había algo en él? No sería realmente un contagio de una bacteria o un virus, ya que estaba muerto pero... ¿y si fuera un parásito?
— ¿Pero de qué hablas, Tim? ¡Tenemos que irnos! —explotó David, perdiendo la paciencia. Pero aquel no lo escuchaba.
— Una vez, hace muchos años en el pueblo, todos tuvimos esos síntomas. Hacía tiempo que no había "caza" y estábamos muy vulnerables. ¡¿Cómo pudimos haberlo olvidado?! Fue una epidemia. Newel hizo pruebas y descubrió que había huevos y larvas en el agua. En las tinajas. Entonces tomamos una de sus medicinas y mejoramos. Desde ese momento sólo usábamos esa fuente de agua para bañarnos y siempre era renovada. Sin embargo, con el pasar de los años dejamos de utilizarla. La envasábamos de manera diferente. ¡Qué estúpidos hemos sido!
— ¿Insinúas que habían parásitos dentro de mi sobrino? —dijo Elizabeth, horrorizada.
— Sí, y Newel no lo debe haber sabido. Trató sus síntomas pero éstos siguieron allí. ¡Por eso pensó que estaba curado!... Y ahora esos parásitos están en su sangre.
— En su savia, querrás decir —murmuró Elizabeth, con un escalofrío.
Tim no le prestó atención.
— Son parásitos... ¿cómo los llamó Newel?... ¡Hematófagos! Esa palabra usó. Destruyen los glóbulos rojos... ¡Comen sangre!... Morirá pronto sin ayuda.
Hubo un breve silencio interrumpido sólo por los graznidos del cuervo.
— Bueno eso no cambia nada —dijo Carolina y luego sonrió con malicia—. Me alegro mucho que Ezequiel al final lograra matarlo. ¡Se lo merece!
El hombre negó con la cabeza.
— No, eso lo cambia todo. Creo que ya sé por qué aún no me ha matado. ¡Soy el último de ellos! Todos están muertos y "él" me necesita. Mientras esté en sus dominios no me pasará nada, pero si escapo...
— ¿Y qué piensas hacer? ¡¿Quedarte aquí a ayudarlo?! —le gritó Elizabeth en la cara, mientras lo tomaba de los hombros y lo zarandeaba.
Tim la miró, sudando de terror, se daba cuenta de que tenía que tomar una decisión... una decisión de vida o muerte. ¡Y debía ser rápido! De pronto, el temblor que había sacudido la tierra se detuvo de repente y todos miraron a su alrededor. Las hojas dejaron de caer y la brisa de huracán se detuvo. ¿Qué estaba pasando?... Pudieron sentir el peligro en el aire.
— Tenemos que movernos —susurró David, como si el bosque pudiera oírlos. El temor pudo sentirse en su tono de voz.
Decidido, tomó a Tim y lo obligó a pararse. Este último lo miró a los ojos. Debía tomar una decisión, la mirada de sus compañeros se la reclamaban. Entonces suspiró con fuerza y las palabras salieron de su garganta a borbotones.
— Me iré con ustedes, no me quedaré en este maldito bosque ni un minuto más. —Olvidó bajar la voz. El eco se escuchó en todo el lugar.
Luego cruzaron la extensión de árboles que los separaban del puente colgante. Sin embargo, antes de llegar a él, Carolina se dio la vuelta y lanzó un alarido de miedo. Los demás no tuvieron tiempo de reaccionar. David cayó hacia atrás, mientras que Tim era arrastrado por el suelo. Una raíz lo había alcanzado y lo empujaba hacia el grueso tronco de un árbol viejo. En su base iba formándose un agujero. Elizabeth se tiró al suelo y llegó a alcanzarlo, pero sus manos se le escaparon.
El árbol rugía, tapando los gritos de Tim. Del suelo brotaba barro, mezclado con una sustancia rojiza, mientras el pozo se ensanchaba. Una herida se abría en la carne terrestre, y sangraba... ¡sangraba! Tres gruesas raíces tiraban del hombre, contorneándose como serpientes. El ataque fue tan rápido que sólo lograron alcanzarlo cuando se había hundido hasta el pecho, cortándole la respiración. El rostro de Tim adquiría cada vez más un tono morado. En un último aliento, murmuró:
— Fuego...
Nadie lo escuchó, excepto Carolina, que tiraba del cuello de su camisa.
— No funciona... No se queman. Lo he intentado —replicó la chica, pero entonces lo miró a los ojos y comprendió.
Desesperada, soltó la camisa de Tim y sacó un viejo encendedor de su bolsillo. Una de las pocas cosas que conservaba aún y que había acertado guardar. El bosque estaba enfermo y débil... Quizás esta vez...
Intentó accionar el aparato pero sólo salían débiles chispas de él. Tim se hundía rápidamente. Sólo parte de su rostro quedaba fuera del barro rojizo. David y Elizabeth lo sostenían con todas sus fuerzas, con las manos dentro del pozo pero estaban perdiendo la batalla. De pronto, una hermosa llama de color amarillo apareció y Carolina prendió una rama seca que estaba en el suelo; luego la lanzó contra el árbol que apresaba a Tim. Este, sin embargo, había desaparecido. El fuego comenzó a extenderse por el tronco oscuro y en menos de quince segundos, ardía casi por completo.
El rugido de la tierra se intensificó y volvió a temblar, esta vez más violentamente. Parte del pantalón de David se prendió fuego y este gritó de dolor. Elizabeth lo apagó con sus manos y ambos corrieron lejos del árbol en llamas. Apenas podían mantenerse de pié y menos podían dejar de mirar cómo la siniestra naturaleza iba quemándose viva... iba muriendo ante sus ojos.
— ¡Tim! —gritó Carolina de repente, soltó la jaula del cuervo, saltó algunos arbustos que ardían cerca del árbol y se acercó a su tronco. Del suelo brotaba líquido, quizá agua, quizá sangre, no se paró a pensar. Una mano había emergido desde el barro.
— ¡Espera! ¡Te quemarás! —gritó David pero la chica ya había llegado a él.
Carolina se arrodilló sobre el barro y dio vuelta el cuerpo de Tim. Estaba muerto. Comenzó a llorar descontroladamente. Elizabeth la alcanzó en ese momento y la tomó de los hombros, abrazándola.
— ¡Tenemos que irnos! —le dijo.
Un grito de David las impulsó a levantarse. Una rama, proveniente del árbol de al lado lo había golpeado en el estómago. Se dieron cuenta de que los árboles, imponentes abetos, cipreses, arrayanes y hasta pequeños espinos parecían haber cobrado vida. Se retorcían y sus raíces, con profundos rugidos de dolor, salían del suelo y los atacaban. Sin embargo, no podían escapar del fuego, que se iba extendiendo entre ellos.
Los tres corrieron hacia el puente colgante y, en su comienzo, una rama cayó sobre ellos y los empujó. Elizabeth cayó sobre el puente y sus ojos se detuvieron en el abismo. Su corazón comenzó latir con fuerza. Carolina, gritó de repente.
— ¡Ahhhhhh! ¡Ayuda!
David vio que esta lloraba de dolor. La rama había caído sobre una de sus piernas. Se acercó a ella y logró liberarla, luego la levantó del suelo y la cargó. Pasó por al lado de Elizabeth, que se estaba incorporando, y corrió por el puente, sin mirar hacia abajo.
— ¡Vamos! ¡Vamos! —le ordenó.
— ¡Espera!
Elizabeth lo siguió de cerca, llevando la jaula del cuervo. ¡No podía dejar abandonado al animal allí!
No alcanzaron a llegar a la otra orilla. Una de las cuerdas se cortó, ya que el fuego la había alcanzado, y David perdió el equilibrio. Éste, junto con Carolina, cayó al río. Sus gritos se perdieron en el aire. Elizabeth, por su parte, quedó colgando. La jaula del cuervo, sin embargo, se deslizó de sus dedos. Estuvo a la deriva del viento sólo unos segundos. La periodista no tardó en caer también.
El golpe contra el agua fue fuerte y la mujer tragó un poco al hundirse. El río era hondo y helado, su corriente la arrastró. Elizabeth logró salir a la superficie, el dolor se había expandido por su cuerpo, sin embargo, juntando fuerzas, gritó:
— ¡David!... ¡Carolina!
Intentó ver a los demás por sobre el río que trataba de hundirla, pero no podía distinguir nada más que agua y piedras a su alrededor, además de algún arbusto flotante. El sol se ocultaba en el horizonte rápidamente y la luz comenzó a disminuir.
De pronto, algo duro golpeó la cabeza de Elizabeth y esta se desvaneció.
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