27-La muerte amarilla:
Abrió los ojos pero el sonido no llegaba a captarlo todavía, vio unas zapatillas sucias y rotas que caminaban por un piso de concreto. Parecían asustadas, se acercaban a ella y se alejaban, saliendo del campo de su visión. De pronto se sintió confundida, ¡las zapatillas no andaban solas! No... algo las acompañaban, un pantalón de buzo oscuro. Un sonido agudo invadió sus oídos y el dolor de cabeza se intensificó. Las zapatillas se acercaron a ella. Luego oscuridad.
— ¿Eli?... ¡Elizabeth! —El grito llegó a su cerebro con la intensidad de una bomba. Un gemido escapó de su garganta, mientras llevaba sus manos hacia la cabeza.
Las voz escupía palabras, sin embargo, las cosas a su alrededor comenzaron a girar. Estaba mareada. Legró incorporarse a medias. Sentada en el suelo, lo observó. ¿Y las raíces?... Aquella pregunta fue el primer indicio de que su cerebro comenzaba a funcionar mejor. Las raíces...
— ¿La raíces? —balbuceó en voz apenas audible.
— ¿Qué? —Las zapatillas tenían sonido.
También tenían rostro, como pudo descubrir unos segundos más tarde, sin embargo, no lo reconoció. Estaba borroso, se veía multiplicado por tres.
— ¿Estás bien?
— ¿Quién... eres? —preguntó, lentamente. Las palabras corrían un camino muy largo hasta llegar a su boca.
La voz comenzó a lanzar sonidos extraños, incomprensibles, pero reconoció un sentimiento en ellos... el miedo. Un momento después, su vista se aclaraba junto con el reconocimiento del contexto que la rodeaba. Un recuerdo apareció en su mente, recordaba estar descansando sobre raíces. Volvió a hacer la misma pregunta: ¿Dónde estaban las raíces?
— Ya no estamos en el bosque, Eli. Estamos en el sótano de Lucrecia —dijo el rostro, con su voz, con sus dos ojos y su nariz larga. Ya no se veía triple ni tan borroso. Sin embargo, se veía asustado.
No respondió... no entendía. David, el dueño del rostro, estaba desesperado y al filo del colapso mental. Su compañera estaba bien y viva, no obstante su mente no funcionaba normalmente. Él y sus zapatillas rotas y sucias de barro, comenzaron a pasearse por el lugar. Comenzó a gritar insultos, haciendo que la mujer gimiera por el dolor de cabeza. Entonces calló, tenía que recuperar el control. Ahora dependía solamente de él salir de allí.
Elizabeth balbuceaba algo, inentendible... Las palabras se pegaban a su lengua.
— Está bien, cálmate —murmuró acercándose a ella. Le acarició el rostro, retirando el cabello oscuro que caía sobre él—. Estás así por el golpe, recuerda que te operaron... no hace mucho... Aunque parece que fue hace mil años.
La mujer no dio señales de entender. Cerró los ojos. Como David se diera cuenta que sólo estaba dormida, la recostó sobre el suelo. Miró a su alrededor, buscando una manta con qué taparla. Comenzaba a hacer frío.
En un rincón apartado del sótano, encima de una mesa pequeña de madera, que tenía rota una pata, había varios cojines. El hombre se dirigió hacia ellos, tomó uno y lo golpeó para retirarle el polvo. Este hizo que su garganta picara. Luego lo abrió y lo colocó sobre su compañera. Era muy hermoso, bordado a mano con motivos indígenas.
Cuando David se incorporó, comenzó a mirar hacia todos lados. Conocía muy bien ese sótano, tan amigo de días anteriores. Sabía que no había lugar alguno por donde escapar, ¡si lo habría intentado antes! La única esperanza era la puerta al final de las escaleras, pero era muy improbable que no la hubiesen asegurado. En ese instante sus ojos toparon con un objeto alargado y delgado que sobresalía de debajo de una caja de cartón, que estaba justo debajo de las escaleras.
— ¿Un bolígrafo? —murmuró estupefacto. No era posible, se dijo, había registrado ese lugar muchas veces con sus ojos y luego cuando pudo levantarse, con sus manos. No obstante, tuvo que reconocer que no había tenido tiempo de mirar allí, donde cajas y bolsas de basura se apiñaban unas encima de otras formando una pared compacta.
David caminó hasta el lugar y, haciendo fuerza hacia arriba, pudo desenganchar el objeto de la caja. Era un bolígrafo. De pronto, un chillido agudo salió desde dentro de una caja superior y una alimaña saltó a su rostro. Con un gritó, se sacó el animal de encima, que no llegó a morderlo de milagro. La rata, peluda y con sus ojillos rojos, corrió hacia la oscuridad de su refugio dejando al hombre estupefacto por su presencia. Nunca antes había visto animales allí... ¡ni en todo el bosque!
Asustado, las manos comenzaron a palpar su rostro en búsqueda de un corte. Sabía que no lo había mordido, ¿lo habría rasguñado? No dejaba de recordar a Toni, ni las palabras de Aukan habían abandonado su memoria. El conductor había sido infectado por el bosque, por eso "no les había servido". Recordaba las abejas. Abejas extrañas... el último indicio de vida que tuvieron en aquel bosque. Quizá cualquier cosa de este mundo que vivía allí era infectada por él... La rata podía matarlo. La idea lo asustó. Se alejó del lugar rápidamente.
Recién cuando vio que no había peligro, miró el bolígrafo que tenía en la mano. En su capuchón tenía adherido un minúsculo papel. Sorprendido lo sacó y lo abrió. Casi no pudo creer lo que leía:
"Soy Carolina Robles y con Ezequiel Baranguer estamos encerrados en este sótano. La gente de acá nos secuestró y piensa matarnos. Si alguien alguna vez encuentra esta nota, dígale a nuestra familia que los queremos mucho".
No había en la nota más palabras. A David comenzó a invadirlo la ira. Por primera vez tenían pruebas de que los chicos llegaron allí, a pesar de las palabras de Aukan. No las había creído en ese momento, pensaba que el sujeto sólo se estaba burlando de ello. Entonces, comenzó a patear cuanto objeto se puso al alcance de su zapatilla. Estaba furioso. No podía siquiera imaginar el terror que aquellos dos adolescentes sintieran allí encerrados. Si él, que era mucho mayor, casi no podía lidiar con la situación... ¿Cómo se habrían sentido los dos chicos? Odio... era el único sentimiento que sudaba en ese momento. ¡Los odiaba a todos! ¡A toda aquella gente maldita!
Un sonido proveniente del piso hizo que se detuviera. Elizabeth se había despertado. David metió rápidamente la nota en el bolsillo de su pantalón y se arrodilló para mirarla mejor.
— ¿Eli?... ¿Estás bien?
La mujer no respondió, pareció hundirse en la inconsciencia de nuevo. David, miró el bolígrafo y tuvo una idea. Corrió por las escaleras del sótano. Probó la puerta, que por supuesto estaba cerrada, sin embargo la cerradura era de las antiguas y no muy difícil de forzar. Tomó el capuchón de la lapicera, lo introdujo en la cerradura e hizo fuerza. Se rompió.
— ¡Demonios! ¡Demonios! ¡Maldita porquería!
La porquería terminó lanzada lejos de él. En ese momento sintió cómo una puerta de la casa se abría, luego voces. David pegó la oreja a la cerradura.
— ¡Dios mío! ¡Dios mío! —exclamaba Lucrecia casi a los gritos. Parecía estar histérica, fuera por completo de sí.
— ¡Cálmate! —le decía Newel—. Vamos... siéntate un momento.
Se oyó el ruido de una silla. Luego la puerta se cerró.
— ¡No puedo creerlo! ¡¿Por qué?! ¡¿Por qué?!... ¿Por qué ella? —sollozaba.
El llanto de la mujer era intenso y descontrolado. Luego volvió su voz entrecortada y adolorida.
— No puedo creer que Berta esté muerta. No puede ser.
— Calma, cariño...
— ¡No me digas que me calme! —replicó Lucrecia—. No puede ser. Hicimos todo bien...
— Así fue...
— Pero... no me mientas... tú debes saber lo que pasó...
— ¡No te he mentido! ¡No lo sé! ¡Estoy tan perdido como tú y los demás!
Hubo un breve silencio.
— No puede ser... —repetía la mujer, devastada.
— Lucrecia... sabes que hay una solución. Ya lo hemos hecho antes. Incluso conmigo. Y yo estoy bien.
— ¡No! Yo... yo le prometí que no la reviviríamos... ¡Se lo prometí! —se opuso.
— Erminio quiere hacerlo y creo que está en su derecho. ¡Es su esposo!
— ¿Por eso me trajiste a casa? ¿Para que él lo haga a mis espaldas? —lo acusó su esposa.
— ¡Por supuesto que no! —replicó Newel—. ¿Acaso no quieres volver a verla? ¿Acaso no la quieres?
— ¡No te atrevas a decirme eso! —manifestó furiosa.
Luego de un momento de silencio tenso, Newel volvió a hablar.
— No es nuestra decisión. Erminio...
— ¡No vuelvas a nombrarme a mi hermano! Él debe saber muy bien que Berta no deseaba que la revivieran. Ella lo ha expresado en muchas ocasiones. Y yo se lo prometí antes del ritual. ¡Se lo prometí! —indicó la mujer.
— Lucrecia, tienes que entender...
— Además, no podremos —lo interrumpió.
Aquello pareció desconcertar a su esposo.
— ¿A qué te refieres?
— Y "al ingrediente especial".
— ¿Qué pasa con eso? Será Simona. Intentó escapar. Está perdida.
— No, no lo está.
— ¿Qué quieres decir con eso? —indagó su esposo.
— Que ella es igual que tú, cariño. Fue revivida. No puede ser tocada.
Newel pareció descubrir de pronto que era cierto, detalle que todos habían olvidado unos minutos antes. Largó una serie de insultos.
— Tienen que olvidarlo, no es posible y... debemos respetar su propia decisión —dijo la mujer, volviendo a la carga.
— ¡Espera un momento! —exclamó Newel.
— ¿Qué?
— Sí hay una alternativa.
— ¿Cuál?
— ¡Un niño!
Hubo un breve silencio.
— No hay niños aquí.
— ¡Pero puede haber!
Otro silencio acompañó a estas palabras.
— Si lo que quieres insinuar es que podremos "cazar" uno... estás muy equivocado. Sería una casualidad muy grande que apareciera alguien en este bosque con un niño, justo ahora... No creo en las casualidades.
— No me refería a eso.
— Tampoco podremos robarlo de las ciudades, sería muy peligroso y acordamos jamás arriesgarnos a...
— Lo sé. Lo sé. Tampoco me refería a eso —la interrumpió Newel, con impaciencia.
— ¿Entonces? —Parecía estarse molestando.
— Podríamos tenerlo.
Un silencio más extenso que los anteriores se sintió, como una piedra que caía.
— ¿Estás demente? No podemos tenerlo. Ninguna de las mujeres del pueblo puede. ¡El elixir nos vuelve estériles! ¡Y muy bien que lo recuerdo! Siempre quise ser madre. —Las últimas palabras fueron dichas con angustia y desesperación.
— Los niños...
— ¡No me hables de los niños! ¡Todavía no puedo creer que hayamos sacrificados a todos!
— ¡Él los quería! No teníamos opción.
Lucrecia rompió en llanto, mientras murmuraba: "debimos escapar entonces". Su esposo intentó calmarla pero fue en vano. David, que los escuchaba con horror, tampoco podía creer que hubieran sacrificado a bebés de la misma forma que había visto... ¡Encima sus propios hijos!
— Calma... Eso pasó hace mucho tiempo. Fue una prueba y la pasamos. Sin embargo, ahora necesitamos hacerlo de nuevo.
— ¡¿Newel no me escuchaste?! ¡¡NO podemos tenerlos!!
— No hablaba de nosotros... El elixir no vuelve estériles a los hombres, cualquier hombre de aquí puede tenerlos... Y hay una mujer en este mismo sótano, que seguramente puede tenerlos.
Al oírlos, a David le dio escalofríos.
— Tim la quiere para él. Pues... esa será su paga. Le dejaremos a la mujer, siempre y cuando él nos entregue al niño. Así reviviremos a Berta.
Hubo otro silencio.
— Ya veo cuáles son tus ideas... ¿Y qué le pasó a Tim? ¿Ya se olvidó de su esposa? Recuerdo que lo sintió mucho. —La mujer habló con dureza.
Newel calló.
— Vaya... todos los hombres son iguales. Sus esposas... son sólo objetos...
— No hables así, sabes que yo no soy así. Yo nunca te haría daño.
Su esposa no dijo nada, sin embargo, estuvo a punto de decir lo que pensaba... que no estaba muy segura de ello. A veces, le asustaba lo diferente y peligroso que podía parecer Newel. En especial, cuando las cosas no salían como deseaba. Este último continuó con la discusión.
— Erminio y yo le debemos eso a Tim. Fue nuestra decisión. Todavía puedo sentir el odio que nos tiene. Con esta ofrenda las cosas entre nosotros mejorarán. Será un acuerdo de Paz.
— ¿Sabes que hay que esperar nueve meses? —preguntó con sarcasmo su mujer.
— Sí, pondremos el cuerpo de Berta en nuestro congelador, donde tenemos las medicinas. Así logrará conservarse.
— ¡Dios mío! ¿Estás escuchando lo que dices? —exclamó horrorizada—. ¡No voy a poner un cadáver allí! ¡No, no y no! ¡La enterraremos en el cementerio!
En ese instante un grito bestial se hizo oír.
— ¿Qué fue eso? —preguntó la mujer, su voz no pudo ocultar el pánico que sentía.
— "Él" nos llama —manifestó Newel, desconcertado—. Algo ha pasado.
Un minuto después se escuchó un golpe en la puerta y esta se abrió.
— Vamos. —La voz era de Erminio.
Newel se despidió de su esposa y salió. Luego el silencio fue interrumpido por los sollozos de la dueña de casa. No fue muy extenso, sin embargo, poco tiempo había pasado desde que su esposo salió cuando la puerta se volvió a abrir.
— Pasa... pasa, Petra.
— ¡Oh, Lucrecia! ¿Estás sola? Pensé que estaría acá mi esposo.
— No, no. Newel acaba de salir a reunirse con los otros.
— Aukan me dijo que algo malo pasaba y... y yo...
— Berta falleció... Tú no estabas pero...
— ¡Oh! Lo sé... lo sé. Lo siento mucho. Debí venir antes pero estaba... descompuesta. Lo siento.
— No te preocupes —dijo Lucrecia.
Otra vez la puerta volvió a abrirse.
— ¡Aquí están! Vengan afuera... ¡Miren! —Otra mujer las instaba a salir.
— ¿Qué ocurre, Elicia? —indagó Lucrecia.
— ¡Miren los árboles! ¡Miren los árboles!
— ¿Qué pasa con ellos? —preguntó Petra.
— Sus hojas... ¡Caen como lluvia! —exclamó Elicia, perpleja. Luego agregó—. Miren esta hoja.
Dos exclamaciones de horror y asco entraron por la cerradura del sótano. Luego, las voces de las mujeres se perdieron. David aún podía oírlas, pero lejanas. Habían salido de la casa y la puerta seguía abierta. El hombre miró con cariño a su compañera, ¡debían escapar! Nunca permitiría que le hicieran daño. ¡Sobre su cadáver! En ese momento vio movimiento bajo la manta. Parpadeó. No quería ilusionarse.
— ¿David?
Nunca supo qué le dio más alivio, si oír la voz de Elizabeth o su propio nombre.
— ¡Eli! ¿Estás bien? —exclamó eufórico, mientras descendía las escaleras.
— Sí... ¿Dónde estamos?
— En el sótano de Lucrecia... Nos atraparon.
La mujer recordó todo de repente. De golpe, comenzó a disculparse. ¡Había actuado con total locura! No debió correr hacia ellos y gritar como una completa demente. Los había puesto en peligro. ¿Y ahora, cómo escaparían? No obstante, David no la escuchaba, la había abrazado y las lágrimas llegaron para interrumpirlo. ¡Estaba tan feliz de que estuviera bien!
Después de darle varios besos, David le contó rápidamente lo que estaba pasando y lo que había averiguado. En ese momento estaban solos en la casa, era quizá su única oportunidad de escapar. Cinco minutos después, ambos intentaban forzar la cerradura. Dentro de la casa se oía una extraña e inusual corriente de viento... pero nada más.
— No puedo creer que Berta esté muerta... ¿No sabes qué le puede haber ocurrido?
— No, ni siquiera ellos tenían la menor idea. Sin embargo, sospecho que algo está ocurriendo. —David sostenía el tubito de tinta del bolígrafo he intentaba introducirlo en el agujero de la cerradura—. ¡Listo! Ahora intenta tú... con cuidado.
Sin embargo, por más cuidado que la mujer tuvo la paciencia de emplear, eventualmente el tubito se rompió.
— ¡Demonios!
— ¡No! ¡No!... No saldremos nunca de aquí...
— No desesperes. Hay que seguir intentando... Hay que... encontrar algo que sirva. Algo largo y fino —manifestó su colega. Sin embargo, por más que buscaron no hallaron nada que sirviera.
En la cima de la escalera se sentaron a descansar. Pasó el tiempo, ¿cuánto? Nunca lo supieron. David miró a la mujer que amaba. Había estado a punto de mostrarle la nota escrita por Carolina pero... ¡se veía tan mal! ¿Para qué causarle otro dolor? Un dolor mucho más agudo del que sintiera.
Los pensamientos del hombre fueron interrumpidos por una voz masculina.
— ¿Elizabeth?
La aludida se paró de golpe.
— ¿Tim?
Tim estaba del otro lado de la puerta.
— Sí, soy yo. ¿Estás bien? Siento... lo siento mucho —se disculpó.
El fotógrafo perdió la paciencia.
— ¡¿Lo sientes?! ¡¿Eres idiota o qué?!... ¡La golpearon tan fuerte que casi la mataron! ¡Y no te vi hacer nada por ella! —le gritó David, golpeando la puerta con el puño.
Elizabeth lo tomó del brazo y le susurró:
— ¡No, basta! ¡Quizá pueda...! —se detuvo, por miedo a ser oída. Luego agregó, en voz alta—: ¿Tim? ¿Aún estás ahí?
El silencio la había desconcertado.
— Sí...
— ¿Podrías... ayudarnos a salir? —preguntó, casi sin esperanzas. Seguramente habían mandado a Tim para que los vigilara hasta que pudieran resolver lo que ocurría. David negó con la cabeza... le parecía que era inútil hablar con él.
— A eso he venido.
Aquellas palabras desconcertaron a sus oyentes.
— ¡Oh! ¡Gracias! ¡Gracias!
— Pero con una condición —la interrumpió el joven.
— ¿Cuál? —Elizabeth casi no quería saber la respuesta.
— Que me dejen huir con ustedes. Jamás llegaré lejos solo.
El silencio se esparció por el sótano. David y Elizabeth intercambiaron una mirada donde la sorpresa era la emoción más sobresaliente.
— Sí... sí, claro —balbuceó la mujer. Le pareció que no podía negarse a aquello.
Tim no respondió pero oyeron cómo arrastraba algo pesado y luego una llave se introducía en la cerradura. Unos segundos después, estaban libres.
Cuando vieron al hombre que estaba frente a ellos casi no lo reconocieron. Tim parecía haber envejecido unos años, unas violáceas ojeras rodeaban sus ojos y llevaba la barba desaliñada.
— Vamos aún no vuelven. Él nos ha llamado —ordenó preocupado.
— ¿No fuiste? —titubeó Elizabeth, mientras caminaba por el pasillo. La puerta de calle estaba abierta y el viento entraba en ella.
— No, no. Es la única oportunidad que hay... Están distraídos. Ha pasado algo.
— ¿Qué ha ocurrido? —intervino David, muy serio. Aun no sabía si confiar en él o no.
— Berta ha muerto. Nadie entiende por qué. —En ese momento salieron fuera.
Había un viento fuerte. Los árboles se mecían con furia, desojándose lentamente. Un grupo de tres mujeres estaba reunido frente a la puerta de la casa de Berta y Erminio. Lucrecia los vio y dio un grito de alarma.
— ¡Corran! ¡Síganme! —ordenó Tim.
— ¿Y por qué de repente podemos confiar en ti? —David no se había movido.
El joven se dio vuelta y lo miró con el ceño fruncido. Bajo aquel viento parecía enfermo. ¿Lo estaba? Pensó Elizabeth.
— No tienen alternativa. Sin mí no llegarán a ningún lugar. Soy el único que conoce el camino —afirmó Tim y comenzó a correr cuesta arriba. Parecía dirigirse a su casa.
— ¡Vamos, David! ¡Él tiene razón!
Las mujeres ya estaban cerca, así que comenzaron a correr tras Tim. A mitad de camino, sin embargo, de repente apareció el grupo de hombres. Tim se quedó congelado, con el horror estampado en sus ojos. David y Elizabeth llegaron en ese momento hasta donde estaba él. No pudieron esconderse, los vieron al instante. Elizabeth miró hacia atrás. El grupito de mujeres corría hacia ellos, una más se había unido. Amelia, con un largo palo en la mano, iba a la cabeza.
— Vaya, vaya... Tenemos un traidor aquí —dijo Erminio, furioso. Su cara estaba desencajada.
Tim no intentó defenderse, miró hacia su derecha... allí, a tan solo unos metros, estaban los árboles. Los demás comprendieron lo que debían hacer. Sin embargo, antes de que siquiera pudieran dar un paso, Erminio comenzó a ahogarse. Este se llevó frenéticamente las manos al cuello y comenzó a ponerse morado, como si se hubiese atragantado con algo. Su rostro comenzó a congestionarse. Toda la atención de los hombres y la de algunas mujeres, que casi los alcanzaban, se fijaron en él. Newel comenzó a gritar de horror y cayó a los pies de su amigo, que se había precipitado al suelo lleno de hojas... estaba muerto.
Los tres fugitivos no se detuvieron a pensar qué le había ocurrido, comenzaron a correr hacia la derecha... hacia el bosque. Amelia, que no se había percatado de la situación, comenzó a seguirlos, presa de una furia. Fue detenida a mitad de camino por su esposo. Fausto le gritó, horrorizado.
— ¡Déjalos! ¡Que se vayan al infierno! Tenemos que ayudar a Newel a curarlo. ¡Él está enfermo! ¡Y cree que lo hicimos nosotros! ¡A propósito! ¡Matará a cada uno de nosotros cada media hora, hasta que hayamos encontrado el remedio! ¡Estamos perdidos! ¡PERDIDOS!
La voz de Fausto y los gritos de Newel se fueron perdiendo en la distancia a medida que se internaban entre los árboles. En un punto, Tim dobló hacia la izquierda dirigiéndose hacia su casa.
— ¿Qué haces? —indagó David, molesto y desconcertado—. ¡Estás volviendo!
— ¡Lo sé, idiota! Tengo que sacar algo de mi casa —replicó de mal humor. Su idea era rescatar a Elizabeth, no ha David. Había entendido que el hombre estaba inconsciente y fue una sorpresa hallarlo bien. Sin embargo, no había tiempo que perder. Debía salir de allí. Si atravesaba el puente, quizá tenía una esperanza de vivir. Las palabras de Fausto lo habían aterrorizado.
— Vamos tras él.
— ¡Pero... pero, Eli...! —protestó David.
— No conocemos el camino —le recordó, interrumpiéndolo. Siguió a Tim.
Cuando ambos llegaban a la casa de Tim, lo vieron descolgando la gran jaula con el cuervo dentro, que graznaba.
— ¡Qué demonios! —exclamó David, molesto.
— ¡No puedo dejarlo aquí! ¡No puedo! Ha sido mi único amigo durante todos estos años —se disculpó Tim, mientras comenzaba a correr hacia ellos.
— No podemos llevarlo... Es... es absurdo —comenzó a protestar el hombre, sin embargo, Tim no lo oía.
Desde la calle se oían gritos y, si bien no podían ver lo que ocurría, intuyeron que no era nada bueno. Desde entonces corrieron entre los árboles detrás de Tim, sin detenerse. La jaula del cuervo se balanceaba de un lado a otro y chocaba continuamente con los obstáculos que se les ponían encima. El cuervo, pobre animal, graznaba mareado en su cárcel. Intentó volar varias veces y sus alas negras se abrieron dentro. Frustrado se quejaba con su dueño, que le hablaba como si fuera un niño pequeño.
— Lo siento, Bruno, tenemos que huir de aquí.
David y Elizabeth se miraban, frunciendo el ceño. ¿Tim estaría en sus cabales? En ese momento llegaron a un recodo del camino y luego el joven del cuervo se introdujo por entre unos arbustos. Desapareció tras ellos.
— ¿Tim? —llamó Elizabeth, preocupada.
La mano de del chico apareció entre las hojas, haciéndoles una seña. David fue el primero en introducirse y luego le siguió su compañera. Parecían haber entrado a otro mundo. Los árboles eran más altos y más espeso su follaje. El viento casi no llegaba hasta ellos. Tim se detuvo, cansado, dejando la jaula a sus pies.
— Un atajo —explicó. David pensó que jamás habían pasado por allí. ¿O sí? El bosque siempre le parecía igual—. Lo tomamos de noche, para no ser vistos cuando hay alguien cerca. Por aquí llegaremos más rápido al puente.
Elizabeth se había detenido. Miraba una rama que estaba justo encima de ella. Una cuerda roja la adornaba. Tim miró hacia arriba.
— Marcan el camino... para el que sabe hallarlo —murmuró, luego miró su reloj de pulsera. Hacía más de una hora que corrían por el bosque. Alguien tendría que haber muerto a esas alturas. Aquello le dio un escalofrío. No confiaba en que Newel averiguara lo que le pasaba en poco tiempo. Le tomaría días... pero en días estarían todos muertos.
— Creo que antes he estado aquí, de noche. Oía voces pero no los veía. Tampoco me vieron a mí.
Tim la miró con curiosidad.
— Es posible... aprendimos el arte del camuflaje. Newel y su hermano nos lo enseñaron. Funciona mejor de noche.
De pronto, y sin que nada anticipara este hecho, el paisaje cambió. De verde oscuro pasó a color ocre. Desde el cielo comenzaron a caer hojas amarillas, a millares. Elizabeth recordó a Elicia... realmente parecía que llovían hojas.
— ¿Qué demonios...? —murmuró David, desconcertado.
— La enfermedad se esparce por el suelo —murmuró Tim. Se había arrodillado y había tomado un puñado de tierra... estaba seca y le faltaba color. El escarlata había desaparecido.
— ¿Realmente esa cosa está enferma? —indagó David.
— Sí, sin duda alguna... ¡Y furioso! —replicó Tim, luego tomó la jaula—. Vamos, aún hay peligro.
Lo siguieron pero nadie tenía ya fuerzas para correr, siguieron el camino a compás.
— ¿Qué le ha ocurrido a... a "eso"? —preguntó Elizabeth, poniéndose a la par de Tim. David refunfuñaba de molestia, detrás de ellos. Nunca había tenido el placer de tener que lidiar con sus celos.
— No lo sé. Estaba bien hasta que hicimos el ritual de Berta.
La mujer pensó en Emanuel y contrajo los labios, aún era una herida abierta lo que habían hecho y no quería causar una pelea en ese momento. Necesitaban la guía de Tim.
— Un momento. —Tim se paró de golpe. David casi se lo traga, por esquivarlo golpeó su rodilla con la jaula—. Estaba mal desde antes... Sí, ahora lo recuerdo.
— ¡Demonios! ¡No podíamos haber dejado el maldito cuervo suelto en el bosque! —vociferó David, adolorido. Sin embargo, nadie lo escuchaba.
— ¿A qué te refieres? —preguntó Elizabeth, colocando una mano sobre sus ojos. El viento y la cantidad de hojas que caían sobre ellos, les dificultaba la visión.
— Me pareció que los árboles se secaban... a pesar de la lluvia. Fue extraño... y olvidé decirlo —recordó el joven.
Mejor, así se mueren todos, pensó Elizabeth con rencor. Y como si el bosque la hubiera escuchado, una rama cayó sobre ella, tirándola al suelo. Llegó a gritar antes de que una raíz se asomara desde el suelo rojizo y le tomara una pierna. David gritó asustado y se lanzó sobre ella. Cuando pudo tomarla de un brazo, la mujer estaba enterrada hasta el pecho. Esta gritaba desesperada.
— ¡No te quedes ahí! ¡Ayúdame!
Tim, que se había quedado congelado, mirándolos con horror, reaccionó. La jaula rodó por el piso, mientras su dueño tomaba el otro brazo de Elizabeth. La tierra llegaba hasta su cuello y sólo su cabeza y sus brazos asomaban sobre ella. Entre los dos pudieron sacarla del hueco. Entre gritos agudos y hojas que les caían encima, lograron correr lejos.
— ¡Él sabe que estamos aquí! ¡Nos ha descubierto! —vociferaba Tim, mientras corría con la jaula del cuervo balanceándose furiosamente—. ¡Tengan cuidado con los árboles de tronco oscuro! ¡Son los más peligrosos!
— ¿De qué demonios estás hablando? ¡Los árboles no atacan... los árboles no...! —David se detuvo, ¿qué demonios estaba diciendo? ¡A él mismo lo habían atacado! Aquel bosque siniestro parecía ser mortal para cualquier ser vivo.
Y los árboles sí que los atacaban. De todas partes aparecían ramas o raíces intentando provocar una caída. ¡Los hijos del monstruo del bosque no permitirían que escaparan! Entonces, llegaron a un sendero, claramente tallado en el suelo. Parecía ser transitado. Por él corrió Tim y sus compañeros.
— ¡Oigan! ¡Oigan!
Una voz de mujer los detuvo en el sitio. Los tres miraron a su alrededor. No vieron a nadie.
— Cuidado... es una alucinación. Las hojas de los árboles enanos tienen un polvillo blanco que, al ser aspirado, causa ese efecto —murmuró Tim.
— Eso explica muchas cosas —dijo con ironía David, recordando al Emanuel que creían haber visto fuera del sendero.
De pronto, Elizabeth lanzó un grito y señaló hacia unos metros de ellos. Al lado de un largo tronco apareció una pequeña y escuálida mujer. Llevaba tan sucia y adherida al cuerpo la ropa que parecía no tenerla. Su cabello largo era oscuro y sus ojos saltaban de la cuenca de la órbita. Los miraba con aquellos círculos perdidos. Parecía etérea... parecía un alma en pena. ¿Una alucinación?
Tim dejó la jaula en el suelo, mientras lanzaba una exclamación de incredulidad.
— ¿Pequeña? —murmuró el hombre, casi sin poder creerlo.
La mujer se acercó a ellos, era casi una niña y distaba mucho de ser una alucinación. Abrió la boca y la cerró. Lego, volvió a abrirla.
— ¿Tim?... ¡Oh, Tim! —exclamó llorando con su vocecita aguda y corrió hacia él, ignorando a los demás—. ¡Me perdí! ¡No pude encontrar el camino!
Alzó sus brazos y lo abrazó. El joven rodeó su escuálido cuerpo.
— Calma... calma, Carolina. Ahora todo está bien —le dijo con dulzura el joven, mientras acariciaba su sucio cabello. El cuervo comenzó a graznar, parecía darle la bienvenida a una vieja amiga.
Carolina Robles estaba ante ellos.
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