26-El ritual:

Ninguno de los integrantes del siniestro culto había descubierto la presencia de los dos testigos, el ritual se llevaba a cabo como de costumbre. Erminio tenía un antiguo libro de tapas negras en sus manos y recitaba un cántico compuesto de cortas frases que repetía una y otra vez, acompañado por todos los demás:

— Arbor vitae... Sanguis vitae... Vita aeterna —repetían con musicalidad.

Mientras tanto, Newel caminaba alrededor del círculo con una vasija antigua en sus manos, esta estaba tallada en una madera oscura. De pronto, ingresó en el círculo sagrado y se dirigió hacia uno de los bultos que descansaba en el suelo. Del bolsillo de su larga capa roja extrajo una daga de plata hecha a mano y, agachándose en el suelo, retiró el paño negro que cubría al bulto. Era un hombre joven, moreno, y parecía estar dormido. Su respiración elevaba el pecho lentamente.

En la altura del pequeño valle boscoso, los intrusos observaban la escena, petrificados. Recién reaccionaron cuando vieron el rostro descubierto del hombre dormido.

— Es... ¿Es él? —balbuceó David, estupefacto.

La mujer lanzó una exclamación, donde el asombro y el horror se entremezclaban.

— ¡Emanuel! ¡Está vivo!

— ¡Oh!

Elizabeth casi no podía creer lo que se presentaba ante sus ojos. A pesar de tener débiles esperanzas y actuar de acuerdo a ellas, en el fondo siempre creyó que encontrarían muerto a su colega. Al ver la daga y comprender de pronto lo que estaba por ocurrir, no pudo controlar el impulso de correr hacia ellos. Su autocontrol se perdió por completo. Desesperada, comenzó a gritar con todas sus fuerzas y corrió hacia el círculo.

— ¡No! ¡No! ¡No! —suplicaba, mientras que David, tomado por sorpresa, corría tras ella.

Los miembros del culto se sobresaltaron ante los gritos y miraron a la mujer que habían creído muerta y que les suplicaba por la vida de su amigo.

— ¿Elizabeth? —murmuró Lucrecia, espantada. No obstante esa primera reacción le dio paso a otra: el alivio.

Sin embargo ya era tarde, los gritos no servirían de nada. Newel, con la destreza adquirida por los años, cortó la garganta del muchacho y la sangre empezó a emanar en abundancia. El hombre de la capa colocó la vasija en su cuello. Entonces un grito desgarrador de Elizabeth se sintió en todo el bosque. En ese momento, David logró alcanzarla y la detuvo para que no se acercara más. Esta temblaba entera y el terror emanaba de sus ojos.

— ¡Encárguense! —ordenó Erminio a Aukan, Fausto y Rufino. Luego continuó recitando.

Los tres hombres se separaron del grupo y comenzaron a correr hacia donde estaba la pareja. David reaccionó por instinto, tomó del brazo a Elizabeth, que todavía estaba conmocionada, y casi la arrastró hacia el bosque. Sin embargo, el terreno lleno de raíces dificultaba mucho la marcha cuesta arriba. Al momento de llegar a la cima, sólo los separaban unos pocos metros de los tres sujetos.

Estaban por traspasar la primera barrera de abetos cuando David recibió un proyectil en la cabeza y se desplomó en el suelo. Aún consciente, llegó a gritar:

— ¡Corre! ¡Corre!

Elizabeth vio sangre en su cabeza y, por un segundo, vaciló hasta que vio a Aukan aproximarse a toda velocidad. La mujer no lo pensó más y se internó en el bosque de abetos. Las ramas de los árboles arañaban su rostro y parecían moverse, así que tuvo que agacharse y saltar muchas veces. Sentía los pasos a su espalda, muy cerca... De pronto una mano alcanzó a tomar su camisa y esta se desgarró. Dio un manotazo a su espalda y golpeó algo que no vio.

— ¡Demonios! —gritó un hombre, era Fausto.

— ¡Fuera de mi camino! —gritó casi simultáneamente otro que venía detrás.

Elizabeth miró por sobre su hombro. Fue un error. Una rama la golpeó a la altura del pecho y se quedó sin oxígeno. Cayó al barro.

— ¡Al fin te tengo! —Un golpe en su nuca la dejó inconsciente.

Rufino y Fausto arrastraron a la escurridiza mujer hasta donde se encontraban los demás. Luego la dejaron en el suelo. Aukan, con el rostro rebosante de triunfo, estaba sentado sobre la espalda de David mientras le ataba las manos con el cordoncillo de su hábito rojo. El fotógrafo parecía inconsciente.

— ¡Déjenla ahí! ¡Hay que continuar con esto! —ordenó Erminio.

— ¿Y si escapan? —replicó ceñudo Rufino.

— ¡No pueden escapar en ese estado, inútil! ¡Vuelve aquí! —enfureció el líder.

Los hombres no se atrevieron a seguir discutiendo, dejaron lo que estaban haciendo y volvieron al círculo.

— Arbor vitae... Sanguis vitae... Vita aeterna —volvieron a repetir a coro.

De pronto Erminio, que tenía los ojos fijos en el centro del círculo, comenzó a cantar... Era una canción desprovista de palabras, tal cual las conocemos. Los sonidos emitidos eran graves y agudos, causaban un efecto muy extraño y curioso. Todos los que lo escuchaban parecían comenzar a entrar en trance, la mente se desconectaba de la realidad.

Newel tomó la vasija donde había estado recogiendo la sangre que emanaba del cuerpo sin vida de Emanuel, la llevó a sus labios y bebió un sorbo; luego pasó el recipiente al hombre que estaba a su lado. Todos, uno a uno, fueron bebiendo aquel contenido hasta que cerró el círculo con Erminio. Este dejó de cantar y siguió Newel. Parecía un canto diferente en su garganta, sin embargo era el mismo. El hombre del libro tomó todo el contenido que quedaba, dejando sólo un sorbo que descargó en la boca de la mujer que descansaba en el piso. Nolberta estaba ubicada al lado del cuerpo de Emanuel. La mujer se encontraba consciente, pero sólo apenas, lo suficiente como para tragar.

Erminio se levantó del suelo, le pasó la vasija a Newel y continuó con el canto. Ahora le tocaba el turno a su amigo. Este sacó el cuchillo de plata y lo lavó con un líquido que traía en un pequeño frasco. El olor a alcohol se esparció por todos lados.

Un testigo veía toda la escena. David, un poco mareado, había abierto los ojos. Los cerró de golpe, era mejor que nadie se diera cuenta de que estaba bien. Comenzó a planear un escape... podía ver a Elizabeth cerca de él. La mujer no se movía y temió lo peor. No obstante, llegó a ver lo que ocurría dentro del círculo y su corazón casi se detuvo...

Newel había comenzado a cortar los dedos de la mano del chico y los colocaba en el recipiente. Cuando terminó, los llevó hacia el árbol, en ese instante el canto de Erminio pareció cambiar. Los demás miembros comenzaron a recitar las anteriores frases. Newel colocó los dedos de Emanuel en un hueco del árbol que... ¿acababa de abrirse? Los ojos de David se dilataron de terror.

El hueco en el tronco rugoso tragó la ofrenda y se cerró nuevamente. El siniestro "árbol" se movió lentamente, sus hojas se agitaron de placer, como si una brisa las hubiera mecido en el cielo. El ruido de una corriente alcanzó a David... la sangre comenzaba a circular por sus millares de raíces... por sus venas, que estaban debajo de él. El fotógrafo miró hacia abajo, espantado. El suelo comenzó a calentarse... La vida se abría camino.

Luego, Newel volvió a arrodillarse a los pies de Emanuel y comenzó a cortar la carne de su muslo derecho, en tiras, como el mejor y más experimentado carnicero. A David le asaltaron las náuseas. Una mujer que le daba la espalda comenzó a contorsionarse hacia delante. En cualquier momento vomitaría.

— ¡Cálmate, Elicia! ¡Lo notará! —le susurró otra mujer que estaba a su lado, mientras tomaba su codo.

— No... puedo —susurró asustada.

— ¡Basta! —Le advirtió. La aludida logró controlarse mediante el pánico.

El canto de Erminio se extinguió en ese instante. Newel le pasaba la vasija en ese momento y, para horror del testigo, comió la carne del chico. Entonces entregó la vasija. Todos comieron, incluso la mujer que estaba a punto de vomitar. Era preciso que lo hicieran.

Al terminar, Newel recibió el recipiente con dos pedazos, ingirió el suyo y sacó otro frasco de su bolsillo. Este tenía un líquido levemente azulino. Colocó el brebaje dentro del recipiente y embebió el último pedazo en él. Sacó por último un pequeño martillo de plata y, con gran fuerza, golpeó el cráneo del chico una y otra vez hasta que este se quebró como una nuez. La sangre y parte del cerebro salpicó su rostro. El hombre no se inmutó, colocó parte del cerebro en la vasija y lo aplastó... El elixir de la vida estaba listo... La vida que se consumía daría fuerza y salud a todos por un tiempo, en cambio el elixir a Nolberta le prolongaría su existencia.

Luego, Newel le ofreció a Erminio el envase, este lo tomó y se arrodilló en el suelo. Nolberta se incorporó un poco y comió aquello, lentamente. Parecía que saboreaba cada pedazo. A David, que apenas podía creer lo que veía, le pareció una eternidad. Al fin acabó, su esposo comenzó un nuevo canto, ahora acompañado por todos los miembros. Los sonidos agudos y graves subían y bajaban de escala, como una escalera, como una letanía no articulada...

Lucrecia, con su cabello pálido ondeando tras ella, tomó una manta que llevaba con ella y la colocó sobre su prima Nolberta.

Aukan y Fausto tomaron lo que quedaba del cuerpo de Emanuel y lo levantaron. Al aproximarse al árbol, una grieta apareció en él y fue tomando mayor tamaño. Un olor nauseabundo salió de ella... Un olor putrefacto. Miles de gusanos blancos cayeron al suelo. Y en aquel hueco del infierno pusieron el cuerpo. De pronto se cerró, con un sonido agudo similar a un grito bestial. El monstruo del bosque estaba feliz, estaba satisfecho.

Sin embargo, allí no concluía el ritual. Un minuto después, un líquido rosado comenzó a supurar del tronco. Newel se apresuró a colocar el recipiente debajo de él. Después se lo dio a Erminio que a su vez lo ofreció a su esposa, Nolberta lo ingirió. Parecía mejor, ya que sostenía la vasija por sí misma.

Cinco minutos después, todas las mujeres del siniestro culto ayudaron a Nolberta a incorporarse. Esta tenía una tonalidad morada en su rostro, no obstante parecía estar mejor a cada minuto. Su respiración no era tan desigual y comenzaba a normalizarse. Cerrando la marcha se encontraban los hombres. Al último, Aukan, que era el más grande de todos, arrastraba a David. Delante de él iba Rufino, cargando sobre los hombros a Elizabeth.

El fotógrafo esperó hasta que estuvieron internados más en el bosque. De pronto, golpeó bajo el brazo a Aukan y cayó al piso. Su captor gritó de dolor y de sorpresa. Rufino se dio la vuelta y, perplejo, recibió un puñetazo en la cara cayendo hacia atrás. David llegó a tomar del brazo a Elizabeth y corrió con ella a su espalda. Se había separado del grupo, dejó el sendero atrás y se encontraba mareado pero era la única manera de escapar. No tendría éxito, estaba demasiado débil y sin fuerzas suficientes, pronto lo rodearon.

— ¿Adónde vas? —rió Newel, mientras lo golpeaba en el estómago. David cayó al suelo. Erminio, que venía detrás, se detuvo casi sin aliento. Este no podía creer que, después de todo, David aún tuviera fuerzas para huir cargando a su compañera.

— ¿Pensabas escapar? ¿Sabes qué pasó con los últimos que lo intentaron? La amiguita de Petra... una mujercita muy tonta, muy asustadiza, quiso regresar, ¡escapó! ¿Sabes qué pasó? La sacrificamos por Newel. ¡Los que intentan escapar están malditos! Sin embargo, fueron de mucha utilidad. Y la otra... ¡La esposa de Tim también escapó! No llegó muy lejos. Fue sacrificada por Simona. Era mucho más valiosa y no daba tantos problemas... ¡Y esos estúpidos jóvenes que cazamos un día! Fueron muy fáciles... nos dieron muchas alegrías. Esos que tu mujercita buscaba... ¡Ah! Me olvidaba del gordo que los acompañaba. Ese no sirvió de nada, ya estaba infectado por el bosque, supongo que los gusanos hicieron un festín —murmuró Aukan con crueldad y se largó a reír. Aún le dolía el golpe y el hombre estaba a punto de pagarlo. Levantó el puño... Erminio lo detuvo.

— ¡Basta! —gritó agitado aún por la persecución—. ¡Llévenlos al sótano! Si logramos mantenerlos vivos, dos más podrán prolongar su vida.

Tim, que iba escuchando todo, no dijo nada. Su semblante no poseía evidencia alguna de sentimientos. Era una piedra. Nadie podría decir qué pasaba por su mente en ese momento. El escuchar cómo se reían de la muerte de su anterior mujer parecía no afectarlo en lo más mínimo.

— Yo quiero al tipo este —manifestó Aukan, con burla.

— Me toca a mí —murmuró Rufino, con fastidio. Y así comenzó con una discusión, donde también se involucró Hilario, que parecía esperar su turno.

— ¡No es cierto! ¿Quién crees que eres? —replicó este último.

Llegaron al pueblo en medio de la disputa, que ya había tomado cuerpo y una dirección peligrosa.

— ¿Pueden parar ya? Hay que llevar a Nolberta a su casa, está tosiendo. Tiene que descansar para reponer energías —intervino Lucrecia, molesta con los hombres. No obstante, estos ni siquiera le prestaron atención. Entonces, furiosa con ellos, miró a su hermano. Erminio tuvo que intervenir para calmar los ánimos.

— ¡Saben que sólo él elije al próximo! —les gritó. Los hombres callaron.

Elizabeth y David terminaron arrojados en el sótano de la casa de Lucrecia, como si fueran sacos de papas. Unos sacos muy valiosos, sin embargo. Erminio se acordó de dar órdenes al respecto. Nadie debía acercarse a ellos ni al sótano. No sabían cómo había escapado David del laberinto donde siempre colocaban a sus presas y no confiaban en la seguridad de aquel lugar. Era mejor prevenir un nuevo escape hasta que tuvieran tiempo de indagar. Aukan ya preparaba con malicia la tortura a la que sería sometido David y no se cuidó de decirle a este alguna de sus ideas. Luego subió la escalera.

— ¡Apúrate Aukan! —lo apresuró Fausto. El hombre, luego de cerrar con condado la puerta, estaba colocando un pesado armario de metal, que habían traído desde una de las habitaciones.

— ¿Puedes ayudar? —replicó fastidiado. No obstante, el otro hombre no respondió ni se acercó a él.

Aukan miró a su amigo y entonces se dio cuenta de que estaba blanco como el papel.

— ¿Qué ocurre? —preguntó preocupado.

— Algo malo le pasa a Nolberta. 

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