25- "Él":
Nunca se había sentido tan bien en su larga vida y últimamente se divertía mucho. Se sentía satisfecho, la comida abundaba y nada había escapado a sus redes. No obstante, era consciente de que aquel detalle era sólo debido a la buena suerte. Tenía que tener cuidado. Aquella criatura humana estaba causándole más problemas con los que normalmente tenía que lidiar. Por lo tanto, debía pensar en un plan para quitarla de su territorio.
El camino serpenteaba internándose cada vez más en el bosque siniestro. Sus árboles parecían cada vez más extraños y más antiguos. La corteza rugosa de sus troncos silbaba con las corrientes de vientos. Ramas aparecían de pronto en la senda, una de ellas provocó que Elizabeth cayera al suelo.
— ¿Estás bien?
La mujer asintió con la cabeza. Al intentar levantarse, un dolor en la muñeca provocó un gemido. David la observó.
—No es nada, sólo una torcedura —manifestó Elizabeth, luego frunciendo el ceño dijo—: ¿De dónde salió esa raíz?
— ¿Qué raíz? No hay nada aquí. Pensé que habías tropezado con una piedra —comentó David.
Tenía razón, en el camino no había raíz o rama alguna. La mujer frunció el ceño, confundida. De pronto oyeron un ruido.
— ¿Qué fue eso?
— Sólo es el viento, Eli.
— Ya me estoy poniendo nerviosa. Vamos.
Elizabeth no podía quitar de su cuerpo esa sensación de peligro que la envolvía. El bosque rocoso cada vez le parecía más siniestro, mientras más profundo ingresaban en él más extraño lo veía. Sin embargo, no podía explicar qué era lo que le resultaba tan perturbador por lo que no compartió sus temores con su compañero.
La tierra se volvió resbaladiza, el barro y la capa de hojas muertas no les permitieron seguir corriendo. Lo primero que les llamó la atención fue el color del suelo, era de un rojo intenso.
— ¿Será arcilla?
— ¿Arcilla aquí? —comentó David, frunciendo el ceño.
La mujer se encogió de hombros y continuó. Los árboles eran más antiguos, sus troncos eran gruesos y oscuros... pero sus hojas. Eran tan... ¡Raras! Parecían de color naranja, como si estuvieran muertas al alcanzarlas el otoño. No obstante el otoño estaba muy lejos todavía.
— ¿Qué es ese olor? —murmuró Elizabeth, asqueada.
— Parece algo... podrido.
— Podrido no, muerto.
— Sí... tiene que haber algún animal por aquí descomponiéndose —manifestó David.
— ¿Animal? No he visto un animal aquí desde que pasamos el puente colgante, sin contar el cuervo de Tim —afirmó la mujer.
David no preguntó nada del cuervo porque, de pronto, un ruido extraño reclamó su atención. Elizabeth, que había puesto la palma de la mano en un árbol para descansar, miró sobresaltada al hombre.
— ¿Qué fue eso?
— Eli, ¡mira! —David señalaba espantado el árbol.
La mano que estaba apoyada en el tronco rugoso comenzaba a llenarse de miles de puntitos rojos. La joven lanzó un grito sonoro y empezó a sacudirla. David se dio cuenta de que algo ocurría y se abalanzó sobre ella, pero no para quitarle las hormigas sino para taparle la boca.
— ¡No grites! ¡No grites! Él sabrá que estamos aquí —susurró frenéticamente, sin embargo ya era tarde.
Simultáneamente un grito bestial se oyó lejos. Los había oído. El fotógrafo suspiró resignado:
— Debemos estar cerca.
Elizabeth no estaba de acuerdo, si estaban cerca debían oír las voces de las personas, no obstante no era así. Ambos se pusieron de pie y comenzaron a caminar más rápido por el sendero. No se habían alejado unos cuantos pasos cuando escucharon un gemido. Y esta vez sonaba "humano".
— Eli, oíste eso, ¿no? —murmuró David, asustado por primera vez desde que entró en el bosque. ¿Se estaría volviendo loco?
Su compañera asintió con la cabeza. De pronto, los arbustos que rodeaban unos árboles que estaban cerca se movieron y una silueta se deslizó tras ellos. El gemido se volvió a repetir.
— ¡Hay alguien ahí! ¡Parece herido! —exclamó la periodista e, impulsivamente, salió del sendero y se dirigió hacia aquellos cipreses.
— ¡Espera! —intentó detenerla el hombre. Al no conseguirlo fue tras ella.
David miró hacia atrás y, como por arte de magia, dejó de ver el camino. Fue como si el bosque lo hubiera borrado de repente o como si se lo hubiese tragado. Estuvo a punto de hablar pero los ojos reclamaron toda su atención. Frente a ellos estaba la silueta de un hombre joven, sentado detrás un grueso tonco sólo podían verle la espalda.
— ¡Hola! ¿Se encuentra bien? —preguntó Elizabeth, unos metros lejos de él.
La figura gimió y pareció asustarse, comenzó a gatear por el suelo, entre los matorrales, tomándose del brazo como si estuviera herido.
— ¡Espera! ¡Podemos ayudarte!
Sin pensarlo más, la joven periodista corrió hacia los matorrales. David la siguió de cerca y, justo cuando llegaban a los arbustos, la tomó del brazo. Deseaba decirle que no fuera impulsiva y que el sujeto podía ser peligroso, sin embargo las frases se perdieron en su garganta ya que, ante ellos, había una pendiente bastante pronunciada que caía en picada unos cuatro metros.
— Podría haber caído —balbuceó la mujer, aterrorizada, mientras tomaba el brazo de su colega con fuerza.
— No hay nadie aquí... ¡El bosque nos está jugando con nosotros! —replicó David, con la ira brotando de su piel.
Volvieron sobre sus pasos y, como ya lo había intuido el hombre, les costó mucho ver el sendero. Sólo cuando Elizabeth reconoció el árbol de las hormigas, apareció ante ellos. Era como si fuera de él, desapareciera de la existencia.
— No hay que abandonar el sendero —advirtió David sin necesidad, su compañera ya lo sabía.
Mientras ambos recorrían el camino lo más rápido que podían, vieron dos o tres veces más la silueta del hombre. Este parecía incitarlos a acercarse, no obstante no eran tan ingenuos como para caer de nuevo en la trampa.
— ¡Ahí está otra vez, David!
— Eso quiere decir que estamos cerca. Comienzo a oír ruidos.
— No lo sé, parece querer escapar de nosotros.
En ese preciso momento, el sendero dio una brusca curva y, ante sus ojos, apareció el rostro de la silueta. Esta vez había perdido su aura de fantasma y parecía tan humano. Cuando lo vieron, ambos dieron un respigo. Sin poder contenerse, Elizabeth gritó:
— ¡Ema! ¡Ema! —Su compañero, estupefacto, también gritó su nombre.
Era Emanuel, sin duda alguna, que caminaba en zigzag por el bosque como si estuviera borracho. Aquella actitud les pareció tan parecida a la que habían visto en el conductor que comenzaron a replantarse sus primitivas ideas. ¿Y si realmente era Emanuel?
Por su lado, el hombre al oírlos salió corriendo bosque dentro y se perdió en la espesura verde. Durante unos eternos segundos, ambos se quedaron paralizados por la sorpresa.
— ¿Era Emanuel? ¿Qué hacemos? —murmuró Elizabeth, luchando con un impulso repentino de correr tras él.
— Voy a buscarlo —dijo David, sintiéndose culpable, y ordenó—: Quédate aquí, no salgas del sendero.
Su colega estuvo a punto de protestar cuando lo vio partir lejos, internándose también entre los altos arbustos del bosque.
Habían pasado unos eternos minutos cuando la mujer oyó un grito, esa fue la señal que necesitaba para desoír las advertencias de David. Elizabeth corrió fuera del sendero y siguió por el camino donde había visto perderse a su compañero, mientras gritaba su nombre.
Las ramas de los árboles rasguñaban su rostro y varias veces estuvo a punto de caer, sorprendidos sus pies por una gruesa raíz. Allí la naturaleza parecía atacarla y aquello le perturbó por completo, sin embargo pronto se dio cuenta de que estaba perdida.
— ¡David! ¡David!
El eco de su propia voz la sorprendió y el silencio que reinaba a su alrededor logró que el miedo poblara su espíritu. Estaba sola. La arboleda le parecía siempre la misma: las altas coníferas, en especial el ciprés, poblaban todo aquel montañoso lugar. Algunos árboles tenían hasta 30 metros de altura. Su imponente figura hacía que se sintiera pequeña y vulnerable.
Elizabeth caminó varios minutos, en donde su impresión principal era que daba vueltas en círculos, hasta que una evidencia de vida humana llamó su atención. En una rama de un árbol enano, había un trozo de tela color oscuro. ¡David! Pensó alentada y luego comenzó a gritar su nombre. De inmediato, una brisa helada golpeó su rostro y, junto con ella, llegaron sonidos. Alguien corría. Luego un grito estremecedor.
La joven periodista comenzó a correr en la dirección del sonido y sólo se detuvo cuando sus ojos vieron algo imposible. Justo a los pies de un enorme árbol, David se encontraba enterrado hasta la mitad de su abdomen.
— ¡David! —gritó aterrada, mientras pensaba: ¿arena movediza? ¿Allí en plena cordillera?
— ¡Ayúdame! ¡Ayúdame! —gritó el hombre al verla. Su compañera ya estaba a su lado—. ¡Tira! ¡Tira!
Elizabeth lo tomó de la mano y comenzó a tirar de él. Poco a poco, el cuerpo comenzó a salir del hueco. Mientras tanto, oyeron un sonido extraño, de succión, de furia, de fracaso.
— ¿Qué es eso? —preguntó aterrorizada.
David logró salir con su ayuda y, sin poder creer en lo que veían sus ojos, del tobillo del hombre una raíz que lo rodeaba se desenrollaba lentamente. Como una serpiente fuera de su cueva, volvió con rapidez al hueco desde donde había salido. La mujer se quedó mirando perpleja el oscuro agujero hasta que oyó cómo su colega la zarandeaba.
— ¡Vámonos de aquí! ¡Hay que huir!
— Pero... pero... —balbuceó corriendo detrás de él—. ¿Y Emanuel? ¿Qué ocurrió?
El joven se dio la vuelta, estaba blanco como el papel.
— Olvídate de Emanuel, hay que salir de este bosque.
— ¿Dónde fue?
— No lo sé. No creo que sea él... es una trampa. ¡Vamos! —tomó a la joven de la mano y comenzaron a correr por donde había venido esta.
— Pero, entonces... ¡Tiene que estar aún con ellos! ¡Con la gente del culto! —dijo, entrecortadamente, tratando de recuperar el aliento.
— Seguramente.
David seguía corriendo, mientras arrastraba a su compañera por entre las coníferas y unos arbustos de flores amarillas. En un momento resbalaron y fueron a caer al suelo. Allí el barro espeso de color rojizo les dificultó aún más el avance. El hombre fue el primero en recuperar su altura.
— ¿Dónde está el sendero? Hay que volver.
— Espera un segundo, David. No podemos dejar a Emanuel aquí. Van a matarlo.
El hombre se dio media vuelta y, mientras la ayudaba a pararse, le dijo:
— ¿No entiendes? Tenemos que salir de aquí. Este bosque está maldito.
— ¡No voy a dejarlo atrás! ¡Ya suficiente he tenido que soportar la culpa!
David intentó que entrara en razón.
— Probablemente ya esté muerto, Eli. Si logramos salir de aquí nos salvaremos. ¡Y que toda esa gente se vaya al demonio! Hay que pedir ayuda.
Sin embargo, Elizabeth no lo escuchaba. No iba a abandonar en aquel lugar a Emanuel, el pobre muchacho no tenía la culpa de nada, gracias a ella habían terminado allí. Ahora comprendía la locura que la había poseído cuando se internó en aquellos bosques montañosos. Encontrar a su sobrino había sido el impulso que la llevó a ello y ahora sólo importaba sobrevivir. Aterrada en lo que podría haberles pasado a aquellos chicos, no quiso pensar en su recuerdo. Emanuel no era mucho más grande que su sobrino. No podía dejarlo allí. ¡No podía!
Caminaron varios metros, discutiendo que hacer, hasta que algo golpeó el pie de la joven. Al mirar hacia abajo no vio nada, pero al dar el siguiente paso cayó con estrépito al piso de nuevo. La mitad de su rostro se llenó de aquel asqueroso y pegajoso barro rojizo y, sentada en el suelo, se quitó lo que pudo de la cara. ¡Qué asco! Pensó... tenía un olor repugnante, al punto de que le dieron nauseas. Su mirada se dirigió hacia donde estaba sentada, entonces lo vio: un dedo, con una argolla de plata aún en él, flotaba en el barro. Un grito escapó de su garganta y gateando se alejó de allí, desesperada.
— ¿Qué pasó? ¿Qué pasó? —David estaba frente a ella, pero histérica no atinaba a decir nada.
El hombre se acercó al lugar y vio cómo el dedo se hundía en el barro.
— ¡¿Recuerdas eso, David?! ¿Recuerdas? —dijo casi como lanzando un alarido. Su colega volvió a donde estaba y la tomó de la cintura, para que se parara.
— ¿Si recuerdo qué? No te entiendo. Cálmate.
— En una de las notas de un diario local dijeron que... que Elio Robles llevaba una argolla de plata. Y yo... yo...
David también estaba aterrado.
— ¿Crees que fueron víctimas de ellos?
— Lo sospecho desde hace tiempo.
El hombre lanzó una exclamación de ira y luego la tomó del brazo, ahora más que nunca había que salir de allí. Sin embargo, el bosque no iba a permitirlo. No habían avanzado mucho cuando, una rama golpeó en la cara al hombre, tan fuerte que casi cae al piso.
— ¡Cuidado! —Alcanzó a advertirle Elizabeth cuando una segunda rama pasaba peligrosamente por su cabeza.
No tuvieron tiempo de entender qué era lo que ocurría. Una gruesa rama golpeó a la mujer en la espalda y esta cayó otra vez al suelo. Allí, miles de raíces comenzaron a salir del suelo y a envolverla, como pequeñas serpientes que apretaban su cuerpo. Pronto, la mujer comenzó a quedarse sin fuerzas.
Por su parte, David comenzó a tratar de sacárselas de encima, produciéndose miles de tajos en sus fuertes brazos.
— ¡No te muevas!... ¡Quédate quieta! —le ordenaba a su compañera, pero esta, en el más profundo terror, lo único que atinaba a hacer era a tratar de salir de allí. Hasta que comenzó a sofocarse, una diminuta raíz, como una cuerda, se le enrolló en el cuello. Rápidamente perdió el habla y su rostro comenzó a adquirir un color morado.
El hombre la tomó y tiró de ella. Logró quebrarla. La raíz comenzó a sangrar... sí, la raíz sangraba. David se la quedó mirando, horrorizado. Un grito, proveniente del suelo mismo, se hizo oír y la fuerza con que apretaban las raíces el cuerpo de la mujer comenzó a ceder. Pronto, su compañero pudo liberarla.
Elizabeth se sentó en el suelo, lejos de aquel monstruoso lugar, e intentó recuperar el aliento.
— ¿Estás bien? —David, sucio y sudoroso, la abrazó. Casi la había perdido. La mujer comenzó a llorar, ya había tenido suficiente, estaba harta.
Luego de un rato, ambos continuaron el camino con sólo una idea en su mente: salir de allí. Tuvieron cuidado con el suelo en donde pisaban y con las ramas de los árboles, oyeron muchas veces aquel extraño sonido agudo proveniente de la tierra misma. Varias veces casi terminaron en el suelo, el bosque les presentaba batalla.
— Creo que ya sé qué es esa cosa a la que adoran...
— ¿Qué... es? —murmuró entrecortadamente la joven, casi a ocaso de sus fuerzas.
— ¡Mira! —exclamó de pronto David, mientras señalaba el suelo.
Estaban parados en medio de un sendero. Al fin lo habían hallado. Por primera vez se sintieron a salvo.
El hombre comenzó a caminar sobre sus pasos, devolviéndose al pueblo. Elizabeth, estupefacta, lo detuvo, tomándolo de un brazo.
— ¡Espera! ¿Qué haces?
— Hay que volver. No estamos a salvo mientras no salgamos de este infierno.
— Pero... ¿Y Emanuel?
David largó un suspiro de fastidio.
— Eli, casi acabas de perder la vida. ¡Un maldito bosque te atacó! No podemos continuar.
— ¡Me atacó porque nos consideran un peligro! Eso quiere decir que Emanuel aún está vivo. Hay una posibilidad de rescatarlo.
David se quedó mudo. Había dado por hecho que el joven fotógrafo estaba muerto, sin embargo los pensamientos de su compañera tenían sentido. Él tampoco quería abandonar a Emanuel, sin embargo no iba a permitir que a Elizabeth le volviera a pasar algo. Sintió que tenía que elegir entre los dos, o salvaba a su compañera y al joven. Le expuso sus temores.
— Yo iré por él, si me prometes que volverás al pueblo.
— ¡No voy a dejarte solo! —se opuso la joven.
Discutieron un largo rato hasta que un murmullo de voces hizo que se detuvieran.
— ¿Qué es eso?
— ¿Música? Parecen cánticos religiosos.
— ¡Estamos muy cerca! ¡Vamos!
— ¡Espera, Eli!
— David, estaremos a salvo si no nos salimos del sendero —le expuso y tenía razón.
Corrieron por el estrecho camino, que se abría entre arbustos enanos. Las voces cada vez se hacían más cercanas y, en un recodo del sendero, apareció ante ellos una pronunciada pendiente. Se acercaron al borde y, desde la altura, pudieron observar la escena que se llevaba a cabo en un pequeño valle.
El lugar era lo más extraño que habían visto en sus vidas, incluso a ambos les costó luego poder describirlo porque no se parecía a ningún paisaje visto en este mundo antes. El pequeño valle no poseía suelo o al menos no se veía, miles de raíces bajaban desde los árboles que rodeaban el lugar hacia el centro. Para ingresar a él uno tenía que pasar por encima de ellas. Algunas de estas raíces eran gruesas como troncos otras finas como cuerdas, y todas poseían un color rojizo espantoso. Elizabeth se agachó y miró la que tenía más cerca... no eran rojas, no, en realidad no tenían color. Por dentro un líquido rojo se deslizaba. Parecían capilares.
La mujer, asqueada y sin poder creer lo que veía, se colgó del brazo de David. Iba a decirle lo que pensaba pero, cuando miró sus ojos y el horror que salía de estos, su vista se posó en el centro de las raíces. Un enorme árbol, de especie desconocida, se alzaba imponente en aquel valle oscuro. Su tronco, rugoso como una pasa, era del grueso de veinte cipreses y engordaba en sus pies duplicando este número. Sus ramas se extendían hacia el cielo en diferentes posiciones alzándose a una altura de al menos 60 metros. Sus hojas tenían ese color rojizo que pintaba todo, eran más bien escasas y pequeñas.
— Mira el tronco —murmuró David, observándola con los ojos espantados.
Elizabeth notó entonces lo que ocurría al pie de la extraña creación de la naturaleza. Rodeando al árbol, en un semicírculo se encontraban catorce personas. Éstas vestían una larga capa roja y sostenían algo que despedía una tenue luz... ¿velas? En medio de ellos y al lado del tronco había dos bultos. Perecían dos personas dormidas. Sin embargo, lo que más le llamó la atención de la horrible escena fue el tronco del árbol. El lado donde se abultaba parecía latir a un ritmo constante.
— Allí está "El".
— Un Ngen, un espíritu de la naturaleza. —Ahora aquel nombre tenía sentido para ella.
— Y está vivo...
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