22-El Origen:

   — Vaya sorpresa...

Aquella voz la dejó paralizada de miedo. Lentamente se dio vuelta. Frente a la escalera se encontraba Newel mirándola con extraños ojos vacíos. Aquel detalle fue el que más le llamó la atención: sus ojos. Estos se veían distintos, aunque no podía asegurar qué era lo raro. Habían perdido la luz brillante que normalmente mostraban. Algo en la energía que emitía su presencia activó su instinto de sobrevivir.

— ¿Dónde está David?

De manera repentina vio de reojo un resplandor plateado en su mano. Era un cuchillo largo. Elizabeth agarró con mayor fuerza el hacha, pensando: ¿seré capaz de cortarle el brazo?

— Ah sido trasladado.

El movimiento del hombre fue tan rápido e inesperado que tomó por sorpresa a la joven. Esta retrocedió unos pasos antes de que llegara a ella. Cayó hacia atrás, mientras el hacha rodaba por el piso. Newel gritando de manera demencial, se abalanzó sobre su cuerpo e intentó decapitarla. Elizabeth frustró sus intenciones con los brazos. Un corte profundo apareció en uno de ellos y la sangre salpicó su rostro. El dolor no apareció de forma inmediata. En ese preciso instante escuchó un ruido de pasos que se precipitaban por las escaleras.

— ¡No! —gritó un hombre. Se lanzó sobre Newel, que no lo había oído, y logró quitarlo de encima de la joven.

Elizabeth, jadeando, gateó por la habitación alejándose de los hombres que forcejeaban cerca. Entonces reconoció a Erminio y detrás de él vio la escalera, era su salida. Era su única escapatoria. Apretó el brazo herido contra su estómago y quiso pararse. Resbaló con la sangre que se había esparcido por el piso y cayó sobre una pila de cajas de cartón, que había cerca de la pared. Una de ellas se desplomó sobre su cabeza. El golpe fuerte la dejó inconsciente. Lo último que vio fue a Erminio asustado, sentado contra la pared opuesta, con un profundo corte en la pierna. Miraba a Newel, que estaba parado frente a él. No obstante este no tenía puesta su vista en su amigo sino en Elizabeth. La mujer lo vio acercarse, respirando a borbotones... Luego, sólo tinieblas.

El sonido había desaparecido junto con la luz. Tuvo deseos de moverse pero estos se extinguieron. Su cuerpo se negaba a acatar la orden. El dolor la rodeaba por completo. Entonces, sintió el rostro mojado, ¿agua?, ¿sangre? El miedo apareció de repente, paralizándola. ¿Esta es la muerte? Pensó. Estaba sola y esa soledad aumentó su terror. De pronto oyó una voz... lejana... ronca.

— ¿Elizabeth?

La reconoció al instante, era David. Su miedo desapareció, no estaba sola. En la muerte él la acompañaba. Sin embargo, la tristeza la invadió. Pronto comenzó a resignarse, de algún modo lo sabía. Ellos habían matado a su compañero.

Un golpe en la cara la obligó a abrir los ojos. La luz la cegó por un momento. Había un rostro cerca de ella. El hombre la zamarreaba con fuerza... le decía algo, sin embargo no comprendía qué era. Su vista se aclaró. ¿Erminio? No, no era él. Era Tim. Su voz llegó a su mente con el recuerdo de su nombre.

— ¡Eli! ¡Eli! ¿Estás bien? —Parecía preocupado.

No estaba muerta. No.

— ¿Qué pasó? —murmuró.

— Newel te atacó. Ahora está con Erminio y los demás, han logrado neutralizarlo. Es un hombre con mucha fuerza. Si no llego a tiempo...

Elizabeth, aun confundida por el golpe, lo miró. Detrás de él vio a Nolberta, parecía angustiada y tenía los ojos rojos. Aún estaban en el sótano de Lucrecia.

Nunca supo la joven periodista cómo terminó en casa de Tim. Le habían vendado el brazo y ya casi no le dolía. Recién entonces fue consciente de su propio infortunio. Se encontraba con el dueño de casa, con Nolberta y Lucrecia. Todos trataban de ayudarla con el deseo de que se sintiera mejor. Aquel gesto no lo esperaba. No estaban enojados por la puerta destruida, ni sospechaban que fuera consecuencia de haber descubierto sus secretos. Le pareció bastante extraño. En especial la actitud de Tim, que parecía muy afectado y no dejaba de tomarle las manos con un gesto de cariño.

La puerta principal de la cabaña se abrió y entró Erminio, junto con un hombre que había visto muy pocas veces antes. Al tenerlo de cerca se percató de que se parecía mucho a Newel. Lucrecia se levantó de golpe y, con el rostro blanco como la cera, le preguntó por su esposo.

— Él está bien, está sedado —dijo sin rodeos y agregó—: Pero debes considerar el hecho de que jamás volverá a ser el mismo. Ya has visto a Simona. Con él tenía esperanzas, sin embargo...

Lucrecia se echó a llorar desconsoladamente, a pesar de todo adoraba a aquel hombre que en su juventud había llegado a ser muy generoso y compasivo. Sin embargo, hacía mucho tiempo que había cambiado. ¿Quién era ahora? Un ser distante... Un hombre frío como una estatua. Un espejismo de su recuerdo. Un ser que tenía ciertos apetitos sexuales que ella apenas lograba saciar. Al pensar en ello se estremeció de dolor y asco. ¿Y ahora? Y ahora "esto", era el colmo. Su prima, ajena a todos sus secretos, se acercó a ella y la abrazó. Erminio, claramente afectado por el dolor de su hermana, le susurró unas palabras de consuelo.

Luego de un breve silencio, interrumpido sólo por los sollozos de Lucrecia, Erminio se acercó a Elizabeth. Se sentó frente a ella y colocó sus manos cruzadas en la mesa. La miró inexpresivamente.

— Bueno, supongo que has descubierto... ciertas cosas.

La joven periodista palideció tanto o más que Lucrecia.

— Te vimos en el bosque, Rómulo y yo, mientras trasladábamos a Simona. Cuando volví a ver qué era lo que intentaba quemar su mujer, supe que ya no habría vuelta atrás.

Estuvo a punto de decir algo, no obstante el terror impidió que las palabras brotaran de su garganta. Todos los presentes la miraban. El aire se volvió espeso, pesado. Apenas podía respirar. El hombre suspiró ruidosamente.

— Cuando conocí a Newel y a su hermano Aukan, aquí presente —comenzó, señalándolo—, me hicieron partícipe de un secreto ancestral.

Erminio calló y miró al aludido. Aukan tenía el cabello largo trenzado y la piel tan oscura como su hermano. Eran muy parecidos.

— Un secreto tan bien custodiado —continuó Aukan— por nuestra comunidad que jamás sufrimos de la curiosidad ajena. Sin embargo, con el correr de los años las ciudades junto con el vociferado "progreso" se acercaron cada vez más. Las altas montañas y los bosques inaccesibles que nos rodeaban mantenían a su gente lejos. Nuestros hábitos nómades también nos ayudaron un tiempo. No obstante, en una de las travesías sufrimos un encuentro desafortunado. Una cuadrilla de soldados nos divisó y hubo una gran contienda. Con Newel, niños en ese entonces, huimos al bosque. Nuestra madre nos había enseñado que debíamos seguir las cuerdas rojas. Estas indicaban el camino hacia otro asentamiento de nuestro pueblo. Al llegar a él encontramos a sólo dos familias y a un anciano. Pronto el rumor de que todos habían muerto llegó. Nos criaron como a sus hijos.

El hombre hizo una pausa, recordando con tristeza los lejanos años de su infancia difícil. Luego continuó.

— Cuando éramos adolescentes una de aquellas familias partió, hartos de la relativa pobreza en que vivíamos. Un año después, una plaga mató a cada uno de los restantes miembros. Newel había aprendido las artes curativas del anciano y creyó al principio que podían salvarlos, sin embargo no fue así. El hombre mayor, derrotado, nos advirtió que había sido consecuencia de un error y que sus artes nada podían hacer en ese caso. No comprendimos a qué se refería y mucho menos cuando nos calmó diciendo que nosotros no seríamos tocados por la peste, ya que dicho "error" había sido cometido cuando aún no llegábamos. No le creímos. Lo tomamos como un delirio de anciano, sin embargo fue así. La enfermedad no nos tocó. El anciano, en su lecho de muerte, nos trasmitió por fin su secreto junto a una advertencia. "Él" no debía ser despertado, porque sus apetitos y exigencias de una u otra manera nos conducirían a la enfermedad y luego a la muerte.

— Supongo que estuvieron solos varios años antes de que llegáramos con Lucrecia —manifestó Erminio, cuando su compañero calló—. Al enterarme del secreto comprendí lo que teníamos ante nosotros. De ser cierto era algo tan descomunal que cambiaría nuestra vida por completo. Se lo transmití a Lucrecia y ella estuvo de acuerdo. Las oportunidades que se abrían ante nosotros eran grandiosas. ¡Algo que el hombre de este mundo jamás ha visto! —Sus ojos brillaron de manera extraordinaria. Parecía un fanático—. Decidimos que podíamos vivir aquí con ellos y los convencí de que no disfrutar de las oportunidades que nos brindaba la naturaleza misma era una tontería.

— Yo no estuve de acuerdo —lo cortó Aukan, frunciendo el ceño—. El anciano nos lo había advertido. No debíamos despertarlo. Nos traería la muerte. ¡Ese fue el error que ellos mismos cometieron! Al oponerse a sus exigencias sobrevino la plaga y luego murieron. Debimos escuchar a ese ser sabio.

La última frase fue recibida como una cachetada. Erminio intentó disimular su descontento, restándole importancia.

— ¡Esas eran sólo supersticiones! Sólo se enfermaron por tomar agua contaminada —exclamó este, riendo.

Aukan negó con la cabeza. Desde que su hermano había "cambiado", la alegría de tenerlo su lado se había desvanecido por completo. Quizá hubiera sido mejor que estuviera muerto.

— No estoy tan seguro. Olvidas que mi hermano y yo también la tomamos. Las mujeres traían agua del río y todos la tomábamos del mismo cuenco.

Hubo un breve silencio.

— Sin embargo, cambiaste de opinión... —lo interrumpió Erminio molesto y con los dientes apretados.

Aukan suspiró y transmitió sus razones.

— Sí, Newel tuvo fiebre altísima y temí lo peor. ¿Qué más podía hacer? Yo no tenía sus conocimientos de medicina y traer gente de la ciudad era peligroso.

Erminio volvió a posar sus ojos en Elizabeth.

— Newel estaba enfermo de gravedad y nos necesitaba. Era la única solución. Entonces, lo despertamos. Fue tan... fácil. "Él" nos proveyó de eterna sabiduría. ¡El precio que debíamos pagar era insignificante considerando todo lo que ganábamos! —continuó Erminio, mientras el brillo extraño volvía a aparecer en su rostro.

Hubo un breve silencio. Luego, Elizabeth se atrevió a hablar.

— Pero, ¿quién es "él"? ¿A quién despertaron? —preguntó confundida.

— ¡La creación más extraordinaria que pudo existir en este mundo! —exclamó Erminio sonriendo.

Una puerta se cerró de golpe y todos se sobresaltaron. En el umbral estaban parados Amelia y su esposo Fausto, que la joven periodista recordó como el hermano de Tim. Notó que éstos no se parecían en nada, sólo en la nariz había cierta similitud.

— ¿Ya le contaron todo a la intrusa? —indagó Amelia, agresivamente. Miró a Elizabeth con desconfianza y desprecio—. Fausto acaba de decirme lo que decidieron. ¡Parece que están todos en mi contra! ¡Berta necesita nuestra ayuda!

Erminio levantó los brazos en un intento de calmarla, no obstante fue su mujer quien habló.

— No importa... No me... molesta.

— Mi esposa tendrá ayuda a su tiempo —recalcó.

— ¿Cuándo sea demasiado tarde? —escupió Amelia, con malicia.

— Nunca es demasiado tarde...

— ¡¿Y que tenga el mismo destino que Simona o Newel?! Ellos están MAL. ¿Cuándo van a aceptarlo? —gritó furiosa.

— No, no... No morirá —manifestó Erminio.

— Basta, ya lo hemos decidido. Berta tendrá ayuda más tarde —intervino Fausto, tomándola del brazo. Su mujer lo miró enojada y soltó el amarre.

En aquel repentino silencio se oyó la voz aguda y temblorosa de la joven periodista.

— ¿Ellos... están muertos?

Todos los presentes la miraron y luego esa mirada colectiva se posó en Erminio. En ese entonces descubrió que era su líder. Este retomó su historia.

— "Él" nos prometía algo extraordinario: vida eterna. Sin embargo, eso no quería decir que no podríamos morir algún día. Solamente no envejeceríamos. Tampoco nos enfermaríamos. La muerte se aplazaría años... y cada vez más años.

Elizabeth se lo quedó mirando sorprendida. Entonces, no era exactamente vida eterna lo que recibirían, sólo una prórroga de la muerte. Su instinto advirtió la trampa. ¿Cuál sería la condición de aquella prórroga?

— Somos relativamente jóvenes siempre. ¿Quién no querría saber la fórmula de la juventud? Lucrecia estaba muy entusiasmada. ¿No, hermana? —continuó Erminio.

La rubia Lucrecia no respondió, no parecía muy entusiasmada en la actualidad por ello, frustrando el apoyo que solicitaba su hermano. Este continuó:

— Con esa juventud eterna venían otros regalos. Entonces creamos este pequeño pueblo, alejado de toda la corrupción de la ciudad.

— Pero... ¿quién es él? —volvió a insistir la joven.

— Él es un Ngen... un espíritu de la naturaleza y nosotros lo veneramos.

— ¿Son como su culto? —indagó Eli.

— Puedes pensarlo de esa manera, aunque no me gusta mucho esa palabra. Mejor dicho, somos sus seguidores espirituales —aclaró Erminio.

Hubo un silencio intenso que se esparció por la sala. Tim sonreía de manera extraña, al igual que Fausto. ¿Un espíritu de la naturaleza? ¿Bueno o maligno? ¿Seguidores espirituales? Pensó, Elizabeth asustada. Le recordaba a esas historias de sectas ocultas. Su instinto no había estado muy desacertado.

— Dijiste que él tenía exigencias... —balbuceó la joven, todavía sin poder creer aquello del todo.

— Sí, sí pero son nimiedades —la interrumpió Erminio con un gesto de la mano—. En primer lugar, debíamos vivir en su territorio. No nos molestó para nada. Abarca una gran extensión y gracias a nosotros se ha ido extendiendo aún más.

— ¿Extendiendo? —preguntó confundida.

— Sí, por el suelo rojizo. Es su bosque. Él controla todas sus criaturas y a sus hijos. Siempre vigilante de cualquier intruso.

Elizabeth tuvo un escalofrío, recordó el panal de abejas y como había afectado tanto al conductor. Recordó la extraña presencia que siempre sentían al caminar por el bosque...

— ¿Y qué otras exigencias tiene?

— Nada importante.

— Una de ellas es un ritual —intervino Fausto, sus ojos estaban perdidos en un punto de la pared. Erminio lo miró con un sobresalto—. Newel prepara el elixir, con su elemento especial. Debemos tomarlo todos, una vez al año. ¡Este nos da vida! ¡Poder! Aparta todas las enfermedades... ¡Ni siquiera necesitamos comer o dormir para mantenernos sanos!

— Conmemoramos su nacimiento —lo cortó Erminio, mientras lo tomaba del brazo.

A la joven le pareció un gesto de advertencia. De pronto vino algo a su mente...

— Pero no aparta del todo las enfermedades —dijo, tanteando—. Newel murió y Simona también.

— Sí, no siempre podemos preparar el elixir, sus ingredientes son... peculiares —dijo Erminio, como queriéndole restar importancia al asunto—. Al no tomarlo con esa frecuencia indudablemente la naturaleza pútrida del ser humano sigue su curso.

— Envejecen y se enferman —apuntó Elizabeth.

— Sí... pero eso es culpa nuestra. La caza no siempre tiene buenos frutos—intervino Fausto.

Todos lo miraron, alarmados. ¿La caza? Pensó la joven.

— Estos últimos años ha sido difícil... encontrar los ingredientes —recalcó Tim, sonriendo—. En el caso de Newel fue la fiebre, producida por la picadura de un mosquito. Trece largos años sin poder ingerir la poción hizo estragos en su organismo. Tuvimos miedo. Pensamos que si lo perdíamos, moriríamos todos. Él era el único que sabía preparar el elixir y ninguno de los demás estábamos lo que se dice "de buena salud". Habíamos envejecido rápidamente. Tuvimos que tomar una decisión. Lucrecia se arriesgó a ir a la ciudad en busca de un doctor. Pero tardaba demasiado, así que mientras volvía, Berta intentó prepararlo. Ella le había ayudado algunas veces. ¡Y lo logró!

— Así es... lo logré —dijo la aludida con una sonrisa triste. Luego continuó con la lentitud tan característica de su lenguaje—. Estaba segura que si lográbamos... que tragara aquello... podríamos revivirlo. El "ingrediente especial"... ya había sido captado... Fue un golpe de suerte... Aunque tomar su sangre putrefacta... fue repugnante.

Todos se la quedaron mirando. Luego Erminio lanzó una carcajada. Una risa tensa se esparció por la sala. Elizabeth no reía, la miraba horrorizada.

— No hagas esos chistes, cariño. Vas a asustar a Elizabeth —le advirtió su esposo.

Berta forzó una sonrisa.

— No tomamos la sangre de los muertos —le aseguró el hombre a Elizabeth, sonriendo.

— No, sólo la de los niños muertos. Aquel elixir dura diez años, no uno como los otros.

— ¡BERTA! —gritó su esposo, molesto.

— Es muy chistosa... siempre hace eso —intervino su prima, riendo.

Lucrecia se le acercó por detrás y colocó sus manos en los hombros de la mujer. Elizabeth pensó que eso no era cierto, era la primera vez que oía a Nolberta haciendo chistes.

Luego de un breve silencio, Erminio continuó:

— Y así regresaron Newel y Simona. Eran completamente normales. Fue como si simplemente se hubiesen quedado dormidos unas horas. Ese es nuestro regalo.

— Pero no son tan "normales" ahora —apuntó Amelia con cierto sarcasmo en su voz.

— Necesitamos que beban ese elixir de nuevo —indicó Erminio.

— ¡Son dos personas! Necesitamos... ¡dos! —balbuceó la mujer, molesta. No quería hablar delante de la periodista. Ni dar detalles—. Además, está Berta. Necesita beberlo también. Serían tres. ¡Tres! Es imposible.

— ¿Tres? —preguntó Elizabeth.

Erminio lo aclaró:

— Sólo una persona puede beberlo. Se repara un elixir por persona. Últimamente hemos tenido muy mala suerte. ¿Cuántos años fueron? ¿Veinte o treinta? Pero el bosque siempre provee. Estos meses han sido muy efectivos. Casi todos hemos podido tomarlo. Berta es la siguiente. Ya tenemos el ingrediente.

— Pero... Dijeron que... —interrumpió Amelia, sorprendida al escuchar aquella afirmación.

— Está de vuelta —le indicó su esposo, mirándola fijamente. La mujer calló.

Hubo un breve silencio. Erminio tomó la palabra.

— Bueno, como siempre que revelamos nuestro secreto a alguien lo invitamos a que forme parte de nuestro grupo. Tim ha insistido... —El aludido se ruborizó intensamente y cambió de posición en la silla—. ¿Te gustaría quedarte? Es tentador lo que ofrecemos, ¿no?

La mujer, que no se esperaba aquello, se quedó perpleja y no atinó a responder. ¿Tentador? ¡Era antinatural! Estaba horrorizada. No pensó ni por un segundo en aceptar. Debido a un inoportuno impulso dijo:

— No podría, vine aquí sólo para buscar a mi sobrino. Además que uno de mis compañeros no aparece y David... ¿Dónde está? —la última frase la pronunció casi en un grito de angustia.

Todos se miraron, alarmados.

— Newel tuvo un ataque de locura anoche, lamentablemente esa vez llegamos tarde. Está muerto. Lo siento —informó Erminio, mirándola con lástima.

Las lágrimas brotaron de sus ojos, mientras exclamaba: ¡No! ¡No! ¡No puede ser cierto! Intentaron consolarla, sin embargo no había consuelo ese día para ella. Estaba devastada. Pronto todos se levantaron y se retiraron uno a uno. Elizabeth se quedó sola con Tim en la casa.

Este último no se detuvo en contemplaciones. Comenzó demasiado pronto a hablarle sobre la pacífica vida que llevaban en el bosque, sobre lo unidos que eran todos, sobre las perspectivas de vida que tendría si se quedaba con ellos. Todo aquel palabrerío fue acompañado con un obvio interés en ella. La joven vio claramente lo que Tim deseaba. Quería que se quedara con él. ¿Desearía que formaran la última pareja? Elizabeth no lo quería, encontraba en él algo que la perturbaba, aunque no podía decir con exactitud qué era.

La mujer no pensó en quedarse en aquel horrible lugar ni por un momento. El bosque le daba escalofríos. Sin embargo, ¿esa gente recibiría una negativa? ¿La dejarían partir sabiendo su secreto? No lo creía posible. Estaba atrapada...

—...yo jamás me he enfermado —decía Tim. La joven, que no estaba prestando atención, lo miró.

— Pero tu padre sí —replicó.

Tim se puso colorado y comenzó a balbucear con incoherencia.

— ¡Oh! Mi padre... mi padre no... él... verás...

La alarma se encendió en el rostro de Elizabeth y el joven lo comprendió.

— No, no es lo que piensas. No está muerto... Estemmmm, más bien nunca existió.

— ¿Qué quieres decir? Claro que existió si yo lo vi. ¡Lo conocí! —exclamó confundida.

— No, me conociste a mí. Yo era ese hombre mayor que viste. Sólo que tomé el elixir y así me voy hoy en día. ¡No te parece increíble! ¡Mírame! Tú jamás envejecerás tampoco —sonrió el hombre. Estaba tan convencido de que ella se quedaría allí que la alegría apenas podía controlarla. No le importaba la pérdida reciente que había sufrido su amiga. La consideraba un grato acontecimiento. David ya no estaba en el medio de sus planes.

Si la joven sentía cierta repulsión por él, ésta se incrementó. No podía creerlo. Se levantó y caminó hacia la puerta. Sus manos temblaban.

— ¿No estarás enojada conmigo? Disculpa por mentirte, no supe que hacer en ese primer momento. No había recibido órdenes aún. Tampoco podía decirte... la verdad —dijo Tim algo contrariado por la reacción de su anhelada compañera.

— Está bien, sólo quiero... estar sola. Tengo que... que pensar en... muchas cosas —tartamudeó nerviosa.

El joven asintió con la cabeza y la dejó partir. Cuando Elizabeth salió de la casa, había gente frente al camino. Dos mujeres murmuraban entre ellas y se quedaron calladas. La más alta y robusta se acercó rápidamente, le dio la bienvenida y se presentó como Petra. Su amiga, mucho más tímida, murmuró llamarse Elicia. Esta última tenía los ojos grises y muy grandes. Ambas la acompañaron hasta la casa de Nolberta. ¿La habían estado esperando? Algo en su actitud la alertó. ¿Les habían ordenado vigilarla? Elizabeth intuyó que por un tiempo no la dejarían sola.

Nolberta y Erminio la recibieron de manera diferente. Intentaron consolarla por su reciente pérdida. Ha sido una desgracia para todos, dicen. Apenas pueden creerlo. Newel está ya mucho más calmado, no obstante no recuerda nada de lo ocurrido.

— Parece que su mente ha bloqueado los ataques. ¡Es una desgracia! Al principio a Simona le ocurría lo mismo. No recordaba transformarse en un demonio —manifestó Erminio con tristeza—. No comprendo por qué ha tardado tanto tiempo en actuar de esa manera, en cambio Simona... no ha pasado mucho. ¡Es un enigma!

La palabra "demonio" la hizo sobresaltarse. El hombre no lo notó, parecía inmerso en sus propios pensamientos. Algo malo había regresado con ellos, algo que dormía en lo más recóndito de su alma. Algo listo para atacar en cuanto despertara. Aquello no le sorprendió, nada era "natural" en aquella tierra boscosa.

— ¿Te... quedarás? —preguntó Berta de repente. Elizabeth se sobresaltó.

— Tengo que pensarlo, mi... mi familia está en la ciudad... —calló, la mirada de ambos estaba posada en ella y sintió el peligro.

— Puedes escribirles. Entenderán —apuntó Erminio.

— Como... nuestra familia —asintió su esposa.

— Sí, sí... Creo que eso solucionará todo —dijo la joven, forzando una sonrisa en su rostro. Quería dar a entender que estaba considerando seriamente la posibilidad de quedarse. Funcionó.

— ¡Oh! ¡Me alegrará mucho... tenerte... aquí! —exclamó la mujer, exhausta. Se veía muy cansada.

— Así es —afirmó el hombre, sonriendo. No obstante, su rostro le transmitió algo más... ¿Una amenaza?

Aquella noche fue la más triste y larga de su vida, aún más que la lejana donde descubrió que su sobrino Ezequiel estaba desaparecido en las montañas boscosas. Se sentía atrapada en una larga pesadilla de la que no podía escapar ni siquiera de día. Con David muerto y Emanuel desaparecido ya no tenía nadie por quien luchar. Al pensar en su sobrino y sus amigos la esperanza había caducado hace tiempo. Era mejor morir y reunirse con David que quedarse atrapada eternamente en la oscuridad del bosque siniestro. Había oído a su compañero en sueños. Con esa idea se quedó dormida.  

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