21-Simona

Después de escuchar aquella conversación, Elizabeth supo que tenía las horas contadas. Todo poco a poco parecía aclararse. De algún modo, aquella gente se había convencido que sacrificando una vida a... "algo" o "alguien"... obtendrían salud para Nolberta. Sin embargo, como descubriría más tarde, la verdad era aún más terrorífica.

Con la idea abrumadora de que debía huir, la joven periodista comenzó a hacer planes para salir lo más pronto posible de aquel siniestro pueblo. Había algo que comprendía: no podía abandonar a David a su suerte allí, en el mismísimo inferno. Tenía que verlo, mirarlo a los ojos y hablarle de todo lo que había descubierto, no obstante aquello parecía imposible. Pronto se dio cuenta de que la vigilaban. Tanto en casa como cuando salía de ella. Siempre había una sombra, una cortina corrida, un ruido a su espalda. Quizás fuera sólo paranoia... o quizás no.

Elizabeth no había vuelto a ver a Erminio, al parecer había salido muy temprano de casa, casi al alba. Su ausencia le provocó un extraño presentimiento. Avanzada la mañana, por la dueña de casa supo que los hombres estaban en una de sus reuniones trascendentales y secretas. Un escalofrío recorrió su cuerpo... Presentía que estaban decidiendo su suerte y la de David. Pensando en ello estaba cuando una voz aguda le provocó un sobresalto.

— Me gustaría... bañarme —comentó Nolberta, mientras revolvía en un cajón de madera que estaba en la terraza. Su huésped, que estaba distraída mirando hacia el bosque, dio un salto al oírla—. Pero... no va a... poder ser...

Hablaba entrecortadamente, como si le faltara el aire.

— ¿Por qué? ¿Necesita algo?

— Sí, leña... para el calefón... pero no... no queda nada cortado —suspiró con cansancio.

— ¿Quiere que le traiga? —propuso la periodista, pensando quién de los habitantes de aquel pueblo "vendería" leña.

— ¡Oh! No hay... cortada —replicó lentamente. Su respiración estaba un poco agitada, el mínimo ejercicio comenzaba a agotarla.

Elizabeth entendió y se ofreció para cortarla. La mujer mayor se opuso, el hacha era muy pesada.

— Le diré a... mi marido... cuando vuelva.

— ¡Oh! Pero si y puedo. ¿No ve mis músculos? —le dijo, medio en broma, mientras le mostraba sus brazos. Berta la miró desanimada.

— Mejor... no. Puedes lastimarte.

— No se preocupe...

Diez minutos después, estaba cortando leña en un claro del bosque que, aparentemente todos usaban. Nunca en su vida imaginó que podía hacer algo así, sin embargo allí estaba. Se encontraba muy cerca de la cabaña. El sitio quedaba fuera de la vista debido a los árboles que lo rodeaban. Nolberta la acompañaba y observaba callada su trabajo, comentando de vez en cuando su sorpresa de ver que una mujer podía hacer aquello.

— Terminaré en un momento —le aseguró Elizabeth, mientras pensaba en una excusa para que la dejara sola. Tenía que ver a David y sólo podría hacerlo si se introducía furtivamente a la casa de Lucrecia y Newel. ¡Estaba perdiendo su precioso tiempo!

No obstante, no pudo pensar más en ello porque una risa baja estalló a su espalda.

— Vaya... vaya... esto no lo había visto nunca. —Era Tim, que se acercaba a ellas lentamente. Llevaba una camisa a cuadros roja y se veía muy guapo. Su rostro, sin embargo, expresaba cierta inquietud.

Las dos mujeres lo miraron sorprendidas y de inmediato Nolberta le preguntó algo confundida si ya había concluido la reunión.

— No —aseguró y, desviando su mirada, aclaró—: Me echaron.

A Elizabeth le sorprendió, a la otra mujer no.

— Venía a hablar contigo, Berta —le aclaró.

La aludida se puso nerviosa.

— ¿Ahora?

— Sí, es urgente. —La taladró con la mirada.

Mirando a Elizabeth, la mujer tuvo la intención de excusarse pero el chico le rogó que lo escuchara. Era muy importante. Decía que le debían una "compensación" por lo que había dado hace un tiempo atrás.

La joven lo miró extrañada, sin embargo Nolberta pareció entender porque largó un suspiro y asintió con la cabeza. Cedió.

— Está bien.

— Vamos.

Tim puso una mano sobre sus hombros y casi la arrastró hasta la casa, no quería que la joven mujer los escuchara. Nolberta, que había recibido la orden de vigilar a su huésped, lo hizo de mala gana y refunfuñando.

Elizabeth, sin poder creer la suerte que había tenido, calculó el tiempo que podría tomarle ir a ver a David y volver... Diez minutos, máximo. No podía darse el lujo de que la descubrieran. Debían planear cómo escapar, y tenía que ser ese mismo día. Así que dejó el hacha en el piso y dio varios pasos, no obstante se detuvo de golpe... había oído un grito aterrador. Sintió como el miedo ocupaba cada sitio de su alma.

"¡Berta!", pensó pero un segundo grito, esta vez más bajo, la hizo cambiar de idea. No provenía de la casa sino del bosque mismo, a su derecha. Por un segundo pensó en correr lejos de allí, sin embargo, un tercer grito la decidió a ir hacia el sonido. Una mujer parecía luchar por su vida, o al menos eso pensó. Necesitaba su ayuda.

La joven periodista miró el hacha y la tomó del suelo. Aferrándola con fuerza, corrió hacia el bosque siguiendo los gritos. Dio varios rodeos sin pensar en la posibilidad de perderse en aquella maraña de arbustos y coníferas. Sus pasos retumbaban cada vez que pisaba una rama. El peso del hacha casi no lo sentía y cada vez corría más rápido.

Doblando hacia la izquierda, intentó encontrar el lugar donde se desarrollaba la pelea. Le costó pero, poniendo un máximo cuidado para no ser vista, al fin los halló. No era más que Simona y su marido, Rómulo. Éste último la tomaba de los brazos e intentaba arrastrarla hacia el pueblo. Seguramente la mujer intentaba escapar de nuevo, esta vez sin preocuparse por llevarse algo consigo.

Elizabeth estaba a punto de intervenir cuando Simona, dándole un codazo al hombre en el estómago, logró soltarse... Sin embargo no huyó, sino que tomó algo del piso, que luego notó que era una caja de fósforos, encendió uno de ellos y lo arrojó a una pila de papeles y objetos que estaba cerca.

— ¡NOOOOOO! —gritó Rómulo, abalanzándose sobre el fuego. En su intento de apagarlo, se quemó las manos. El hombre gemía de desesperación.

— ¡No quiero volver a ver esas fotos nunca más! —exclamó Simona, mientras lo miraba con unos ojos cargados de odio.

— ¡Son todos nuestros recuerdos! —vociferó desesperado el hombre. El papel había prendido unas hojas y la llamarada se había extendido—. ¿¡Estás loca?!

— Es todo tu culpa... —murmuró la mujer.

— ¡Quemar todo no cambiará las cosas! —replicó Rómulo, que le estaba ganando la batalla a las llamas.

Su mujer se dio cuenta y comenzó a forcejear con él para que se apartara de la improvisada hoguera. Un empujón dado con demasiada fuerza elevó a la mujer, que cayó hacia atrás estrepitosamente. Rómulo logró apagar el fuego. Luego, se dio la vuelta y la encaró.

— ¿¡Qué te ocurre?!

— Deberías haberme dejado en paz...

— ¡Estoy tratando de ayudarte, por todos los cielos! —le gritó con frustración.

— Nadie puede ayudarme. Está todo perdido.

— Claro que sí, cariño. Sólo... sólo...

— No sabes cómo me siento —replicó la mujer, mientras las lágrimas caían por su rostro —. Alguna vez van a pagarlo. Lo que han hecho es antinatural.

— ¿Y qué significa eso? ¡¿Es una amenaza?!... ¡Ahora en vez de huir quemarás el pueblo! —le gritó su esposo, mientras la tomaba de los hombros y la zarandeaba.

Simona comenzó a reír a carcajadas y a Elizabeth se le puso la piel de gallina. Parecía una risa demencial. ¿Tim realmente le había dicho la verdad? ¿Simona estaba perturbada psicológicamente?

— Es una buena idea —replicó con malicia.

Su marido se puso furioso y comenzó a zarandearla con más fuerza. La joven testigo se preguntó si intervenir. Dio un paso adelante... no iba a permitir que la golpeara, sin embargo Rómulo era un hombre robusto y sus ojos le daban miedo. Aquella momentánea indecisión la salvó.

— ¿Qué ocurre aquí? —Era Erminio, que venía corriendo desde el pueblo, y estaba furioso—. ¡He tenido que suspender la reunión! ¡Sus gritos se escuchaban hasta allá! ¡Pensé que la estabas matando!

— No puedo controlarla —suspiró Rómulo avergonzado y con sumisión. Se levantó del suelo, soltando a Simona que parecía algo ausente.

— ¡Sólo tenías que vigilarla! —le gritó el hombre, sin mirar a Simona. Su vista iba de la pila de papeles a los ojos de Rómulo. Daba la impresión de no entender qué ocurría. Entonces exigió una explicación y el hombre estaba por hablar cuando lo interrumpió su propia mujer.

— ¿Qué dijiste, Ermi? —dijo burlona desde el piso, recalcando el sobrenombre—. ¿Qué si iba a matarme?... Pero si ya estoy muerta.

Erminio la miró de reojo.

— No estás muerta... por supuesto. ¿Ya se lo explicaste? —preguntó, mirando a Rómulo.

— Sí, anoche. No lo tomó muy bien... como verás. Aunque le mostré las cartas que me diste.

Simona se levantó sorprendida.

— ¡Estoy viva culpa suya! —gritó y, dando alaridos, se abalanzó contra Erminio e intentó rasguñarle el rostro.

Sin embargo, este había venido preparado. De su bolsillo sacó rápidamente una jeringa y la clavó en el cuello de la mujer antes de que llegara siquiera a tocarlo. Simona se desvaneció en sus brazos.

Elizabeth dio un respingo y dio varios pasos hacia atrás hasta que su espalda chocó con un tronco. Al retroceder pisó una piña. El ruido se sintió claro en aquel bosque, sin embargo, como los hombres empezaban a discutir de nuevo, no lo oyeron.

— ¡Ayúdame a cargarla! Hay que llevarla a la casa —ordenó Erminio, tomándola de los brazos y terminando con la discusión.

Rómulo obedeció, mientras daba excusas por el comportamiento tan extraño de su mujer.

— Ha sido todo un fracaso —se lamentó Erminio.

— Lo siento... ¡Lo siento mucho! —comenzó a sollozar el robusto hombre, sorprendiendo a la periodista—. ¡Pero yo la amaba tanto! ¡No podía perderla así!

Hubo un breve silencio. Erminio lanzó un sonoro suspiro.

— Newel no regresó "así"... No es el mismo desde entonces, lo admito. No habla y a veces su mirada me pone la piel de gallina... Sin embargo nunca le ha hecho daño a nadie. Nunca atacó a mi hermana.

— Yo tampoco lo entiendo. ¡¿Qué fue lo que salió mal?! Simona ha intentado matarme varias veces. Es como si algo la poseyera. No era ella, Erminio... Y cada vez son más frecuentes sus delirios... ya no es la misma mujer que antes. ¡Mató un conejo de un mordisco en el cuello! Ha cambiado... está demente.

— Lo sé.

Erminio dejó a la inconsciente mujer en el suelo y se acercó a Rómulo. Le dio unas palmaditas en la espalda.

— Ya se acostumbrará. La aceptación es el primer paso.

— Espero que sea pronto. —Entonces vio que las lágrimas salían de sus ojos incontrolablemente. Rómulo se las secó con el puño de la camisa.

— Vamos, hay que llevarla a casa.

Ambos comenzaron a trasladar a la mujer y pronto estuvieron fuera de la vista de Elizabeth, que seguía paralizada del susto en el sitio. Su mente, no obstante, estaba lejos de allí. ¿Qué habían querido decir con que Newel no "regreso así"? ¿A dónde habían ido Simona y el hombre para regresar tan cambiados en su personalidad y conducta? ¿A la ciudad? ¿Por eso aquella gente tenía temor de que alguien partiera de nuevo?

El silencio comenzó a darle miedo e intentó volver, no obstante una repentina curiosidad la retuvo. Miró la pila de papeles que no había llegado a quemarse del todo. Entonces dirigió sus pasos hacia ella. Allí había dos álbumes de fotos de tapa gruesa, uno marrón y otro rojo; varias cartas con sus sobres esparcidos entre algunas hojas del bosque, fotos de todo tipo y hasta un portarretrato. La mayoría de los papeles estaban quemados y del portarretrato sólo quedaba a la vista parte de una pátina dorada. Elizabeth lo levantó del suelo y lo dio vuelta. Una foto quemada de un bebé apareció ante ella. La lanzó a la pila.

¿Sería su hijo o el de alguien más? ¿Quién quemaría la foto de un pequeño niño que habían perdido? Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Comenzaba a ver a Simona de manera diferente. Su conducta era por completo perturbadora.

La joven tomó el único sobre que quedaba intacto, sacándolo debajo del álbum rojo calcinado, y lo abrió. Dentro había una carta fechada. Miró hacia todos lados antes de leerla. Era de Erminio.

25 de julio de 1892

Querida hermana:

Me resulta muy doloroso tomar mi pluma para darte la siguiente noticia, hubiera preferido hacerlo personalmente. Lo siento mucho pero debo comunicarte que Newel sucumbió a la fiebre. Dejó de luchar. Murió hace algunas horas. Ya no es necesario que traigas contigo a un doctor de la ciudad. Lamento haberme negado a dejarte partir antes para conseguir la ayuda que tu esposo necesitaba. Espero que algún día me perdones...

Elizabeth dejó de leer, mientras un escalofrío le recorría el cuerpo... ¿Newel muerto? ¿Pero cómo era posible? Parte de la carta estaba amarillenta por el fuego y le costó mucho continuar con la lectura.

Mi querida Berta nos ha propuesto una solución. "Él" puede ayudarnos. Puede traerlo de regreso. Sin embargo, alguien deberá sacrificarse. Ya sabes cómo son las reglas. Esperemos que funcione.

Esperamos tu pronto regreso.

P.D. Acuérdate de seguir las cuerdas rojas, marcan mejor el camino que la propia memoria.

Había otro papel doblado en el mismo sobre. Con impaciencia, la joven empezó a deshacerlo, no obstante el fuego lo había alcanzado y parte de él se desintegró entre sus dedos. Lo poco que quedaba era sólo una frase inteligible.

— ¡Demonios! —se le escapó a Elizabeth.

Esta buscó entre la pila de papeles, había dos cartas más pero eran cartas de amor entre Rómulo y Simona, no había nada interesante en ellas... aunque quizá lo fuera la fecha. Cuando leyó la carta de Erminio a su hermana pensó que estaba equivocada, sin embargo... allí había otras fechas: "1846" y "1850". Era muy extraño. Si ellos las habían escrito en esa época cuando eran adolescentes, actualmente tendrían mucho más de 100 años... No era posible.

Sus manos tocaron el álbum de fotos de tapa marrón y lo alzó, temblaban un poco. Elizabeth no comprendía nada... Al abrirlo notó que estaba intacto. Era un álbum de bodas con fotos en blanco y negro, parecían muy antiguas. Allí posaba Simona con su vestido blanco y Rómulo estaba a su lado, muy tieso. Aparentaban ser algo más jóvenes... Aquella foto le provocó cierto miedo, un miedo irracional... La foto era demasiado antigua. ¿Cómo era posible? Entonces sus ojos se posaron en otra fecha: "1855".

Con un presentimiento de que algo no andaba bien, pasó rápidamente las páginas. Había fotos de tres mujeres vestidas a la antigua que acompañaban a la joven Simona. Elizabeth reconoció de inmediato a dos de ellas. Lucrecia y Nolberta. Recordó el portarretrato que casi había destruido en el piso poco antes en la casa de esta última. No eran parientes, como había pensado entonces, ¡era su propia foto de matrimonio!

Elizabeth pasó rápidamente las páginas del álbum, encontrando en ellas a casi todos los miembros de aquel pueblo. Hasta que llegó a las últimas dos fotos. Eran fotos de personas muertas, claramente. Allí posaba un hombre con los ojos cerrados. Sentado en una silla se encontraba Newel. Vestía un antiguo traje oscuro y una camisa blanca con una franja de motivos indígenas. Claramente se trataba de él, sin embargo se veía algo "cambiado". Su rostro era de completa paz... Y detrás de su retrato se hallaba la única foto en color. Era de Simona, su nombre estaba escrito en el dorso. No obstante, en ella se veía muy anciana. Una pequeña y frágil anciana que parecía descansar plácidamente en su cama. Entonces, en ese preciso instante comprendió lo que había querido decir Erminio... Newel y Simona habían regresado de la muerte.

El álbum se deslizó de los dedos de la joven periodista y cayó sobre la pila de papeles quemados. El sonido sordo hizo que se sobresaltara. ¿Qué estaba pasando en aquel siniestro pueblo? Sentía que se hallaba en otro mundo, lejos de la realidad... lejos de "su" realidad. Aterrorizada como nunca antes en su vida, volvió hacia donde había estado observando la escena del matrimonio peleando y recogió el hacha que había abandonado en el suelo. Ahora creía comprender mejor las cosas, estaban esperando a que Nolberta muriera para traerla a la vida mediante un "sacrificio de sangre". Y ya habían elegido quién iba a ser...

Elizabeth entendió que debía huir de allí y comenzó a correr hacia el pueblo. Llegó al sitio en donde había estado cortando leña para Nolberta y no encontró a nadie. ¡Mejor! Se dijo, seguramente aún estaban hablando. Pensó en David y el terror la envolvió. Debía sacarlo de aquella casa. ¡Debían huir! Habían caminado entre gente muerta... y aquella horrible idea se instaló en su cerebro.

Para ir a la casa de Lucrecia tenía que pasar por el frente de donde la habían alojado, sin embargo, no tenía tiempo para buscar un camino alternativo. Pasó agachada y pegada a la pared, tratando de que las dos personas que discutían dentro no la vieran. Las voces de Tim y Nolberta llegaban hasta ella. Una sensación de irrealidad la envolvía desde que había visto las fotos. Su cerebro se negaba a creer en los secretos que había descubierto.

Elizabeth estaba tan concentrada que, al llegar a la esquina de la cabaña, chocó contra una mujer. Cayó al piso.

— ¡Elizabeth!

— ¡Oh! Disculpa.

— Lo siento, no te vi —dijo Lucrecia distraída, mientras le tendía la mano. Detrás de ella apareció una mujer alta... era Amelia.

— Iba a pasear —se apresuró a excusarse Elizabeth—, Tim y Nolberta están hablando y no quería interrum...

— ¡Te dije que estaba acá! ¡Maldito sujeto entrometido! —exclamó furiosa Amelia. Ignorando a Elizabeth, pasó junto a ella y entró a la casa.

— ¡Espera! No vayas a... ¡Demonios! —soltó Lucrecia, corrió dentro de la casa. Donde, al abrir la puerta, se comenzaron a oír los gritos apagados de Amelia.

Ninguna de las dos mujeres se había dado cuenta del hacha que traía Elizabeth y que había quedado tirada en el piso. ¡Menos mal! Pensó esta. Sin detenerse a averiguar qué ocurría, levantó el hacha y corrió a la casa de Lucrecia. Ahora sabía bien que estaba desocupada.

La cabaña silenciosa se encontraba cerrada con llave y por más que dio vueltas frenéticamente, no encontró un medio alternativo para ingresar a esta. Ventanas y puertas estaban clausuradas por un cerrojo. Entonces fue cuando notó que llevaba el hacha...

— ¡Qué estúpida he sido! —exclamó Elizabeth. Pero... ¡me descubrirán si daño la cerradura!

Fue en ese momento que sus ideas se aclararon. ¡¿Qué importaba?! ¡Debían huir de allí! Forzó la puerta y entró. Corrió hacia el sótano, desesperada.

— ¡David! ¡David! ¡David! —gritó, mientras bajaba por las estrechas escaleras.

Sin embargo... allí no había nadie. La cama donde había estado descansando David había desaparecido.  

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