20-Descubrimientos:

Aquella mañana Elizabeth había obtenido un pequeño triunfo. Insistir en ver a David no le había dado frutos con Erminio pero sí con su esposa. Nolberta se comportaba cada vez más amable con ella, logrando que olvidara su carácter extraño y lento. Desde que había escuchado que estaba enferma, la joven periodista le había tomado lástima. No obstante, siempre se preguntaba por qué no llamarían a un médico o por qué la medicina de Newel no había funcionado con ella.

Hubo un detalle que no pasó por alto, Nolberta, antes de proponerle que fuera con ella a ver a su compañero, esperó a que su marido saliera de la casa. Elizabeth recordó la escena de la noche anterior, quizá aquella mujer angustiada sí tenía razón. Nolberta y Lucrecia ya estaban cansadas de estar viviendo bajo las estrictas reglas de sus esposos.

— ¿Cuándo podremos ir? —preguntó, impaciente. Sólo quería ver a David y así cerciorarse de que estaba bien.

— Lucrecia vendrá... nos avisará —explicó la dueña de casa.

Estaba a punto de preguntarle qué les tenía que avisar, cuando oyeron golpes en la puerta. Una muy agitada Lucrecia entró a la casa, sin esperar que Nolberta le abriera.

— Acaban de irse, tenemos diez minutos —informó, tratando de recuperar el aliento. Había corrido hasta la casa.

Elizabeth se desconcertó.

— ¿Quiénes?

— Los hombres. —Entonces entendió. Nadie sabía que iban a ver al enfermo.

La joven no hizo preguntas, agradeciéndoles aquel buen gesto. Por algún motivo Erminio y Newel no querían que viera a David y sus esposas no se lo contaron.

Se dieron prisa para llegar a la casa de Lucrecia, mientras ésta les comentaba que habían ido al bosque. Una señal se había presentado y habían ido a investigar de qué se trataba.

— ¿Una señal?

Lucrecia pasó por alto el comentario.

— No debes decir nada, a nadie. ¿Comprendes? Nuestros esposos... bueno ellos piensan que... que es malo que una mujer soltera vea a un hombre... en su condición —explicó, entrecortadamente. Miraba por las ventanas que daban hacia el camino del bosque.

La explicación le pareció tan absurda que se preguntó si las mujeres les estarían mintiendo. ¡Ya había visto antes a David y con la bendición de Erminio! Cada vez se sentía más confundida.

Sin perder el tiempo bajaron al sótano de la casa. El olor inconfundible a alcanfor mezclado con alguna fragancia propia de los medicamentos, le golpeó el rostro. Al ver al hombre se sintió muy aliviada. Hasta ese entonces no se había dado cuenta que comenzaba a dudar de que estuviera vivo... David estaba acostado en la misma posición que la última vez que lo vio. Los ojos de Elizabeth se dirigieron desde su rostro cansado hasta su brazo, que ya no lucía ningún tipo de vendas.

— ¡Elizabeth! —exclamó sorprendido.

La evidente alegría por el encuentro se hizo patente en ambos. Se abrazaron y comenzaron a hablar sin parar. David le contó que ya estaba mucho mejor, que el dolor había disminuido hasta casi desaparecer. La herida sanaba muy bien y ya no tenía periodos febriles. Estaba convencido de que pronto podría levantarse y volver a la ciudad con ella. Su ansiedad por volver a ver a sus conocidos alertó a su compañera, que lo conocía mejor. En sus ojos había urgencia y quizá ¿miedo?

— Tienes que ponerte bien, el bosque es peligroso —apuntó Lucrecia.

David asintió con la cabeza de manera automática.

— Igual no volveremos solos. Viene un cartero, ¿No, Berta? Nos iremos con él. Llegaremos más rápido de ese modo y... es más seguro —agregó, mirando a la mujer, que se puso colorada al sentir la mirada de Lucrecia en su nuca.

— ¿Un cartero? Mejor... mejor... —murmuró David, perplejo por la noticia.

— Claro, podrán irse cuando mi esposo lo permita. Él sabe mucho de heridas y no permitirá que se vayan si David corre algún peligro —apuntó Lucrecia, con una media sonrisa.

La esperanza se escapó del rostro de sus huéspedes. David miraba de reojo a la periodista, parecía querer decir algo pero no se decidía.

— Ammm tengo sed... ¿Podría traerme agua para beber, Lucrecia?

— Claro... claro... —balbuceó la aludida. Llegó a la escalera del sótano y se dio la vuelta, agregando—. ¿Te molestaría ir, Elizabeth? He corrido tanto que estoy muy cansada.

Lucrecia, a pesar de consentir que viera a su compañero a espaldas de su esposo, no estaba dispuesta a dejar que se quedaran solos. Comenzaba a dudar de Nolberta, era evidente. Quizá pensó que planeaban algo. A la joven periodista no le quedó opción más que la de aceptar. Asintió con la cabeza y subió rápidamente las escaleras.

Lamentó que la estrategia de David hubiera sido en vano. Para ella estaba claro que quería decirle algo muy importante. En la prisa por volver al sótano, derramó parte del vaso de agua al chocar sin querer con una escoba que había sido abandonada en medio del pasillo. La levantó y de reojo le pareció ver algo extraño en una habitación que tenía la puerta entreabierta. Se dirigió hacia allí y abrió la puerta. A primera vista no pudo hallar nada raro. Una cama matrimonial se encontraba en el medio de dos mesitas de luz de madera rústica. Confundida, Elizabeth se detuvo a observar qué le había provocado aquella reacción inconsciente de sorpresa. Pronto encontró el motivo. Encima de la mesita de luz que estaba cercana a la puerta, había un estuche nuevo de una cámara fotográfica. ¿Qué hacía aquello allí? Nunca había visto ningún aparato de última tecnología en aquel remoto pueblo. Con la excepción de las cocinas y una heladera, pero incluso estos aparatos databan de hacía muchos años atrás. Recordó lo que le había dicho Tim... no les gustaban esas cosas. ¿Entonces, qué hacía una cámara de fotos allí?

Ingresó en el cuarto, muy sorprendida por el hallazgo y lo tomó en sus manos. El estuche estaba vacío, sin embargo le resultaba levemente familiar. La marca y el modelo era la misma que solían usar en el diario. No estaba segura, podría preguntarle a David, él sabría de inmediato. La dio vuelta. Entre sus manos se deslizó una pequeña etiqueta de cuero con un nombre. Al leerlo un escalofrío recorrió todo su cuerpo...

— ¿Elizabeth?

Sobresaltada, se dio la vuelta. Dejando el estuche en la mesita de luz.

— ¡Tim! —exclamó sorprendida.

El joven la miraba de manera extraña, sus ojos iban de su rostro a la mesita de luz. Lucía una camisa a cuadros que le quedaba demasiado grande.

— ¿Qué hacías?

— Yo... nada sólo... vi la cámara y me sorprendí. Nunca había visto...

— ¡Oh! Un hombre, creo que fue el guardabosque, se la regaló a Newel en uno de sus viajes al río. No la necesitaba. Al parecer se había comprado una nueva —comentó sonriendo. Parecía honesto, sin embargo en ese punto Elizabeth supo que era mentira o... que al menos le habían mentido. Sabía a quién pertenecía la cámara.

— A Newel le gusta tomar fotos de la naturaleza. Hubo un modelo mucho más antiguo aquí antes, pero se rompió y nadie supo cómo arreglarlo —continuó Tim.

— ¡Ah! A David también le gusta.

La sonrisa del hombre se desvaneció por completo.

— ¿Has venido a verlo? Parece no haber nadie...

— ¡Oh, no pienses que entré sin permiso! —intentó aclarar la chica—. Nolberta y Lucrecia están en el sótano con David. Yo sólo subí para llevarle agua.

Dio varios pasos había él y tomó el vaso a medio llenar de un pequeño estante del pasillo, donde lo había colocado. Ambos bajaron al sótano. Al ver al hombre de la camisa, las dos mujeres se quedaron perplejas. Berta se puso blanca como el papel y Lucrecia balbuceó con miedo:

— ¡Tim! Pensé... pensé que te habías ido con los demás.

— No, me dejaron a cargo.

La mirada intensa que intercambiaron alarmó a Elizabeth.

— Yo les insistí. No podía dejar pasar otro día para saber cómo estaba, David —decidió intervenir—. Quería avisarle que en cuanto venga el cartero nos iremos con él. Y será pronto, porque ya está mucho mejor.

David asintió con la cabeza. Estaba muy serio. No le agradaba el hijo de Timoteo, al que había visto en contadas ocasiones.

— ¿Irse?... ¿Los dos? —se sorprendió el joven. No le agradaba nada la idea.

— Claro, ya los hemos molestado demasiado y no queremos ser una carga para nadie —argumentó la joven periodista.

— No... son una... carga —afirmó Nolberta.

— Pero... pero... ¿con el cartero? Erminio no me había dicho nada —manifestó, frunciendo el ceño. Miró a Lucrecia.

— Seguramente para entonces, Newel dirá si... si está en condiciones de partir sin peligro alguno —replicó Lucrecia.

— Debe estar por venir en estos días. Ya lo saben —indicó entre dientes. Estaba muy enojado. Tenía planes y no había sido informado de aquella decisión.

Lucrecia comenzó a balbucear algo incoherente hasta que se relajó un poco. Se irían sólo si su esposo lo permitía. Esa condición ponía.

— No se preocupe, señora, ya estoy mucho mejor. Partiremos en cuanto llegue —dijo decidido David. El otro hombre lo fulminó con la mirada.

El fotógrafo tomó la mano de Elizabeth, que se había acercado a él para darle el vaso.

— Mi compañera y yo estamos muy agradecidos por todo lo que han hecho por nosotros. Siempre recordaremos su amabilidad. No obstante, ninguno de los dos quiere importunarlos más.

El tono de voz con que dijo "mi compañera" molestó profundamente a Tim, que cometió el error de susurrar: "ya veremos". La joven se dio cuenta de aquel intercambio de palabras no dichas y se quedó estupefacta. No obstante, no tuvo tiempo de dar cuerpo a sus pensamientos porque un griterío descendió por la escalera y llegó a sus oídos. Nolberta saltó del susto.

— ¿Qué es eso? —susurró Lucrecia, también súbitamente alterada. Tim la miró y negó con la cabeza. No tenía idea.

Sin proponérselo todos corrieron hacia la escalera. David apretó la muñeca de Elizabeth para que se quedara a su lado, pero Tim se dio cuenta y se detuvo al principio de la escalera. La mujer no pudo permanecer más en el sótano ya que decidió ir con ellos que comenzar una pelea. Aquella gente era peligrosa.

En el piso de arriba, se encontró con las dos mujeres, que miraban hacia el bosque por detrás de una cortina. Susurraban frenéticamente, angustiadas y temerosas.

— ¿Qué ocurre? —preguntó el joven, mientras se acercaba a ellas.

— Es Simona.

Siete hombres descendían por la pendiente del camino al pueblo. Iban juntos y serios. En el centro del grupo, había una mujer desvalida. De sus brazos tiraban dos hombres. La cautiva gritaba y lloraba desconsoladamente, tenía un trozo de su larga falda amarilla roto y en él se había enredado una rama con espinas. En la espalda, Simona llevaba un morral.

— Tenemos que sacar a Elizabeth de esta casa. Si la ven con nosotras, tendremos problemas —murmuró Lucrecia lo bastante claro como para que la aludida lo escuchara.

Se dirigía a Berta pero fue Tim quien respondió:

— Tendrán problemas igual... ¡No debería estar aquí! ¡Ya conocen las reglas! En este mismo momento yo...

Lucrecia, furiosa, se dio media vuelta y lo apuntó con su dedo índice. Tim era el hombre que menos miedo le daba. Sabía que era indefenso como un bebé. No obstante, su apego a las reglas de aquella cerrada comunidad siempre había sido inalterable... al menos hasta ahora. Todos se habían dado cuenta de su anhelo secreto, aunque él intentara ocultarlo.

— No dirás nada, Tim. Newel me habló de tus planes y sé que nadie está de acuerdo. Estás solo. Sin embargo, si nos apoyas cerrando la boca, nosotras hablaremos en favor tuyo.

El hombre se lo pensó.

— Salgan por atrás —ordenó Lucrecia.

Tim miró de reojo a Elizabeth y no lo pensó más. La tomó del brazo y corrieron hasta otra habitación, ubicada al final de la cabaña. Necesitaba aliados y nadie era mejor que aquellas dos mujeres, ambas esposas de los líderes.

— ¿Qué está pasando?

— Nada, ayúdame a abrir la ventana —dijo el hombre mientras trataba de destrabar el cerrojo.

Desde la puerta principal se oyeron las voces de las otras dos mujeres.

— Tenemos que... ayudarla —decía Nolberta.

— No podemos. Es la tercera vez que intenta escapar. Se lo advirtieron.

— Pero...

— Ya lo hemos intentado antes, ¿y qué ganamos?... Nada.

Tim casi empujó a Elizabeth hacia la ventana para que saliera. Él la siguió de cerca. Cuando cerraron el vidrio, las voces de las mujeres se extinguieron.

— Dime, ¿qué pasa?

— No hay tiempo... ven... sígueme —le ordenó el joven y ambos se internaron entre los árboles.

Caminaron unos metros entre los espesos arbustos, desde donde estaban se podían ver vestigios del camino principal. En este estaban los hombres. Simona seguía gritando clemencia. Una mujer de piel oscura se les había unido y discutía con uno de ellos, su cabello rizado se agitaba furioso a su espalda.

— ¡Dios mío! ¿Qué le pasará?

— Si alguien logra salvarla, nada. Pero, como oíste que decía Lucrecia, es la tercera vez que lo intenta.

— Pero... ¿de qué quiere escapar? ¿Por qué no la dejan ir?

— ¡Vamos... vamos!

Bajaron por una pendiente del bosque, alejándose un poco de las casas de madera. Elizabeth se dio cuenta de que el joven trataba de encontrar un paso que les permitiera rodear las cabañas y aparecer lo más lejos posible del enfrentamiento. Intentó varias veces hacerlo hablar, no obstante fue en vano. El chico estaba decidido a callar.

Estaba casi sin aliento de tanto correr y dar rodeos, cuando llegaron a la casa donde vivía Tim y su padre. Dieron un rodeo y se toparon con la puerta trasera. La gran jaula con el cuervo seguía allí. Desde el camino oían los gritos de súplica de Simona. El joven sacó una llave de debajo de un ladrillo y abrió la puerta. Dentro de la casa, la oscuridad era total. Elizabeth se preguntó por qué la cerraba con llave si su padre estaba allí dentro, enfermo. Las dudas sobre la súbita desaparición de este volvieron a su mente y se incrementaron.

— ¿Dejas encerrado a tu papá enfermo? —preguntó, tratando de parecer natural.

— No, lo han llevado a la ciudad. Para que lo vea un médico —replicó Tim.

Una luz se encendió. La claridad intensa hizo parpadear a la mujer. Aquella respuesta del joven no le había gustado nada. ¿Quién lo había llevado a la ciudad si todos estaban allí?

Tim le indicó que la siguiera hasta un cuarto que funcionaba como comedor y sala. Aquella cabaña parecía algo más grande que las demás. Estaba muy limpia y ordenada. No tenía cuadros en las paredes, poseía muebles de madera hechos a mano y cortinas de color beige. Elizabeth se sentó en una silla, mientras el joven le traía agua. Simona ya no gritaba o al menos dentro de aquellas paredes no se escuchaba su voz.

Al ingerir el agua, los nervios de la joven periodista se incrementaron y comenzó presionar al dueño de casa para que hablara.

— Tienes que decirme qué está ocurriendo, Tim. ¿Qué le pasará a esa mujer?

Suspiró profundamente antes de responder.

— No lo sé, eso depende de lo que decidan Erminio y Newel... No te preocupes, estará bien. Te preocupas mucho por los demás —dijo sonriendo, acercó su mano y tomó la de ella. Elizabeth se sintió incómoda y la retiró.

— Pero... ¿por qué no la dejan irse?

Tim se removió en la silla. Cruzó sus manos en su pecho.

— Simona tiene... "problemas". Está enferma. Siempre lo estuvo. Desde que llegó aquí ha causado mucho dramatismo. Tiene una enfermedad mental, según Newel. Es víctima de la paranoia, los delirios y las visiones. Su esposo, Rómulo, apenas puede controlarla. Dice que su madre tenía el mismo problema y por eso quisieron distanciarse, así que vinieron a quedarse aquí. En aquel momento, Simona no daba señales de ningún tipo de enfermedad pero... desde que está aquí fue presentando algunos síntomas. Estos últimos meses se han incrementado. Es triste decirlo, cree que su esposo quiere matarla y trata de huir hacia el bosque.

Elizabeth lanzó una exclamación de sorpresa. Tim continuó:

— No quiero juzgarlo, pero creo que a veces se le va la mano. Erminio ha tratado mil veces de hacerle entender que tiene que tratar mejor a su mujer. Supongo que es difícil vivir con ella. No puedo imaginarlo.

— ¿Quieres decir que le pega? —preguntó, frunciendo el ceño.

— Sí, él nunca lo ha admitido pero varias mujeres dicen que Simona lo ha acusado. Si me preguntan, creo que es cierto. Sin embargo, no cambia nada.

— ¿Por qué no la llevan a alguna institución médica? Sé que tratan a esos pacientes con medicamentos que, si bien no los curan, pueden disminuir sus síntomas.

Tim se rió.

— Nadie aquí cree en esas terapias. Newel dice que son pura fanfarronería. Creo que el negocio es muy bueno y en realidad no ayudan a los enfermos sino que los adormecen para que no molesten. Rómulo no quiere saber nada con enviarla a la ciudad. Él tiene mucha fe en los tratamientos de Newel y yo creo que tiene razón.

— Pero Newel no ha podido ayudarla...

— ¡Oh, sí! Algunos días está mejor que otros. Sospechamos que no toma la infusión que le prepara semanalmente —la interrumpió, poniéndose a la defensiva.

— Pero ¿por qué no la dejan decidir a ella? Es evidente que quiere irse de aquí. Su esposo no puede obligarla a nada.

Tom se sorprendió de este último comentario.

— Claro que sí, es su esposo.

— ¡No es su dueño!

— No digo eso, pero él la quiere y desea lo mejor para su esposa. Simona no está en sus cabales y no podemos permitir que huya. Sola en el bosque morirá —replicó Tim.

Aquella información dejó estupefacta a Elizabeth, explicaba muchas cosas. Sin embargo, recordaba muy bien la conversación de la noche anterior entre Simona y Amelia. Algo no cuadraba.

— Sigo pensando que deberían dejarla partir.

— Queremos lo mejor para ella.

— ¿Trayéndola de ese modo del bosque? ¡Mientras pedía clemencia!

— No te confundas, somos buenas personas. Somos muy unidos. Todos nos ayudamos y nos parece importante que Simona mejore y reciba su tratamiento.

— ¿Qué le harán?

— No sé, te lo dije. Seguramente Newel hará que tome su medicina. Mañana estará mejor.

Elizabeth desconfiaba, había visto el terror y la resignación en los ojos de Lucrecia y Nolberta. Algo más iban a hacerle. Con el objeto de tomar desprevenido a su interlocutor, cambió bruscamente de tema.

— Tu papá pudo ir a tratarse con un médico.

El hombre, que estaba ensimismado, pareció de pronto confundido.

— ¿Quién?

— Tu papá.

— ¡Ah! Sí, pero es diferente.

— ¿Por qué?

Tantas preguntas parecieron abrumarlo.

— No mejoraba.

— ¿Y no te preocupa?

— ¿Qué cosa? —indagó desconcertado.

— La salud de tu papá. ¡Si algún miembro de mi familia estuviera gravemente enfermo, yo estaría todo el tiempo a su lado!

El joven sonrojó visiblemente.

— No lo he abandonado, si eso quieres decir. Mantenemos contacto.

— ¿Cómo? No he visto teléfonos por aquí.

— Pues por carta —replicó el chico, como si fuera algo obvio.

Elizabeth se lo quedó mirando, estupefacta. No podía creer que fuera tan frío con su propio padre. El único ser humano allí que compartía su sangre.

— En fin, tenemos que ir hacia donde están los demás o sospecharán.

— ¿De qué? ¿Y por qué no quieren que vea a David?

El hombre la ignoró, se levantó y fue hacia la puerta principal; apurándola para que salieran.

— Es complicado...

— ¡Tim!

— No puedo decírtelo ahora, Elizabeth. —Sudaba y caminaba rápidamente hacia el grupo que estaba discutiendo en medio de la calle.

Antes de llegar a ellos, Tim se dio vuelta y la miró fijamente a los ojos.

— Cuando ese hombre sane puede irse de aquí solo, no es necesario que vayas con él. ¿No te gustaría quedarte aquí con nosotros? Es un buen lugar para establecerse.

La mujer lo miró sorprendida.

— No, me iré con él. —Se lo dijo de mala manera y con una firmeza que no dejaba dudas de lo irrevocable de su decisión. Fue un error.

El rostro amable de Tim cambió. La ira se apoderó de él, sin embargo no dijo nada más. Le dio la espalda a Elizabeth y se dirigió hacia donde estaban todos. Simona, Newel y algunos miembros más del grupo habían desaparecido. Al verlos llegar, Erminio se molestó. Este miró a Tim, furioso.

— La estábamos buscando, señorita.

— Estuvo conmigo todo el tiempo—intervino el joven. Erminio lo tomó bruscamente del brazo y le dijo entre dientes:

— Te estaba esperando para ir a ver a Rómulo. Su esposa está en su casa.

Obligó a Tim, que se zafó de su agarre con molestia, a caminar junto a él. Le susurró algo, pero la joven no alcanzó a oír lo que decía porque ya se habían alejado bastante.

— Tienen que ayudar a Simona —suplicó la mujer de cabello rizado, dirigiéndose a Lucrecia y a Nolberta.

— No hay nada que podamos hacer, Isidora. Ya has escuchado lo que decían, sólo nos queda rezar por ella —manifestó Lucrecia.

— ¿Qué le pasará? —preguntó Elizabeth, asustada. La preocupación en el rostro de aquellas mujeres descartaba por completo las seguridades de Tim. Sólo le iban a dar una medicina, había dicho este, entonces ¿por qué tenían tanto miedo por ella? ¿De qué querían protegerla?

Nadie le respondió.

— Vamos... a casa —ordenó Nolberta, dirigiéndose a Elizabeth. Estaba muy enojada, pero no por la desaparición de los jóvenes, sino con los hombres.

Lucrecia la secundó y dejaron atrás a las demás mujeres que se hallaban con ellas. Dentro de la cabaña de Nolberta, se sentaron a la mesa de la cocina.

No hubo tiempo para que Elizabeth hiciera preguntas. La dueña de casa comenzó a toser sin parar, el esfuerzo que había hecho agotó sus energías. La joven tomó un vaso, lo llenó de agua y se lo alcanzó. Berta se lo agradeció con los ojos llenos de lágrimas.

— Tienes que acostarte. Ya te sentirás mejor —le dijo su prima, mientras la tomaba del brazo y la ayudaba a ir a la cama.

La tos persistió. La mujer empeoró al punto de que Lucrecia llegó a alarmarse. El pañuelo que le habían alcanzado comenzó a teñirse de rojo.

— Quédate con ella —ordenó, alarmada por cómo el querido rostro de su amiga se iba quedando sin color. Corrió fuera de la casa a buscar a Erminio.

Poco después apareció el dueño de casa junto con Newel. Este último le dio algo de beber y Nolberta pronto se quedó dormida. No tosía y su respiración se regularizó.

— Le queda poco tiempo —susurró Newel. Elizabeth, que estaba arropándola, alcanzó a escucharlo.

Erminio asintió con la cabeza y una lágrima escapó por su rostro. Su reservado amigo le apretó el hombro y ambos salieron de la habitación, dejándolos solos.

— ¿Cómo está? —le preguntó su esposa.

— Muy mal.

Nadie le explicó a Elizabeth qué le pasaba a la mujer, todos le respondían evasivamente y con vaguedad. Nolberta estaba enferma y esa era toda la información que le proporcionaban.

Esa tarde, se quedó muchas veces a solas con Lucrecia, no obstante como la mujer no quería hablar se dieron el lujo del silencio. La joven acabó pensando que probablemente Nolberta tenía algún tipo de cáncer y la medicina de Newel no la había ayudado. Erminio se quedó encerrado en la habitación todo el tiempo.

— ¿Sabes algo de Simona? —se atrevió a preguntarle a Lucrecia en un momento.

— Sí, está en su casa, calmada y durmiendo. Tim les dijo a los demás hombres que te había hablado de su afección. Newel me lo comentó. Ya te debes imaginar lo difícil del caso. De todos modos, no te alarmes. Ella estará bien ahora —le indicó Lucrecia, forzando una sonrisa. Su optimismo y su fingida tranquilidad no aplacaron a su compañera. Elizabeth se dio cuenta de que Lucrecia se lamentaba por su amiga pero no quería preocuparla.

Aquella noche, mientras estaba acostada en su habitación, la joven periodista llegó a oír una frase que la perturbó mucho. Hacía una hora que Berta había despertado y ahora se encontraba recostada al lado de su marido. La mujer se sentía mucho mejor.

— Newel me dijo que ya no queda tiempo —indicó Erminio.

— Lo sé...

— Habrá que tomar una decisión. No podemos esperar ni un día más. No sé qué haría sin ti —sollozó su esposo, mientras la abrazaba.

— ¿Pero quién...?

— No podemos utilizar al hombre, está enfermo todavía. No nos sirve, en cambio ella...

¿Utilizarlos? Pensó Elizabeth, confundida.

— No...

— Te dije que no te encariñaras con ella.

— Lo siento...

— No tenemos opción. —Entonces cometió un error—: Elizabeth es sana y joven, es todo lo que "él desea". Es perfecta y tú recuperarás tu salud. Has postergado tu turno por los demás durante demasiado tiempo, ¿no quieres ser sana y joven de nuevo? 

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