18-La última advertencia:

Un lóbrego escalofrío recorrió su cuerpo mientras abría los ojos. La joven levantó su mirada hacia la persona que acababa de tocarla. Nolberta le sonreía desde la altura, llevaba puesta una bata rosa.

— ¿Duermes?

— ¡Oh!... Sí... —balbuceó aún despistada por el sueño. Para espantarlo se levantó de la rígida silla—. ¿Es muy tarde?

— Son las... dos.

— ¿Aún no vuelven del bosque?

— No.

Elizabeth largó un suspiro. ¿Cómo se había quedado dormida? Nunca tomó el té. Como si hubiera leído su pensamiento, la dueña de casa comentó:

— Estás cansada.

Confusa la miró y asintió con la cabeza.

— Sí, debería ir a dormir.

Miró hacia las tinieblas del bosque por última vez y se dirigió hacia el interior de la casa, detrás de la mujer. De pronto se detuvo...

— ¿Oye eso?

Nolberta dio un paso hacia fuera.

— ¿Qué?

— Música... parecen cánticos —manifestó perpleja.

La mujer la miró sorprendida y se puso pálida.

— No... no oigo... nada —replicó con lentitud.

Su huésped la miró entre confundida e intrigada. El sonido había sido tan tenue que pronto comenzó a pensar que lo había imaginado. Se encogió de hombros y ambas entraron a la casa. La tensión que había sentido desde que vio a David comenzaba a debilitar su cuerpo y quizá también su mente.

Elizabeth se acostó aquella noche resignada a esperar que la luz del día le regalara noticias. Sin embargo, no iba a ser un sueño muy largo...

Caminaba por el bosque... Desconcertada miró sus pies, estaban llenos de barro hasta los tobillos. Era barro podrido, formado por pequeñas hojas en descomposición, junto con una sustancia viscosa rojiza y gusanos vivos que ascendía por su piel blanca. El olor a putrefacción la golpeó de repente y retrocedió asqueada, espantando los bichos que se deslizaban por sus piernas. No obstante, por más que tratara de salir del barro no lo lograba.

Estaba oscuro y no sabía dónde estaba. Sus manos tocaron el rugoso tronco de un árbol. De pronto, la corteza crujió y un chillido salió de las entrañas de aquella podredumbre. Elizabeth entró en pánico. Comenzó a correr casi a ciegas por aquel lugar hasta que tropezó con una raíz y casi cae al piso. Al detenerse vio a un hombre escuálido sentado sobre una piedra.

— Oiga... ¡Señor! No sé dónde estoy... —Se detuvo espantada.

En aquella piedra no estaba sentado un hombre sino más bien un cadáver. La piel amoratada, casi negra, se desprendía de los huesos en varias partes. Gusanos blancos caían de sus múltiples cavernas hechas en la carne, mientras el hombre se paraba. Entonces vio su rostro y un grito de horror se le atoró en la garganta. La nariz había desaparecido dejando al descubierto dos huecos. Los músculos alrededor de las órbitas de los ojos no existían, aportándole a la expresión del cadáver un gesto de sorpresa perpetua... de locura.

Aquella cosa viviente se le acercaba rápidamente y, antes de que pudiera recobrar los sentidos para huir, estuvo frente a ella.

— Has llegado muy tarde, pero no todo está perdido —dijo, mirándola con ojos celestes, llenos de nubes cegadoras. De pronto gritó—: ¡Huye! ¡Huye! ¡Está cerca!

Recién en ese momento se dio cuenta que aquel cadáver viviente era el anciano ciego.

— Pero... ¿quién está cerca?

— ¡Huye! ¡Huye del pueblo! —Siguió gritando, sin prestarle atención—. Ya no podré volver.

Oyó el chillido de antes, cada vez más fuerte, cada vez más cerca. Invadió su mente... perturbó cada pensamiento contenido en su cabeza. Era tan fuerte que todo a su alrededor se volvió sonido. En medio de la oscuridad, despertó sobresaltada. Estaba en la cama, en la cabaña del bosque.

Con el pulso cabalgando a toda velocidad, se sentó de pronto en la orilla de la cama. El chillido había desaparecido de su mente. Ya no oía nada, ¿o sí? ¿Música? Otra vez cánticos. Se levantó de la cama y caminó hacia una ventana. El pueblo estaba oscuro y silencioso. Sintió algo pegajoso en los pies al avanzar por el cuarto, por lo que su vista se dirigió hacia ellos. Estaban cubiertos de la sustancia putrefacta del bosque. Alterada, dio un salto hacia atrás y un grito agudo escapó de su boca. Asqueada corrió hacia el baño.

Dentro del pequeño cuarto, prendió la luz y miró sus piernas... No tenía nada, por supuesto. Sus pies estaban limpios. Desconcertada se sentó en la tabla del inodoro y comenzó a llorar debido al susto. Sus sentidos habían sido puestos a prueba todos a la vez y casi había tenido un infarto.

Cuando pudo calmarse salió del sanitario, apagando la luz para que Nolberta no despertara. En su cuarto notó que no había música, ni cánticos religiosos, ni chillidos bestiales, ni ningún otro sonido extraño. Incluso el silencio le pareció más intenso. Se acostó de nuevo, sin embargo no pudo dormirse. No quería volver a soñar con aquel anciano putrefacto.

Dando vueltas entre las sábanas estaba cuando escuchó la puerta de calle abrirse. ¡Erminio volvió! Pensó con alegría. Estuvo a punto de levantarse y correr hacia la cocina pero titubeó, no había prendido la luz. ¿Un ladrón? Escuchó pasos suaves, dirigirse hacia el exterior y la voz aguda de Nolberta, mientras la puerta de calle volvía a abrirse.

— ¿Es hora?

— Sí, ya está todo preparado. —La voz claramente era la de su esposo.

— ¿Quién...?

— Tim.

— ¡Tim! Pero yo... —exclamó con decepción la mujer.

— Lo ha elegido a él. Tienes que resignarte, no está en nuestras manos. Esta vez es su turno —la interrumpió.

— No podré... esperar mucho más —replicó su mujer con nerviosismo.

— No te preocupes Berta, están los otros dos —indicó su esposo.

— Lo sé.

— No te habrás encariñado con ella.

Hubo un breve silencio.

— No.

— Bien. Vamos.

La puerta se cerró y cada fibra del cuerpo de Elizabeth sufrió un escalofrío. ¿Qué habían querido decir con eso? ¿Por qué Nolberta no podía encariñarse con ella? ¡¿Qué estaba pasando allí?!

Aquellos cánticos le susurraban ideas de rituales. Recordó que una vez había leído en internet que había gente que adoraba al demonio y que en sus rituales corría sangre humana. Esta vez le había tocado a Tim, quizá él había sido el sacrificio. Pronto, a juzgar por lo que podía deducir de aquella conversación, sería su turno. El terror no la abandonó, instalándose en ella para siempre, y la luz del día no le trajo consuelo.

La madrugada estaba huyendo rápido por el horizonte cuando volvió a escuchar a los dueños de casa. ¿La matarían de noche? ¿O la matarían de día?... Sin embargo, al parecer no sería aquel día porque se dirigieron a su propia habitación. Elizabeth decidió que tenía que ver con urgencia a David para planear un escape.

Cuando juzgó que ya debía aparecerse, se levantó. En la cocina encontró a Erminio. Este pasó una hora explicándole a la joven sus aventuras por el bosque. La expedición se había perdido tres veces, debido a la oscuridad de la noche. La primera fue debido a cierto grupo de árboles que creyeron que eran los que no eran. La segunda fue durante una hora, intentando hallar el paso hacia el río. La tercera cuando Fausto y Newel discutieron y equivocaron el camino. Luego habían seguido múltiples huellas de un posible paso de una persona, concluyendo que todas habían sido de animales porque nunca hallaron a nadie. En conclusión, la búsqueda lamentablemente había sido en vano. Recién cuando amaneció decidieron volver. Fue el nombrado detalle, más la participación de Newel, lo que llevó a pensar a Elizabeth que Erminio le estaba mintiendo.

Fingió que comprendía y le agradeció todo el trabajo que se había echado sobre los hombros para encontrar a su amigo que, sin duda alguna, ya había regresado a la ciudad de El Bolsón.

— Eso le decía a Berta. ¿O no, cariño?

Su mujer asintió con la cabeza.

— Probablemente cuando llegue allí pedirá ayuda y lo acogerán. En cuanto tu compañero mejore, ambos podrán volver también a reunirse con él —continuó con una sonrisa benévola en su rostro.

"Sí, claro", pensó a joven, "Nunca saldremos de aquí".

— Ojalá sea así. —En cambio dijo.

El dueño de casa siguió con sus imaginarias "aventuras" de aquella noche hasta que Elizabeth, fastidiada por todo lo que decía, lo interrumpió.

— Me gustaría ver a David para informarle...

— Seguramente ya le han dicho que no hemos encontrado a su amigo —la interrumpió el hombre.

— No me refería a eso. Me gustaría que sepa que seguramente Emanuel volvió a la ciudad, para que se quede tranquilo. Eso le dará ánimos, así mejorará más rápido, ¿sabe? Pronto podremos volver y los dejaremos en paz, creo que ya les hemos traído muchos problemas.

— ¡Oh! No te preocupes.

— Pero... no sé cómo volveremos. ¿Nos indicarán el camino?

— El cartero —intervino su mujer.

— ¿Qué?

Erminio miró a su esposa de manera extraña.

— Suele venir un cartero a dejarnos noticias del mundo —explicó Erminio con una sonrisa forzada—. Por lo general viene cada quince días o una vez al mes, si el camino está muy embarrado.

— Vendrá pronto —dijo Nolberta, sonriente. Su esposo parecía molesto.

— Sí... en fin. Si quieres puedo ir a ver si tu compañero está despierto.

Elizabeth le agradeció y se retiró a su habitación. No cerró la puerta sino que la dejó entreabierta. Pronto comenzó a oírlos discutir.

— ¡Por qué mencionaste el cartero! —susurró el hombre.

Su esposa le respondió tan bajo que la joven no logró oír su respuesta.

— ¡Te dije que no te encariñaras con ella! ¡Nos meterás en problemas!

Un portazo extinguió la voz de Erminio.

Bien, pensó la joven, un cartero viene al pueblo. Alguien de afuera, ¿podría ayudarlos escapar?

Elizabeth pensó en el relato que había hecho Erminio de la noche anterior. Una palabra en específico le había llamado la atención. El hombre había concluido con la siguiente frase: "la caza había sido en vano", luego corrigiéndose rápidamente había reformulado la frase quitando la palabra caza para sustituirla con búsqueda. Parecía un error inocente, sin embargo, a la memoria de la joven había venido un recuerdo. La gente del bosque. Aquellas personas invisibles que los habían estado acechando de noche. ¿Y si fueran ellos? ¿Cazando? ¿Buscando víctimas en el bosque para sus rituales?

— ¡Elizabeth! —gritó la dueña de casa desde la cocina, sobresaltándola.

Puso su mano sobre el pecho, temblaba entera.

— ¿Si?

— He venido a visitarlas, ¿quieres un té? —Era Lucrecia.

— ¡Sí, gracias! Ahora voy. Me estaba cambiando —mintió.

Rápidamente intentó pensar... había un detalle que la perturbaba. Podían ser ellos, indudablemente, ahora creía posible cualquier cosa de aquella extraña gente, no obstante... ellos no eran invisibles. Esa frase la hizo pensar si sus conclusiones serían serias. De todos modos, no tuvo tiempo para más. A ella le pareció conveniente aparecerse en la cocina.

— Disculpen la demora —se excusó.

Lucrecia parecía contenta y le aseguró que no había problema.

— Acabo de dejar a Erminio y a Newel en casa. Estaban discutiendo algunos asuntos suyos así que me vine.

— ¿Podré ver a David?

— No, lo siento. Estaba durmiendo cuando salí de allí. Fui a controlarlo porque ayer su herida comenzó a sangrar de nuevo. Mi esposo se vio obligado a aumentarle la dosis de su medicamento, por desgracia lo mantiene dormido. Pero es más importante que sane.

La periodista preguntó por la súbita hemorragia de su amigo, fingiendo que no sabía nada.

— No sé qué habrá pasado, estaba bien. Newell dice que no es importante que ya no sangra y que hay que controlarle la temperatura. Lo peligroso es que se infecte.

— ¡Qué lástima! Quería verlo para darle ánimos.

— Pronto tendrás la oportunidad.

— Sí —intervino Nolberta.

Lucrecia convirtió la mañana en tiempo más pasable. La mujer era muy diferente a Nolberta. Esta última casi no hablaba, en cambio Lucrecia era más comunicativa.

— ¿Viven aquí desde hace muchos años? —preguntó Elizabeth en un momento de la conversación.

De inmediato Nolberta se puso nerviosa. Había estado rascándose el cuero cabelludo sin parar, algo que había puesto muy nerviosa a su huésped. Lucrecia, por su parte, rió con alegría. Contó que Erminio y ella habían llegado a aquella zona de jóvenes, hace mucho tiempo.

— Teníamos 17 y 18 años. ¡Prácticamente éramos niños! Buscábamos aventuras, como todos los de esa edad. Todavía recuerdo el susto que sufrí cuando casi me atropella un caballo. El carruaje pasó rápidamente ante nosotros. Claro que el pueblo no estaba tan crecido como ahora.

Luego continuó con el relato. En el bosque se habían encontrado a Newel y a su hermano que vivían humildemente. Se hicieron amigos de inmediato y, como estaban encantados con la vida que llevaban allí en el bosque, se habían unido a ellos.

— Los demás llegaron de a poco. ¿Recuerdas, Berta?

— No muy bien —susurró, apenas abriendo los labios.

— Berta no quería quedarse, al principio. Es nuestra prima, ¿sabes? Pero al final se quedó por Erminio. Se quieren mucho.

Elizabeth no quiso decir lo que pensaba y en ese momento entró a la casa el aludido.

— ¿De qué hablan?

— Lucrecia... —comenzó diciendo su esposa pero la otra mujer la interrumpió.

— Hablábamos del pasado.

Erminio la miró desconcertado y pareció molestarse.

— De cuando llegamos al bosque, no más —aclaró su hermana.

— Newel te espera.

— ¡Oh, pobre! Había olvidado que ya era la hora.

— Traje la comida, cariño —dijo, dirigiéndose a su esposa. Le pasó un bol con tapa.

— ¡Ah! Bien.

Lucrecia salió de la casa, despidiéndose rápidamente y rozando con su falda las tablas del piso. De tan apurada que estaba casi se enreda en ellas.

— No hagas eso —susurró Erminio, mientras tomaba del brazo a su mujer. Esta quitó sus manos del cuero cabelludo.

Elizabeth se sintió incómoda y dijo que iba a su habitación para prepararse. No había qué preparar, no obstante nadie la interrogó. Sólo habían pasado cinco minutos cuando Nolberta apareció con una bandeja con comida, excusándose y diciendo que su esposo iba a comer en su cuarto. La joven pensó que se habían peleado.

Cuando acabó de ingerir aquello que ellos llamaban alimentos, dejó la bandeja en la cocina. La mujer no estaba por ningún lado pero encontró a Erminio sentado en la misma silla donde la noche anterior se había quedado dormida.

— ¿Podría ver a mi compañero?

El hombre se sobresaltó al verla.

— ¿Ahora? No... estaba... le había subido la fiebre. Quizá mañana. Debe descansar.

La joven se molestó, Lucrecia había tenido otra excusa para que no viera a su amigo aquel día, era evidente que le estaban mintiendo. No obstante se contuvo. Anunciando que dormiría una siesta, volvió a entrar a la casa. Ya en su habitación comenzó a pensar que la única opción que le quedaba era ir a verlo sin decirle a nadie. David debía enterarse de sus sospechas. Enfermo o no, tenían que huir de allí. Mientras más tiempo pasaba en compañía de esa gente, más extraña y peligrosa le parecía.

Esperó media hora antes de ponerse en movimiento. En la casa no había nadie. Salió de allí y, ocultándose entre unos árboles para que nadie la viera, dirigió sus pasos hacia la casa de Newel. No llegó a ella.

— ¿Elizabeth?

"¡Demonios!", pensó la chica. Se dio vuelta. Era Lucrecia quien le hablaba.

— ¡Oh, hola!

— ¿No estabas durmiendo? —indagó confundida.

¿Cómo sabía?, pensó.

— Sí... bueno, no. No podía dormir y decidí dar un paseo. No conozco el pueblo todavía.

— No puedes caminar por aquí sola... Por los pumas, son peligrosos —indicó Lucrecia, frunciendo el ceño.

— Pensé... ¿no atacaban sólo de noche?

— Ven, vamos adentro. ¿Y Nolberta?

La joven le dijo que no sabía y allí acabaron todas sus esperanzas de ver David. Sin embargo, no se rindió. Era avanzada la tarde cuando el destino le dio una segunda oportunidad. Nolberta se estaba bañando y su esposo no estaba en casa, así que salió furtivamente. Tuvo más cuidado, no debían verla de nuevo. No obstante, ella vio algo que no esperaba. Por el camino de tierra, de espaldas a ella, caminaba un hombre. Elizabeth tuvo un sobresalto, no podía creerlo. Era Tim... no estaba muerto, como había maginado. Olvidándose de lo que hacía salió al camino.

— ¿Tim? —Estaba tan sorprendida que el nombre simplemente se le escapó.

El hombre se dio la vuelta y la miró sorprendido. No era Tim...

— ¡Oh! Disculpa, te confundí.

El sujeto sonrió.

— ¿Con mi padre?... Dicen que me parezco mucho a él.

La joven estaba muy confusa. Obviamente era hijo de Tim. No se parecían, eran casi iguales, sólo que el hombre era mucho más joven, alto y apuesto que su padre. Tenía puesto un chaleco marrón encima de una camisa blanca.

— Soy Tim... junior, claro —se dirigió hacia ella y le dio la mano. Sus gestos eran formales pero le inspiraban confianza.

— Elizabeth, aunque supongo que ya sabes quién soy.

El joven asintió con la cabeza. Tenía una expresión risueña y juvenil, la periodista le calculó unos veintiocho años.

— ¿Paseabas? Debe parecerte muy aburrido este lugar. Todavía no he olvidado la vida intensa de las ciudades.

— Que sea tranquilo no quiere decir que me aburra. Al contrario, me parece un buen sitio —replicó, un poco cohibida por la confianza que le demostraba el joven y porque aún no se recuperaba de la impresión.

— Lo es, cuando te acostumbras a él. Los árboles parecen... vivos.

— Sí, claro —asintió distraída—. ¿Hace mucho que estás aquí?

— Desde niño... ¿Quieres pasear conmigo? Recorrer el pueblo nos llevará cinco minutos —rió.

Elizabeth tomó aquella oportunidad al vuelo y ambos se pusieron a caminar cuesta arriba por el camino de tierra. Las cabañas eran todas iguales, ocho en total. Estaban rodeadas de árboles y espaciadas unas de otras. No había mucho que ver. Las personas que las habitaban no se veían por ningún lado. Cuando llegaron al final del sendero, se sentaron en una cerca de madera. Entonces, la mujer tuvo curiosidad por saber qué hacía él allí.

— ¿Viniste al pueblo con tus padres?

— Con mi padre, nunca conocí a mi madre. Ella murió cuando era bebé.

— Oh, lo siento.

— Mi padre y mi tío Fausto con su esposa, Amelia, llegaron aquí invitados por Erminio, que era muy amigo suyo.

— Lucrecia estuvo contándome esta mañana cómo llegaron aquí —comentó Elizabeth. El chico se sorprendió—. Me dijo que cuando llegaron ella y Erminio, estaban aquí Newel y su hermano.

— Sí, ellos fueron los fundadores, por así decirlo. Newel se casó con Lucrecia y Aukan, tiempo después, con Petra. Ella y una amiga llegaron también un día, invitadas por Lucrecia que las conocía. Sin embargo, la otra mujer no se quedó... No muchos soportan la soledad de este lugar.

— Claro —susurró, Algo en la voz del joven hizo que se le erizara el cabello. Quizá en ese entonces fue cuando comenzaron con los rituales... ¿Él sabría sobre ellos? Parecía un hombre confiable. Entonces recordó al padre del joven.

— Tu papá...

— Está enfermo, no lo verás por un tiempo. Tiene alguna de esas enfermedades contagiosas. Newel me explicó qué era pero yo de eso poco entiendo —explicó rápidamente y sin mirarla a la cara.

Aquello le pareció por completo alarmante. Quizá si supiera de los rituales... ¡¿Pero en qué estaba pensando?! Ni siquiera estaba segura de que hubiera rituales. Su cabeza daba vueltas.

— ¡Ah! Espero que mejore.

— Como te decía —continuó el joven, cambiando el tema—, la amiga de Petra se fue y poco después, ella la siguió a la ciudad para convencerla de volver. Sin embargo, no volvió con ella sino con una prima y otra amiga: Isidora y Elicia. Luego cayó solo Rufino, siguiendo a su novia Isidora... o bien eran amigos en esa época, no recuerdo. Hubo una alarmante confrontación entre este y Erminio a raíz de que tenía la idea de traer más gente y fundar un una especie de... no sé cómo llamarlo. La cuestión es que Erminio al igual que la mayoría, no deseaba que el pueblo se convirtiera en paso de extraños. Newel, Aukan y él se habían comprometido en que sólo vivirían allí en reducida comunidad... No les gustan las ciudades. Creen que la gente de allí puede contaminarnos con sus ideas. Así que por un tiempo no vimos a nadie más.

— Con razón no hay televisores o computadoras aquí —comentó Eli.

— ¿Qué es eso?

— ¿No sabes? Son una especie de... aparato tecnológico —trató de explicar.

— ¡Ah! Como las cocinas y las heladeras. Estas las trajeron los últimos que llegaron pero nadie las necesita —rió el chico y añadió—: Excepto Newel para guardar sus remedios.

— ¿Y cómo hacen con la comida? ¿No se les echa a perder?

El joven la miró de forma extraña, parecía no entender qué había querido decir.

— Pues no —replicó—. Como iba diciendo, los últimos en instalarse fueron los hermanos Ferro. Hilario y Rómulo... No iban a quedarse pero Hilario se enamoró de Elicia y decidió que el bosque iba a ser su hogar. No obstante, Rómulo volvió a los meses junto con su mujer, Simona. Ellos trajeron los bártulos. Venían en una carreta llena de ellos. Hicieron tanto alarde que Erminio y Nolberta terminaron molestándose. No les gustan esas... cosas de las ciudades.

— ¡Oh! ¿Y qué pasó luego?

— No se ha quedado nadie en mucho tiempo. Alguien aparece de vez en cuando pero no se quedan. Hacía mucho tiempo que no veía a gente extraña hasta... que aparecieron...

— ¿Nosotros?

— Sí... creo que fue el destino, ¿no te parece? —manifestó Tim sonriendo y le guiñó un ojo. Elizabeth desvió su mirada...

— ¿Y los niños?

— ¿Quiénes?

— Los niños, ¿no hay niños aquí? ¿Ninguna de las parejas tuvo hijos? ¿Nunca tuviste amigos con quien jugar?

— Ah, sí... Los niños, los había olvidado. —El tono de su voz fue fúnebre.

La mujer lo miró perpleja.

— Sólo nacieron tres. Nolberta y Erminio tuvieron un niño, murió al nacer... son primos, ¿sabes? Pero de eso hace mucho tiempo. Lucrecia y Newel tuvieron una niña, murió a los dos años en un accidente doméstico. La mujer quedó muy perturbada, le costó años recuperarse. Elicia e Hilario también tuvieron uno, murió a los dos o tres años. Estaba enfermo y los ungüentos de Newel no le hicieron efecto. Supongo que por eso Hilario y él se odian. Creo que cuando Simona llegó estaba embarazada pero lo perdió.

— ¡Qué triste! Entonces no hay niños aquí.

— No. Supongo que ya ninguno los puede tener —rió el chico, como si hubiera hecho un chiste—. Supongo que estás fértil, ¿no?

La pregunta le pareció por completo desubicada y terminó ofendiéndose. ¿Tan vieja se veía? Aparte que había hablado como si se tratara de un animal.

— ¡Por supuesto! No soy tan mayor —replicó molesta.

— No deseaba ofenderte —se disculpó el chico, realmente arrepentido.

Elizabeth decidió pasarlo por alto, era evidente que se había pasado la vida solo y no sabía tratar con otras personas.

— No te preocupes.

— ¡Tim!

Ambos miraron hacia el camino, por allí venía Erminio y parecía enojado por algo. Tim se bajó de la cerca y se acercó a él.

— ¿Qué haces?

— Nada, sólo hablábamos. ¿Viste a mi padre? ¿Ya se encuentra mejor? Estaba con fiebre —preguntó, mirándolo fijamente a los ojos.

— No, deberías volver a atenderlo. Se ha quedado solo en casa —replicó, rechinando los dientes.

Tim, algo incómodo, se despidió de Elizabeth y se fue hacia una casa cercana. Esta se encontraba oscura. A la mujer cada vez le caía peor Erminio, estaba convencida de que le molestaba profundamente que ella trabara relación con alguien del pueblo. Según los informes de Tim, ahora podía entender el porqué de esta actitud, sin embargo seguía pensando en que algo extraño se ocultaba bajo aquella conducta. 

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