17-Dudas:
Fue una larga noche. Los gritos bestiales se escuchaban en diferentes direcciones, a veces cerca y a veces lejos. A la joven le pareció que eran varios los animales que habían rodeado el pueblo. No obstante, no se explicaba qué clase de bestia era capaz de emitir aquel sonido tan extraño y Nolberta no sabía explicarle lo que era. Debido a este detalle, el terror jamás abandonó a Elizabeth.
No volvieron a ver a Erminio hasta que la claridad surgió de entre los árboles. Apareció exhausto y con una escopeta en el hombro. Parecía haber estado corriendo por todo el bosque. Tenía barro hasta las rodillas y pequeños raspones en sus manos blancas.
— ¡Oh, cariño! —exclamó su mujer de alivio al verlo.
— Está todo bien. Lo capturamos.
Elizabeth, que en ese momento había ido al baño, apareció en el umbral de la puerta de la cocina. Llegó a escuchar la última frase.
— ¡Capturaron al animal! ¡Gracias al cielo! —suspiró aliviada—. Pero... ¿pero qué era...? Pensé que eran varios animales. Nunca había escuchado un sonido así...
— Un puma... Eran... eran varios. Es la época del celo... Los... los alejamos y logramos capturar a uno... Pero... pero lo soltaremos lejos... para... para que no vuelva —tartamudeó el hombre.
Su mujer sonrió y asintió con la cabeza, como si tuviera el deber de asegurar que lo dicho por su marido era una verdad irrefutable.
Aquel día fue por completo inusual. La actividad en el pueblo se incrementó. Vio por la ventana a varias personas ir de una cabaña a otra, dándole siempre la espalda, corriendo furtivamente como si los pumas aún estuvieran acechando el lugar. Lucrecia apareció con un pañuelo en la cabeza y parecía haber corrido hasta allí. Se quedó un largo rato, comentando lo ocurrido la noche anterior. Así se enteró que un puma estaba capturado "en la jaula de siempre" y que ya estaba todo bien; sin embargo temían que las cosas los desbordaran. La situación era peligrosa.
Era ya avanzada la mañana cuando Erminio comunicó que iban a tener una reunión de emergencia en la pequeña capilla del pueblo. Se disculpó con Elizabeth por suspender por unas horas la búsqueda de su compañero.
— Lo siento mucho, señorita. Pero debemos discutir qué hacer con... con esos pumas que andan deambulando por aquí. Podrían volver.
— ¿Ya soltaron al que tenían capturado?
— Sí, sí... Ya debe estar lejos. Sin embargo, no nos podemos confiar.
La joven se resignó y le aseguró que estaba bien. Dicho esto y luego de tomar su chaqueta, Erminio volvió a ausentarse del hogar. En la puerta de la casa lo esperaba un hombre rollizo, que la joven no conocía. Llevaba un libro enorme entre sus manos y un objeto de piedra tallado. Parecía un águila pero no pudo precisarlo.
Elizabeth tuvo una repentina curiosidad y les dijo a Nolberta y a Lucrecia que deseaba mucho asistir a la reunión. Además conocería la capilla, que no había visto hasta entonces.
— ¡Oh, no! Está prohibido —se opuso Lucrecia.
— ¿Prohibido?
— Sólo los hombres asisten a esas reuniones —aclaró.
La periodista no dijo nada, estaba estupefacta por aquella costumbre tan arcaica.
— Las mujeres sólo vamos una vez a la semana o en días especiales.
— ¡Ah! ¿Son católicos?
Las dos mujeres la miraron con el ceño fruncido.
— No.
Iba a preguntar de qué religión eran pero al ver sus rostros pensó que no era apropiado y concluyó que seguramente serían adoradores de alguna deidad indígena. Era evidente que en ese pueblo había una mezcla de orígenes. Así que desistió, no quería que la tacharan de entrometida.
Lucrecia se fue poco después de aquella conversación.
Eran las tres de la tarde y Erminio aún no volvía. Elizabeth estaba muerta de cansancio y comenzaba a tener deseos de acostarse un rato, no obstante quería enterarse de lo que había pasado y preguntarle al dueño de casa cuándo comenzarían a buscar a Emanuel. Le preocupaba mucho el chico, se sentía culpable, si este no la hubiese seguido al bosque todavía estaría bien.
— Debes tener hambre —dijo Berta.
— ¡Oh, sí! Pero no se preocupe, comeré lo que haya en la heladera —le aseguró, mientras abría la heladera de golpe.
Se quedó perpleja, en la heladera no había nada. Incluso notó que ni siquiera estaba conectado el enchufe.
— Se rompió —balbuceó la mujer.
— ¡Ah!
— Los... víveres... están en casa de Lucrecia.
Entonces entendió su preocupación. La mujer tenía temor de salir de la seguridad de su hogar.
— No se preocupe, no tiene que salir... Tomaré un té y me iré a acostar. Le confieso que tengo más sueño que hambre.
No respondió pero su sonrisa delató el alivio que sentía. Elizabeth puso la tetera a calentar y, poco después, estaba durmiendo en la habitación prestada.
Despertó cuando el sol moría en el horizonte. Había dormido mucho tiempo y volvía a estar con dolor de cabeza. No comprendía por qué le pasaba aquello. No dormía así desde antes del extravío de su sobrino.
Cuando vio al matrimonio, el hombre le dijo que irían esa misma noche a buscar a su compañero; ya habían hecho todos los preparativos en la reunión. Más tranquila, le agradeció mucho aquella amabilidad. Media hora más tarde había una congregación de cinco hombres en la puerta de Erminio. Uno de ellos era el hombre rollizo que había visto antes. Quiso salir para agradecerles a los hombres la búsqueda que iban a realizar, no obstante Nolberta la tomó del brazo y se lo impidió. No comprendió por qué, no vio en su actitud nada de malo. Parecía como si ella intentara que no la vieran... Poco después, en la puerta de la cabaña, no había nadie.
A Elizabeth le molestó tanto la actitud de la mujer que decidió esperar la vuelta de los hombres junto con David. Cuando vio que no estaba a la vista, salió de la casa y cruzó el camino de tierra hasta el lugar donde descansaba su amigo. Subió las escaleras de madera rápidamente y tocó la puerta. Como sólo había visto hombres que se preparaban para buscar a Emanuel, pensó que Lucrecia estaría en casa. No obstante, y a pesar de que las luces estaban prendidas, nadie le respondió.
No había sonido alguno, excepto el de un pequeño grillo que estaría escondido en algún rincón. La joven estuvo a punto de irse, retrocedió unos pasos, bajó los escalones y llegó al camino; no obstante allí se detuvo. ¡No tenía ganas de ver a Nolberta! Había sido muy grosera con ella. Cambió de parecer, se le ocurrió que quizá Lucrecia se estaba bañando. Iba a esperar en las escaleras, y así lo hizo.
Pasaron quince minutos y el silencio era más intenso, el grillo había desaparecido y de la presencia de la dueña de casa no había ni rastros. Las cosas en un instante cambiaron. Oyó un gemido proveniente de la casa... parecía David... ¿Le había pasado algo? A esa altura su colega estaba convencida de que lo habían dejado solo. Se dio la vuelta e hizo algo que nunca pensó que haría, probó la puerta y ésta estaba abierta por lo que entró a la casa.
— ¿Hola?... ¿Lucrecia? Soy Elizabeth —dijo en voz alta, pero nadie respondió.
La vivienda de Newel y Lucrecia era pequeña, más que la casa donde se encontraba. Le llevó sólo un minuto echar una mirada a las habitaciones. Como imaginó, no había nadie. La mujer estaba por bajar al sótano cuando, de reojo, vio en una especie de estudio algo que le llamó la atención. Sobre una silla había una túnica marrón como la que usaban los monjes y de ella colgaba una larga cadena plateada con un símbolo circular extraño. Ingresó al cuarto y lo observó... no, nunca lo había visto. El objeto lucía un círculo que se dividía en cuatro por líneas, dentro de cada sector había soles, estrellas y lunas.
De pronto volvió a escuchar el gemido, provenía del sótano.
Elizabeth dejó la cadena donde la había hallado y decidió bajar. Sus pasos retumbaron en el sótano. Oyó un pequeño sonido de asombro.
— ¿Señora? —David estaba acostado en la misma cama y parecía inquieto.
— No, soy yo.
— ¡Oh! Eli—exclamó el hombre gratamente sorprendido—. ¡Qué bueno verte!
— No pude venir antes... ¿Estás bien? ¡Estás muy pálido!
— He tenido una horrible pesadilla... Oía a Emanuel gritando y alguien que parecía estar golpeándolo —relató el joven y añadió—: Creo que es la culpa... No he podido perdonarme el haberlo dejado solo. ¡Pude hacer algo y no lo hice! Estaba tan asustado... como un patético cobarde.
— ¡Oh! Es horrible... pero ya no tienes que preocuparte. Erminio y otros hombres han salido a buscarlo.
David la miró confundido.
— ¿Ahora? ¿De noche?
— Sí... estuvieron ocupados en una reunión, hubo un incidente anoche. No sé si te enteraste. Unos pumas rodearon el pueblo y tuvieron que espantarlos.
— No lo sabía... mi sueño es profundo. Demasiado profundo —recalcó y añadió poco después—. Me hubiera gustado saberlo. ¡Quería acompañarlos! Sin embargo, aquí estoy... ¡echado en una cama! Me tratan como a un inválido, no me dejan caminar.
— Tienes que recuperarte —lo atajó Elizabeth.
— Ya estoy mucho mejor. Me siento bien.
Dicho esto, David se incorporó en la cama e intentó levantarse. A pesar de protestar, su amiga lo ayudó a caminar por la habitación. Era cierto, parecía estar mucho mejor. ¡Era increíble!
— Igual tienes que cuidarte, David, las heridas pueden infectarse y tendrás otra vez fiebre.
El hombre asintió con la cabeza y volvió a la cama.
— ¿La mujer que vive aquí te dejó entrar sola? No la veo desde esta mañana.
— No, la puerta estaba abierta y yo... bueno... quería verte.
El hombre se quedó un rato pensativo.
— Sabes, hay algo que quería comentarte, pero no lo tomes a mal... Estas personas son un poco extrañas. Ellos no lo saben pero a veces los escucho. Creo que son un grupo religioso... ¿Estás segura de que estamos en el pueblo Los Abetos?
— Sí... Bueno, en realidad... no lo sé. Nadie me lo ha confirmado. Pero seguro que sí —titubeó insegura y añadió—: De todos modos, estás en lo cierto, son una comunidad religiosa aunque no sé exactamente qué religión profesan pero pienso que es muy antigua. Newel parece ser descendiente de algún pueblo originario.
— Sí, lo pensé. También Tim... suele venir a verme de vez en cuando. Sabe mucho del bosque. No he conocido a nadie más.
Elizabeth lo miró con atención... comprendía a David, había algo más.
— ¿Te preocupa algo?
— Bueno... he estado pensando, pero ¡no lo sé con certeza! Es gente amable, a pesar de todo.
— Y rara... ni me lo digas. ¿Qué ocurre? —preguntó.
— Creo... creo que me están drogando. La mitad del día no sé ni lo que ocurre a mi alrededor. Yo... tengo miedo, Eli —le confesó. La angustia removió algo en el corazón de la mujer.
— David, seguramente es algo para curarte. No creo que sea malo.
— No... no me dan nada líquido como un antibiótico. Sólo untan esos ungüentos en mi herida todas las mañanas. No es eso... Es algo más.
— ¿Algo más?
— Lo he pensado mucho, no lo dudes... creo que es el té. Me duerme al instante.
Luego de oírlo, Elizabeth tuvo un escalofrío. Un momento, pensó, a mí me pasa lo mismo. El té... Nunca se le había ocurrido, por eso dormía tanto. ¡No obstante, era gente muy amable! Los habían acogido en sus viviendas, los curaron, ¿por qué querrían drogarlos? No tenía sentido. Y así se lo dijo a su compañero. ¡Nada de eso tenía sentido!
— Hace días que caminamos sin parar... no es raro que estemos tan cansados.
— ¡Espera! ¿Oyes eso?
Mientras la periodista hablaba se produjo el ruido de una puerta al abrirse. Luego les llegó el sonido de una conversación... Era Lucrecia y...
— ¿Es Newel? ¿Ya han vuelto tan rápido? —comentó, por algún motivo bajó el tono de voz... algo no andaba bien.
— Sí... es extraño.
— ¿Habrán encontrado a Ema?
— ¿Tan rápido? No lo creo, Eli. Quizá te dijeron que iban y al final no fueron...
— ¡Pero... pero lo vi!
Ambos se miraron, preocupados... Algo no encajaba y los pequeños y extraños detalles que la joven recordó de la manera de vivir de aquellas personas lograron inquietarla.
— Vete, pero no dejes que te vean... Es mejor que no sepan que entraste sin que ellos estuvieran en casa —le advirtió y agregó, preocupado—. No tomes el té. Finge haberlo tomado... quizás nos equivoquemos pero es mejor estar preparados.
De repente, la puerta del sótano se abrió. Elizabeth buscó un sito dónde esconderse y corrió al ver una pila de cajas, con un viejo espejo roto apoyado en ellas. Se colocó detrás. David, por su lado, se acomodó bien en la cama y fingió dormitar. Unos segundos después apareció Lucrecia, su esposo venía detrás.
— Aún está durmiendo —susurró la mujer.
— Estoy seguro que oído algo —comentó Newel, luego se dio vuelta y comenzó a buscar entre algunos muebles rotos que había por allí.
David debió darse cuenta del peligro que corría Elizabeth porque se movió en la cama y gimió... como si sintiera dolor. Lucrecia dejó de observar a su esposo y se concentró en el hombre recostado.
— Newel... me parece que está mal...
— No, estaba bien esta mañana —replicó, dejó de buscar tras los muebles y se dirigió hacia donde estaban las cajas.
David comenzó a gritar, sobresaltándolos a todos.
— ¡Me duele! ¡Me duele! ¡Me duele! —vociferaba, llevándose las manos hacia la herida. Apretó un poco las vendas y de inmediato comenzaron a teñirse de rojo.
— ¡Oh! ¡Lucrecia, trae agua caliente y un trapo! —ordenó Newel, mientras se alejaba de las cajas—. ¡Espera... espera! Antes ayúdame a moverlo.
Cuando el matrimonio le dio la espalda, Elizabeth se deslizó escaleras arriba y salió del sótano sin que la vieran. No obstante, cuando llegó al corredor vio la silueta de un hombre reflejarse en la pared de la cocina. ¡Había alguien allí! ¿Cómo hacía ahora para salir? La única puerta estaba del otro lado. Se dio media vuelta y fue hacia una habitación grande, corrió hacia una de las ventanas y, tratando de no hacer ruido, se trepó a ella y logró salir de la cabaña.
Estaba muy oscuro, los árboles y arbustos que rodeaban el lugar no permitían que la luz llegara hasta ella. Caminó con cuidado pero fue muy difícil no producir sonidos. A esa altura, lo único que podía hacer era rezar para que no la oyeran. Esperó que las circunstancias la ayudaran. El súbito sangrado de David, que él mismo se había producido al comprimir la herida, debía haber alterado la paz de la casa.
Como última precaución, Elizabeth decidió no volver por el camino sino dar un rodeo. Cualquiera que se asomara por una de las ventanas de la cocina podría verla y eso era algo que debía evitar a toda costa. Rodeó un grupo compacto de árboles, internándose un poco en el bosque, y caminó un trecho hasta que encontró un camino que descendía por una cuesta y se perdía en la oscuridad. Se alejaba del pueblo y no parecía ser usado con frecuencia. Estuvo a punto de seguirlo pero se dio cuenta de que podría perderse en las tinieblas nocturnas. Siguió de largo.
Estaba llegando a la casa donde la habían alojado, cuando se topó con una cabaña. Era pequeña y cuadrada, no se parecía en nada a las demás, que habían sido edificadas casi con la misma forma y material. No tenía ventanas, sólo una puerta, que estaba abierta. La luz se deslizaba desde el interior. De pronto, salió una mujer joven con un balde y lanzó su contenido unos metros a la derecha del sitio. Su cabello largo hasta las rodillas la impresionó. Su etérea silueta se desvaneció en la luz y Elizabeth pudo ver por un instante el interior del lugar. La pared del fondo tenía el mismo símbolo circular que había visto colgando de la cadena de Newel. En el centro había una edificación de piedra de un metro de alto, redonda y lisa.
"Es un templo", susurró para sí misma. Al oír su propia voz se sobresaltó y decidió continuar hasta la cabaña. Dentro de esta la esperaba una muy enojada Nolberta. Le exigió que le dijera donde estaba, algo que sorprendió mucho a la mujer.
— Estuve paseando. Fui por el camino por dónde se fueron los hombres... Quería ser la primera en ver a Emanuel —mintió.
El comentario aplacó la furia de la mujer.
— ¡Oh!... Ya volverán.
— Lo sé, a veces soy muy ansiosa.
— Podrías perderte. No te alejes nunca —le ordenó. Era la frase más larga que la había oído pronunciar.
— Está bien —le aseguró. Prefirió calmarla a comenzar una pelea, ¿quién se creía que era para mantenerla encerrada?
La joven se sentó en una silla, mientras su acompañante se paraba anunciándole que tenía lista la comida. Levantó la tapa de una olla que despidió un olor fuerte a condimento y guiso. Dijo que ella esperaría a su marido para cenar y le enchufó un plato tan rápido que Elizabeth no pudo negarse. Esta última estaba a punto de decirle que prefería un té, que estaba muy nerviosa por la búsqueda, pero recordó las palabras de David y decidió que sería mejor comer aquello.
La comida resultó muy picante, sus ojos se llenaron de lágrimas y estuvo a punto de rechazarla, sin embargo no quería molestar más a la dueña de casa. Al levantarse para ir a la habitación, pasó por el pasillo y sus ojos se detuvieron en una pequeña estantería que había allí con varias cosas. Unos libros llamaron su atención. Tuvo una ida.
— ¿Me presta un libro?
— ¿Libro?
— Uno de estos que están acá en el estante. Me gustaría leer un poco, suele relajarme —explicó con una sonrisa.
— Bueno —replico la mujer, asintiendo con la cabeza, mientras les echaba una rápida mirada.
Elizabeth se fijó en los títulos, todos trataban de medicina y religión... Sólo encontró dos novelas. Al retirar una de ellas vio una bolsita de tela negra que contenía, seguramente una cámara de fotos o algo por el estilo. Le sorprendió el hallazgo porque era la primera vez que veía algo electrónico allí. La tecnología no parecía haber llegado a aquella zona tan apartada. En la cabaña donde estaba no había televisión o computadoras. Tampoco vio algo de aquello en la casa de Newel y Lucrecia.
— ¿Quieres un té?
La voz a su espalda la sobresaltó y sin querer dijo que sí. ¡Demonios!, pensó. Apartó su mirada de la bolsa de tela y la dirigió a los libros... Medicina natural, Hierbas medicinales, Embriología...
— Los temas son... —Nolberta se detuvo, como decidiendo decir o no lo que pensaba... que probablemente a su huésped no le guste ninguno de esos temas.
— No se preocupe, encontré una novela —dijo riendo, mostrándole la novela. Se titulaba "Asesinato en el cuarto amarillo".
La expresión del rostro de Nolberta cambió, se veía confundida, no obstante no comentó nada. La periodista supuso que había pensado que era algo macabro en aquellas circunstancias. Sin embargo, a la joven no le importaba el libro, sino tener una excusa para sentarse fuera de la cabaña a esperar que los hombres volvieran del bosque. Quería asegurarse de que habían ido. Quizás Newel había vuelto antes, acompañado de otro hombre. Tenía esa leve esperanza.
Sólo había logrado avanzar tres hojas cuando Nolberta le trajo un té. Elizabeth estaba tan concentrada en mantener su vista en el bosque sin que la mujer lo notara que tomó la taza de té y se la llevó a la boca. Había ingerido el primer sorbo cuando cayó en la cuenta de lo que hacía, entonces escupió todo el líquido que le quedaba en la boca dentro de la taza.
— ¿Está feo? ¿Azúcar? —indagó la señora, confundida.
La periodista había pensado que estaba sola y se sobresaltó.
— No, está bien... sólo que muy caliente. Me quemé.
— ¡Oh, lo siento!
— No se preocupe, lo dejaré reposar un rato. —Puso la taza en el plato y lo colocó en una mesita que había cerca.
Nolberta sonrió, asintiendo con la cabeza, y se quedó un rato allí en silencio; luego se retiró a la casa. La joven largó un suspiro y recostó su cabeza en la silla de respaldo alto. Esperaba que la mujer no hubiera pensado nada malo. Estaba nerviosa, comenzaba a sospechar de todos los que la rodeaban... Había algo raro en ellos. Se perdió en sus pensamientos.
Cinco minutos después miró la taza, tendría que aprovechar para tirar su contenido antes de que a la mujer se le ocurriera aparecer. Con esa intención volvió a tomar la taza y, al darse la vuelta, se encontró con la cara de Nolberta asomada por la ventana. El susto hizo que diera un salto hacia atrás y el líquido caliente se derramó sobre su mano y una pierna.
— ¡Demonios! —exclamó molesta, mientras intentaba secarse.
Al mirar hacia la ventana, el rostro de Nolberta había desaparecido.
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