15-El pueblo:
Si aquella noche Elizabeth sobrevivió se debió a un evento ajeno a todo aquel extraño suceso. Las tinieblas del bosque la ocultaron durante media hora, tiempo suficiente para que las extrañas sombras no la hallaran, y la calidez del sol la mantuvo viva hasta que recuperó la conciencia.
Cuando abrió los ojos y respiró el olor a tierra mojada, pudo recordar qué había pasado. La mujer se incorporó lentamente, estaba cubierta de barro y sangre. Con un temblor en sus manos recorrió los contornos de su rostro y pudo notar que el corte en su mejilla ya no sangraba; el hombro era otro asunto. El dolor que sentía se hacía cada vez más agudo a medida que se movía y la sangre seguí emanando de él. Por otro lado, descubrió múltiples raspones y heridas menores que no tomó en serio...
Luego de todo aquel examen físico llegó a la conclusión de que si no recibía algo de ayuda moriría desangrada en el bosque. Miró hacia arriba y pudo ver la pendiente por donde había caído. Se levantó e intentó subirla... fue imposible. Su cuerpo estaba exhausto y no soportaba más dolor. Lo intentó, a pesar de todo... ¡vaya si lo intentó! No obstante fue una lucha perdida. Se sentó en el piso, rendida. Había llegado su fin... lo sabía.
De este modo, pasó el tiempo. Cuando logró reponerse y dejar de pensar en sí misma, recordó a Emanuel y a David. Había visto al fotógrafo pararse, con una mano sobre la herida de su abdomen, y correr por detrás de una de las carpas. Aquello la tranquilizaba un poco, quizá había logrado escapar... ¿Y Emanuel? ¿Dónde estaba Emanuel? No lo había visto en ningún momento de la confrontación. ¿Habría huido al ver el ataque? Era posible, sin embargo muy extraño, el chico se hubiera quedado a ayudarlos.
Sus pensamientos la llevaron a recordar a Toni... el conductor. ¿Por qué los habría atacado? ¿Los había perseguido todo ese tiempo hasta encontrarlos vulnerables? ¡¿Para qué?! ¿Venganza? Ellos no le habían hecho ningún daño. Incluso habían ido a buscarlo cuando lo escucharon gritar... Todo aquel suceso no tenía sentido. Entonces, recordó su rostro deformado... un rostro sacado del infierno. ¿Habría sido víctima de alucinaciones como las que sufrió ella misma?... Tantas preguntas no se responderían nunca...
Elizabeth, abatida y en el ocaso de su resistencia, colocó su espalda en el tronco de un árbol y se preparó para morir. Recordó a Ezequiel de pequeño... recordó el sonido de su risa... cuando iba a verlo y corría a abrazarla. Había sido un niño muy dulce y valiente, cualidades que mantuvo al crecer... Entonces le pidió a Dios, a un Dios del que pocas veces se acordaba y en el que no creía mucho, que cuidara a su sobrino; que le diera la fuerza suficiente a sus compañeros para encontrarlo y llevarlo a casa... También le pidió que hallaran su cuerpo... no quería descansar eternamente allí. Odiaba a ese bosque maldito.
Recordó una canción que le cantaba a su sobrino cuando era un pequeño bebé y comenzó a tararearla... Luego de un rato empezó a tener sueño. Oía ruidos de pasos... ¿O eran pisadas de algún animal? No importaba, ya nada importaba. ¡Tenía tanto sueño!... Escuchó su nombre, era David que la llamaba. Estaba muriendo y el recuerdo de sus compañeros la invadió. La claridad del sol le molestaba... sus ojos no eran capaces de ver nada. David le hablaba... ¿Estaría alucinando de nuevo?
— ¡Elizabeth! ¡Elizabeth!
Sintió que la palmeaban en su rostro hinchado. Quizá no fuera una ilusión... pensó.
— ¿David?
— ¡Gracias! ¡Gracias! —exclamó el hombre sin poder creerlo—. ¡Estás viva! Pensé que estabas muerta.
A la mujer le costó un poco entender, seguía con sueño.
— ¿Estoy viva?
— ¡Sí, Eli!... Claro que sí... ¿Puedes moverte?
Su mente se aclaraba pero aún no podía comprenderlo. Seguía mojada... empapada en sangre, empezaba a tener frío. ¿Y todavía no moría?... Vio a su compañero frente a ella, que la observaba sonriendo.
— ¿David? ¿Qué... qué pasó? —tartamudeó, mientras intentaba pararse con la ayuda del fotógrafo.
— ¡Nos atacaron a media noche! ¿No lo recuerdas?... Esa gente del bosque... o lo que fueran. También estaba el idiota de Toni...
— No era Toni...
— Sí, era Toni...
— No, no —negó con cansancio.
— Tenemos que enfrentarlo... Toni nos atacó... No sé por qué. No lo comprendo. Algo le pasó.
— No... no parecía él. —Elizabeth no sabía de dónde sacaba fuerzas para discutir. Su voz aún era suave y ligeramente tartamudeante—. ¿Cómo... escapaste?
— Te vi correr y huí, no sé cómo. Corrí hacia la dirección opuesta y luego di un rodeo y te seguí. Tenía miedo de gritar tu nombre... hasta que dejé de oír tus pasos y tuve que esperar a que amaneciera... ¡No puedo creerlo! ¡Pensé que te encontraría muerta! —relató el hombre y entonces comenzó a observar la herida de su hombro—. Se ve muy mal...
En ese momento la mujer miró el abdomen de su compañero... Tenía envuelta una larga tira de un retazo de camisa a cuadros cubriendo la herida. Estaba por completo manchada de sangre. Encima se había colocado una campera de polar que llevaba entre abierta.
— ¿Estás bien? Toni te apuñaló —preguntó horrorizada.
— Ya no sangra tanto —dijo el hombre sin querer dar detalles, ya que la verdad era por completo diferente. No sólo sangraba sino que el dolor cada vez se volvía más insoportable. Añadió—: Tenemos que buscar ayuda. Urgente. Si no moriremos aquí.
La pareja se puso en movimiento, ayudándose mutuamente a caminar por entre la espesa vegetación que cubría el piso del bosque. Las raíces de los árboles sobresalían y había que tener cuidado con ellas. No habían avanzado mucho cuando Elizabeth recordó a Emanuel.
— ¿Qué pasó con Ema? No lo vi durante el ataque.
— Se lo llevaron.
— ¡¿Qué?! —exclamó horrorizada.
— Me desperté con un grito. Entonces me di cuenta de que no estaba acostado a mi lado. Cuando salí de la carpa vi que algo o alguien lo arrastraba por el suelo. ¡No sé bien qué pasó! ¡Estaba muy oscuro!... Corrí hacia él... ¡Ni siquiera vi a Toni! Pero cuando llegué al lugar donde lo había visto, ya no estaba. No había ni rastro de él... Grité su nombre pero no me respondió. En ese momento te oí gritar y corrí de nuevo hacia el campamento.
— ¡No puede ser!
— ¡No debí dejarlo solo! ¡Pero estabas en peligro!
— ¡Oh, Ema! —se lamentó la mujer—. Hay que conseguir ayuda...
Siguieron caminando. Tenían la idea de volver sobre sus pasos hasta el puente y bajar al río. Allí podrían lavarse bien las heridas y ver en qué condición estaban. Además que, siguiendo la corriente, tarde o temprano llegarían a una casilla donde siempre había un guardabosque de turno. Seguramente tenían equipamiento de primeros auxilios y podrían mandar a pedir ayuda para Emanuel. Sólo Dios sabía en qué condiciones se encontraba el muchacho.
Subir la pendiente fue el primer obstáculo que tuvieron... Un obstáculo insalvable. Esta pendiente era muy pronunciada y el suelo resbaladizo. El hombre no dejaba de resbalar y una vez estuvo a punto de caer de cabeza, arrastrando a Elizabeth con él.
— No puedo, Eli... Paremos un poco —manifestó David, respirando entrecortadamente. No necesitaba decirlo, su compañera también estaba exhausta.
— Tendremos que dar un rodeo —anunció la mujer. La decepción contaminaba su pensamiento, tendrían que tomar el camino largo.
Descansaron un rato y se dirigieron hacia la derecha. Mientras pasaba el tiempo, Elizabeth iba recuperando un poco las fuerzas, en cambio al hombre le pasaba todo lo contrario. David sudaba mucho y la fiebre le subía por momentos, preocupando mucho a su compañera.
— ¿Qué es eso? —exclamó de pronto temerosa.
En lo alto de una gran rama había un gran nido. Parecía hecho de barro y ramitas pero su color era desconcertante. Era de un verde intenso. Cuando se acercaron vieron que no eran ramas sino plumas verdes.
— ¿Qué... demonios? Nunca había visto algo así —manifestó David.
Escucharon un zumbido extraño.
— Espera un poco, voy a ver qué es...
— No, no es buena idea —lo contradijo Elizabeth, tomándolo del brazo y deteniéndolo—. Las cosas aquí son... diferentes. Mejor vámonos.
Dieron un largo rodeo, y pasaron de largo. No tenía ningún agujero por donde podría pasar un pájaro o algún otro animal. Era simplemente... ¿Cómo una colmena?... ¡Imposible! Las colmenas no tenían plumas ni olían tan mal. Además que no se veía ni una sola abeja por allí. Al escuchar un ruido de arrastre apuraron el paso.
Hacían cinco minutos que habían pasado cerca del extraño nido y estaban rodeando un gran claro del bosque, cuando la periodista recordó algo.
— ¡El mapa de Santiago!
— ¿Qué mapa?
La mujer le explicó lo que había leído en el cuaderno del chico la noche anterior y sacó de sus pantalones un arrugado papel.
— ¡Yo sabía que habían planeado venir aquí! Era tan obvio... Seguramente se perdieron en algún punto. —Nunca había creído que los chicos estuviesen vivos y perdidos hasta ese momento. Aquel bosque era una trampa para cualquiera que no supiera cómo ubicarse. Siempre había creído que los había atacado algún animal y, después de experimentar varios sucesos nocturnos, estaba más que convencido que con toda probabilidad los jóvenes estarían muertos. Ahora las cosas cambiaban...
El mapa trazado a lápiz fue de gran ayuda para ellos. Gracias a él lograron encontrar un camino, que no estaba muy lejos de ellos. Sin embargo, si no hubieran poseído aquel papel jamás lo hubiesen hallado. El sendero estaba muy oculto entre los árboles y la vegetación del bosque.
— Bien, aquí está —dijo Elizabeth, con un suspiro de triunfo—. Ahora tendremos que seguirlo y llegaremos a uno que lo atraviesa, este nos llevará directamente al río.
— ¿A qué distancia está el siguiente?
La periodista miró con atención el papel arrugado.
— No lo sé... Está anotada pero muy borrosa... Parece que dice dos kilómetros pero no lo podría asegurar.
El fotógrafo tomó el papel e intentó leerlo, sin embargo llegó a la misma conclusión... Veinte cuadras... y después unas diez más hasta el río. ¿Podría soportarlo? Le dolía todo el cuerpo y sus piernas temblaban.
Lentamente siguieron por el sendero, que no era más que una huella entre los arbustos; a veces desaparecía y tenían que volver sobre sus pasos a buscarla. Muy pocas veces pasaba alguien por allí. De esta manera pudieron recorrer toda aquella distancia hasta que hallaron un camino más abierto, en el cual parecía haber más tránsito durante el año. Debían seguirlo, colina abajo, hasta llegar al río. Sin embargo, David había tomado una decisión. En un acceso de náuseas se dejó caer al piso y vomitó... sangre.
— ¡Oh! ¿Estás bien? —preguntó su colega alarmada, mientras se inclinaba sobre él.
El hombre no respondió y cuando terminó de vomitar intentó ayudarlo a pararse, sin embargo este se sentó en el piso. Respiraba con dificultad y a un ritmo alto. El aire de sus pulmones parecía escapar a cada intento de bocanada.
— Tendrás que continuar sola —le dijo, provocando un sobresalto en Elizabeth.
— No... No... No... —replicó, negando con la cabeza—. No puedo...
— Sí, puedes. Yo... no puedo continuar más...
La joven comenzó a sollozar, mientras negaba con la cabeza, oponiéndose tan terrible idea. Sabía lo que significaba aquello, si lo abandonaba allí en el bosque jamás volvería a verlo.
— No me pidas eso... No puedo dejarte aquí solo.
— No tenemos otra opción, Eli... Ninguna... No podré continuar por mucho más... —intentó que entrara en razón, con sus últimas fuerzas—. En cambio, si continuas sola llegarás más rápido al río
— Yo te cargaré... Llegaremos juntos.
— No, no podrás. Tendrás... que dejarme aquí.
— ¡No me pidas que te abandone! —exclamó llorando.
— ¡Escúchame! ¡No seas terca! —le ordenó, tomando fuerzas—. Llegar allí es nuestra única esperanza para... pedir ayuda... Yo... yo no puedo más... Te esperaré aquí cerca.
Elizabeth discutió un rato más, no obstante pronto se dio cuenta de que David estaba tan enfermo que simplemente no podía caminar. Y también de que le quedaba poco tiempo. De su herida brotaba sangre muy oscura... casi negra.
El hombre se colocó mejor contra un tronco y se recostó en la sombra. La fiebre había subido considerablemente... comenzaba a tener mucho calor, a pesar de que allí el clima no era tan templado. Su colega lo miró por un largo rato.
— Vete ya...
— Bien... bien. Volveré pronto —dijo al fin, aún con lágrimas en los ojos.
La mujer se alejó un corto tramo, no obstante se detuvo y volvió sobre sus pasos. Se acercó a él y lo abrazó, sus sollozos se intensificaron.
— Déjame ya, Eli... ¡Oh! No hagas esto ahora —se quebró de pronto.
No pudo responderle, sintió que su alma se desgarraba. Dejaba atrás a su mejor amigo y no había certezas de que al volver lo encontrara vivo.
— Sabes, nunca conocí a una mujer tan valiente y... y hermosa —le dijo David con una débil sonrisa, dándole un fugaz beso sobre su frente—. Encontrarás a tu sobrino muy pronto...
— "Encontraremos" a mi sobrino... No te despidas ahora... No lo podré soportar. Volveré pronto —replicó, secándose las lágrimas y parándose. Miró a su colega y amigo, por primera vez descubrió que lo quería. Había sido su apoyo moral en todos esos días, se había arriesgado por ella y la había ayudado a buscar a un chico que ni siquiera conocía, internándose en un bosque muy peligroso. Sintió agradecimiento por todo aquello y se prometió íntimamente que si tenía que correr, correría. David no iba a morir allí. No merecía aquel final.
Elizabeth dio media vuelta y comenzó a seguir el camino de tierra a paso rápido. No miró atrás, si lo hacía iba a arrepentirse. David necesitaba ayuda urgente... Pronto descubrió que el hombre había tenido razón, ella podía ir mucho más rápido. Con renovadas esperanzas recorrió casi toda la extensión del ancho sendero hasta que oyó la corriente de agua y luego vio el río. Sin embargo, antes de llegar al final del camino aparecieron dos hombres adultos ante su vista, que provenían del río mismo. Al verla se detuvieron en seco y se quedaron paralizados por la sorpresa.
Elizabeth, que en otra ocasión hubiera recelado de su presencia, no pudo creer en su buena suerte y comenzó a gritar por ayuda. Olvidó que sus piernas temblaban y el cansancio que sentía. Podría salvar a David... Ambos sujetos se acercaron a ella corriendo. Uno de ellos, de piel muy clara, llevaba un mameluco de color caqui, muy parecido a los que usaban los guardabosques, por lo que al principio creyó que era uno de ellos. El otro hombre era muy diferente, de tez oscura y cabello descuidado hasta el hombro, atado en una coleta. Su cara estaba surcada de miles de cortes.
Cuando llegaron hasta ella les explicó lo que había pasado la noche anterior y que necesitaban ayuda. Les habló de David y pronto se encontró volviendo sobre sus pasos, mientras los hombres discutían en un idioma que ella no entendía. Estaban preocupados y parecían tratar de decidir algo. Al llegar hasta donde estaba el cuerpo del fotógrafo lo hallaron inconsciente... pero aún vivía.
— Hay que trasladarlo —dijo el hombre del mameluco. Era rubio y tenía los ojos más claros que la mujer había visto en su vida, de un celeste grisáceo. Le calculó alrededor de los cincuenta o cincuenta y cinco años.
— Bien —concordó el otro, como si hubiera recibido una orden.
Tomaron a David entre los dos como si no pesara nada, y comenzaron a caminar casi arrastrando sus pies por el suelo. No obstante, no se dirigieron hacia el río sino en dirección opuesta. Elizabeth receló de aquello y desconcertada dijo:
— Esperen... Hay una casilla de guardabosque cerca del río. Creo que... a unos dos o tres kilómetros.
— No hay nadie —dijo el hombre de la coleta, echándole una rápida mirada sobre el hombro.
— Acabamos de venir de allí, señorita. Está cerrada hasta mañana. Tienen horarios —aclaró el otro sujeto, mirando de reojo a su compañero. Y luego añadió—: A propósito, soy Erminio y él es Newén. Somos de un pueblo que está a unos tres kilómetros por aquí...
En ese momento llegaron a un lugar donde había una gran roca y se internaron por un camino oculto que había detrás de ella. Una huella en el bosque como la que habían seguido hasta el camino del río. No obstante, éste sendero parecía más transitado que el anterior.
— ¡Oh! El pueblo Los Abetos. David decía que estábamos cerca... y tenía razón —murmuró, sumida en sus pensamientos. El fotógrafo seguía inconsciente, en brazos de ambos sujetos.
Habían recorrido tan solo un kilómetro cuando tuvieron que detenerse. De la herida de David había comenzado a brotar sangre oscura.
— ¿Te queda un poco? —le preguntó el hombre rubio a su compañero.
El tipo de la coleta asintió y colocó a David recostado en el suelo. Antes de que Elizabeth pudiera preguntar a qué se refería, éste sacó de un pequeño bolso que traía un frasco con una sustancia marrón. Parecía barro. No obstante, la untó en un largo trozo de tela blanca y, retirándole la ropa al fotógrafo, la colocó sobre su herida. Increíblemente no pasó mucho tiempo hasta que la hemorragia se detuviera.
— ¿Qué es? —indagó con curiosidad.
— Un preparado medicinal —respondió Erminio, sin detenerse a explicar más. Ambos hombres tomaron de nuevo a David, que seguía inconsciente y lo cargaron.
Poco después, llegaron a un lugar en lo alto del cerro, en donde se abrían poco a poco las altas coníferas. Un camino las atravesaba, zigzagueando entre los arbustos que poblaban el piso del bosque. En una curva de aquel sendero, la mujer pudo ver un grupo de casas de madera, que estaba al bajar por una pequeña pendiente. Habían llegado al pueblo.
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