1-La excursión:
Sabía muy bien que lo que había hecho estaba mal, pero calmó su conciencia con la idea motivadora de que pasaría unos cuantos días excepcionales junto a sus amigos. Confiaba en que iban a divertirse mucho. Apuró sus pasos y dobló por la esquina. Había ido en autobús hasta la casa de Pedro, su mejor amigo.
Sus padres no lo habían dejado ir a la excursión, por lo que tuvo que escapar con la pesada mochila a cuestas. No comprendía sus razones, eran simplemente ridículas. Consideró que ya era mayor como para andar pidiendo permiso tal cual hacía un bebé, ¡acababa de cumplir dieciocho años! Tenía derecho a disponer de su vida como se le antojara.
Al tener a la vista la casa de dos plantas, igual a todas las que la rodeaban con la diferencia de que sus puertas eran verdes, sutil extravagancia de la señora Gaiman, pudo divisar en su cochera el movimiento propio de gente que sale de viaje, rondando alrededor de un auto Volkswagen Bora.
El primero en advertir su presencia fue Santiago, hermano mayor de Pedro.
— ¡Ezequiel, casi llegas tarde! Estábamos a punto de irnos —le gritó de no muy buen humor. De su remera sin mangas salían dos brazos musculosos, el derecho lucía un reciente tatuaje de un lobo. La piel aún estaba enrojecida en el área.
— Equivoqué la parada del autobús y me bajé antes. Tuve que caminar ocho cuadras —se excusó sin aliento pero, cuando llegó al auto, su interlocutor se había perdido de vista.
El chico suspiró, mientras se descolgaba del hombro la mochila y apartaba un oscuro mechón de pelo mojado de su frente. ¿Dónde se habrá metido el idiota? Sus ojos se dirigieron hacia el hueco de la puerta entreabierta, desde donde le llegaban voces amortiguadas.
Santiago Gaiman había sido la causa por la cual sus padres no lo habían dejado ir a aquel viaje. A estos no les agradaba su presencia ni sus hábitos despreocupados, debido a que el joven, que casi llegaba a los veinticinco años, no estudiaba y no se le conocía trabajo alguno. Pasaba sus días viajando y cuando aparecía por el barrio se dedicaba a perder el tiempo lavando su auto con la música a todo volumen... en compañía de mujeres que, a ojos de sus progenitores, eran muy poco recomendables. No deseaban que su único hijo se relacionara con gente parecida. Sin embargo, los padres del chico no tenían nada que objetar en contra de Pedro y lo aprobaban como compañero de su hijo.
A Ezequiel tampoco le agradaba mucho el hermano mayor de su amigo, por diferentes razones, no obstante era el dueño del auto en el que viajarían. ¡¿Y qué podía hacer él?!
Sus oscuros ojos se dirigieron hacia el interior del vehículo y entonces pudo notar que una chica se encontraba en su interior. Su cabeza estaba inclinada y el cabello castaño claro, que llevaba hasta los hombros, ocultaba su rostro. Al advertir la presencia de Ezequiel, sonrió y lo saludó. Éste le devolvió el saludo con un gesto y no pudo evitar el color encendido que pobló sus mejillas. Comenzó a ponerse nervioso. Carolina había sido la causa de su huida, más que el interés por aquel inesperado viaje a las montañas de Río Negro.
— ¿Quieres subir? —preguntó, abriendo la puerta.
— Oh, no... Tengo que dejar la mochila —balbuceó, sintiéndose infantil y tonto. ¡¿Por qué demonios le costaba tanto hablar con las chicas?!
— ¡Viniste, hermano! —la voz grave de Pedro lo sacó de apuro. Se acercó a él y lo saludó—. ¿Qué pasó? ¿Cómo convenciste a tu viejo?
Ezequiel le hizo un gesto con la mano, quitándole importancia al asunto. ¡No podía hablar delante de Carolina! ¿Estaba loco? ¡Iba a quedar como un idiota! La cuestión era que había ido y eso era lo único importante. Pedro comprendió sus pensamientos y comenzó a preocuparse, la sonrisa se borró de su rostro.
— No habrás escapado, ¿no? —susurró. Era un chico delgado y tan alto como su hermano mayor, a pesar de que tenía la misma edad que su amigo.
Pedro y Ezequiel se habían conocido en el colegio. Simpatizaron apenas se vieron. Asistían a las mismas clases, tenían los mismos amigos y salían a los mismos lugares. Eran muy unidos, a pesar de tener caracteres un poco opuestos.
No hubo ocasión de que respondiera el recién llegado porque un golpe en el capó del auto hizo que se sobresaltaran.
— Ya estamos todos listos... Vamos —ordenó Santiago, mirándolos.
Detrás de él llegaba Elio, uno de sus amigos. Era un chico mayor, de contextura pequeña, serio y llevaba lentes... Al lado de su amigo se veía muy diferente y hacía pensar en la extraña casualidad de aquella amistad. A ellos les unía una pasión oculta a los demás: les gustaba viajar... "Turismo aventura", le llamaban. Su hermana Delfina, novia de Pedro, lo seguía como una sombra.
Ésta última, después de saludar a Ezequiel, se acercó a su novio y se puso a discutir con él sobre qué carpa era la más adecuada para llevar. ¡Elio no le hacía caso! La roja era más gruesa y los protegería mejor del frío intenso de las noches.
— Son insoportables, ¿no? A veces mi hermana se pone muy pesada —le comentó Carolina, con esa sonrisa irónica que la caracterizaba.
Ezequiel rió y estuvo de acuerdo con ella. Al fin subió al auto, mientras Santiago metía su mochila a la fuerza en el diminuto espacio que quedaba en el baúl. Elio se había sentado en el asiento delantero con mucha comodidad y los novios pronto se apretaron contra ellos... Aun discutiendo. Cinco minutos después, estaban en camino.
Delfina, de diecinueve años, era una chica rubia que consideraba la pasión de su vida hablar. Había conocido a Pedro en una fiesta a la que había asistido y tres días después era su novia. Conectaron desde el principio, algo que a Ezequiel, más tímido, le pareció extraordinario... Hasta que conoció a su hermana.
— ¡Son las nueve de la mañana! Hemos salidos muy tarde —comentó Elio, cuando dejaban atrás las últimas casas de la ciudad de San Carlos de Bariloche.
— Estaremos bien —replicó Santiago, aumentando la velocidad.
— ¡Oye, quiero llegar viva! —se quejó Delfina, agarrándose del hombro de Pedro para no caerse contra la puerta, como si ésta fuera a abrirse. Su novio le pasó la mano por la cintura.
— Santi... —comenzó diciendo su hermano, pero lo interrumpieron.
— Es molesto caminar con el sol en la cara. Tendremos que hacer un largo trecho de esa manera... Me lo agradecerás luego —manifestó Santiago, dando vuelta la cabeza.
Nadie quiso discutir por lo que el silencio se extendió entre ellos. Un silencio relativo, ya que sólo se oía música de fondo. Habían hecho un pacto mudo de convivencia donde la regla principal era: "nada de peleas", y todos estuvieron de acuerdo sin comentarlo. Además que el entusiasmo por aquella excursión a los bosques montañosos todavía no se diluía en ningún ánimo.
El paisaje se tornó monótono, a la velocidad en que iban podía apreciarse muy poco. Se hacía imposible de contemplar, era un interminable pasar de grises y amarillos, con pinceladas de verde. Aún estaban lejos de su destino.
Delfina, incapaz de quedarse callada por mucho tiempo más, comenzó a hablar de la región a dónde se dirigían. Parecía una guía especializada y logró sorprenderlos por la cantidad de información que había sacado de internet. Había hecho su trabajo muy bien.
— ¿Has ido antes a "El Bolsón", Elio? —preguntó Ezequiel, interrumpiendo la monótona voz de la chica.
— Sí, es la segunda vez que va —respondió en su lugar su hermana menor—. Siempre nos ha hablado de ese lugar. ¡Está buenísimo!
— Sí, quiero conocer en especial el "Bosque Tallado" —dijo Delfina con entusiasmo.
Los ojos de Ezequiel hicieron la pregunta.
— Es un bosque que sufrió un gran incendio. Se reunieron varios artistas y tallaron la madera de los troncos caídos o quemados. Nos han dicho que es muy hermoso... Está en la ladera del cerro Piltriquitrón, a escasos kilómetros de la ciudad de "El Bolsón" —informó Delfina, que viajaba medio asfixiada, con esa voz que daba la sensación de haber digerido tanta información que no podía parar de vomitarla.
— ¿Iremos a conocerlo? —preguntó Ezequiel, dirigiéndose a los dos chicos que iban adelante. Tenía entendido que sólo irían a un camping, ubicado del otro lado de un extenso bosque montañoso, en donde se instalarían y saldrían de excursión por sus inmediaciones... Y se preguntaba si costaría muy cara la entrada, no se podía permitir gastar mucho dinero ya que sólo disponía del indispensable para el viaje.
— Sí, pasaremos por allí —contestó Santiago, de forma evasiva. Elio asintió desde el asiento delantero, sin embargo estaba más atento a la radio que a la conversación.
Lo que restó del viaje hablaron de temas variados y sin importancia. Cuando llegaron al pueblo de "El Bolsón", el paisaje los dejó impactados. Se ubicaba en un valle montañoso. Los árboles parecían renacer de la tierra, adornando la ciudad. Las altas montañas intimaban a los visitantes en donde sus cumbres estaban cercadas por la niebla. Y el cielo era una explosión de colores que se lucía vanidoso en el espejo de sus ríos y lagos.
Era tan grande el entusiasmo que embargaba al grupo y tan buen el humor que irradiaban que, cuando tuvieron el primer inconveniente, no reaccionaron muy mal.
En una tienda de comestibles, en la que entraron para comprar algunas provisiones que necesitarían para sobrevivir esos días en la montaña, se enteraron que el paso al Cerro Piltriquitrón estaba cerrado debido a un accidente. Al recabar más información se percataron del alcance del problema... y no había remedio alguno.
— Perderemos un día completo... ¡No puedo creerlo! —se quejó Elio con amargura.
— No te preocupes, tendremos la oportunidad de conocer la ciudad —manifestó Carolina, intentando de que su hermano se reconciliara con la idea.
No obstante, Elio no pareció encontrar ningún consuelo en aquella circunstancia y siguió quejándose todo el tiempo. Por suerte, los demás no parecían compartir su decepción.
Salieron de la tienda de comestibles.
— Vamos, sólo es un día —le susurró Santiago a su amigo, que no tenía prisa alguna. Despreocupado, añadió—: En vez de volver el... —miró hacia los chicos, que los esperaban cerca del auto, para ver si los escuchaban. Estaban distraídos—, el miércoles, volveremos el jueves.
— Sabes que no puedo permitirme eso. ¡Y baja la voz! Ellos creen que iremos sólo por el fin de semana no más. No saben nada de... de los otros planes. Así que cierra la boca.
Resignados buscaron un hotel. Costaba dinero que no podía permitirse el lujo de gastar, sin embargo no había otra solución. Tomaron dos habitaciones, una para los hombres y otra para las mujeres, en el lugar más barato que consiguieron luego de andar por todos lados.
La posada Fresón era antigua y descuidada, algo apartada del centro, no obstante sus dueños los recibieron con amabilidad... Excepto el anciano ciego que se sentaba en la puerta y que, según sus familiares, dedicaba sus días a nadar por las aguas profundas de su razón. Era un hombre enjuto y arrugado como una pasa. Parecía milenario. No hablaba hacía años y uno nunca sabía si realmente se enteraba de su presencia.
Cuando acabaron de pagar, volvieron a salir de la posada y pasaron por al lado del hombre, siguiendo a la dueña, que era una mujer colorada y gorda, hasta la parte trasera del lugar en donde estaban algunas piezas.
Al abrir la puerta de una habitación, el olor a pis de gato casi los tira al suelo, pero supieron fingir que nada pasaba. Murmurando excusas, de que aquellos cuartos nunca se ocupaban y no había tenido tiempo de asear, porque la mujer de la limpieza se había accidentado el día anterior, la dueña los condujo a la puerta de al lado. La habitación de las mujeres se encontraba más decente, sólo había telarañas en los rincones. Pronto, los dejó solos.
— ¡No puedo creer en la maldita mala suerte! —exclamó Elio, lanzando la mochila sobre una de las camas de la cucheta. A diferencia de su amigo, él sí trabajaba y tenía los días de vacaciones contados.
— ¿Quién duerme en el piso? —comentó Pedro, que miraba las tres camas con cierta ansiedad. Estaba muy cansado.
— Yo no. Parece haber meada por todos lados. ¡Qué inmundicia! —exclamó Santiago, sentándose en la otra cama de la cucheta.
Pedro, que pudo advertir que era cierto, dejó los escrúpulos a un lado y se ubicó en la cama solitaria que quedaba, dejando en el piso a su amigo.
— ¿De qué te quejas? Podrías haber puesto un poco más de plata. De esa manera estaríamos disfrutando de una buena habitación en un hotel del centro y no medio asfixiados en esta asquerosa pocilga —replicó Elio, de muy mal humor.
— Sabes que ni yo ni los demás podíamos pagarla —apuntó molesto el aludido.
El buen humor del grupo pareció haber menguado bastante. Ezequiel entró en ese momento, cortando la discusión. Venía de ayudarle a Carolina con el traslado de su pesada mochila. Al ver las tres camas se desilusionó.
— Te toca dormir en el piso, enano —le largó Santiago y comenzó reír con toda desconsideración.
El chico, algo molesto, arrugó la nariz y volvió a salir para buscar una de las camas inflables que llevaban en el auto. Cuando volvió con ella, encontró a los demás fuera del cuarto, conversando. Tenían por delante un largo día y discutían qué hacer. El problema era que el dinero escaseaba y no podían permitirse grandes gastos... Por el momento decidieron ir a almorzar, la posada tenía el comedor clausurado. "Seguro está lleno de ratas", comentó Delfina. Consiguieron un restorán cerca, aunque no muy barato, donde deleitaron el paladar con la selección gourmet de unas milanesas con papas fritas.
Al volver a la posada, Santiago y Elio se quedaron en el vestíbulo hablando con el encargado. Y por lo que Ezequiel pudo escuchar, al parecer habilitarían el paso al cerro Piltriquitón esa misma noche. Era una buena noticia para ellos, ya que no perderían ni un día más. Sin embargo, a pesar de la larga discusión, decidieron quedarse en el hotel. Ingresar al bosque sin luz sería una locura.
Carolina y Delfina pasaron la tarde caminando por las inmediaciones. Los dos amigos mayores jugaron todo el tiempo a las cartas, Pedro y Ezequiel estuvieron con ellos hasta que se hartaron, cuando el sol del atardecer comenzó a decaer, dándole paso a la luna.
— Me frustra tener que quedarme sentado sin hacer nada —exclamó Pedro, mientras daban la vuelta hacia las habitaciones. Intentaba comunicarse con su novia por celular pero éste emitía descargas.
Su amigo concordó con él. El viaje le emocionaba y quería salir antes de que sus padres aparecieran por allí. Había recibido una llamada de su madre, que estaba alarmada por su desaparición. Le comunicó dónde estaba y que se encontraba bien. Para evitarse una discusión cortó dicha llamada y apagó el celular. Sin embargo, aquel detalle no le quitaba la emoción que sentía.
— Elio y tu hermano dijeron que antes habían venido... ¿Sabes bien cuál es el plan de ahora?
— Sabemos lo mismo —respondió, encogiéndose de hombros—. Querían visitar el Bosque Tallado, por Delfi y Caro, nada más. A ellos parece no interesarle mucho... Hablaron de ir más allá, los escuché los otros días... Tengo entendido que hay un campamento a unas horas de caminata por el bosque y nos instalaremos allí por el fin de semana. Todo el mundo lo hace, creo que ellos ya estuvieron allí... Más o menos esa era la idea pero... —Pedro largó un suspiro—, ya hemos perdido un día así que probablemente la excursión sea más corta.
Atravesaron un gran ventanal sucio, desde donde se colaba la luz del vestíbulo, y luego pasaron frente a la puerta principal. El anciano seguía allí sentado en su silla de paja, con los ojos fijos en el horizonte. Pedro lo miró con desconfianza y se hizo a un costado, por lo que Ezequiel pasó a su lado.
— Será muy interesante esta excursión al bosque, yo nunca había... ¡Ah! —Se detuvo de golpe por el fuerte dolor en la muñeca.
El viejo lo había agarrado. Miraba su rostro sin verlo, con los ojos llenos de nubes... era aterrador.
— No entres al bosque Wekufe. Alimañas se ocultan en la penumbra de sus sombras... ¡Criaturas del demonio por doquier! No saldrás con vida de él. Le agrada como la sangre fresca lo revive. ¿Comprendes? ¡Vive! ¡Vive! —vociferó con una voz ronca, que no salía de sus entrañas desde hacía mucho tiempo.
Pedro se quedó petrificado del horror, mientras que Ezequiel comenzó a tironear para que lo soltara. Manchas rojas aparecieron en su muñeca adolorida. El viejo tenía una fuerza increíble... De pronto, lo soltó. Tomó una postura normal, más relajada, y volvió a mirar al horizonte... sin ver... sin imaginar. Como un muerto en vida.
Por unos segundos, los dos amigos se lo quedaron mirando, estupefactos; luego intercambiaron una mirada de temor y huyeron de allí. Más tarde se lo contaron a los demás, que acabaron riéndose de ellos y del viejo loco.
— Ese sujeto está demente —se burló Santiago.
— Sin embargo, parecía muy asustado de que nosotros...—comenzó diciendo Ezequiel pero el chico lo interrumpió.
— No existe ese bosque. ¿Comprendes? Jamás oí hablar de él. Ya hemos estado acá.
— ¿Seguro? —intervino Delfina, con algo de temor.
— Por supuesto... Existe sólo en su mente. No te preocupes.
Ambos amigos se relajaron y al final terminaron despreocupándose del asunto. No vieron la mirada que intercambió Santiago con Elio ni advirtieron la preocupación en los ojos de éste último. La única que pudo percatarse de ello fue Carolina, sin embargo no dijo nada.
— Vamos a dormir, basta de tanta tontería —ordenó aquella, tomando del brazo a su hermana y llevándosela con ella a su habitación.
A Ezequiel le costó mucho dormirse, en el suelo el olor era más intenso y le causaba náuseas. Por lo que, cuando se despertó de golpe a media noche, casi explota de furia con el causante de ello. El cuarto estaba oscuro, no obstante, como la puerta estaba entreabierta, la luz se colaba dentro. Vio que Elio, en calzoncillos, tomaba del cuello de la remera a Pedro. Se encontraban al lado de la puerta y le sorprendió tanto que estuvo a punto de intervenir.
— Si pensabas ir a la habitación de mi hermana más te vale que te acuestes de nuevo porque si no te trituro las pelotas, ¿me entendiste?
Como aparentemente esa era la intención de Pedro, éste se zafó de él y volvió a la cama, refunfuñando molesto. Ezequiel aplastó su rostro contra la almohada, para que no se escuchara su risa. Los planes eróticos de su amigo se habían frustrado.
Pensó en lo que haría Carolina si viera aparecer a Pedro en la habitación que compartía con su hermana... ¿Le gritaría que se fuera?... Otra idea invadió su mete: ¿le diría que lo llamara a él? Su corazón empezó a latir con fuerza. ¡No! Carolina nunca haría eso... ¿En qué estaba pensando?
Esa noche fue corta y al amanecer ya estaban en camino de montaña. Al llegar al pie del Cerro Piltriquitrón se habían encontrado con dos vehículos quemados y a gendarmería dando vueltas. Un policía de chaleco naranja les hizo señas para que continuaran. Santiago detuvo el vehículo a su lado y le preguntó qué había pasado... Varios hombres, que al parecer pertenecían a los mapuches, un pueblo originario, habían asaltado a dos familias y quemados sus autos.
Todos se sorprendieron, ya que tenían entendido que era un pueblo agricultor pacífico, que se extendía por la zona y a lo largo del sur de Argentina.
— ¡Qué extraño! —exclamó Carolina.
— Sí, quizá sean ladrones que nada tienen que ver con ellos. Pueden haberse vestido igual para pasar desapercibidos —opinó Ezequiel muy razonablemente.
— ¿No es muy peligroso a dónde vamos? —se sobresaltó Delfina y su novio la apoyó.
— ¡Por supuesto que no! —intervino Elio con molestia.
— Pero...
— Olvídalo, Delfi, todo saldrá bien. No hay nada que temer, todos aquí son muy pacíficos y amables... Hemos venido antes, ¡recuerda! —manifestó su hermano de forma cortante, terminando con la discusión.
Santiago los observó, alarmado. Lo único que les faltaba: que quisieran regresar por unos estúpidos ladrones de turistas. Tenían que seguir adelante, sus planes no podían seguir frustrándose.
No había nada que temer en esas montañas... ni en sus bosques.
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