Cap. 9 - La enfermedad del genio
El ambiente en el campamento había cambiado. Cheshire no podía señalar exactamente lo que era, pero había algo en el ambiente que no terminaba de encajar del todo.
La amenaza inmediata de morirse de hambre había pasado. Maman y las tías habían empezado un lucrativo negocio de ungüentos para toda clase de males, desde las toses de los pequeños hasta las arrugas que aparecían alrededor de los ojos de las mujeres. Con ello podían sobrevivir tranquilamente a su estadía mientras los hombres se encargaban de la tarea que les había encomendado el alcalde.
Maman estaba intranquila, sin embargo. Nadie podría haberlo adivinado mirando su rostro, que permanecía tan apacible como siempre. Pero consultaba sus cartas constantemente: las mezclaba y volvía a mezclarlas, en tiradas y abanicos cada vez más elaborados. El ceño de su rostro se volvía cada vez más profundo a medida que las leía, negaba levemente con la cabeza, recogía las cartas y otra vez las volvía a tirar. Cualquiera fuera el mensaje que le estaban pasando, sin duda alguna no le gustaba nada.
Por otro lado, Zale ya no tocaba para ellos. Se pasaba el día con su flauta en las distintas casas, con sus melodías milagrosas para atraer a las ratas, se le agrietaban los labios de tanto soplar y se le agarrotaban los dedos sobre los agujeros. Así que Cheshire hubiera entendido si, al caer la noche y regresar junto a los carromatos, no tenía ánimos de tocar una balada o una canción de aventuras para ellos. Pero no era eso lo que Zale hacía. En lugar de descansar, tomaba uno o dos bocados de comida, llenaba su cantimplora en el río y se retiraba a un costado con su flauta, una pluma y su propia libreta de notas que había adquirido en el mercado. Y por supuesto, las ratas que sacaban vivas de las casas.
Cheshire se le había arrimado varias noches para ver qué era lo que hacía. A Zale no parecía importarle demasiado. Es más, era como si, mientras estaba concentrado en sus experimentos, no veía otra cosa que no fuera sus notas musicales y el efecto que tenían en las ratas a medida que las manipulaba.
—Tiene que haber una forma de conseguir que todas me sigan —mascullaba a veces, obsesivo—. Tiene que haber una forma...
La tía Miselda y el tío Harman estaban muy preocupados por él, por supuesto.
—Cato, tienes que decirle que pare —le había rogado el tío Harman en varias ocasiones—. Temo que vaya a lastimarse. Temo que vaya a volverse loco.
—Sé que esto no te gusta nada, hermano —le contestaba Cato en tales ocasiones—. Pero el talento de Zale es la forma más eficaz que tenemos de cumplir nuestro cometido. Treinta monedas de oro, Harman. Piensa en todo el tiempo que podremos vivir con tranquilidad con eso.
Harman no se encontraba con ánimos de insistir, pero Miselda nunca había tenido la costumbre de quedarse callada.
—¡Que os lleven las Shtriga a ti y a tus monedas de oro! ¡No pondré en riesgo a mi hijo!
—¡Missy! —exclamó Gildi, escandalizada. Cato era la cabeza del clan y la caravana, nadie podía hablarle de esa manera.
Pero Miselda no se calló.
—¡No voy a permitir que su salud empeore de esta manera! ¡O nos marchamos mañana mismo o...!
—No vamos a marcharnos.
Zale era el que había hablado. Todos en el campamento se quedaron callados de pronto y se volvieron a mirarlo. A la luz del fuego, se veía tan pálido como los que contraían lo que Claudia llamaba "el Silbido". Cheshire sabía que dormía poco de noche y por lo general estaba tan abstraído que parecía un milagro que estuviera siguiendo aquella conversación.
—No vamos a marcharnos —repitió Zale, con la voz cascada, como si se hubiera olvidado de cómo hablar—. El tío Cato tiene razón. Esta es una oportunidad única.
—Pero, hijo...
—Casi lo he conseguido —continuó Zale, con un brillo casi maniático en los ojos—. Solamente debo ajustar unas cuántas notas más y cuando lo haga, lo lograré. Lograré limpiar el pueblo de todas las ratas.
No había manera de razonar con él. Las ratas y la música que las afectaba ocupaban su pensamiento por entero.
—Mira esto —le decía a Cheshire, y tocaba la melodía.
Las ratas salían en fila de sus jaulas, tan tranquilas como si dieran un paseo. Era impresionante el control que había ganado sobre ellas en tan poco tiempo, la forma en que podía conseguir que fueran a donde él quisiera.
Bueno, casi.
Porque cuando Zale las acercaba a la orilla del río, inevitablemente todas las ratas se detenían. Olfateaban el aire como atontadas y empezaban a retraerse, como si el simple rumor del agua fuera suficiente para romper el hechizo de Zale.
En ese momento, él variaba un poco la melodía y volvía a tomar control de las ratas, guiándolas de vuelta a sus jaulas, como mansos corderitos.
—En alguna parte de sus mentecillas, siguen lo bastante despiertas como para darse cuenta de que entrar al agua es peligroso —explicó Zale, mientras cerraba la jaula—. Si consigo adormecer esa parte, ese instinto en ellas, puedo hacer que ellas mismas se maten.
Era un poco cruel, pero brillante en su simplicidad. No tendrían que cansarse de machacar semillas de manzanas hasta el fin de los tiempos, podían hacer que las ratas se mataran ellas mismas.
—¿De verdad crees que es posible?
—Estoy seguro. Ya he visto lo que he conseguido. La música lo conseguirá. ¿No recuerdas esa historia, la de la princesa que durmió por cien años gracias a la música de un arpa encantada? ¿O la del general que hizo huir a todos sus enemigos en la batalla únicamente con el retumbar de su tambor?
—Zale, no puedo creer que yo sea el que vaya a decir esto —dijo Cheshire, un poco preocupado por el brillo maniático en los ojos de su primo—. Pero esos son sólo cuentos.
Zale lo miró de manera extraña y luego se echó a reír. Era un sonido destemplado, casi espeluznante, un sonido que no se parecía en nada a su risa habitual.
—Bueno, quizá que sea sólo un cuento esté bien para ti —declaró—. Pero yo haré que se vuelva realidad.
Cheshire hacía lo que podía por su primo, cuando podía. Lo distraía de sus experimentos, se encargaba de que comiera y en una ocasión o dos, llegó incluso a esconderle la flauta para obligarlo a compartir la fogata con el resto de la familia. Dejó de hacerlo cuando Zale se puso tan ansioso al no encontrar su instrumento que acabó en el suelo, hecho un ovillo, llorando como un niño. Maman tuvo que darle uno de sus tónicos tranquilizantes y obligarlo a acostarse cuando ocurrió aquello.
—Maman, ¿qué le ocurre? —preguntó Cheshire, mientras los dos velaban junto al lecho de Zale después de ese episodio—. Jamás lo había visto así.
Maman mantenía una mano sobre la frente de Zale y la otra sobre su pecho, con el rostro grave.
—La enfermedad del genio.
—¿Qué es eso?
—Tu primo está a punto de descubrir algo maravilloso, Ches —dijo Maman—. Pero para hacerlo, debe dedicar toda su energía y atención a su arte. Y es posible que eso acabe lastimándolo.
—No me gusta eso —replicó Cheshire de inmediato—. ¿Cómo lo ayudamos?
—No podemos hacer más de lo que ya estamos haciendo —replicó Maman. A pesar de la noche agradable, arropó a Zale con muchísimo cuidado—. Cuidar de su cuerpo ya que no nos deja acercarnos a su mente, recordarle de vez en cuando de que tiene otros propósitos además de escribir su dichosa melodía...
—Lo intento —dijo Cheshire—. De verdad que sí.
Hubiera sido mucho más fácil si Drina lo hubiera ayudado. Pero de un tiempo a esta parte, su prima había decidido tratarlo con tanta frialdad que era un milagro que el suelo no se congelara a su paso. No respondía a sus preguntas, se rehusaba a mirarlo y cuando no le quedaba más opción que hablar con él, lo hacía sin decir ni una palabra más de lo que era necesario.
—Ven a cenar.
O:
—Llévate un veneno.
Pero no jugaba con él ni se reía de sus bromas ni se quedaba junto a la fogata para escuchar sus cuentos.
Al principio, Cheshire no estaba preocupado. Drina tenía un temperamento volátil, y no sería la primera vez que se enfadaba con él por una ofensa, real o imaginaria. Pero con el correr de los días, su tratamiento silencioso empezó a hacer mella en él, tanto como la preocupación por Zale hacía mella en todos los demás.
Así que ya no había música junto al fuego, salvo por la melodía de las ratas, repetida una y otra vez hasta que empezó a temer que Zale se hubiera vuelto loco. No había risas porque Drina se negaba a reírse y los tíos se mesaban las barbas y las tías cuchicheaban entre ellas en vez de reír. No había cuentos, porque Maman estaba demasiado perdida en sus malos presagios.
Cheshire se aferró a lo único que todavía le producía un poco de alegría en Hamelin. Claudia y las tardes junto al puente, acompañados del rumor del río y las sombras de las colinas que se alargaban cuando el sol se hundía en el horizonte.
No hablaban del futuro. Era, quizá, el único tabú que había entre ellos. Pero Cheshire le contó todos los cuentos que se sabía y se inventó unos cuántos más sobre la marcha. Y Claudia era un manantial inagotable de preguntas.
—¿Cuántas semanas hay de viaje entre Alcázara y Hamelin? ¿Cómo saben dónde está el norte y el sur de noche? ¿Cómo es el mar?
Tenía lo que Maman llamaba "sed de camino". Todos los zainos nacían con ella, le había dicho Maman, por eso nunca se quedaban demasiado tiempo en ningún lugar. Zale, con su cinismo de siempre, decía que no se quedaban en ningún lugar porque de todos lados los echaban, pero a Cheshire le gustaba pensar que era porque había algo en su sangre que los impulsaba a moverse, a explorar, a descubrir nuevos lugares y lenguas y rostros.
Veía esa misma ansia en los ojos de Claudia cada vez que preguntaba por los lugares por donde Cheshire había pasado. Pero se cohibía de inmediato si él le sugería que tal vez debería ir a verlos.
—No, no, nunca podría marcharme —contestaba ella, con las mejillas coloradas. Cheshire siempre trataba de hacer que se sonrojara. Se veía adorable—. Hay demasiadas cosas que hacer aquí. Nunca podría dejar a mis padres solos.
Retorcía briznas de pasto mientras hablaba. Era como si Cheshire le estuviera preguntando algo prohibido, algo que nunca en su vida se habría atrevido a expresar en voz alta de no haber sido por él. Bajaba los ojos y susurraba:
—Mi hogar está aquí. Puede que tú no creas que las personas tengan raíces, pero yo sí que las tengo.
Cheshire había descubierto que discutir al respecto no llevaba a ningún lado, así que cambió de táctica:
—Entonces, ¿por qué no te vas de viaje con tus padres?
La posibilidad la sorprendió.
—¿A dónde podríamos ir?
—Pues, a Alcázara, por ejemplo —dijo Cheshire—. ¿No dijiste que tu madre dejó allí hermanos y sobrinos? Quizá ella quiera verlos de nuevo y tú podrías conocer al resto de tu clan.
Los ojos de Claudia se iluminaron repentinamente, pero todavía sonó prudente al preguntar:
—¿No sería muy peligroso?
—No si tienen al guía correcto —dijo Cheshire.
—Dijiste que llevaría mucho tiempo.
—¿Qué apuro tienen? Después de que tu hermana se case, todos tendrán su propia familia que cuidar. Tu hermano puede quedarse a seguir estudiando con el curandero si no quiere marcharse y cuidar de la casa.
Se cuidó mucho de sugerir la posibilidad de que él podría ser ese guía. En su cabeza, comprendía que aquellas tardes no durarían para siempre, pero a veces su corazón le sugería algo completamente distinto. Y no siempre era fácil no ponerle atención.
Claudia consideró aquella posibilidad con mucho cuidado.
—Y luego podríamos regresar...
—Si eso es lo que de verdad quieres.
La verdad es que no terminaba de entender qué había de interesante en Hamelin como para que Claudia quisiera envejecer en ese sitio. Era un pueblito como todos los demás. Sí, el río era precioso a cierta hora de la tarde, como una serpiente plateada que se deslizaba entre las colinas verdes, pero aparte de las vistas, no había nada que no pudiera encontrar en ningún otro lugar.
Entonces Claudia sonrió y a Cheshire le pareció que el lugar no podía estar tan mal si la había creado a ella.
—Eso me gustaría. Y creo que a mamá le gustaría también. Quizá se lo diga después del casamiento de Miriam.
Cheshire asintió y estuvo a punto de hacer otro comentario para animarla, pero entonces Claudia se inclinó hacia adelante. Sus rostros quedaron apenas a unos milímetros de distancia.
—Iréis, ¿verdad?
—¿Qué? —preguntó Cheshire, porque su mente se había quedado en blanco de pronto.
—A la boda. Dijiste que hablarías con tu tío al respecto.
Cheshire podría haberle prometido todas las estrellas en el cielo y las coronas de las Diosas Luna y Sol. Quizá eso hubiera sido más fácil de conseguir que Zale fuera a la boda.
Kaspar los había abordado una tarde cuando volvían de desinfectar una casa y les había contado que el hombre que iba a proveer música para la fiesta estaba herido.
—Mi hija se sentiría muy desgraciada si su boda es un fracaso. Os ruego que llevéis vuestros instrumentos y toquéis para ella.
—¡No hay tiempo! —gritó Zale desde atrás del carromato, incluso antes de que Cato pudiera decir una palabra.
—Nos disculparéis, buen hombre —dijo Cato, cauteloso—. No quisiéramos desairarlo, pero quizá mi sobrino no esté en condiciones de tocar.
—Por favor —rogó Kaspar, con una nota de desesperación en su voz—. Os compensaré adecuadamente, por supuesto.
—No es que despreciemos vuestras monedas. Pero no puedo daros una respuesta afirmativa.
Era una negación disfrazada de un "quizá", una táctica común entre los clanes cuando había que negociar algo que sería una descortesía negar, pero que no podían permitirse entregar. Sin embargo, en Hamelin no parecían familiarizados con esa forma de hacer negocios.
—Por favor, hacedme saber vuestra decisión pronto —rogó Kaspar.
Y así era como Cheshire había terminado haciéndole una promesa a Claudia que no estaba seguro de poder cumplir.
—Lo hablaré con ellos esta misma noche —le dijo, tratando de tranquilizarla.
—La boda es en dos días —le recordó ella—. Todo el pueblo acudirá, así que no tendréis permiso para entrar en casa de nadie mientras se encuentran en las fiestas. Estoy segura que a Zale no va a molestarle tomarse un día.
Cheshire hubiera querido contarle que Zale no era él mismo de un tiempo a esta parte, que la enfermedad del genio casi lo había consumido por completo y que temía por él. Pero tampoco quería arruinar lo que hasta ese momento había sido una charla de lo más agradable con aquellos pensamientos tan lúgubres.
—Se lo diré —le aseguró—. Y haré que vaya a la boda, así tenga que atarlo.
Esa noche, mientras comían la cena en un tenso silencio, Cheshire se planteó seriamente atar y a amordazar a su primo. Estaba tan harto de escuchar la misma melodía, las mismas notas, una y otra y otra vez que le parecía un milagro que las ratas no se hubieran suicidado ya solamente para no tener que seguir escuchándola.
Tampoco el rumor de las cartas de Maman mientras pasaban de mano en mano ayudaba ni el golpeteo de la cuchara de madera contra el borde del cuenco de Drina mientras revolvía la comida sin llevársela a la boca.
Estaba a dos latidos de corazón de volverse loco igual que Zale, pero en ese momento tuvo una idea.
—¡Tengo una historia que contar! —anunció.
De inmediato, todos en el campamento se volvieron a mirarlo, excepto Zale, que siguió un poco apartado escribiendo notas en su libreta. No importaba. Cheshire podía hablar lo bastante alto como para ahogar a su flauta.
—¡Érase una vez dos leñadores! —contó, alzando la voz como si estuviera declamando para una gran audiencia—. ¡Los dos decidieron llevarse sus hachas a un bosque cercano para trabajar!
Zale dejó de tocar y miró por encima de su hombro, molesto. Parecía que acababa de darse cuenta de que Cheshire estaba haciendo todo lo posible por distraerlo.
Y estaba funcionando.
—¡Uno de los leñadores le dijo al otro: "Hagamos una apuesta" "¡Aquel de nosotros que haya cortado más árboles al finalizar la tarde deberá pagarle una moneda de plata al otro!" ¡Su compañero aceptó de buena gana!
—¿Quieres callarte? —le espetó Zale, molesto.
—¡Así que los dos se internaron en el bosque y empezaron a trabajar! —continuó Cheshire, en el mismo tono de voz, ignorando por completo a su primo—. ¡Uno de ellos cortó y cortó sin parar, escuchando como los golpes de su compañero se detenían cada cierto tiempo! ¡El leñador estaba seguro de que iba a ganar, pero al finalizar el día, su compañero tenía más troncos en el atado!
—Cheshire... —empezó Zale.
Cheshire saltó del tronco donde estaba parado y dio un par de zancadas en dirección a Zale, sin dejar de hablar.
—El leñador estaba sorprendido, pero era un hombre honorable y pagó la moneda de plata. Pero no pudo evitar preguntar: "¿Cómo lo has conseguido? ¡Yo corté árboles toda la tarde, sin detenerme, pero sé que tú sí paraste!" "Ah, verás, amigo mío," dijo el otro leñador. "Es que estaba afilando el hacha."
Se plantó delante de Zale, que lo miraba con ojos desorbitados, y sin perder un momento, Cheshire le quitó la flauta de las manos. Por una vez, su primo no hizo intentos de recuperarla, sólo se quedó perfectamente inmóvil mientras Cheshire se agachaba delante de él y le clavaba un dedo en el hecho.
—Es hora de que pares para afilar el hacha, Zale.
Pensó que Zale le pegaría un puñetazo para recuperar la flauta y seguir trabajando inmediatamente, pero no lo hizo. En cambio, echó la cabeza hacia atrás y soltó un sonido que Cheshire casi creía que había olvidado: una carcajada, larga y destemplada, pero una carcajada al fin.
—Sí —murmuró—. Sí, tienes razón. Me había olvidado de ese cuento. Gracias por recordármelo.
***
Claudia no había exagerado cuando dijo que todo el pueblo asistiría al casorio. No se cruzaron a nadie en la calle y todas las casas parecían estar vacías. No estaba seguro de que fuera porque muchas personas les tuvieran especial cariño a las familias de Gotlinde y de Kaspar, sino más bien porque no había muchas oportunidades para hacer sociales en un pueblo tan pequeño como aquel y bien, aquella era una excusa tan buena como cualquiera.
Esperaron en la plaza, donde se realizaría el banquete nupcial. Maman había sacado la carta del Devoto dada vuelta en su baraja y había dicho que lo mejor sería no presentarse en la Iglesia para la ceremonia.
—No estoy segura de que a nadie más que tu amiguita les caiga bien nuestra presencia —declaró—. Y es más que seguro que al Devoto del pueblo no le parecerá bien que nos hayan invitado.
—Quizá sea riesgoso ir —consideró Cato.
Cheshire iba a protestar que Zale necesitaba salir un poco de su propia cabeza, pero Maman se le adelantó con un firme:
—Es de muy mal augurio que no vayamos a ver a la novia. Y no querrás desairar a esa familia en particular después de que nos trataran tan bien, ¿no?
Y no había nada más de lo que hablar. Sus tías y Drina se engalanaron con sus vestidos más coloridos, Cheshire eligió las ropas con menos agujeros y allá fueron.
Habían dispuesto dos tablones largos en el centro de la plaza, que estaba cubierta de pétalos de flores y platos vacíos, por lo que Cheshire supuso que la comida vendría luego. Instaló a Maman en una silla debajo de un árbol donde estuviera tranquila a la sombra y corrió calle abajo cuando escuchó el rumor de un grupo de personas acercándose.
Los novios venían encabezando la procesión. El cabello rubio de Emil refulgía al sol y se veía algo incómodo con un jubón que seguramente había pedido prestado, porque no le quedaba del todo bien. Miriam, por el contrario, estaba radiante en su vestido blanco, con una corona de flores a juego sobre sus rizos negros.
Cheshire rebuscó en la multitud y dio con Kaspar, Serafina y Claudia, que venían unos pasos detrás de los novios. Su corazón se aceleró, pero no podía entretenerse. Se dio la vuelta y regresó corriendo hasta la plaza.
—¡Ya llegan! —anunció, al tiempo que Drina, la tía Gildi y Zale se ponían de pie—. ¿Estáis todos listos?
Por toda respuesta, Drina levantó su pandereta y la tía Gildi tomó aire. Zale miró su flauta un momento, como si no estuviera demasiado seguro, pero a último momento, alzó la cabeza y asintió.
Cheshire levantó el brazo y contó hasta diez. Cuando creyó que los novios y los invitados ya se encontraban lo bastante cerca, les dio la señal.
Drina ejecutó un ritmo lento y tranquilo en su pandereta, mientras que la tía Gildi soltó un trino digno de un ruiseñor antes de empezar con una letra lenta y tranquila, una canción que hablaba sobre amantes que serían felices por el resto de sus días:
Tomo tu mano, querido mío
Ahora y para siempre
Las estrellas nos bendicen
Tu destino ahora es mío...
Zale seguía mirando su flauta, como si no estuviera seguro de qué hacer con ella, como si no recordara bien cómo tocar otra canción que no fuera su invocación a las ratas. Cheshire escuchó los pasos de la procesión acercándose y empezó a temer que su primo no recordaría cómo hacerlo, no recordaría que su música era algo más que un instrumento: era una forma de traer alegría a las personas que lo rodeaban, era un regalo que solamente él podía hacer a los demás.
Pero entonces los invitados llegaron a la plaza. Cheshire los miró detenerse a todos por encima de su hombro, con los ojos abiertos de par en par, mirándolos como si no los hubieran visto nunca antes, aunque habían estado y no hacía mucho en el hogar de varios de ellos.
La madre del novio fue la primera en reaccionar:
—¿Qué hacen ellos aquí...?
Tía Gildi cantó más alto:
Mi vida es ahora tuya
Todas mis primaveras
Todas mis alegrías
Y también mis desventuras...
El gentío empezó a murmurar. Era obvio que no estaban seguros de qué se suponía que tenían que hacer ahora, no sabían cómo reaccionar a la presencia de los zainos allí. Cheshire captó la mirada de Claudia, que tenía los ojos abiertos con ligero pánico. Le hubiera gustado asegurarle que todo iba a ir bien, que todos se tranquilizarían en un momento, pero la gente empezaba a agitarse, y Gotlinde dio un pasó al frente...
Entonces ocurrió el milagro.
Zale empezó a tocar. Y no era la maldita melodía de las ratas, no: eran las mismas notas que cantaba Gildi, la misma canción sobre los amantes felices, con la fuerza y la maestría que solamente él podía arrancarle a su flauta.
Drina se paró y acompañó los golpes de su pandereta con pasos y volteretas que hicieron que su vestido revoloteara en el aire como las plumas de un ave exótica. Lo mismo hizo Miselda, golpeando en sus manos un par de castañuelas que Cheshire no le había visto guardar. Cato y Harman también se pusieron de pie y unieron sus voces de barítono a la de Gildi:
Enamorados eternamente
Bajo el brillo del sol
Y el fragor de la tormenta
Para ti mi corazón y mi mente...
Miriam se echó a reír, una carcajada en la que se mezclaban la dicha y el alivio. Tomó la mano de Emil, se la puso sobre la cintura y los dos se adelantaron hasta el centro de la plaza. Empezaron a girar y girar, al punto que la confusión en el rostro de Emil se derritió por fin, dando paso a nada más que infinita ternura.
Gotlinde seguía con el rostro colorado, pero pareció apaciguarse cuando Kaspar le tendió la mano y tiró de ella para unirse al vals. Yannick y Serafina hicieron lo mismo y poco a poco, todos los invitados encontraron una pareja y se unieron al baile.
La tensión se disolvió en el aire como una nube pasajera atravesada por los rayos del sol. De pronto, todos estuvieron riendo y bailando, o poniendo comida sobre la mesa o aplaudiendo al mismo ritmo que las castañuelas de tía Missy.
Cheshire se dejó caer con un suspiro de alivio junto a la silla de Maman.
—Bien hecho, hijo —le susurró ella, con una sonrisa—. Lo conseguiste.
—No. —Cheshire negó con la cabeza—. Él lo hizo.
Y lo creía de verdad. Sin la música de Zale, sin su talento, dudaba que la gente los hubiera aceptado con tanta facilidad. Lo miró de reojo y luego desvió la vista con rapidez. Era posible que Zale no quisiera que nadie notara las lágrimas que le rodaban por el rostro.
Cheshire se concentró en cambio en Claudia. Bailaba en medio de la multitud con un chico del pueblo, pero cuando giraron, su rostro apuntó hacia él y le dedicó una sonrisa tan radiante que fue como si hubiera dos soles brillando en la plaza.
Llevaba margaritas en el pelo. Cheshire nunca había visto algo tan bello, y no lo volvería a ver.
... mi suerte es ahora tuya
Y la tuya es mía.
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