Cap. 6 - El cuento de Anna
La presencia de los zainos en el mercado fue la comidilla de todo Hamelin durante días y días.
—¿Qué hacían allí?
—Gotlinde dice que la estafaron.
—Ewald también. Que regatearon como bestias por sus papas y sus repollos.
—¿Le robaron a alguien?
—No que yo sepa, pero quizá es que no se dieron cuenta...
Allí donde se encontraban dos vecinos, en los campos de Sattler, en el viejo molino, en el patio de la Iglesia, todos hablaban sobre los zainos. Eran una novedad y un chisme demasiado jugoso como para dejarlo pasar. Lo que Claudia sabía de ellos por haber espiado al alcalde Sattler estuvo en boca de todos en muy poco tiempo. Y el consenso parecía ser que era una locura.
—¿Todas las ratas? ¡Imposible!
—No vendría mal que mataran a unas cuántas. Para eso sí sirven.
—Yo que Sattler me andaría con cuidado. A esos zainos les das la mano y se toman del codo.
—¿Pero crees tú que les pagara todo ese dinero?
—No, porque no podrán hacerlo. No creo siquiera que vayan a intentarlo. Se irán de noche un día de estos y no volveremos a saber de ellos.
Esa última aseveración había estado equivocada. Unos días después, los zainos se presentaron en el pueblo, desfilando por sus calles con unas enormes jaulas y frascos. Los dos hombres barbudos, Gildi y Miselda, las expertas regateadoras, la niña y el muchacho que Claudia había visto en el puente. Y atrás de todo, una mujer tan vieja y pesada que tenía que caminar apoyándose en el brazo de Cheshire.
Claudia los vio saliendo de la casa de Marlene una mañana en la que se acercó para llevarles otra canasta de pan de parte de su madre.
—Recordad ponerles la pomada cada cuatro horas —les dijo la mujer anciana—. Los ayudará a respirar mejor.
—Muchas gracias. —Marlene parecía al borde de las lágrimas. También Ida, aferrada a las faldas de su madre—. Gracias.
Cheshire guió a la anciana mujer hasta la pequeña verja que rodeaba el jardín de Marlene. Su sonrisa de siempre apareció en su rostro cuando se percató de la presencia de Claudia.
—Hola, Wanda —la saludó con una sonrisa.
—¿Por qué le dices así? —preguntó Ida—. Ese no es su nombre.
—¿No? Pues supongo que tendré que seguir adivinando.
Abrió la verja y Claudia se hizo a un lado para dejar pasar a la anciana. Llevaba un vestido tan colorido como las otras zainas y un pañuelo azul sobre sus cabellos de plata. Levantó la vista hacia ella y sus ojos marrones la escrudiñaron un momento.
—Buenos días —la saludó Claudia, un poco cohibida por aquel análisis tan riguroso.
Los labios finos de la abuela se torcieron en una sonrisa, mucho menos ancha y expresiva que la de Cheshire, pero aun así le pareció a Claudia que era un gesto de aprobación. No dijo una palabra, simplemente se apoyó en el brazo de Cheshire y los dos se fueron tranquilamente calle abajo.
—¿Qué hacían aquí? —preguntó Claudia. Lo hizo con curiosidad, no con ninguna mala intención, pero le pareció que Marlene se ponía un poco defensiva.
—Me han traído unos remedios para los niños —dijo—. Pagamos por ellos. No hay nada de malo en eso.
—Por supuesto que no —repuso Claudia, algo extrañada por esa reacción.
No fue hasta el servicio religioso siguiente que entendió la reacción de Marlene.
—Debemos tener cuidado de nuestras almas —dijo el Devoto Jonas desde el púlpito. Era un hombre bajito, con la cabeza tonsurada y una poblada barba tan rubia que parecía relucir como el oro a la luz de las velas de la iglesia—. Hay herejes entre nosotros, personas que querrían desviarnos de nuestra devoción y de nuestras creencias. Querrán convencernos de que conocen nuestro porvenir y traen la solución a todos nuestros problemas, ¡pero estas soluciones no son más que trampas!
No nombró a los zainos, pero no tuvo ninguna necesidad de hacerlo. Todos conocían la leyenda que las personas como ellos no veneraban a los Sagrados Cinco Dioses, sino a espíritus y dioses misteriosos, distintos y, si el Devoto Jonas tenía razón, falsos.
Serafina estaba un poco indignada después del oficio.
—¡Mira que decir esas cosas sobre unos forasteros que vienen a pedirnos trabajo y refugio! —comentó, pero solamente cuando estuvieron fuera del patio de la iglesia y nadie podía escucharlos—. No es como si estuvieran mendigando en nuestras calles y ofreciéndonos vino y vicios.
Miriam, Yannick y Claudia intercambiaron miradas de idéntica confusión entre ellos y hasta Kaspar alzó sus pobladas cejas, sorprendido ante la reacción de su esposa. Serafina creía en los dioses y respetaba sus mandatos a rajatabla, y uno de los mandatos era respetar las palabras de los Devotos que hablaban en su nombre. ¿Cómo podía cuestionar alguna de las cosas que dijera Jonas?
—Bueno, nunca está de más ser precavido con los extraños —dijo Kaspar, tratando de aplacarla.
—¡Tampoco está de más ser un poco más hospitalarios con ellos!
Otro rumor empezó a correr en el pueblo a los pocos días. Los zainos iban casa por casa, pidiendo permiso para entrar en los galpones y dejar allí trampas y venenos para las ratas. No pedían ningún dinero por ello porque, decían, era parte del encargo que les había hecho Sattler de deshacerse de la infestación.
No daba mucho resultado.
—Emil dijo que su madre se negó en redondo a dejarlos pasar —dijo Miriam—. Y que ellos la maldijeron en ese idioma raro que hablan.
—¡Patrañas! —exclamó Serafina, aplastando la masa frente a sus manos con todas sus fuerzas. Parecía furiosa ante los prejuicios de sus vecinos—. Lo siguiente que dirán es que todos ellos son Brujas que vienen a robarse a nuestros bebés.
—Pero, mamá...
—Gotlinde está enojada con ellos porque detesta perder dinero —concluyó Serafina—. Tendrás que tener mucho cuidado, Miriam, con una suegra tan tacaña como ella.
Era sorprendente escuchar a su madre hablar mal de alguien, así que ni Miriam ni Claudia supieron qué contestar. Serafina se lo estaba tomando de una manera demasiado personal como para que fuera casualidad.
—Mamá —dijo Claudia, vacilante—. ¿A ti te trataron así cuando llegaste aquí?
Serafina dejó de mover las manos. Una expresión de profunda tristeza pasó por su rostro, tan fugaz que Claudia casi se dijo que la había imaginado. Pero era obvio que había dado en el clavo.
—Eso fue hace mucho tiempo y terminaron acostumbrándose a mí —declaró Serafina, alzando la barbilla antes de volver a amasar incluso con más energía que antes—. Claro, eso fue porque yo acabé quedándome a vivir aquí, echando raíces. Ellos van a marcharse, eventualmente.
Claudia recordó lo que Cheshire había dicho. Los árboles tienen raíces para quedarse en un lugar, las personas tienen pies para ir de un sitio a otro. Movió el palo de amasar mientras reflexionaba sobre esas palabras.
Por primera vez en su vida, se animó a preguntarle a su madre algo que siempre había querido saber.
—¿Y no extrañabas tu posada en Alcázara?
Miriam la miró con sorpresa. Parecía que nunca se le hubiera ocurrido preguntar por la vida de Serafina antes de que fuera la esposa de Kaspar y su madre, como si todo eso no hubiera tenido ninguna importancia. Cuando era obvio que la tenía para Serafina.
Levantó la masa en la que estaba trabajando y les dio la espalda a sus hijas.
—Estaba muy enamorada de su padre y dispuesta a compartir mi vida con él. Nunca me arrepentí de haber venido.
—Eso no fue lo que pregunté —señaló Claudia, bajando la voz. No quería presionar a su madre para que recordara cosas que la ponían triste, pero no podía evitar tener preguntas.
Serafina se tomó su tiempo para contestar.
—Bueno, por supuesto que la extrañaba un poco —dijo, con calma—. Extrañaba a mis hermanos y a mis sobrinos. No sabía hablar muy bien el idioma, así que tenía pocos amigos fuera de su padre. Me sentía un poco sola.
A Claudia le sorprendió aquello. Su madre nunca hablaba alcazariano en casa. ¿Habría olvidado el idioma de su infancia o simplemente había preferido dejar de usarlo para aprender el de su esposo con más rapidez?
Serafina empezó a separar la masa en los pedazos que se convertirían en hogazas cuando las pusieran en el horno.
—Pero, les repito, jamás me arrepentí —dijo con la voz firme—. Tenía a su padre. Y luego os tuvimos a vosotros. Ahora, dejad de holgazanear. No veo que estéis moviendo las manos.
Aquella era su manera de dar por concluida la conversación, pero algunas cosas siguieron revoloteando en la mente de Claudia. Eso era algo que la filosofía de Cheshire no había contemplado. ¿Qué hacía una persona cuando había dos familias a las que se sentía pertenecer?
***
Eventualmente, como estaba claro que iba a ocurrir, los zainos llamaron a su puerta. Claudia esperaba que fueran los dos mayores, los hombres de barba, pero no tuvo esa suerte.
—¡Buenos tardes tengáis vos y los vuestros, señor! —La voz de Cheshire se expandió por toda su pequeña casa como un viento huracanado—. Me llamo Cheshire y este es mi primo Zale. ¡Estamos aquí para libraros de las ratas!
Claudia estaba en la cocina, picando unas cebollas para la cena, y escucharlo la sobresaltó tanto que se hizo un corte en el dedo. Soltó un grito, más de sorpresa que de dolor, que hizo que Miriam alzara la vista de sus propias verduras hacia ella.
—¡Ten más cuidado! —le espetó, en un tono que se parecía tremendamente al de Serafina.
Claudia se envolvió el dedo en una servilleta y salió corriendo hacia el vestíbulo. Su padre estaba parado delante de la puerta, ocultando a los zainos de la vista, pero todavía podía escuchar a Cheshire hablar.
—¡Traemos unas ingeniosas trampas que garantizarán que su galpón quedará limpio de alimañas en solamente unas horas! —continuó diciendo Cheshire—. Y también traemos venenos que ayudarán a que ninguna otra rata os perturbe...
—Chico —lo interrumpió Kaspar, levantando una mano para frenar su verborrea—. ¿Siempre hablas tan rápido?
—Bueno, verá... —dijo Cheshire, vacilante—. Es que tenemos un tiempo muy limitado antes de que nos cierren la puerta en la cara.
Claudia no supo muy bien si fue la sencillez o el descaro con el que lo dijo, pero el resultado fue que su padre se echó a reír. Alto y largamente, como si no hubiera escuchado un chiste tan bueno en años.
—Está bien, está bien, pasad.
Claudia dio un paso atrás con rapidez para esconderse en el recodo del pasillo. Casi se choca con Yannick al hacerlo, que la miró con extrañeza.
—¿Se puede saber que estás haciendo?
Claudia se llevó el dedo sano a los labios para indicarle que se callara.
—No sé qué tan efectivas serán vuestras trampas —les estaba diciendo Kaspar ahora—. Pero mi mujer insiste en que no perdemos nada por probarlas.
—Hombre sabio es el que no discute con su mujer —apostilló Cheshire, y Kaspar se echó a reír de nuevo.
—Muy cierto. Tenedlo en cuenta para cuando os caséis. —Hubo un tintineo y Claudia se imaginó a su padre descolgando la llave del galpón—. Venid conmigo.
Un segundo más tarde, la puerta se cerró detrás de ellos. Claudia todavía contó hasta cinco, el ritmo marcado por el acelerado latido de su corazón, antes de asomarse a mirar. Efectivamente, su padre y los zainos habían salido. Claudia cruzó el vestíbulo en dos zancadas y se paró frente a la ventana que le permitía ver el galpón. Distinguió el cabello castaño que crecía sobre la nuca de Cheshire, enrulándose un poco en las puntas. Se preguntó quién se lo cortaba. A su padre y a sus hermanos los ayudaba Serafina y cuando se casaran, Miriam ayudaría a Emil con lo mismo...
—¿Qué estás mirando? —preguntó Yannick, casi pegándose a Claudia.
—¡Nada! —contestó ella. Deseó no ruborizarse con todas sus fuerzas, pero la mirada de reojo que le echó su hermano le indicó que no había tenido éxito.
Si hubiera sido Miriam o su madre, seguramente habrían podido leer sus pensamientos en su rostro como si de un libro abierto se tratara. Yannick, que no tenía idea para esas cuestiones, solamente ladeó un poco la cabeza, confundido.
—De... acuerdo —masculló, y se dio vuelta para salir.
—¿A dónde vas?
—A ver qué van a hacer los zainos —contestó Yannick con sencillez—. Quiero saber con qué prepararon los venenos para las ratas.
Por supuesto, Yannick podía hacer eso. Era un chico, podía hacer las preguntas que quisiera, hablar con quien quisiera, por más que fueran zainos o forasteros. Si Claudia intentaba conversar a solas con Cheshire otra vez, sería de lo más indecoroso...
—¡Claudia! —le gritó Serafina—. ¡Estas cebollas no se van a cortar solas!
Claudia corrió la cortina y regresó a su lugar con rapidez.
—Y trata de no sangrar en ellas, por favor —añadió Miriam.
Claudia le sacó la lengua. Tenía que hacer todo lo posible para apartar al muchacho zaino de su cabeza y concentrarse en sus quehaceres. Porque eso era lo que se suponía que una buena hija hiciera.
Una hora después, el cordero estaba en su punto y las verduras estaban perfectamente sazonadas y acomodadas, pero ni Yannick ni Kaspar habían regresado del galpón. El sol se había ocultado y las primeras estrellas empezaban a asomar sobre el cielo azul pálido que se pondría negro muy pronto.
—Claudia, ¿por qué no vas a avisarles que la cena está lista?
Claudia contuvo el aliento. Eso implicaba hablar con Cheshire, otra vez. El corazón le latía con fuerza y su cabeza se sentía ligera ante la perspectiva, pero, aunque no eran emociones desagradables, la idea le resultaba terrible.
Justo cuando estaba por buscar una excusa para que enviaran a Miriam en su lugar, Serafina añadió:
—Y diles a esos muchachos tan trabajadores que pueden quedarse a cenar, si lo desean.
Claudia sintió que el estómago se le retorcía en un nudo.
—¿Alcanzará para todos, mamá? —preguntó Miriam, mirando el cordero con ojo práctico.
—Nunca está de más ser hospitalarios —contestó Serafina con simpleza—. Date prisa, querida.
No le quedó otra opción que obedecer. La perspectiva de tener que compartir toda una cena con Cheshire la torturaba y se dio cuenta, con un respingo, que no era porque no le gustaba hablar con él. Al contrario, lo encontraba de lo más fascinante.
Y eso era lo peor de todo. Él era un zaino. Seguramente no tenía ni un cobre partido al medio. Y acabaría por marcharse de Hamelin.
Tenía que mantener la cabeza sobre los hombros.
Cuando asomó al galpón, sin embargo, se dio con un espectáculo tan desagradable que todos sus temores quedaron inmediatamente ahogados. La luz de la linterna que había encendido Kaspar iluminaba con sus rayos dorados una imagen que podría haber salido de sus peores pesadillas.
Ratas. Al menos cuatro jaulas alineadas, cada una de ellas llena hasta rebosar de las alimañas, que se sacudían y chillaban, se retorcían y se trepaban encima de sus compañeras, sus dientes asomando en medio de los barrotes y sus ojitos rojos cargados de furia.
Claudia se quedó paralizada de espanto, con el vello de su nuca erizándose y un grito que quedó ahogado en su garganta.
No sabía cómo era posible que los hombres estuvieran hablando tan tranquilos.
—No teníamos idea de que fueran tantas —dijo Kaspar, mientras Cheshire se acercaba a la pirámide con otras jaulas, también ellas llenas de ratas vivas y furiosas.
—Nosotros tampoco —dijo Cheshire, y se tomó un momento para limpiarse la frente—. Una verdadera infestación. ¿Y es así en todos lados?
—Debe de serlo. Están por todos lados.
—Y esto es solamente las ratoneras que encontramos aquí en el galpón. Ni siquiera hemos mirado en vuestra casa —dijo Zale, poniendo una última jaula sobre las demás—. No hemos traído suficiente veneno para todas. No sé cómo vamos a llevarnos a todas estas jaulas de aquí.
—Con mucha perseverancia, primo —dijo Cheshire, a quién nada parecía desanimarlo. Estiró los brazos por encima de su cabeza, movió su cuello de un lado a otro... y al hacerlo, su mirada se encontró con la de Claudia.
Su primer impulso fue dar un paso atrás, pero, demonios, esta era su casa, su galpón. Su familia. El lugar y las personas a las que pertenecía. No tenía por qué tener miedo.
—Mamá dice que la cena está lista —anunció, con una seguridad que era más propia de Miriam que de ella—. Y que podéis quedaros si lo deseáis.
Zale frunció el ceño y abrió la boca para replicar, pero entonces Cheshire le dio un pisotón muy poco discreto, así que lo único que salió de su boca fue una exclamación de dolor.
—¡Por supuesto que nos encantaría quedarnos a cenar! —dijo Cheshire, ignorando la mirada fulminante de su primo mientras se frotaba el empeine. En dos pasos, Cheshire estuvo parado delante de Claudia—. ¿Tú cocinaste? ¡Estoy ansioso por probarlo!
—Lávate.
Aquella orden tan seca pareció desconcertarlo.
—¿Perdona?
—Has estado en este galpón sucio con todas esas ratas. Tendrás que lavarte antes de comer. —Claudia arrugó la nariz sin poder evitarlo y miró por encima del hombro de Cheshire a los otros tres—. Lo mismo va para vosotros. Pasad por el pozo antes de entrar a la casa.
Se dio la vuelta sin esperar respuesta. Era una orden que podría haber venido directamente de la boca de Serafina y le alegró haber podido darla con tanta seguridad.
Cuando los hombres aparecieron en el comedor unos momentos después, todos tenían las mangas de la camisa un poco mojadas y olían discretamente a jabón. Serafina los miró de arriba abajo y les dio un asentimiento de aprobación antes de permitirles sentarse.
Claudia maniobró para acabar sentada entre sus hermanos, lo que pareció decepcionar a Cheshire, que quedó a la derecha de Kaspar y a la izquierda de su primo.
Eso no le impidió halagar a Serafina con cada bocado.
—¡Este cordero está magnífico, señora! Y nunca había probado verduras tan sabrosas en mi vida, os lo juro.
—Basta, basta, chico, eres un zalamero —dijo Serafina, pero había una sonrisa en sus labios.
Yannick estaba más interesado en charlar con Zale.
—¿Dices que usáis las semillas de manzana para hacer el veneno?
—Hay que molerlas en un polvo muy fino. Un hombre adulto tendría que comer el producto de al menos un centenar de ellas para que le hicieran mal —dijo Zale, que parecía muy orgulloso de esos conocimientos—. Pero para las ratas, solamente unas pocas son necesarias.
Claudia recordó la manzana que Cheshire le había regalado en el mercado. Se preguntó si las habían recogido justamente para ese propósito.
—¿Por qué no tenéis un gato? —sugirió Cheshire—. Es la forma más fácil de deshacerse de esos bichos. Un perro pequeño puede hacer el mismo trabajo, pero los gatos son más ágiles. Y más bonitos.
Nadie sonrió ante esa declaración, como él parecía esperar. Un humor sombrío se abatió sobre lo que hasta ese momento había sido una charla si no animada, al menos lo bastante tranquila.
Kaspar se limpió la boca con una servilleta.
—No es la mejor idea en este pueblo.
—¿Por qué lo decís?
—Había una mujer que vivía en el pueblo, cerca de donde está la nueva casa de Sattler —explicó Kaspar—. Se llamaba Anna.
—Era la partera —añadió Serafina—. Muchas mujeres confiaban en ella más de lo que confiaban en Brahan el curandero.
Claudia se acordaba de Anna: una mujer anciana con una joroba, un párpado caído y el cabello gris desgreñado. Los niños del pueblo le temían, aunque ella era responsable de que casi todos hubieran nacido sanos y de que sus madres hubieran sobrevivido. O al menos, eso era lo que Serafina siempre decía.
—Era viuda y tenía muchos gatos que vivían con ella y paseaban por el pueblo a sus anchas —continuó contando Kaspar—. No hacían daño a nadie y en esa época definitivamente no había tantas ratas.
—¿Qué pasó? —preguntó Cheshire, inclinándose hacia adelante. Parecía genuinamente interesado en la historia.
Serafina lanzó un bufido de frustración.
—Al Devoto Jonas se le puso entre ceja y ceja que Anna era una Bruja.
Cheshire y Zale parpadearon, como si no tuvieran idea de lo que estaban hablando.
—¿Una Bruja? Ya saben, una mujer que hace magia...
—Oh —dijo Zale, asintiendo—. Nosotros las llamamos Shtrigas. Se roban a los niños y se los comen en nuestros cuentos.
—¿Y lo era?
Era sorprendente, pero no había ningún rastro de ironía en la pregunta de Cheshire. Como si de verdad pensara que el villano de las historias se había manifestado en Hamelin. El silencio que siguió de parte de Serafina y Kaspar y la mirada que intercambiaron fue todavía más sorprendente.
—Era una anciana excéntrica. Nada más —dijo Serafina al fin.
—Lo cierto es que hacía algunos preparados extraños. El Señor Brahan no los aprobaba y siempre les decía a las mujeres que tuvieran cuidado con ella y a los hombres que no dejaran que sus esposas los bebieran. El Devoto Jonas predicó muchas semanas contra ella, y bueno... luego ocurrió lo inevitable.
—La joven esposa de Haggard el molinero falleció durante el parto. También su bebé pequeño —dijo Serafina, bajando la voz y poniéndose la mano sobre el corazón, como para rogar a los dioses que algo así nunca ocurriera en su familia—. Anna los había atendido.
—Haggard era un hombre respetado y todos pensaron que era una tragedia, pero él hizo caso de las acusaciones del Devoto Jonas. Así que una noche, todos los hombres acudieron a la casa de Anna, dispuestos a llevársela a la Iglesia para juzgarla por Brujería.
—Dejadme adivinar —dijo Cheshire—. Anna se había marchado en secreto.
—Yo hubiera hecho lo mismo —añadió Zale.
Los zainos parecían simpatizar con Anna. Claudia no pudo evitar preguntarse cuántas veces habían tenido que marcharse abruptamente de algún lugar por la desconfianza de la gente.
—Lo único que quedaba en la casa eran sus gatos —dijo Kaspar—. Eran animales cariñosos. Algunos de ellos hasta se acercaron a los perseguidores de Anna para frotarse contra sus piernas.
Su tono se había vuelto sombrío. Yannick y Miriam tenían expresiones atónitas que Claudia supuso que reflejaban la suya propia. Nunca habían escuchado esa parte de la historia.
—Papá, ¿tú fuiste con ellos? —preguntó Yannick.
—Sí. Tienes que entender, no todos queríamos hacerle daño a esa pobre mujer. Algunos sólo queríamos hablar con ella, convencerla de que si no tenía nada que ocultar, no tenía por qué temer ir a la Iglesia con nosotros.
Zale tosió de una forma muy extraña. Como si fuera más bien un bufido. Como si no creyera que Anna hubiera podido encontrar justicia a manos de aquellos hombres que habían ido enojados hasta la puerta de su hogar.
Claudia tampoco lo creía, pero no expresó esa idea en voz alta.
—En fin, Jonas declaró que los gatos debían ser ayudantes de la Bruja y mandó a matarlos a todos.
Serafina se levantó de repente y empezó a apilar los platos, sin siquiera preguntarles si habían terminado de comer ni ordenarles a Claudia y a Miriam que la ayudaran. Le temblaban un poco las manos y el labio inferior, pero desvió la cara con rapidez cuando se dio cuenta de que Claudia la estaba mirando.
—Después de eso, bueno, se vivieron unos días tensos en el pueblo. Cualquiera que tuviera un gato podía ser acusado de haber conspirado con la Bruja —dijo Kaspar.
—¡Pero técnicamente, nunca se determinó si Anna era una Bruja! —protestó Claudia.
—Eso no importa, hija. Cuando el miedo se apodera de la gente, no hay razones que los convenzan. —Hizo una pausa antes de añadir con un suspiro—. Hasta tuvimos que deshacernos de Canela, nuestra gata. Su madre lloró durante días.
—Me acuerdo de Canela —dijo Miriam de repente, como si le hubieran recordado de pronto un sueño muy antiguo—. Era gorda y ronroneaba cuando la acariciabas entre las orejas. Nos dijiste que había huido.
—No tuve corazón para matarla —dijo Kaspar, negando con la cabeza—. La llevé más allá de las colinas y la dejé allí. Los gatos son animales astutos. Seguramente sobrevivió en el bosque.
La expulsión de Canela parecía ser muy menor en la serie de tragedias que había soportado Serafina, pero era obvio que todavía la afectaba bastante. Claudia se levantó y fue a la cocina en pos de su madre. La encontró secándose los ojos con el delantal delante del horno.
—No sé por qué tu padre tuvo que sacar a colación esas historias viejas.
—Mamá...
Serafina inspiró larga y temblorosamente, enderezó los hombros y volvió a dar una orden con el tono enérgico de siempre:
—Ve a preguntarle a nuestros invitados si quieren un pedazo de tarta de manzana de postre.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top