Cap. 5 - El mercado
A pesar de que ese séptimo día fue el más cálido de la semana, Serafina no dejó que Claudia y Miriam salieran de la casa hasta que se hubieran puesto los chales sobre los hombros.
—¡Hace calor ahora, pero a la tarde se pondrá más frío! —les advirtió—. ¡Así que nada de peros, las quiero a las dos bien abrigadas!
Claudia y Miriam intercambiaron una mirada. A Claudia le alivió ver que a su hermana también le temblaban las comisuras de los labios, como si estuviera aguantándose las ganas de echarse a reír. El sol podía golpear el suelo con toda su furia y Serafina insistiría que era necesario abrigarse de todos modos.
—¡Yannick! —gritó cuando su hijo pasó por detrás de ella—. ¿Se puede saber a dónde vas vestido así?
Yannick se detuvo en el vaho de la puerta y la miró con un poco de culpa.
—El señor Brahan dijo que necesita ayuda para hacer algunos preparados.
—¿Te pagará? —quiso saber Serafina, entrecerrando los ojos.
—Va a dejarme ver sus tratados de anatomía.
—¡Eso no es un pago! —protestó su madre—. Ese hombre gana bastante atendiendo a todos los enfermos del pueblo, lo menos que puede hacer es darte unas monedas por tu ayuda. Díselo.
—Sí, mamá —contestó Yannick humildemente.
—¡Y ponte un abrigo!
Claudia y Miriam no aguantaron más la risa. Yannick las fulminó con la mirada, pero descolgó el abrigo del perchero junto a la puerta y se marchó.
—¡Y vosotras, dejad de cacarear como gallinas ponedoras! —les espetó Serafina, poniendo una canasta en las manos de cada una—. ¡Vamos, vamos, que se comprarán todo en el mercado y luego tendremos que comer raíces!
Kaspar les hizo un gesto con la mano desde su sitio junto al galpón, donde estaba cortando madera. Era el único día de la semana que los trabajos en el campo de Sattler le dejaban tiempo para hacer eso. Claudia lo miró levantar el hacha y dejarla caer sobre el tronco delante de él, con rítmica perseverancia.
—Yannick tendría que haberse quedado a ayudarlo —opinó.
—Yannick tiene la cabeza en otras cosas —dijo Serafina, con un encogimiento de hombros—. Es bueno que aprenda de Brahan. Si está tan viejo y ciego como siempre se queja, es mejor que tengamos alguien que pueda reemplazarlo.
—Pero para ser un curandero de verdad, Yannick tendría que irse a la ciudad y estudiar —dijo Miriam.
—A veces un medio curandero es lo mejor a lo que se puede aspirar —contestó Serafina, con un encogimiento de hombros.
Claudia no estaba de acuerdo. Yannick no podía pagarse el viaje hasta la ciudad y el ingreso a la Escuela, pero el alcalde Sattler sí podría pagárselo. O prestarle el dinero. En cualquier caso, él, como alcalde, tendría que asegurarse que siempre hubiera un curandero en el pueblo para cuidar de los enfermos, ¿no era así? Si Brahan se moría mañana, no habría nadie con quién reemplazarlo. ¿Por qué no enviar a Yannick a estudiar, por las dudas?
Les contaría su idea de pedirle dinero a Sattler cuando regresaran a casa esa noche. A Serafina no le gustaría la idea de que uno de sus hijos se fuera tan lejos, pero seguramente Kaspar estaría de acuerdo que aquello sería bueno para el futuro de Yannick. Por ahora, acababan de llegar a la plaza, donde los puestos del mercado ya estaban instalados y listos para empezar el día.
Como todo en Hamelin, el mercado había sufrido una degradación desde que Claudia era niña. Antes, solía haber más de una docena de puestos, todos rebosantes de verduras y carne, pescados y huevos, hierbas aromáticas y hasta sartenes y ollas. Esos días, sin embargo, los vecinos que podían costearse un puesto con toldo eran pocos, así que en el invierno y los días de lluvia el mercado era prácticamente inexistente. Ahora, durante los buenos días de primavera, no era más que una reunión de vecinos donde se intercambiaban más productos que dinero antes de que el Devoto Jonas llamara al servicio de la tarde.
Serafina les hizo un gesto a sus hijas para que se dispersaran. Tenían muchas cosas que conseguir y era mejor si se movían rápido. Claudia saludó a unos cuántos vecinos y les mostró su canasta, rebosante de panes recién horneados, listos para el intercambio. Algunos sonrieron y hasta se inclinaron un poco para aspirar el aroma que despedían, pero todos sin excepción le dijeron lo mismo.
—Lo siento. Ahora mismo no tengo dinero para esto.
Claudia se sentía un poco decepcionada. ¿Acaso no todo el mundo comía pan? ¿Acaso no eran famosos los panes de Serafina? Pero no era la primera semana que acababan con más panes de los que podían repartir. Serafina había reducido el número de sacos de harina que le pedían al molinero, y este, a su vez, habría reducido el número de sacos de trigo que le compraba a Sattler. Tenía razón su madre cuando decía que todo estaba conectado.
—¡Tomates! —llamó una vocecita a su costado—. ¡Tomates frescos!
Ida se movía entre adultos que la ignoraban, cargando una canasta que parecía demasiado grande y demasiado pesada para ella. Tenía una mancha de tierra en la mejilla y un desgarrón en el ruedo del vestido. Cuando vio a Claudia, se sonrojó y desvió la vista, avergonzada y no costaba ver por qué. La canasta en la que llevaba sus tomates era la misma que Claudia le había llevado llena de panes y que su madre nunca se había acercado a devolverle.
Claudia hizo que no se daba cuenta cuando se acercó a saludarla.
—Hola, pequeña. ¿Cómo se encuentra tu hermano?
Ida habló casi en un susurro, sin levantar la vista.
—No ha mejorado mucho. Y ahora Caro está tosiendo también.
Esas no eran buenas noticias. Claudia miró alrededor y se dio cuenta que, por primera vez en mucho tiempo, no había niños en el mercado salvo Ida. Ni tratando de robarse manzanas, ni correteando a los perros vagabundos, ni jugando en las raíces de los árboles. Todos debían de haberse quedado en casa por miedo a contagiarse del nuevo brote del Silbido que afectaba a la familia de Ida.
—Qué lástima —tratando de no demostrar la alarma que se había encendido en su mente de pronto—. ¿Y por qué estás tú aquí y no ayudando a tu mamá con tus hermanitos?
Ida levantó por fin la vista y habló con un poco más de seguridad.
—El señor Sattler no le quiso adelantar la paga a papá ni prestarle dinero para pagarle al señor Brahan —explicó—. Así que yo decidí tratar de vender algunos de nuestros tomates para conseguirlo. ¿Quieres unos?
Levantó la manta que cubría su canasta y Claudia trató de no echarse a llorar. Esos tomates se veían todavía más tristes que cuando los había visto en el jardín de Marlene. Tenían un color rojo pálido tristísimo y muchos estaban aplastados por un lado. No podía imaginar que alguien quisiera comerse esos tomates, mucho menos comprarlos.
Pero le daba pena Ida. Y Serafina decía que a los dioses le complacían las personas generosas.
—Claro, pequeña. ¿A cuánto los vendes?
A Ida se le iluminó el rostro.
—¡Un cobre cada uno!
Esos tomates no valían ni la mitad de un cobre, pero Claudia le entregó las monedas y guardó los tomates en un rincón de la canasta, cuidando de que no tocaran los panes.
—¡Eres la primera que me compra algo! —exclamó Ida entusiasmada, guardándose los cobres en el bolsillo del delantal—. ¡Gracias!
Claudia tuvo el impulso de tomar una hogaza pequeña y dársela a Ida, pero le daba la sensación que la pequeña no aceptaría. Si estaba allí con bastante orgullo como para tratar de vender sus feos tomates en lugar de pedir limosna, seguramente se lo tomaría como un insulto.
—De nada, Ida. Que tengas mucha suerte.
Le acarició la cabeza y dejó que se marchara al grito de "¡Tomates! ¡Tomates frescos!" Esperaba que tuviera suerte y consiguiera llevar algo de dinero a su familia. Lo esperaba de verdad.
No había dado ni dos pasos para buscar a otra persona a quien ofrecerle sus panes cuando se quedó paralizada.
Delante del puesto de Emil y su madre Gotlinde, donde vendían huevos y pollos desplumados listos para la olla, había dos mujeres altas desconocidas. Las dos tenían vestidos de colores chillones, faldas púrpuras y chales amarillos. Una tenía el cabello marrón oscuro, mientras que el de la otra era de un castaño casi rojo, brillante. El color cobrizo de sus pieles las delataba como zainas.
—¡No, no, no! —exclamó la morena, agitando un pollo delante de las narices del futuro cuñado de Claudia—. ¡Te dije un pollo mediano, chico! ¿A esto le llamas tú mediano?
—Ese pollo no alcanza ni para una persona —replicó la zaina pelirroja. Era más menuda que la otra, pero alzaba la barbilla con el porte de una reina.
—¡No pagaré el precio de un pollo mediano por este pollo famélico! —protestó la otra—. Te daré tres cobres por él.
—¡El precio de ese pollo es de cinco! —protestó Gotlinde, con su ancho cuello rojo de indignación. Obviamente, no le gustaba nada que alguien cuestionara el tamaño y la calidad de sus pollos.
—Pues es un robo.
—Un escándalo.
—Vámonos, Gildi —dijo la zaina morena, dejando el pollo de vuelta sobre el mostrador—. La mujer al otro lado del mercado tenía pollos más gordos y más baratos.
—Señoras, por favor... —trató de mediar Emil, pero el color rojo había ascendido del cuello a las mejillas de Gotlinde.
—¿Estáis hablando de los pollos de Sunna? ¡Esos son apenas pichones de plaza comparados con los míos!
—No sé qué le daréis de comer a sus pichones en este pueblo, pero si son tan patéticos como estos pollos...
Claudia se hubiera sentido mal de haberse parado a mirar si no fuera porque la discusión de las zainas y Gotlinde ya había atraído a un pequeño corillo de curiosos.
—¡Mis pollos son los mejores de todo el pueblo, preguntad a cualquiera!
—Pues la otra mujer tenía pollos más gordos.
—¡Y más baratos!
—Hola, chica del puente.
Claudia saltó a un costado y Cheshire la miró divertido. ¿Cómo era posible que se moviera de aquella manera tan silenciosa? Claudia enderezó los hombros y alzó la barbilla, dispuesta a demostrarle que su presencia no la afectaba en nada en lo absoluto.
—¿Vienen contigo? —preguntó, señalando a las escandalosas zainas.
—Son mis tías —contestó él. También llevaba una canasta sobre el brazo y no parecía importarle que eran las mujeres las que debían llevar una canasta. La abrió y sacó una roja manzana del interior—. Te cambio una de estas por uno de tus panes.
—¿Es de los árboles que están en las colinas?
—Puede ser —contestó él, esquivo. Así que Claudia supuso que sí.
—¿Por qué te daría un pan por algo que puedo ir a recoger yo misma?
—Bueno, piénsalo de esta manera —contestó él—. No me estás dando el pan por la manzana. Me lo estás dando por ahorrarte el trabajo de ir hasta las colinas, trepar al árbol, y recoger la manzana tú misma.
Parecía muy ufano con esa lógica. Claudia abrió la boca para discutir... y se dio cuenta que no tenía ningún verdadero argumento para rebatirlo.
En el puesto, Gotlinde acababa de descolgar su pollo más gordo. Lo puso en el mostrador con un gesto brusco, como si estuviera desafiando a las zainas a que le dijeran que era demasiado pequeño.
—¡Mirad y decidme si Sunna tiene un pollo jugoso como este!
—Es verdad —dijo la zaina morena, apoyando un dedo en su barbilla con gesto pensativo, pero nada impresionado—. Ese pollo se ve más aceptable.
—Ese pollo sí vale cinco cobres —estuvo de acuerdo la otra.
—¡Cinco cobres! —gritó Gotlinde, con los ojos desorbitados—. ¡Vale al menos diez!
La zaina morena alzó una ceja.
—Pagaremos seis.
—¡Nueve!
—Siete.
—¡Bien! —aceptó Gotlinde, furiosa—. ¡Pero no me volváis a decir que mis pollos no valen lo que paguéis por ellos!
—Por supuesto que no.
—Jamás os insultaríamos de esa manera, buena mujer.
Una depositó las monedas en el mostrador mientras que la otra tomó el pollo en cuestión y lo metió con rapidez en su canasta, como si tuviera miedo que Gotlinde cambiara de opinión.
—Bueno, eso está muy bien —dijo la zaina morena—. Ahora, ¿podéis decirme dónde conseguir huevos frescos? —añadió, como si no pudiera ver los cajones llenos de ellos que Gotlinde tenía detrás suyo.
Cheshire se rio por lo bajo.
—¿Te parece gracioso? —le preguntó Claudia, entrecerrando los ojos. Entre vecinos, se consideraba casi una descortesía regatear de aquella manera. Era como insinuar que una persona no estaba cobrando un precio honesto por sus productos.
—Me parece divertidísimo, sí —afirmó Cheshire, mientras Gotlinde y sus tías iniciaban otra ronda de gritos a voz en cuello—. Brunhilde.
Claudia parpadeó un par de veces, confundida.
—¿Qué?
—Oh, ¿no es ese tu nombre? —Cheshire chasqueó la lengua y le dio un mordisco a su manzana. La masticó pensativo—. No, no tienes cara de Brunhilde. Veamos... ¿eres acaso Judith? ¿Klara? ¿Henrietta?
Claudia negó con la cabeza y echó a andar en la dirección contraria. Cheshire la siguió, caminando a su lado como si fueran buenos amigos. Claudia no supo por qué no lo echaba sencillamente de su lado. Quizá porque no le molestaba que tratara de adivinar su nombre una y otra vez.
—Vaya, parece que voy a perder esa flor —suspiró Cheshire.
—Eres un chico muy extraño —dijo Claudia, entrecerrando los ojos.
—Al contrario, soy de lo más normal. Pero claro, eso depende de tu definición de normalidad.
—Todo el mundo tiene la misma definición de normalidad.
—¿Estás segura? —inquirió él—. Aquí hay mucha gente de cabello dorado, pero el tuyo es negro. ¿Significa eso que tú eres extraña?
Claudia se tiró involuntariamente de un mechón de pelo y se lo puso detrás de la oreja.
—Mi madre es de Alcázara —explicó, sin saber muy bien por qué—. Allá mucha gente tiene el cabello negro.
—O sea que si fueras rubia y estuvieras en Alcázara, serías extraña allí —dijo Cheshire—. Y piensa en tu ropa. A mí me parece extraño que uséis todos esos marrones y grises. ¿Qué pasó con las faldas verdes que tenías ese día en el puente?
Claudia hizo lo posible por no mirarlo, pero no pudo evitar que le ardiera el rostro. ¿Cómo era posible que recordara un detalle tan pequeño como eso? ¿Y por qué la perturbaba que lo hiciera?
—Es más, si una mujer de la Isla de Hood viniera aquí, vosotras la encontraríais extraña porque ellas no usan falda.
Claudia dejó de caminar para mirarlo de frente. Eso no sonaba posible.
—¿No?
—Bueno, algunas sí —admitió Cheshire, rascándose la nuca. Parecía que esa metáfora se le había ido un poco de las manos—. Pero otras usan calzas o pantalones, como los hombres, y llevan espadas en el cinto.
—Te lo estás inventando.
—Juro que es verdad —dijo Cheshire, y dibujó una cruz sobre su corazón para indicar que era sincero—. Yo mismo las he visto.
—¿Has estado en Hood?
—Cheshire es un pueblito en la costa norte de Hood. Yo nací allí, y por eso me pusieron este nombre.
—Entonces, eres de Hood.
—No soy de ningún lugar —contestó él, con un encogimiento de hombros—. Soy un zaino.
La cabeza de Claudia daba vueltas.
—Eso no tiene sentido —declaró—. Todos pertenecemos a algún sitio.
—Bueno, nosotros no —dijo él, alzando la barbilla, orgulloso, y sin dejar de sonreír—. Nosotros pertenecemos a nuestros clanes.
—Es decir, ¿que ninguno de ustedes tiene casa? —Claudia frunció el ceño—. ¿Nunca se quedan a vivir en ningún sitio?
Cheshire le dio un último mordisco a la manzana y arrojó el corazón al pasto.
—Dime, si una tormenta viniera y destruyera tu casa, pero toda tu familia sobreviviera, ¿no dirías que eso es más importante que cuatro paredes y un techo?
—Por supuesto, pero...
—Eso es porque tú perteneces a tu familia —la interrumpió Cheshire, parándose delante de ella—. Da la casualidad que tu familia vive aquí, pero eso no significa que tú pertenezcas a este pueblo. Los árboles tienen raíces para quedarse en un sitio, pero las personas tienen pies para ir de un lado a otro.
Claudia no estaba segura de que lo entendiera. Pero le gustó un poco aquella idea de que las personas no pertenecían a un lugar, sino con las personas que amaban. Eso explicaba por qué su madre se había marchado de Alcázara. Ella pertenecía a su padre y su padre a ella.
Los labios de Cheshire se torcieron otra vez en una sonrisa, como si supiera lo que Claudia estaba pensando.
—Yo amo a mi familia como tú a la tuya. ¿Te parezco tan extraño ahora?
—No —admitió Claudia—. Supongo que no.
Cheshire metió una mano en la canasta y sacó otra manzana, roja y reluciente.
—¿Me cambias esto por uno de tus panes?
Claudia no le preguntó cómo sabía que llevaba panes en la canasta. Tenía la sensación que Cheshire se lanzaría a otra disquisición al respecto. Y la verdad, no le hubiera importado. Se dio cuenta que no le molestaba hablar con él. Por lo menos, tenía ideas más interesantes que las de otros chicos en el pueblo.
Sacó un pan envuelto en una servilleta y se lo tendió. Cheshire lo tomó con una mano mientras le ofrecía la manzana con la otra. Las puntas de sus dedos se rozaron en el intercambio.
Claudia se estremeció y dio un paso atrás. De pronto, se dio cuenta de que se había alejado hacia un costado del mercado, lejos del bullicio de la gente trocando sus mercancías y negociando en los puestos. No sólo eso, sino que había estado hablando a solas con un chico. Sin chaperón.
Lo inapropiado de la situación hizo que le subieran los colores a la cara.
—T-tengo que volver —tartamudeó y giró sobre sus talones.
—De acuerdo —dijo Cheshire. No sonaba ofendido por lo repentino de su retirada—. ¡Te veré por ahí, Sara!
—¡No es mi nombre! —contestó ella, sin darse vuelta a mirarlo.
Pero era un nombre muy común en Alcázara. Quizá toda aquella conversación no había sido más que una excusa para socavar información sobre ella y tratar de ganar su tonta apuesta. Claudia no podía explicar por qué la molestaba la posibilidad de que él le ganara.
El resto de la tarde, se quedó en una esquina segura, charlando con sus vecinos y repartiendo sus panes. Oskar le compró un pan y le dijo que se veía muy bonita, lo que la sobresaltó. ¿Ya estaba empezando a cortejarla? ¡Pero faltaban casi dos meses para el casamiento de Miriam!
Volvió a ver un par de veces a las tías de Cheshire, cada una con una canasta en el brazo. A veces iban juntas y otras cada una por su lado, pero no parecía que se fueran a ir del mercado tan pronto como Claudia hubiera creído. Se escondió detrás de un árbol cada vez que las vio venir, pero Cheshire parecía no ir con ellas. O quizá simplemente había decidido dejarla en paz por ese día.
Lo cual estaba bien. Mientras hablaba con él, no se notaba tanto, pero ahora que no estaba se daba cuenta que era extremadamente pretencioso. Presumiendo de todos los viajes que había hecho y de las cosas que había visto. ¡Y tantas estupideces! ¡Mujeres con espada! Se lo había inventado, seguramente. Todos sabían que los zainos eran unos mentirosos y unos tramposos.
Cuando el sol empezó a caer y el cielo empezó a teñirse de naranja, se reunió con Serafina y Miriam junto al puesto de Gotlinde.
—Os he guardado unos cuántos huevos —dijo Emil, poniendo el atado en la canasta de Miriam—. Lamento que no sean más. Mi madre ha tenido un día... complicado.
—¡Que mis huevos no son los más grandes y frescos del pueblo! —protestó Gotlinde, aparentemente a nadie en particular. Estaba sentada en un taburete detrás del mostrador, con el cabello desaliñado y lo que parecía ser una botella de vino de frutillas en la mano—. ¡Sí que lo son!
—Claro que sí, suegra —dijo Miriam, conciliadora—. Todos lo saben.
Gotlinde dio otro trago largo a la botella, murmurando para sí algo sobre las "malditas zainas..."
—Los veremos en el servicio —dijo Serafina.
—Sí... bien... —Emil le echó una mirada preocupada a su madre—. Veremos si podemos ir.
Claudia tuvo que morderse el interior de la mejilla para no echarse a reír. Era muy maleducado de parte de las zainas haber regateado de esa manera, pero no creía que fuera para tanto. Quizá, simplemente, a ellas les parecía maleducado porque no eran zainos. Abrió la boca para comentarle esa idea a su madre y a su hermana, pero entonces Serafina se paró de repente.
—¿Ida?
La niña estaba sentada en el árbol que marcaba el final de la plaza y el comienzo de la callejuela. Tenía las rodillas encogidas contra el pecho y el rostro hundido en sus bracitos cruzados, la imagen misma de la desolación. Cuando levantó la vista hacia ellas, Claudia se dio cuenta a pesar de la luz que se desvanecía que tenía los ojos rojos y el rostro húmedo.
—Oh —murmuró y se apresuró a limpiarse la cara con la manga de su vestido—. Oh. Perdón. No quise estorbarles el paso.
Su vocecita sonaba quebrada y triste. A Claudia le partió el corazón.
Serafina, con su instinto de madre, se sentó junto a la pequeña y le pasó un brazo por los hombros.
—¿Qué te pasa?
—Nadie... nadie quiso comprar mis tomates —dijo Ida, entre hipidos—. No tenemos dinero para pagarle al curandero. No...
Se echó a llorar con fuerza, ocultando su carita contra el pecho de Serafina, que le acarició el cabello con mucha calma.
—Ya, pequeña. Estoy segura que los dioses os ayudarán...
—¿Tomates, dijiste?
Claudia y Miriam saltaron a un lado. Cheshire y sus tías acababan de aparecer por un costado. Aparentemente, esa forma tan silenciosa de moverse era otra característica que compartían todos los zainos.
—No conseguimos tomates en todo el mercado —dijo una de las zainas.
—Niña, déjanos ver lo que tienes.
Ida las miró, con los ojos abiertos de par en par. Pero su desesperación por conseguir dinero era mayor que su miedo a los zainos, así que se escabulló de entre los brazos de Serafina y abrió la canasta para mostrarle sus tomates a las zainas.
—Los... los vendo a un cobre cada uno —dijo, en un murmullo tímido.
—¿Y qué harás con el dinero? —preguntó Gildi, la pelirroja, mientras que la otra sacaba uno de esos escuálidos tomates y los examinaba a la luz moribunda del sol.
—Mi... mi hermano está enfermo. Tiene el Silbido. Tose mucho y le cuesta respirar...
—¿Un cobre dijiste? —la interrumpió la zaina—. ¿Cuántos tomates tienes aquí?
—Una docena —dijo Ida. Sacudió la cabeza y miró a Claudia fugazmente—. Perdón. Once.
Las zainas se miraron y por un terrible momento, Claudia pensó que iban a ponerse a regatear. Y una cosa era que lo hicieran con Gotlinde, pero, ¿con una niña tan vulnerable y desesperada por unos pocos cobres?
—Están en su punto para hacer una buena salsa, Gildi.
—Y son tan pequeños que ni tendremos que cortarlos, Miselda.
—Me parece un precio justo.
—A mí también. Doce cobres. Y te daremos tres más por la canasta.
—Oh. —El rostro de Ida se puso rojo—. La canasta no es...
—Acepta el precio, Ida —le dijo Serafina en un susurro—. Nosotras podemos trenzar otra.
Ida parecía a punto de echarse a llorar otra vez, pero de alegría. La zaina llamada Gildi sacó una bolsita y depositó uno por uno los quince cobres en la mano extendida de Ida.
—Ches, recoge la canasta.
—Sí, tía Miselda —dijo Cheshire, y se la colgó de su brazo libre—. ¿Dónde vives, niñita?
—En... en la casa cerca del puente. La más pequeña...
—Quizá pasemos a visitarte —dijo Cheshire, sonriendo—. Mi abuela tiene un buen remedio para las enfermedades de los pulmones y la garganta.
—Un placer hacer negocios contigo.
—Adiós, niña.
Y sin más, los tres se marcharon, caminando tranquilamente por la calle como si no tuvieran ninguna prisa en el mundo.
—¿Ves? —dijo Serafina, poniéndole una mano en la cabeza—. Te dije que los dioses te cuidarían.
Ida se guardó los cobres en el bolsillo del delantal y volvió a limpiarse la cara con las mangas.
—Entonces ellos deben de ser ángeles, si los enviaron los dioses.
Cheshire miró sobre su hombro, como si supiera que estaban hablando de ellos y miró en dirección a Claudia. Descaradamente, le guiñó un ojo.
Y luego, los tres zainos desaparecieron al doblar una esquina.
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