Cap. 4 - Venenos y trampas
La cena hervía en la marmita de la Tía Miselda, sobre el fuego que las mujeres habían encendido mientras ellos no estaban. El campamento estaba inundado del aroma del estofado y las hierbas, y a Cheshire le rugió el estómago cuando el vapor le llegó hasta la nariz. La carrera de aquella mañana y la excursión a la casa del alcalde lo habían dejado agotado y hambriento.
La tía Gildi cantaba, como siempre, y la voz de Drina se le unía en un bello coro mientras las dos colgaban los trapos y ropas que habían lavado en el río más temprano. La luz del fuego iluminaba el campamento con un suave resplandor dorado. Cheshire se detuvo un momento a mirarlo todo y deseó, por una vez, no ser cuentacuentos si no pintor o músico. ¿Habría palabras que pudieran describir la paz que sentía al ver a su familia? ¿Sonidos para imitar el canto de los grillos o un pincel mágico como el de su cuento para hacer brillar a las luciérnagas sobre un lienzo?
—¡Ches, deja de soñar! —le gritó Zale.
Cheshire se dio cuenta que se había detenido a mitad de camino hacia el campamento, demasiado empeñado en grabar aquella escena en su memoria. Sus tíos ya le habían dado besos a sus respectivas esposas y el tío Cato ya le había revuelto el cabello a Drina.
—Bueno, no sé si tuvimos suerte —comentó, buscando un taburete en el que sentarse.
El tío Harman le hizo un gesto para que dejara de hablar.
—Espera a que esté aquí Maman, así no tendrás que repetirte.
—Es cierto. Ve a llamarla, Cheshire. Y no te quedes alelado por ahí.
—Nunca, tío —contestó Cheshire.
Aunque, a decir verdad, no era la primera vez que la belleza del mundo lo dejaba paralizado. Le gustaba soñar que algún día conseguiría verlo todo y narrarlo todo. Maman decía que esa era su cabeza que estaba tan ansiosa por llenarse de cuentos que nunca dejaba de buscarlos a su alrededor. Cheshire tenía sus dudas. Zale era músico y a él no le pasaba.
El carromato de Maman, como siempre, estaba un poco apartado del resto del campamento. Maman estaba anciana y obesa. Le costaba levantarse, siempre se quejaba de sus piernas hinchadas y de su espalda dolorida. Las tías Gildi y Miselda insistían en que no necesitaban su ayuda para las labores del campamento, así que Maman solamente salía de su carromato a la hora de la cena. Le llevaban el desayuno a su jergón y algún que otro refrigerio durante el día, pero no importaba lo dolorida y vieja que estuviera, insistía en sentarse con ellos todas las noches a cenar. De esa forma, seguía ejerciendo cierta autoridad en su caravana como si nunca fuera a terminársele la vida.
—¿Maman? —llamó Cheshire despacio. No quería sobresaltarla si estaba dormida.
No debería haberse preocupado. El aroma del incienso invadía el aire y había una pequeña luz dorada al fondo del carromato. Maman estaba despierta, sentada frente a su mesa con sus dos objetos favoritos. Uno era su libro de tapas de cuero donde anotaba las fechas, los lugares y los acontecimientos importantes de la caravana. Todas las caravanas tenían uno, y en ellos se conservaban desde árboles genealógicos y recetas de cocina hasta hechizos que hubieran hecho que los Devotos de la Iglesia se desmayaran. Cheshire había espiado el libro una vez, llevado por su hambre de historias, y Maman se había enfadado tanto con él que le había gritado por primera y única vez en su vida.
—Perdóname, pequeño. Pero aquí hay cosas que no son aptas para una mente joven y fresca —le había dicho cuando se tranquilizó—. Quizá cuando seas mayor puedas comprenderlas.
Pero había sido tal la sorpresa de ver a Maman tan alterada que Cheshire no había intentado hablar del libro con ella nunca más.
El segundo objeto en las manos de Maman eran sus cartas. Las mezclaba y las movía como si sus dedos artríticos nunca hubieran perdido la juventud, murmurando para sí mientras el mazo alteaba y arrullaba como una paloma en sus manos. Cheshire se quedó parado a unos metros. Sabía que no debía interrumpirla cuando Maman escrudiñaba el futuro. Sus cartas le hablaban en un idioma que solamente ella sabía descifrar, aunque últimamente Drina había comentado muy ufana que Maman le había dicho que ella podía tener ojo para las cartas.
A Cheshire le estremecía pensar que Maman estaba tratando de pasar todos los conocimientos de su cabeza cansada apresuradamente, para no morirse y llevárselos con ella a la tumba. Ella también era una cuentacuentos, ¿y habría alguien en el mundo que lo entendiera cuando se fuera?
Maman dejó tres cartas delante de ella y las escrudiñó a la luz de su pequeña lámpara. Cheshire se aclaró la garganta.
—Sé que estás ahí, pequeño —le dijo Maman, con su voz cascada—. Ven.
Cheshire se acercó, tomó un taburete apilado en el rincón y se sentó junto a Maman.
—¿Qué te dicen las cartas? —preguntó Cheshire, mirando sobre su hombro.
Entendía lo suficiente de las cartas para reconocer que el hombre sentado en el trono con la corona era El Emperador, y el otro, con el sombrero extraño, era El Sacerdote. Pero no sabía que significaba aquella otra que mostraba a dos novios casándose, con un hada sobre ellos apuntándolos con un arco en forma de corazón, ni sabía si significaba algo que estuviera al revés.
—Dicen que este será un lugar de grandes cambios para nosotros —contestó Maman, críptica—. No sé todavía si serán buenos o malos.
Se volvió a mirarlo. Cheshire estaba acostumbrado al lunar en su barbilla y a las patas de gallo alrededor de sus ojos oscuros, pero esa noche le pareció ver algo más. Un rictus en su boca, una tristeza profunda como el mar en sus ojos oscuros. Le puso las manos en las mejillas a Cheshire y le pasó una mano por el cabello ensortijado, desordenándoselo.
—Ya no eres tan pequeño, ¿verdad?
—Hace años que no lo soy —dijo Cheshire, con una sonrisa irónica.
—No, supongo que no. Y ya va siendo hora que te rompan el corazón.
Cheshire se rio porque, ¿qué otra cosa podía hacer? No conocía a nadie que fuere a hacerle eso. Quizá cuando se encontraran con otra caravana le ocurriera lo que le había pasado a los hermanos mayores de Zale y Drina, pero incluso entonces...
—Si me caso, mi esposa tendrá que viajar con nosotros, Maman —le dijo, con mucha seguridad—. No pienso dejarte.
—Oh, estoy segura que no —dijo Maman. Su boca se torció en una sonrisa, como si acabara de escuchar una broma muy graciosa de la que no podía reírse todavía—. Bueno, ¿está lista la cena o no?
Cheshire esperó pacientemente a que Maman se atara un pañuelo sobre su cascada de cabellos plateados y luego la ayudó a salir del carromato, apoyada como pudo en el brazo de él. Drina les había apartado dos cuencos de estofado, y por supuesto, el de Maman tenía más carne que el suyo. Llegar a esa edad tenía sus beneficios, decía Maman.
Todos esperaron en silencio. Por más que se enfriara el estofado, había que esperar que la persona más anciana de la caravana empezara a comer. Maman sopló su cuchara de madera, se la metió a la boca, saboreó la cena y luego le hizo un asentimiento de aprobación a sus nueras, antes de volverse hacia Cato.
—Bueno, hijo, ¿qué novedades hay?
Cheshire empezó a meterse el estofado en la boca con entusiasmo mientras Cato y Harman le contaban a Maman de su excursión al pueblo y de lo que habían hablado con el alcalde. Había un número limitado de segundas raciones, y si no se apresuraba, Zale se las comería todas. Para ser un flautista tan enclenque, su primo tenía el apetito de una bestia que despertaba después del invierno.
A Maman no pareció gustarle el trato que habían hecho con Sattler.
—Cato, ¿estás loco? ¡Nadie podría deshacerse de toda una infestación de ratas!
—Y no creo que él espere que lo hagamos —contestó Cato, con un encogimiento de hombros—. Pero si nos deshacemos de las suficientes, podemos renegociar el pago. No necesitamos treinta monedas de oro, solamente con diez podremos continuar todo el año.
A Cheshire aquello le parecía un pronóstico demasiado optimista, pero estaba demasiado ocupado empujando a Zale fuera de su camino para llegar antes que él a la marmita como para opinar.
—¿Y estás seguro que ese hombre accederá a pagarte siquiera eso? —preguntó Maman, con el ceño fruncido—. Creo que debe ser un hombre muy taimado.
—Estoy seguro, pero yo lo soy más —replicó Cato.
Zale cayó al piso y Cheshire le sacó la lengua antes de pararse delante de la marmita con el cuenco extendido.
—¿Puedo comer más, tía Missy?
—¡Tramposo! —lo acusó Zale desde el piso.
—¡Lento!
—¡Sois los dos unos inmaduros! —intervino Drina, poniéndose las manos en la cintura.
La tía Gildi, que siempre tenía la risa fácil, soltó una carcajada, alta y sonora igual que su voz, que se contagió a tía Missy y luego a los tíos y a Maman. Incluso Drina y el humillado Zale se echaron a reír, y en un momento fue como si las rencillas y las preocupaciones se hubieran desvanecido en el aire.
—Te vas a poner gordo —le advirtió tía Miselda, pero aun así le sirvió otro plato. Cheshire sabía que lo haría. Miselda había sido su madrina de leche, así que aún ahora tenía el instinto de tenerlo bien alimentado.
—¿Y qué tiene de malo ser gordo? —preguntó el tío Harman, señalando a sus propias abundantes carnes—. Seguro que encuentra a alguna chica que le guste tener de donde agarrarse, igual que a ti.
—Por favor, no —dijo Zale, que se ponía colorado cada vez que sus padres hacían un chiste soez. Lo cuál solamente hacía que los hicieran más a menudo.
Volvieron a reírse, esta vez más alto y por tanto tiempo que se quedaron sin aliento por un rato. Maman los miró a todos con satisfacción, asintiendo con la cabeza. Así era como tenían que ser las familias, decía a menudo. Juntas y compartiendo todo lo que tuvieran para compartir.
—Toca algo, Zale —pidió después de terminar su ración.
Zale fue a buscar su flauta, y por suerte, esta vez decidió tocar algo más animado que la triste balada de aquella mañana: un tonillo de viaje que todos los zainos que compartían la lumbre a lo largo de todo el mundo conocían. La tía Gildi rompió a cantar primero, como siempre, pero todos corearon junto con ella:
El largo camino empieza
En la puerta de tu hogar
Serpentea hacia lo lejos
Sin nunca terminar...
Drina se paró y empezó a danzar, las faldas revoloteando sobre sus piernas, sus pies descalzos moviéndose rápidos sobre la hierba tierna mientras los demás aplaudían para marcar el ritmo.
Las letras variaban de caravana en caravana, pero la melodía era lo bastante común para que escucharla en cualquier lugar les hiciera comprender que ya no se encontraban entre extraños, sino entre gente de su misma clase. El hogar de un zaino no eran cuatro paredes y un suelo. Era entre personas que lo quisieran y lo aceptaran, sin preguntas, sin desconfianza.
Ven, vagabundo, descansa
Y comparte esta canción
Que el viaje comienza de nuevo
Mañana al salir el sol...
Mañana al salir el sol no tendrían que viajar, pero tendrían que prepararse para trabajar duro. Otras noches seguirían cantando y tocando hasta que Zale se quedara sin aliento o hasta que Drina no pudiera bailar más. Quizá Maman les contaría una historia, o le pediría a Cheshire que le ayudara a contar una. Pero Cato les recordó que tendrían que empezar temprano.
—¿Piensas atrapar a las ratas mientras todavía están dormidas? —le preguntó Harman, con ironía.
—Pienso demostrarle al pillo de Sattler que tenemos pensado hacer exactamente lo que dijimos que haríamos —replicó Cato.
Todos se volvieron a mirar a Maman.
—Ya lo escucharon —dijo Maman, con un encogimiento de hombros—. Zale, Ches, ayúdenme a volver a mi jergón.
Apoyándose entre sus dos nietos, Maman subió al carromato. Les pellizcó las mejillas a los dos para desearles buenas noches y luego sacó su cepillo de cerdas. Todas las noches se cepillaba sus cabellos de plata y luego hacía lo mismo por Drina. El hecho de que estuviera tan anciana y fuera viuda no parecía ser motivo suficiente para dejar de cuidar su aspecto.
Entretanto, Cato y Harman ya habían levantado y enjuagado los platos, así que lo único que les quedó para hacer fue levantar la marmita y llevarla hasta el río. Ese era su trabajo todas las noches, porque eran, como decía la tía Gildi, "muchachos fuertes que podían encargarse de algo tan pesado". Cheshire sospechaba que estaba apelando a su orgullo para conseguir que hicieran sus tareas. Al fin y al cabo, ella y tía Miselda levantaban la marmita para ponerla en el fuego todas las noches.
La noche todavía era un poco fría, pero estaba despejada, así que Zale y Cheshire decidieron tender sus mantas a la intemperie. Cheshire se apoyó en la almohada, con la manta hasta la barbilla y los ojos siguiendo los contornos de todas las constelaciones sobre su cabeza. Le dieron pena las personas de Hamelin. ¿Cómo podían encerrarse en sus casas y dormir bajo techo cuando el cielo ardía de estrellas?
Los pensamientos de Zale estaban más cerca del suelo que los suyos, sin embargo.
—¿Crees que sea posible? Matar a todas las ratas, quiero decir.
Cheshire suspiró profundamente. No quería pensar en lo que les esperaba en la mañana, a menos que fuera un amanecer de primavera espectacular.
—No lo sé. Quizá tú podrías diseñar una trampa o algo.
Zale era mucho más hábil para crear artesanías que él. Quizá porque sus dedos rápidos de flautista estaban mejor adaptados para ello.
—Tendría que ser una trampa bastante grande, para que ninguna se escape.
—Y tendrías que encontrar la manera que todas se metieran en ella —señaló Cheshire—. Pero si a alguien se le puede ocurrir algo así, seguro que es a ti.
No lo decía para hacer que Zale se callara. De verdad pensaba que su primo era lo bastante inteligente para crear una cosa así.
Zale se quedó en silencio un rato, quizá pensando en su maravillosa trampa para ratas. Los ojos de Cheshire empezaron a cerrarse lentamente...
—Pero eso no te gustaría, ¿a que sí?
—¿Qué quieres decir? —masculló Cheshire, apenas despierto—. Claro que me encantaría que ganáramos treinta monedas de oro.
—Sí, pero entonces tendríamos que irnos —señaló Zale, jocoso—. Y ya no podrías ver a tu chica del puente.
Cheshire arrancó un puñado de briznas y las arrojó en la dirección general de su primo.
—¡Duérmete de una vez!
***
Los siguientes dos días, no se acercaron a Hamelin. Fueron todos, excepto Drina y Maman, al bosquecillo más allá de las colinas.
—Tenemos que pelear una batalla con esas alimañas —les dijo Cato, mientras los organizaba—. Y para entrar en batalla, es necesario llevar las armas adecuadas.
Recogieron palos y ramas para armar jaulas y trampas, flores y hongos para los venenos de Maman. Se pasaron el día en la tarea y regresaron al campamento a la tarde. El estofado de aquella noche fue un poco más aguado que el de la anterior, y no tenía mucha carne. Zale les tocó una canción más corta y Drina no bailó.
—Ayúdame con el mortero, pequeño —le pidió Maman a Cheshire el segundo día—. Mis dedos ya no lo pueden sostener como antes.
Cheshire machacó y machacó junto con Drina hasta que todas las hojas se convirtieron en una pasta aromática. Maman y sus tías la guardaron en frascos, con mucho cuidado de que no les tocara los dedos.
Mientras tanto, Harman, Cato y Zale probaban la eficacia de sus trampas.
—Creo que si cortamos un poco el hilo, la puerta caerás más rápido.
—Vale la pena probarlo —dijo Cato, acariciándose la barba.
La tercera noche, el estofado era casi una sopa y no tenía nada de carne. Zale no tocó ninguna canción, pero Maman les contó una hermosa historia sobre un inteligente zaino que con su ingenio lograba hacer que una princesa triste se riera.
—... y entonces la princesa, por primera vez en su vida, echó la cabeza hacia atrás y se echó a reír. El rey, al escuchar un sonido tan grato, vino corriendo a la sala del trono y se maravilló tanto de ver reír a su hija que de inmediato dijo: "¡El hombre que ha tenido este efecto en ti debe ser tu marido!" Y la princesa estuvo de acuerdo. Juan el Zaino se casó con ella, y vivieron felices por el resto de sus días.
A Cheshire le encantaba esa historia. Debía haberla escuchado un centenar de veces desde que era pequeño, pero seguía pareciéndole maravillosa cada vez.
Zale era mucho más cínico.
—¿Y al rey no le importo que su yerno fuera un zaino?
—Al rey lo único que le importaba era que su hija fuera feliz —replicó Drina, poniendo los ojos en blanco—. Presta atención.
—Yo solamente digo. —Zale levantó las manos en señal de defensa—. ¿A cuántos reyes conoces que tengan sangre zaina?
Cheshire estuvo a punto de replicar, pero Maman lo hizo por él.
—Es un cuento de la época en la que no se nos temía tanto, la época en la que se nos recibía en todos los hogares, dondequiera que fuéramos —contó—. Las personas apreciaban las noticias de tierras lejanas que pudiéramos traerles, apreciaban los conocimientos sobre flores y medicinas que solamente preservan nuestros clanes y la sabiduría de nuestras lectoras de cartas.
—¿Qué pasó, Maman? —quiso saber Cheshire—. ¿Por qué ahora ya no nos tratan así?
Maman se encogió de hombros, como para indicar que no lo sabía o que los motivos no importaban tanto. El tío Cato contestó en su lugar.
—Los Devotos empezaron a creer que nuestras mujeres eran Shtrigas.
—¡No las nombres! —exclamó la tía Gildi e hizo un gesto supersticioso sobre el corazón para ahuyentar el mal.
—Consideran que la magia es una blasfemia porque va en contra del mandato de sus dioses —continuó Cato, ignorando el exabrupto de su esposa—. Temen siempre lo que ignoran.
—Y lo que ignoran es profundo como el océano —añadió Maman—. La magia es peligrosa, pero no por el motivo que ellos creen. Las Sh... las mujeres que abusan de la magia —se corrigió cuando Gildi le echó una mirada alarmada— se vuelven adictas a ella. Son como borrachos que harán lo que fuera por tener su siguiente trago. Ellas harán lo que sea por el poder.
—¿Cómo sabes tanto sobre ellas, Maman? —preguntó Drina, con los ojos abiertos de par en par. Maman le acarició la cabeza, condescendiente.
—Tenemos historias de zainos que han tenido tratos con ellas. Pero hasta los más inteligentes pueden caer en sus trampas como una rata en esas jaulas que están preparando. Lo mejor es evitarlas del todo.
—No será tan difícil —intervino Zale—. Los Devotos y los Cazabrujas las han matado a todas, ¿verdad?
Los ojos de Maman se oscurecieron de pronto.
—No —dijo, bajando la voz—. Solamente mataron a las que eran lo bastante estúpidas y débiles para dejarse atrapar. Las que quedan ahora son las más peligrosas de todas.
Cayó un silencio denso sobre ellos.
Al cabo de un momento, sin embargo, lo rompió tía Miselda:
—Mañana es día de mercado. Quizá debamos ir a aprovisionarnos.
Cato hizo una mueca, pero tiró del cordel alrededor de su cuello. El saco de monedas que colgaba del final se veía deprimentemente vacío.
—Sed prudentes —les advirtió, mientras le daba la bolsa a su esposa—. Y Cheshire, ve con ellas.
Zale suspiró, aliviado. Seguramente prefería quedarse en el campamento a terminar de perfeccionar sus trampas. A Cheshire, por el contrario, no le molestaba ser la escolta de sus tías, protegerlas de potenciales ladrones, ayudarlas a regatear en los puestos de mercado y cargar con las pesadas canastas que traerían de vuelta.
Y quizá, si tenía suerte, se cruzara con la chica del puente otra vez.
Se alegró muchísimo de que su primo no fuera capaz de leer mentes.
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