Cap. 3 - El encargo del alcalde
Claudia no paró de correr hasta llegar a casa. Le costaba respirar y le temblaban las piernas. Su cara debía de reflejar todo el temor que había sentido, porque tanto su madre como Miriam alzaron la cabeza, sobresaltadas, cuando la vieron irrumpir en la cocina.
—Ma... mamá... —alcanzó a decir Claudia entre jadeos.
—¡Dioses! ¿Es que te persigue un demonio? —preguntó Serafina. La sostuvo del brazo y la ayudó a sentarse en una silla—. ¡Miriam, trae agua para tu hermana!
Claudia dejó caer el chal en el suelo, tratando de recuperar la respiración, pero no pudo contestar a las preguntas de su madre hasta que Miriam le sostuvo el vaso de agua contra los labios. Se obligó a tragar un par de veces antes de decir:
—Zainos.
—¿Zainos? —repitió Miriam, abriendo sus ojos oscuros de par en par—. ¿Aquí, en Hamelin?
—Los vi. En las colinas de las afueras.
—¿Y qué hacías tú en las afueras cuando te mandé hasta la casa de Marlene? —preguntó Serafina, con una mano en su ancha cintura.
Claudia y Miriam la miraron como si estuviera loca.
—Mamá, ¿no escuchaste...?
—Sí, sí, te escuché —replicó Serafina, todavía un poco exasperada—. Zainos en las afueras. ¿Y qué?
—¿Cómo que "y qué"? —Miriam empezó a retorcerse el delantal entre las manos, nerviosa—. Mamá, son ladrones. Se roban a los niños. Si ellos...
Serafina soltó un bufido y les hizo un gesto despectivo. Inmediatamente volvió su atención a la masa en la que había estado trabajando antes de que Claudia llegara.
—Son personas como tú y como yo. Que no se queden a vivir en un solo lugar no significa que sean ladrones. En Alcázara había media docena de clanes de zainos. Se alojaban siempre en la posada de mi abuela y nunca supe que le hubieran robado el hijo a alguien. Es más, tenían hijos de sobra ellos mismos, ¿para qué iban a querer los de otros?
—Pero aun así... —empezó a protestar Miriam.
—Puede que solamente estén de paso —replicó Serafina—. Y entonces no habrá motivo alguno para molestarlos. Ahora, ponte el delantal y pásame el palo de amasar. Quiero tener estos panes horneados antes de la tarde.
No había forma de discutir con Serafina cuando se ponía de esa manera. Así que a pesar de su agitación, Claudia hizo lo que le mandaban. Después de todo, quizá dedicarse a su labor fuera precisamente lo que necesitaba para quitarse de la cabeza a ese chico de ojos dorados que le había ofrecido tan descaradamente una flor.
***
Pasado el mediodía, Serafina, Miriam y Claudia salieron camino a los campos de Sattler llevando una canasta llena de pan, queso, algunos huevos, una bota de vino aguado y un poco de jamón. Era una combinación de almuerzo y merienda frugal para que los labradores descansaran y cobraran fuerzas para seguir trabajando hasta que el sol se ocultara tras las colinas y fuera hora de regresar a casa. Algunos de ellos se las llevaban consigo desde sus hogares, pero Serafina consideraba que era un buen momento del día para ver a sus dos hijos mayores. Muchas otras mujeres en el pueblo hacían lo mismo y era una pequeña ocasión que tenían para hablar con sus vecinos y enterarse de las escasas noticias que corrían por Hamelin.
Localizaron a su padre sin dificultades. El cabello rubio de Kaspar, que en estos últimos años había empezado a ponerse blanco, refulgía al sol y tenía la camisa cubierta de sudor. Levantaba la azada y la dejaba caer con energía otra vez, de una forma que Claudia no pensaba que le haría mucho bien a la tierra.
Cuando se acercaron un poco más, sin embargo, se dio cuenta de que no se trataba en absoluto de una técnica de cultivo.
—¡Fuera, malditas! ¡Fuera!
Al menos cuatro ratas correteaban a sus pies, huyendo de los golpes de Kaspar entre chillidos de terror. Claudia saltó hacia atrás involuntariamente cuando las malditas pasaron como exhalaciones delante de ellas. Algunos otros labradores lanzaron piedras en su dirección, gritando y amenazándolas para que huyeran más rápido.
Eso no ayudaba en nada. Las malditas seguirían apareciendo todos los días, en todos los lugares, por años y años. Claudia se estremeció.
Kaspar dejó la azada sobre el suelo y se secó el sudor de la frente con la manga de su camisa. Diligente como una buena esposa, Serafina se le acercó con la bota de vino ya en la mano. Kaspar se lo agradeció con un beso breve en la mejilla.
—¿Ya es tan tarde? —preguntó luego de que sus hijas se acercaran también a saludarlo.
—No, querido, llegamos un poco temprano —lo tranquilizó Serafina—. Busquemos un lugar a la sombra donde comer.
La frente ancha de Kaspar se arrugó de preocupación.
—Me temo que no podemos hacer una pausa larga. Hemos encontrado otras tres madrigueras —les explicó—. No podemos continuar el trabajo hasta que las hayamos echado a todas. Se están volviendo cada vez más audaces.
Eso era precisamente lo que Claudia no quería escuchar. Hasta el hombre más rico del pueblo tenía ratas que se devoraban sus campos.
—Bueno, pues entonces es mejor que hagas una pausa y repongas fuerzas —repuso Serafina. Y como siempre, no había forma de discutir con ella cuando se le metía algo en la cabeza. Extendieron una manta sobre el primer árbol frondoso que encontraron y desplegaron toda la comida sobre ella.
Sus hermanos se le unieron unos minutos después y Claudia pensó que deberían haber traído más comida. Sus cuñadas solían encargarse de eso, pero con Sara encinta y Jana...
—¿Cómo está Jana? —preguntó Miriam, lo cual era una forma discreta de inquirir sobre su paradero.
—Le dije que se quedara en casa hoy con los niños —contestó Gustau mientras ponía un pedazo generoso de queso sobre una rebanada de pan—. No quiero que anden dando vueltas por ahí.
Una nube de silencio se cernió sobre el almuerzo cuando pronunció esas palabras. Finn era el niño más reciente en caer enfermo con el Silbido, pero no era el único y no había forma de saber cuáles de ellos ya se habían contagiado hasta que empezaran a toser. Lo mejor era evitar el contacto, pero Claudia se imaginó a sus sobrinos encerrados en casa en ese bello día de primavera temprana, mirando tristemente por la ventana...
—Son las ratas —dijo Yannick entre dientes.
Toda la familia se volvió a mirarlo. Yannick era un muchacho extremadamente inteligente y curioso. Claudia lo recordaba de niño leyendo y volviendo a leer los cinco libros que su padre había comprado (habían tenido que vender ya dos, para disgusto de Yannick) y el único motivo por el que era labrador como todos los demás en lugar de aprendiz de curandero era porque no podía pagar sus estudios.
—Las ratas provocan el Silbido —insistió Yannick—. Todo es culpa de ellas.
—Eso no tiene ningún sentido —dijo Zirilo, frunciendo el ceño—. ¿Cómo hacen las ratas para contagiar una enfermedad a los humanos?
—No lo sé —admitió Yannick—. Habría que preguntárselo al curandero, pero ¿no has notado ahora que hay más ratas en todos lados, también hay más niños enfermos?
—Y el cielo a veces se llena de nubes, pero no siempre llueve —señaló Serafina, encogiéndose de hombros—. No todo tiene una relación.
—¿No eres siempre tú la que dice que los dioses crearon el mundo entero como una gran maquinaria? ¿No dices que una parte siempre afecta al todo?
—¡Emil! —gritó Miriam, interrumpiendo aquella disquisición teológica. Su rostro se iluminó cuando su prometido se acercó hasta ellos y se sentó a su lado.
Emil la besó en la mejilla. Era un chico alto y fuerte, con un lindo cabello rubio y ojos de color celeste como el cielo. Igual que muchos otros chicos en el pueblo. Serafina y sus hijos, con sus cabellos oscuros, eran una rareza.
—Mi hermana ha hecho unos dulces —dijo Emil, abriendo su propia cesta—. Pensé que podría compartirlos con mi familia.
Serafina y Kaspar se miraron y asintieron con un gesto. A pesar de que ya había asegurado la mano de Miriam, estaba muy bien que Emil quisiera seguir congraciándose con sus futuros suegros. La unidad familiar era de lo más importante.
La conversación tomó otros derroteros, pero la mente de Claudia se desviaba una y otra vez al tema de las ratas y el Silbido. ¿Tendría razón Yannick? Cuando las ratas defecaban en la harina, la tiraban porque estaba arruinada, pero sin duda defecaban en otros sitios también, sitios que no podían ver, como las raíces de los árboles o dentro de las paredes de las casas, lugares que los niños podían tocar sin darse cuenta.
O quizá estaba pensando todo esto porque detestaba a las ratas.
Le dio otro bocado a su pan con jamón y se dio cuenta que su familia había dejado de hablar de pronto. De hecho, todos los labradores que hasta ese momento habían estado tomándose un descanso o adelantando algo más de trabajo se habían callado y habían dejado de moverse, con los ojos todos apuntando en la misma dirección.
A Claudia le dio un vuelco cuando comprendió qué era lo que miraban.
Eran los zainos. Se acercaban al campo caminando con mucha calma y confianza, como si tuvieran tanto derecho como cualquier habitante de Hamelin a estar allí. Eran cuatro, todos hombres, y aún a la distancia, Claudia reconoció que los dos más bajos eran los muchachos que había visto cerca del puente. Vestían ropas de colores chillones, pantalones verdes y azules y camisas amarillas que habían sido parchadas y vueltas a parchar una y otra vez. Los hombres más altos, los dos con pobladas barbas castañas, llevaban pañuelos atados a las cabezas, uno rojo y el otro azul con rayas negras. Destacaban como loros en medio de una bandada de palomas pardas.
Tras dar unos cuántos pasos, se detuvieron.
—Jornalero —llamó el hombre del pañuelo rojo. Hablaba con un vozarrón que parecía ocupar toda la extensión, una voz que demandaba que le pusieran atención. O quizá sonaba así en el silencio sepulcral que había ocasionado su llegada—. Me han dicho que para encontrar trabajo debo hablar con un tal Señor Sattler. ¿Sabes dónde puedo encontrarlo?
El hombre lo miró con desconfianza, pero alzó la mano y señaló hacia la enorme casa del alcalde. Era la construcción más imponente del pueblo, con tres pisos y rejas de hierro que separaban el jardín personal de Sattler de sus campos labrados. Claudia a veces se preguntaba para qué Sattler necesitaba una casa tan grande cuando no tenía ni esposa ni hijos que la ocuparan junto con él, pero teniendo en cuenta que era el hombre más rico y respetado del pueblo, todos le perdonaban aquella excentricidad.
—Gracias —añadió el zaino, y continuaron camino hacia la casa.
Claudia se encogió un poco detrás de sus hermanos, pero el muchacho de ojos dorados ni siquiera miró en su dirección.
Yannick fue el primero en recuperar la palabra.
—¿Zainos? ¿Aquí?
—¿Son los que viste esta mañana? —preguntó Miriam.
—¿Te encontraste con ellos? —quiso saber Kaspar en un susurro alarmado.
—Solamente los vi de lejos —mintió Claudia. Le ardía el rostro al recordar la sonrisa del chico, la forma en que le había tendido la margarita—. Mamá dijo que quizá estuvieran de paso.
—Claramente, me equivoqué —dijo Serafina, encogiéndose de hombros—. Ni yo puedo saberlo todo.
En el campo reinaba la agitación. Los jornaleros se habían detenido, reuniéndose en pequeños grupos para comentar excitados aquella novedad. Entonces Xavier, el capataz, empezó a gritar. Tenía una voz casi tan potente como la del zaino:
—¡Vamos, todos de vuelta al trabajo! ¡Dejad de holgazanear o le diré al Señor Sattler que no os pague nada! ¡Eso va para vosotros también! —dijo, señalando a las familias que descansaban bajos los árboles.
—Bueno, parece que tenemos que ponernos otra vez en pie —suspiró Kaspar. Le dio un último trago a la bota de vino y se la devolvió a Serafina—. Os veremos esta noche.
Serafina y Claudia recogieron los restos de la comida, mientras que Miriam y Emil se alejaron unos cuántos pasos para esconderse en la sombra de la fronda. Era un poco indecoroso, dado que aún no estaban casados, pero a dos futuros esposos se les podía permitir ciertas libertades, decía Serafina con un guiño.
—Vamos a esperarla al borde del campo —propuso Serafina, cuando la manta y los restos de la comida hubieron regresado a su canasta.
Claudia estuvo a punto de darse vuelta, pero entonces, por el rabillo del ojo, vio que Yannick no había vuelto al campo, sino que se dirigía con grandes zancadas hacia la casa del Señor Sattler. No estaba corriendo, pero quedaba claro por su forma de andar que iba muy apurado.
—Se... se me ha olvidado decirle algo a Yannick —tartamudeó Claudia—. Adelántate, mamá.
Serafina soltó un suspiro, sin duda apabullada por sus hijas tan atolondradas, pero la dejó marchar.
Claudia sí corrió para alcanzar a Yannick. A diferencia de los dos mayores, Yannick era un chico alto y larguirucho. Los dos años que llevaba labrando los campos de Sattler no le habían sacado músculo, pero sus piernas largas lo habían consagrado ganador de varias carreras en el pueblo cuando se organizaban competiciones así.
Y eso le servía bastante, porque más de una vez había tenido que salir corriendo cuando su curiosidad lo había llevado a meterse donde no debía, como Claudia estaba segura de que pensaba hacer en ese preciso momento.
Pasó los campos y se metió entre los árboles que lindaban con el muro de la casa del Señor Sattler, con Claudia persiguiéndolo.
—Ya... Yannick... —lo llamó en voz baja.
Yannick se sobresaltó primero y luego le echó una mirada con el ceño fruncido, de la misma manera que hacía cuando se iba con sus amigos y Claudia y Miriam lo seguían a pesar de que eran demasiado pequeñas para mantenerles el ritmo.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó en el mismo tono confidencial.
—¿Qué haces tú? —quiso saber Claudia, apoyando las manos en las caderas, aunque estaba segura de que la pose no le daba el mismo aire de autoridad que a Serafina—. Si te atrapan espiando al Señor Sattler, te meterás en un buen lío.
Yannick bajó la vista, culpable. Pero era obvio que aquello no iba a disuadirlo de su cometido.
—Quiero saber qué dicen los zainos.
Claudia ya lo sospechaba. Yannick nunca perdía la oportunidad de aprender algo nuevo, y esta no iba a ser la excepción.
Y lo cierto es que Claudia también quería saber qué estaba ocurriendo. ¿Les daría el Señor Sattler trabajo? Si no lo hacía, ¿seguirían de largo? ¿Cuánto tiempo se quedarían allí? Por eso había seguido a su hermano hasta allí, y por eso miró alrededor para asegurarse que no había nadie cerca que pudiera verlos u oírlos. Luego, miró el muro que los separaba del jardín del alcalde.
—Ayúdame a subir —le pidió a su hermano.
Yannick no la cuestionó. Los dos sabían que, si querían satisfacer su curiosidad, tenían que ayudarse. Se agachó y junto las manos para formar un peldaño. Claudia se quitó los zuecos de dos patadas y se paró sobre él antes de subirse a sus hombros.
—¡Ouch! ¡Cuidado!
Claudia lo chistó y apoyó las manos en la cima del muro. Tenía que pararse de puntillas y doblar la cabeza en un ángulo incómodo para ver algo, pero por fin consiguió distinguir el cabello claro del alcalde Sattler, de espaldas al muro. No había dejado pasar a los zainos a su propiedad, por supuesto, pero se había asomado a la reja a hablar con ellos.
—... ya tengo más labradores de los que puedo mantener —decía Sattler—. No hay ningún trabajo para vosotros. Os sugiero que recojáis vuestros bártulos y os marchéis de inmediato. No queremos problemas en Hamelin.
—Me parece muy bien. Nosotros tampoco queremos problemas —replicó el zaino del vozarrón—. Aceptaremos cualquier trabajo, patrón.
—¿Cualquier trabajo? —repitió Sattler. No sonaba convencido.
—El que nos pidáis. No le tenemos miedo al esfuerzo.
Desde su posición, Claudia no podía ver la expresión del alcalde, pero le pareció que su postura cambiaba ligeramente. Los hombros hacia atrás, la cabeza echada hacia adelante, como si le interesara la propuesta del zaino.
—¿Qué tan buenos sois con las alimañas?
—Muy buenos, patrón —dijo de inmediato el zaino, con tanta confianza que era imposible saber si mentía o no—. Cualquier alimaña que lo aqueje, nos encargaremos de ella.
—No me aqueja solamente a mí, sino a todo el pueblo. Mucho me temo que tenemos una infestación de ratas y no ha habido manera de deshacerse de ellas.
—Vimos algunas de camino, sí —intervino uno de los otros zainos, pero alguien lo mandó a callar con un chistido.
—Si conseguís librar a Hamelin de las ratas, os estaríamos agradecidos —continuó Sattler, ignorando el comentario.
—¿Qué tan agradecidos?
Sattler hizo una pausa. El alcalde no era precisamente generoso con su dinero, pero las ratas eran un problema demasiado molesto para continuar ignorándolo más tiempo.
—Veinte monedas de plata —ofreció. Sonaba como un precio razonable, pero el zaino del vozarrón replicó:
—Treinta. De oro.
Claudia tuvo que aferrarse al muro por la sorpresa. ¡Eso era más de lo que ganaba un jornalero en un año!
Sattler también pensaba que era una locura.
—¡Es excesivo!
—Patrón, por ese precio, no solamente nos libraremos de las ratas, sino que nos aseguraremos que ninguna vuelva a aparecer por vuestro pueblo.
Sonaba a una extrema bravuconada y Claudia no podía creer que el alcalde fuera a aceptar un trato así. Sin embargo, Sattler la sorprendió:
—Hecho. Pero solamente si os deshacéis de todas las ratas. De todas y cada una.
—Lo haremos. Que no os quepa duda.
Claudia ya había escuchado bastante. Se apartó del muro y Yannick, entendiendo lo que ocurría, la ayudó a bajar al piso otra vez. Claudia se agachó a recoger sus zuecos y le contó a su hermano todo lo que había escuchado mientras los dos se alejaban con rapidez de la casa de Sattler.
—¿Todas las ratas? —preguntó Yannick, con la boca abierta por la sorpresa—. ¿Por treinta monedas de oro?
—Eso es lo que dijo el alcalde.
—Pues podría haberles prometido cien, tranquilamente. Es una tarea imposible.
Claudia se encogió de hombros. Sonaba imposible que se deshicieran de todas, pero si lograban deshacerse de bastante de ellas como para no tener que verlas correteando por la calle, ella misma juntaría todos sus ahorros para pagarles a los zainos. Claro, si no sentía pánico de acercarse a ellos.
—Debo correr. Mamá me espera.
Yannick le hizo un gesto de saludo y él también salió disparado en otra dirección. Todos los jornaleros habían vuelto al trabajo, así que ninguno se fijó en ella cuando se paró cerca de un árbol en el linde de los campos para volver a calzarse los zuecos.
Pero, para su sorpresa, alguien sí que la vio.
—Eres tú. La chica del puente.
Claudia se sobresaltó tanto que estuvo a punto de perder el equilibrio. El muchacho zaino, el de los ojos dorados y el cabello castaño revuelto, estaba parado frente a ella. Obviamente se había alejado de su familia mientras negociaban con Sattler, porque apenas se los veía acercarse por el camino.
—¿Siempre sales corriendo cuando alguien te regala una flor? —le preguntó, con una sonrisa.
A Claudia le ardieron las mejillas. ¡Cómo se atrevía a hablarle de aquella manera! ¡Cómo si fueran amigos! Era de lo más inapropiado. Podría haberse echado a gritar y sin duda todos los jornaleros en el campo habrían acudido a ayudarla.
No lo hizo, sin embargo. No quería que aquel chico tan descarado creyera que le daba miedo, incluso si en ese momento el corazón se le salía del pecho y las manos le temblaban un poco.
Se puso el otro zueco y alzó el rostro con dignidad.
—Cuando es un desconocido.
El chico dio un paso al frente y Claudia tuvo que resistir el impulso de huir otra vez. Pero lo único que hizo él fue estirar la mano hacia ella.
—Me llamo Cheshire. Ches, para los amigos.
Claudia lo miró de reojo. Pero no parecía que hubiera ningún truco en aquel gesto, ninguna broma que ella no entendiera. Lentamente, estiró la mano y él se la estrechó, con firmeza, pero sin hacerle daño. Su sonrisa se ensanchó aún más.
—¿Ves? Ahora ya no soy un desconocido.
—Supongo que no —contestó Claudia. Le soltó la mano y se dio la vuelta, con toda la calma que fue capaz de conjurar.
—Pero yo todavía no sé tu nombre —protestó él.
—Porque no te lo dije. Ni te lo diré.
Él chasqueó la lengua, un gesto que en cualquier chico del pueblo se hubiera considerado tremendamente vulgar.
—Qué lástima —comentó y alzó un poco la voz para que Claudia lo oyera incluso mientras se alejaba—: Pero no importa. ¡Te apuesto una flor a que lo adivino!
Había algo irritante en Cheshire. Quizá era la seguridad en sí mismo que destilaba, la calma con la que se desenvolvía, la picardía en sus ojos dorados. O quizá era aquella sonrisa que no parecía borrarse jamás de su cara, como si todo el mundo fuera una gran broma para él.
Y sin embargo, Claudia tuvo que resistir el impulso de volverse a mirarlo por sobre el hombro. Era como una costra que no podía dejar de rascarse.
Serafina y Miriam la estaban esperando y las dos le dirigieron idénticas miradas de severidad.
—¿Qué tanto le tenías que decir a Yannick? —preguntó Miriam, poniendo los ojos en blanco—. Lo verás esta noche en casa.
—Era... un tema importante —dijo Claudia torpemente, y maldijo al zaino. Si él no la hubiera distraído, quizá se hubiera inventado una excusa mejor.
Resultó que no la necesitaba. Serafina suspiró y le pasó una de las canastas.
—Bueno, da lo mismo. Rápido, niñas. ¡Hay que empezar a preparar la cena!
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