Cap. 20 - El camino que empieza en tu puerta

Fue el invierno más largo del que Claudia había tenido memoria. En otros años, era una época casi feliz. No había que trabajar los campos, así que las gentes se dedicaban a otros enseres: su padre reparaba la casa o ayudaba a los vecinos con alguna carreta atascada. Salía con sus hermanos a jugar en las colinas, a deslizarse entre los árboles o a patinar sobre el río congelado. Por las noches se reunían junto al fuego a asar las castañas que habían recogido en el suelo nevado del bosquecillo.

Ese invierno, el único que parecía estar teniendo una temporada agradable era Yannick. El mensajero pareció sorprenderse cuando salieron de la casa a contestar su llamado.

—Pensaba que el pueblo estaba abandonado —les dijo, entregándoles la carta a cambio de las pocas monedas que Kaspar pudo reunir.

Nadie podría haberlo culpado por creer eso. Después del funeral del Devoto y los otros dos hombres que habían muerto en el último ataque, todos habían decidido un implícito toque de queda: todos se encerraban en sus casas durante la noche y durante el día no salían a menos que fuera absolutamente necesario. Las calles estaban silenciosas y la nieve se acumulaba en los patios sin que nadie la paliara. El mercado semanal se había suspendido y la iglesia...

Ningún edificio se había quemado en la memoria de Claudia, pero Serafina recordaba un vecino que se había quedado dormido en los establos del alcalde con una lámpara encendida y cómo todo el pueblo se había juntado para repararlo. Nadie tenía prisa por hacer lo mismo por la iglesia, por mucho que Serafina insistiera en que era una blasfemia que permaneciera en ruinas.

—¡Tiene que estar lista para cuando llegue nuestro nuevo Devoto! —decía una y otra vez—. Sattler ya debe de haberle escrito al Tribunal explicando lo que ha sucedido y sin duda enviarán otro en cualquier momento. No pueden dejar a un rebaño sin un pastor.

—¿Porque a los rebaños sin pastores se los comen los lobos?

Su madre puso cara de horror y Claudia se arrepintió casi al instante de haber hecho ese comentario. ¡Pero es que estaba tan inquieta encerrada allí sin hacer nada todo el día...!

—Buen hombre, perdona le pregunta inoportuna —le preguntó Serafina al mensajero aquella mañana cuando recibieron la carta de Yannick—. ¿Tiene algún recado para el Alcalde Sattler? ¿Del Sagrado Tribunal o de la Iglesia de la capital, quizá?

—Si la tuviera, señora, no podría decírselo —contestó el hombre, con un ligero encogimiento de hombros—. Pero no. Este es mi único recado para este pueblo, y gracias a los dioses. Tuve que llamar a la puerta de varias casas para preguntar por sus señas. Está claro que los viajeros no son bien recibidos en este paraje, asií que me marcho inmediatamente.

—Buena idea —le dijo Kaspar—. Será mejor que estéis en un lugar con calor y luz lejos de aquí antes de que lo sorprenda la noche.

El mensajero puso cara de mal humor ante el comentario. A Claudia le hubiera gustado explicarle que no lo estaban echando porque fueran gente hostil y desagradecida. Solamente tenían una pesadilla que acechaba sus pasos, que los cercaba y los encerraba de esa manera.

Pero el mensajero no le hubiera creído. Ni siquiera Yannick lo había hecho.

La bestia que describís es imposible. Entiendo que habéis pasado por un momento de terror, y justamente, el terror os habrá hecho ver mal. Los grandes felinos así existen, pero están al otro lado de las montañas y son blancos con manchas negras, no pelirrojos como el que me describiste en tu carta anterior. He preguntado a mis maestros y todos están de acuerdo en que jamás habían escuchado hablar de un animal así. ¡Y menos de uno que fuera capaz de resistir golpes, puñaladas y hasta fuego!

Claudia pensó en recordarle en su respuesta lo que él le había dicho en su primera carta, pero desistió. No tenía energías para discutir con Yannick a la distancia y no la habría tenido tampoco si él hubiera estado parado allí delante de ella. El frío y el silencio le pesaban en los hombros y en las manos. Estaba somnolienta y triste todo el tiempo y cuando no lo estaba, se sentía de un tremendo mal humor. Su madre había intentado distraerla enseñándole nuevos puntos de tejido, pero la madeja se le enredaba entre las manos, que inevitablemente le caían ociosas en el regazo.

Miraba hacia la ventana, hacia el cielo plomizo al otro lado y soñaba con la libertad que había tenido antes, antes de los zainos, antes de Cheshire, antes de la bestia.

¿Había sido libre entonces? ¿O solamente se lo había parecido así porque no conocía ninguna otra cosa más que Hamelin?

Estoy harta de estar asustada, le escribió a Yannick. Estoy harta de estar encerrada aquí sin nada que hacer. Odio a esta bestia no por lo que es, no por las cosas terribles que ha hecho, sino porque es peor que cualquier carcelero. No sabemos si está viva o muerta, pero ha crecido en nuestras mentes para convertirse en este monstruo que no podemos vencer. Quizá cuando el invierno pase y la nieve se derrita y encontremos sus huesos en el bosque podamos otra vez vivir como antes, pero incluso entonces tendré el recuerdo de nuestro padre y los otros hombres que se supone que nos protegen asustados como niños de una tormenta, del Devoto Jonas sudando en el púlpito, de Sattler escondido en su mansión como si él mismo se hubiera convertido en una rata...

Golpeó el tintero con el borde de la mano. Una mancha negra se expandió por el papel, deformando sus palabras, y Claudia se mordió la lengua para no maldecir en voz alta. Paró el tintero y releyó las palabras que había escrito.

No se reconoció en aquellas palabras. Eran los pensamientos de alguien que guardaba un rencor que no podía comprender. Debajo del frío de la tristeza bullían una frustración y un enojo de los que apenas había sido consciente.

No podía enviarle eso a Yannick. A pesar de que el papel escaseaba y su madre no la dejaría salir a buscar más, Claudia arrojó la carta al fuego y comenzó otra en la que hablaba de la salud de sus padres, del embarazo de Miriam, de Gustau y Zirilo (a pesar de que llevaba semanas sin verlos), e inquiría cómo se estaba adaptando Ida a la ciudad (Yannick le había conseguido trabajo como ayudante de cocinera en casa de uno de sus tutores). No le habló del toque de queda y el aislamiento y lo ansiosa que la estaba poniendo. No, era una carta agradable de la agradable hermana que Yannick había dejado atrás.

Pero a veces Claudia se preguntaba cuánto de esa persona sobreviviría a aquel invierno.

Por difícil que le estuviera resultando, sin embargo, sabía que a su padre le estaba siendo mil veces peor. Kaspar era una sombra de lo que había sido. A pesar de los estofados y sopas de Serafina, había perdido tanto peso que las camisas le colgaban de los hombros. Las canas en su barba parecían haberse multiplicado, y siempre había círculos oscuros debajo de sus ojos. Se pasaba horas mirando por la ventana, especialmente cuando el día empezaba a flaquear. Casi parecía estar esperando algo.

—Kaspar, ven a la cama —le rogaba Serafina—. Por favor, querido. Es hora de dormir.

Kaspar no la escuchaba o fingía no hacerlo. A veces le contestaba:

—Ya iré.

O:

—No te preocupes por mí.

Pero nunca se molestaba en explicarle qué hacía. Claudia lo había descubierto una madrugada, cuando había bajado para buscar un vaso de agua, sentado frente a la puerta empuñando su azada con los nudillos blancos.

—¿Papá? —lo llamó.

Kaspar no contestó hasta que estuvo prácticamente a su lado.

—Papá... —dijo Claudia con suavidad, estirando la mano para llegar hasta él.

Él se sobresaltó y alzó la cabeza. A la tenue luz de la vela que Claudia llevaba consigo, le pareció un desconocido de pronto. Sus ojos brillaban con un fervor irreconocible y su barba estaba descuidada y desaliñada, apuntando en todas direcciones. Claudia casi saltó hacia atrás.

—¿Qué haces?

—Vendrá por mi, Claudia —murmuró él. Su voz ronca también le resultó extraña. Parecía provenir de las profundidades de una cueva, una voz que decía cosas que Kaspar no habría dicho con su tono normal—. Vendrá por mí y la estaré esperando. No me tomará por sorpresa.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Claudia, temblando a pesar del chal que se había echado sobre los hombros al salir de la cama—. ¿Quién vendrá por ti?

—Es su venganza. Su venganza por todo lo que hicimos...

—No te entiendo, papá —dijo Claudia. Sentía que estaba a punto de llorar, pero se contuvo—. Ve a la cama. Es tarde y hace mucho frío. Si quieres, llamaré a mamá...

Una mano se cerró sobre su muñeca, con tanta fuerza que Claudia soltó un grito de sorpresa. La vela cayó de entre sus dedos y se deslizó por el suelo de madera con un golpeteo, pero la luz todavía era bastante como para que pudiera distinguir las facciones del hombre que fingía ser su padre.

—¡Me haces daño! —exclamó Claudia, tratando de sacudirse la mano de encima.

—¡Yo lo vi! ¡Lo vi en sus ojos dorados, la noche que vino por el Devoto! Vi su odio, vi cómo consideraba atacarnos... no lo hizo esa noche, pero regresará por nosotros. Lo sé, se lo he dicho a Emil...

—¡Papá! ¡Basta!

—Es mi culpa. Yo lo vi, vi la manera en que te miraba. Supe que quería llevarte de nuestro lado, que quería llevarte lejos... y cuando pude haber hablado, no lo hice. Pensé que sólo los asustarían, que se irían...

—¡Suéltame!

—Cuando vi lo que iban a hacer... traté de salvarlo, Claudia. De verdad que traté, pero él se resistió y cayó al río y entonces...

—¡Papá! ¡Las cortinas!

La vela había rodado hasta la tela y la pequeña luz se había convertido en llamas feroces que devoraban la tela e inundaban el pequeño espacio con humo. La cordura regresó a los ojos de Kaspar. Soltó a Claudia, tomó las cortinas y las arrancó de sus argollas de un solo tirón. Saltó sobre ellas, aplastándolas con sus botas hasta que las cortinas de adornos florales, las cortinas que Serafina y Miriam habían bordado con tanto primor la primavera anterior, quedaron reducidas a un guiñapo humeante y negro.

Kaspar se quedó contemplándolas como si no comprendiera lo que acababa de pasar. Luego, se derrumbó en la silla y ocultó el rostro entre sus manos.

—Perdóname —murmuró, con la voz quebrada. Sus hombros se estremecieron—. Perdóname, querida. Oh, perdóname, por favor...

Claudia se quedó paralizada, sin saber qué hacer. Su padre, que siempre los había protegido con su tranquila presencia, que siempre había contestado con una sonrisa calma a la energía nerviosa de Serafina, que siempre hacía bromas y chistes...

No sabía quién era este hombre. No sabía lo que había hecho. Excepto que había sido algo terrible y la culpa y el miedo lo carcomían hasta derrumbarlo.

Debería haberlo odiado. A todos ellos, a todos los que habían participado de la muerte de Cheshire y su familia.

En cambio, la invadió una profunda sensación de compasión. Se adelantó un paso, lista para ponerle una mano en el hombro...

—Claudia.

Se sobresaltó. Su madre bajaba por las escaleras, envuelta en varias bufandas para combatir el frío de la noche. Le puso dos manos en los hombros a Kaspar mientras este seguía llorando, como si no se diera cuenta de la presencia de las dos mujeres a su lado.

—Tú padre no se siente bien —dijo Serafina, con la voz firme. Sus ojos pasaron brevemente por las cortinas quemadas en el piso. En otro momento, quizá, se habría enfadado por ella, habría gritado, pero en cambio, ahora habló con voz serena—: Yo lo ayudaré a volver a la cama. ¿Por qué no le preparas una tisana de menta y tilo para que duerma?

Claudia la miró, no muy segura de qué decir. ¿Lo decía en serio? ¿De verdad pensaba que lo que fuera que le pasaba a Kaspar se solucionaría con una tisana...?

Pero entonces vio el cansancio en sus ojos, vio la preocupación, y se dio cuenta de que no era que su madre no lo entendiera. Lo entendía mejor que Claudia. Aquel hombre había sido su esposo, su compañero, su mejor amigo por décadas, y verlo perderse a sí mismo le retorcía el alma. Sin embargo, como con todas las tragedias de su vida, Serafina se mantenía firme. Como un árbol.

—Sí, madre —dijo Claudia, y se retiró a la cocina, fingiendo no ver cómo Serafina se inclinaba sobre Kaspar y le susurraba como a un niño.

Se preguntó desde hacía cuando comprendía tan bien las angustias y temores de su madre. Desde hacía cuánto había dejado de ver a su padre como un hombre que podía hacerlo todo.

La llamada a la puerta llegó al día siguiente, hacia la media mañana. Romauld, un muchacho que no podía tener más de trece años, fue quien trajo la noticia.

—Mi madre... me ha pedido que os avise a todos —dijo, con las manos en los bolsillos, pero la expresión solemne como para estar a la altura de su papel de mensajero—. El alcalde Sattler y el capataz Xavier han muerto.

—¡Dioses! —dijo Serafina—. Entra, pequeño, que te helarás. ¿Tienes hambre?

Romauld aceptó un trago de té y un pedazo de pan cubierto de mermelada, que se comió a grandes bocados mientras relataba el mensaje que le habían dado. Su madre trabajaba como criada en la mansión de Sattler, y había sido ella quien había descubierto los cuerpos.

—Me dijo que venga a avisaros, que el señor Kaspar es muy fuerte —contó Romauld—. Porque necesitan ayuda para... para bajarlos.

—¿Bajarlos?

—No me quiso explicar más. Tampoco me dejó ir a verlos.

Parecía casi decepcionado y Claudia imaginó que, a su edad, una noticia como esta era más una fuente de emoción que de horror. Sobre todo, teniendo en cuenta lo cruel y solitario que estaban resultando estos meses.

Serafina retorció el delantal entre sus manos.

—Mi esposo no se siente bien esta mañana, así que no creo que pueda ayudaros —dijo. No le explicó, obviamente, que Kaspar había pasado la noche en vela otra vez, vigilando junto a la puerta—. Pero, ¿sabes dónde vive Gotlinde?

—¿La señora de los pollos? Sí.

—Ve con ella y dile a su hijo Emil lo que nos dijiste a nosotras. Él conoce a muchos jóvenes fuertes en el pueblo que podrán ayudar. Y camina rápido, así el frío no te alcanzará.

Romauld terminó la comida que le habían dado y se marchó con rapidez, tal como le había recomendado Serafina.

—Ve a abrigarte, Claudia —le dijo ella, después de cerrar la puerta.

—¿Iremos? —preguntó Claudia, abriendo los ojos de par en par—. ¿Vamos a dejar a papá solo?

—Tenemos que ir a ayudar —dijo Serafina, con firmeza—. Muchas cosas dependerán de lo que ocurra hoy.

Claudia no lo comprendió hasta que se hubo vestido, con medias gruesas, varias faldas, una bufanda sobre el cuello y sus mitones favoritos. El cansancio y la sorpresa ante la noticia no le habían dejado darse cuenta de lo que significaba esto, pero era claro que Serafina sí lo había entendido de inmediato.

El alcalde Sattler era dueño de los campos que rodeaban Hamelin. La mayoría de las familias del pueblo trabajaban para él, dependían de él. Sattler no tenía hijos, ni hermanos, ni parientes que ellos supieran que fueran a reclamar sus propiedades.

—¿Qué va a pasar con su casa? —preguntó Claudia cuando se encontraban ya en camino hacia el campo—. ¿Qué ocurrirá con los campos y el molino?

Serafina no le contestó. Claudia no supo si fue porque no la había escuchado, sumida en sus pensamientos, o porque no tenía una respuesta que ofrecerle.

Franka, la madre de Romauld, esperaba en el límite de los campos. Tenía el rostro pálido y tiritaba a pesar de su abrigo grueso y sus botas.

—Sois las primeras en llegar —les dijo, después de que se saludaran como si se encontraran en el mercado.

—¿Cómo los encontraste? —preguntó Serafina—. ¿Qué podemos hacer?

Franka le echó una mirada aprehensiva a Claudia.

—Quizá esto no sea recomendable para ella...

—Claudia ha visto cosas peores estos días —dijo Serafina, con firmeza—. Todos lo hemos hecho.

El calor de la confianza en las palabras de su madre duró poco. Franka no parecía convencida, pero asintió y las guio camino abajo entre los campos, cubiertos de blanco. Las botas se les hundían en la nieve recién caída. Nadie había paliado el camino, como si Sattler supiera que nadie se acercaría a su hogar esos días.

Franka confirmó aquella impresión.

—El señor no quería salir demasiado estos días —les contó, bajando la voz como si Sattler pudiera escucharla a pesar de todo y fuera a regañarla por su indiscresión—. Estaba... no se sentía bien. No dormía por las noches, y por las mañanas siempre estaba cansado. Traté de decirle que el pueblo lo necesitaba, pero no le gustó. "Limítate a cocinar y limpiar," me decía. Xavier venía a menudo a quedarse por la noche con él. Bebían muchísimo. Siempre tenía que limpiar los vasos por la mañana.

Claudia pensó en su padre, en su reciente insomnio y nerviosismo, pero descartó la idea. Nada tenía que ver con las cosas que Franka le había contado. Era el invierno, que los afectaba a todos. Nada más que eso.

—Anoche Xavier llegó alterado. Dijo: "¡Lo he visto! Detrás de la casa, lo he visto". El señor Sattler se puso muy nervioso y me dijo que me marchara temprano, aunque todavía no le había hecho la cena. Creo que ni siquiera escuchó cuando le di las buenas noches y luego cerró la puerta detrás y lo escuché echarle llave. No me dijo que regrese temprano esta mañana, pero estaba preocupada por él de todos modos. Así que vine y...

Calló, pero no hubo necesidad de que siguiera. Claudia y Serafina vieron con sus propios ojos lo que había encontrado.

Delante de ellas se alzaba la reja negra que rodeaba la mansión de Sattler, tan imponente como siempre. Claudia no recordaba un tiempo en que las puntas de la valla no hubieran terminado en puntas negras y afiladas, pero sus hermanos le habían dicho que Sattler las había agregado porque los niños escalaban el muro para robar fruta de sus árboles, que ahora estaban desnudos, con sus ramas torcidas expandiéndose hacia el cielo.

Claudia recordaba todavía el día en que había espiado a Sattler, trepada sobre los hombros de Yannich, para saber qué les decía a los zainos. Parecía que había pasado toda una vida desde entonces.

Y supo, en el momento en que alzó la vista, en que nunca volvería a pensar en aquel muro de la misma manera.

Los cuerpos de Sattler y Xavier estaban colocados en una pose antinatural, con la espalda arqueada y los brazos y piernas estirados hacia atrás. La sangre se había congelado en sus rostros y labios llenos de escarcha, en pequeñas estalagmitas que colgaban de sus cabellos. La cabeza de Xavier, sobre todo, parecía a punto de separarse del resto de su cuerpo, el corte en su garganta era tan profundo. Había un par de agujeros abiertos en sus caras y le tomó un momento comprender que allí habían estado sus ojos antes. Un par de cuervos se habían posado sobre ellos, escarbando con sus picos negros en sus estómagos abiertos. No se inmutaron ni siquiera cuando las tres mujeres se acercaron lo bastante para ver sus ojillos como cuentas negras.

La bilis ardió en la garganta de Claudia, pero no apartó la vista. No quería que Serafina pensara que era una niña cobarde y la enviara otra vez a casa.

Su madre ya estaba tomando un montón de decisiones prácticas. Un paso delante del otro, sin detenerse y sin vacilar.

—¿Sabes dónde guardan la escalera, Franka? Vamos a buscarla. Los muchachos van a necesitarla cuando lleguen para poder bajarlos de allí. Los llevaremos adentro y les prepararemos una mortaja. Tenemos que llamar a Brahan, por supuesto.

Franka parecía aliviada de que alguien más se hubiera hecho cargo de la situación.

—¿Quién crees que hizo esto, Serafina?

—No me corresponde a mí decirlo —contestó Serafina—. Pero te puedo asegurar una cosa: para hacer esto, alguien necesitaría un buen par de brazos.

En otras palabras, no había sido la bestia. A menos que de alguna manera pudiera convertirse en un hombre también.

Emil y algunos de sus amigos llegaron poco después. Claudia notó como apretaron los labios y se estremecieron cuando comprendieron la tarea que tenían por delante, pero no se amilanaron. Los cuerpos de Sattler y Xavier cayeron con pesadez sobre la nieve, uno detrás del otro con sendos golpes, al otro lado del portón. Incluso las mujeres que habían acudido al oír la noticia tuvieron que ayudar a empujarlo para poder abrirlo sobre la nieve.

—Mirad. Las ventanas están rotas —señaló alguien cuando quisieron entrar a la casa.

—Puedo escabullirme dentro —se ofreció Claudia.

Los chicos protestaron, pero Serafina los mandó a callar.

—Es más pequeña y ágil que todos ustedes. Y no podemos quedarnos aquí en el frío.

Claudia limpió las esquirlas de cristal del alféizar y se encaramó sobre él antes de saltar dentro. La casa estaba oscura y fría, pero a pesar de su lobreguez, era indudable que el lugar había tenido un lujo que nadie más en Hamelin había conocido: una lámpara de caireles colgaba sobre la amplia estancia, los muebles elaborados y antiguos y los cuadros que mostraban paisajes hubieran sido hermosos, de haber estado en su lugar y no rotos y caídos sobre el suelo. Claudia distinguió charcos de sangre ennegrecida y congelada sobre las coloridas baldosas, pero el aire olía a alcohol seco y derramado de las copas y botellas que habían rodado por el piso. Todo delataba que había habido una pelea allí.

A la luz fría de la mañana, Claudia distinguió también otra cosa: un mechón de pelo rojizo, enganchado en el azadón partido de Xavier.

Se estremeció. Quizá su madre se había equivocado después de todo, pero ¿quién lo creería?

A pesar de que era consciente de la inutilidad de aquello, le pasó una mano por encima, dispersando los cabellos rojizos por el aire antes de abrirles la puerta a aquella fúnebre reunión.

Romauld, el incansable mensajero, llegó cuando las mujeres ya habían cortado la ropa de los muertos y estaban hirviendo agua para lavarles la nieve y la sangre.

—El señor Brahan... —comenzó y rompió a llorar.

Tomó varios minutos y un largo abrazo por parte de Franka para que pudiera por fin hablar:

—El señor Brahan estaba frío en su sillón. Llamé a su vecino, el señor Hilger. Dijo que el señor Brahan había bebido lau... laudane...

—Láudano —lo corrigió Serafina. Sacudió la cabeza—. Debe de haber bebido más de la cuenta por error.

Brahan era curandero. Sabía exactamente qué dosis de láudano era letal. No podría haber cometido nunca error así.

Pero todos fingieron creerlo. El suicidio era una ofensa contra los dioses, y nadie iba a deshonrar la memoria de Brahan sugiriendo que había hecho algo como aquello. Serafina envió a un grupo a la casa de Brahan para que se encargaran de él y a Emil y a otros dos chicos para que cavaran las tumbas en el suelo congelado del camposanto.

—Dense prisa. Tenemos que acabar antes de que caiga la noche.

Tras esa recomendación, todos trabajaron en silencio y con eficiencia: lavaron los cuerpos y los envolvieron en telas blancas que cortaron de las sábanas de Sattler. Nadie habló de las heridas en sus cuerpos. Nadie comentó las marcas de garras en sus torsos y las mordidas en sus piernas. En pocos días, circularía el rumor de que Sattler y Xavier habían discutido, que habían saltado de una ventana del piso superior en medio del calor de la pelea, y todos lo creerían igual que creían el "error" de Brahan y la muerte de la bestia.

Es decir, no lo creerían, pero necesitaban esas mentiras, esos cuentos, para no volverse locos de terror.

Claudia no sintió absolutamente nada cuando vio los tres cuerpos caer en la apresurada tumba que habían cavado en el suelo congelado. No sintió nada ni siquiera cuando, a falta de un Devoto, Serafina encabezó la plegaria por las almas de los tres desafortunados. Le había horrorizado el espectáculo de sus cadáveres, pero no se había sentido mal por ellos. Sattler les había mentido a los zainos, Xavier había encabezado la marcha contra ellos. En cuanto a Brahan, Yannick había tenido razón. Era un hombre mezquino y arrogante, alguien que no podía tolerar que una mujer supiera más que él de medicina, que se negaba a alegrarse por la vida de un niño si no lo había salvado él.

Y tantas muertes en tan poco tiempo la habían dejado entumecida. Suponía que les pasaba los mismos a todos a su alrededor, que por eso se dispersaron ni bien el sencillo "funeral" si se lo podía llamar así, hubo concluido. Nadie quería estar fuera cuando se extinguiera la última luz, nadie quería pensar demasiado en las almas de Sattler y los demás, dondequiera que estuvieran ahora. Quizá con la llegada de la primavera todas sus emociones se descongelarían y caerían en la cuenta de lo que había ocurrido.

En unas pocas semanas, Hamelin se había quedado sin sus líderes.

***

Ningún mensajero volvió a pasar por el pueblo, así que Claudia no pudo enviarle sus últimas cartas a Yannick. Siguió agregándole detalles sobre aquellos días lúgubres, sobre las muertes y las noches en vela de Kaspar. La agradable carta que había pretendido escribir se había convertido en una crónica de un pueblo que agonizaba.

Zirilo y Gustau han hablado de marcharse, no hacia la capital, sino hacia el norte, donde habrá otros señores que necesitarán jornaleros, en cuanto el pequeño Kaspar esté un poco más grande. No son los únicos. Benedikt pasó por aquí el otro día, no para pedir mi mano como me temía que hiciera, sino para despedirse: se marcha para convertirse en aprendiz de su tío. Muchas familias están pensando lo mismo. Otras dicen que en cuanto pase el invierno elegiremos otro alcalde y volveremos a cultivar los campos, pero, ¿te das cuenta de lo que ocurre? Tú fuiste el primero, pero ahora todos parecen haber descubierto el camino que empieza afuera de sus puertas.

Me pregunto si yo debo hacer lo mismo, pero, ¿a dónde podría ir?

Detuvo la pluma sobre el pergamino, una gota de tinta suspendida peligrosamente sobre el papel. Se había despertado horas antes de la madrugada y al no poder conciliar el sueño otra vez, se había puesto a escribir. Le dolía la cabeza y le picaban los ojos. Quizá por eso habían surgido de su pluma palabras que no se hubiera atrevido a decir en voz alta, ni siquiera si Yannick hubiera estado allí presente. Quizá acabaría arrancando y quemando esa última parte también. Quizá...

Tres golpes en la puerta la sobresaltaron. No. ¡No podía ser que esto estuviera comenzando de nuevo!

Serafina ya estaba a mitad de camino de la escalera para cuando Claudia se echó el chal sobre los hombros y salió de la habitación.

—¡Kaspar! —la oyó gritar—. ¡No abras!

El sonido seco del pasador corriéndose le indicó a Claudia que su padre no la había escuchado.

Emil entró a la casa de un salto. Estaba pálido y agitado; sus ojos brillaban con terror a la luz tenue de la lámpara que sostenía Kaspar en alto. Lo primero que pensó Claudia era que algo le había ocurrido a Miriam o al bebé. Pero entonces él abrió la boca, la cerró otra vez y rompió a llorar como un niño después de una pesadilla.

—¿Dónde la viste? —preguntó Kaspar. Emil seguía llorando, así que Kaspar lo agarró por el hombro con la mano libre y lo sacudió—. ¡¿Dónde?! —repitió con urgencia.

—Bajo... la ventana... la escuché gruñir... salí corriendo sin despertar a... pensé que... tenías razón, suegro. Los dioses nos protejan, ¡tenías razón!

—¿Kaspar? —preguntó Serafina, con una nota de histeria en la voz—. ¿Qué está ocurriendo?

Kaspar tomó el azadón del que ya casi no se separaba y le pasó el atizador a Emil, que seguía sollozando histéricamente.

—La bestia no mata al azar —dijo, con calma—. Está cazando a los que estuvimos allí esa noche, a todos los que los acusaron y los condenaron sin pruebas...

—¡No entiendo!

—Es la venganza de los zainos —explicó Kaspar—. Empecé a sospecharlo cuando la bestia fue por el Devoto. Y luego Sattler y Xavier... se lo dije a Brahan, pero no me creyó. Bueno, dijo que no me creía, pero bueno...

—Kaspar, estás delirando —determinó Serafina—. Los dos lo estáis. Os... os haré un té... y todo esto...

—Tú lo sabes tan bien como yo, mujercita astuta —declaró Kaspar, parándose delante de su esposa—. Sospecho que lo sabías antes que yo.

Serafina abrió la boca para protestar...

Un rugido salvaje resonó por la casa, tan claro y poderoso como si la bestia estuviera parada en medio de la sala. Claudia se estremeció, su interior convertido en plomo una vez más.

Emil levantó el atizador, aunque no había ningún enemigo al que atacar. Kaspar siguió mirando a su esposa con una serenidad horrorosa. La calma de un hombre que ya ha aceptado su destino.

—Sabes dónde están los ahorros. Sabes que estarán bien.

—¡No te permito que me hables de esa manera! —gritó Serafina, las lágrimas rodando por sus mejillas.

—Somos los últimos que quedan, los últimos de los que estuvimos allí —contestó Kaspar—. Después de que acabe con nosotros, ya no habrá más muertes.

—¡No se te ocurra salir con esa cosa allí afuera! —clamó Serafina, aferrándose al abrigo de su marido—. ¡Ni siquiera lo pienses, Kaspar!

La bestia volvió a rugir, con más fuerza esta vez. Claudia se aferró al barandal.

—¡Papá!

Kaspar levantó la vista. A diferencia de Emil, no estaba asustado o, por lo menos, lo disimulaba mejor. Le dirigió una sonrisa a Claudia.

—Te quiero, hija. A todos. ¿Se lo dirás a tus hermanos?

—¡Espera...!

Pero Kaspar inclinó la cabeza, le dio un beso en los labios a Serafina y se apartó de ella.

—Quédense aquí —les dijo—. Traben las puertas.

—¡No...!

Claudia saltó los últimos tres escalones, con el corazón latiéndole en la garganta. Sabía que si abrían la puerta y la ventana, aquella oscuridad espesa, las sombras que respiraban, estarían esperándola del otro lado igual que aquella noche en la Iglesia. Sabía que su padre tenía razón, de una manera irracional e inexplicable.

Y sabía también que no lo volvería a ver, ni a él ni a Emil, una vez que dieran un paso afuera.

—¡Espera...!

Los dedos de Kaspar se detuvieron a milímetros del picaporte.

El estruendo de la madera astillándose los sobresaltó a todos, seguidos de aquel rugido ya familiar.

Emil se dio la vuelta justo a tiempo para que una cabeza enorme saliera desde el pasillo y su mandíbula se cerrara justo alrededor de su pierna. El crujido de sus huesos y el grito de dolor y sorpresa que lanzó debieron escucharse por todo el pueblo, Claudia estaba segura.

Su cuerpo desapareció en un abrir y cerrar ojos, pero siguieron escuchando sus gritos un momento más. La bestia se lo llevaba por la puerta destrozada de la cocina, arrastrándolo como un gato a su presa. Claudia, Serafina y Kaspar lo siguieron a tiempo para verlos desaparecer en la oscuridad. Emil gritaba aún. Claudia pensó, con un estremecimiento, que jamás dejaría de escucharlo.

Kaspar se detuvo al tiempo suficiente para recoger la lámpara y lanzarse hacia adelante, ignorando los gritos de Serafina y sus ruegos de que volviera.

—¡Kaspar!

—¡Papá, no!

Iba corriendo, o al menos, tan rápido como podía hacerlo un hombre de su edad y tamaño.

Serafina se volvió hacia Claudia y por primera y única vez, le hizo una pregunta que por lo general ella misma sabía contestar:

—¿Qué hacemos?

Claudia se permitió un único temblor. Luego corrió hacia la otra puerta, se puso las botas, tomó otra de las lámparas junto a la chimenea y abrió la puerta de par en par.

—¡Socorro! —gritó, con la luz en alto, corriendo por las calles. El aire frío la cortaba como un cuchillo con cada aliento que tomaba y sentía que se ahogaba con el latido de su propio corazón, pero no se detuvo—. ¡La bestia! ¡La bestia, socorro!

Las luces en algunas ventanas se encendieron, pero las puertas no se abrieron. Claudia podía escucharlos todavía, en la noche, en el espacio que los separaba de ellos. Escuchaba los gritos de Emil y el crujido de la nieve bajo las patas de la bestia. No dejó de llamar a los vecinos, de sonar la alarma, aunque nadie acudiera.

—¡La bestia, la bestia! ¡Socorro!

Alguien corría detrás de ella, llamando a todas las puertas con golpes secos y firmes. Serafina venía detrás, llamando y gritando también.

Claudia no estaba segura de qué iba a hacer, de qué podía hacer contra un animal como aquel, contra un espíritu o demonio o lo que fuera que era en realidad. Pero sabía que no podía quedarse con los brazos cruzados.

Y sabía que, si su padre tenía razón, si esa cosa había ido allí para matarlo, no iba a dejarlo a morir solo.

Vio la luz de la linterna de Kaspar titilando más adelante. En la oscuridad, no se había dado cuenta, pero ahora podía ver que se encontraban cerca del espacio abierto de la plaza. Los gritos de Emil habían cesado, pero la voz de Kaspar se escuchaba en su lugar:

—¡Vamos! ¡Termina lo que empezaste!

La bestia gruñó levemente y las sombras se agitaron, pero ninguna parte de su cuerpo entró en el círculo de luz. Kaspar estaba parado, con la espalda erguida y el azadón en alto como si fuera una espada.

Pero no era un caballero de los cuentos. Era solamente un anciano enfrentándose a algo salvaje y furioso.

La bestia se movió como un relámpago, como una flecha. En un momento, Kaspar había desaparecido en la oscuridad.

—¡No!

Le pareció que alguien la llamó por su nombre, pero no lo escuchó. Lo único que oía era el latido de su propio corazón, explotando en sus oídos junto con los rugidos de la bestia. Claudia se inclinó, recogió una piedra del suelo y la lámpara para iluminarse.

Kaspar estaba de espaldas, sosteniendo el mango de la azada contra el cuello de la bestia, tratando de detener las dentelladas que apuntaban hacia su rostro una y otra vez.

—¡Déjalo! —gritó Claudia, lanzando la piedra que tenía como única arma.

Le dio justo en el costado de la cabeza. La bestia lazó un siseo y clavó sus ojos dorados en ella.

Claudia se quedó paralizada, el terror deslizándose por sus venas como un fuego que la protegió del frío por un momento. Pensó que saltaría sobre ella, que en un momento sentiría sus garras abriéndole la piel, aquellos dientes afilados sobre su garganta.

Pero la bestia plegó las orejas contra su cráneo y retrocedió, desapareciendo otra vez entre las sombras.

Aun así, Claudia no se animó a moverse por un momento. Su padre yacía sobre la nieve, inmóvil, y aquello fue lo que finalmente la impulsó a dar un paso hacia adelante. Cayó de rodillas a su lado.

—Papá —llamó, con la voz quebrada—. Papá...

Se inclinó sobre su pecho y casi lanzó un aullido de alivio cuando escuchó el latido, débil pero estable, de su corazón.

—¡Claudia! —Serafina la llamó desde algún lugar detrás de ella—. ¡Oh, por los dioses...!

—Hay que... hay que levantarlo —dijo Claudia débilmente.

Alzó la lámpara, como si el halo de luz dorada fuera una protección, un hechizo contra lo que los acechaba...

Estaba todavía tan conmocionada que al principio no comprendió lo que veía sobre la nieve. Eran huellas, por supuesto, huellas de la bestia que había salido corriendo. Huyendo de ella y de una simple piedra, cuando hombres fornidos con armas y fuego no habían sido capaces de ahuyentarla.

Pero había algo que no estaba bien con esas huellas. Las más cercanas eran redondeadas y con cuatro dedos. Mucho más enorme y profunda que cualquier huella de un gato o un perro que hubiera visto, pero sin duda completamente animal.

Unos pasos más adelante, sin embargo, se deformaban. Se veían más alargadas y ligeras y...

—¿Claudia?

Claudia no prestó atención. Se puso de pie y siguió las huellas, atraída hacia ellas como el canto de una sirena.

Unos pasos más adelante, las huellas se volvían más y más largas y un par de ellas desaparecía por completo. Ya no tenían cuatro dedos, sino cinco y se veían...

Se veían como los pies descalzos de un hombre.

Con el aire frío cortando su garganta, caminando como en un sueño, Claudia siguió adelante, ignorando los llamados de su madre, ignorando las luces que se habían encendido a lo largo de la calle a medida que la gente despertaba con el escándalo.

Siguió las huellas hasta el puente. El puente que siempre había marcado el límite de su mundo, porque más allá de él se acababa Hamelin. El puente donde había conocido a Cheshire.

No la sorprendió, entonces, encontrarse allí con su fantasma.

Estaba de espaldas a ella, pero Claudia lo habría reconocido entre miles de otros hombres, entre un millón. Vestía las mismas ropas ligeras que tenía el último día en que lo vio y estaba descalzo, pero no parecía afectado por el frío. Caminaba tambaleándose, como un hombre ebrio a punto de derrumbarse, dirigiéndose hacia el puente.

—Ches.

Claudia no se dio cuenta que había dicho su nombre hasta que él se detuvo en seco y, lentamente, se volvió hacia ella.

No, no era él. Al menos, no como Claudia lo había conocido. Había un raspón en su frente, en el mismo lugar donde la piedra había golpeado a la bestia. Sus ojos ya no brillaban con la misma intensidad de antes, su cuerpo no se movía con la arrogancia y ligereza de antes.

Y su sonrisa, dioses. No había ni un rastro de calidez o de picardía en su sonrisa.

Era un fantasma, una sombra del chico al que Claudia había amado. Pero el corazón se le encogió de todos modos.

—Ches —volvió a decir—. Dioses...

Dio un paso hacia él, pero él levantó la mano para frenarla.

—No pude hacerlo, Claudia. Lo siento.

—¿De qué estás hablando? —Claudia apenas podía hablar. Se estaba ahogando, pero no podía dejar de mirarlo. Si era la última vez que lo veía, quería grabar todos los detalles que pudiera: su voz, su rostro. Incluso si no era el mismo, era mejor que la nada que había tenido antes.

Cheshire sacudió la cabeza. Claudia quería correr hacia él, quería que la atrapara en sus brazos una última vez y la apretara contra él como había hecho antes. Pero tenía miedo que su cuerpo lo atravesara o, peor, que descubrieran que su piel se había vuelto demasiado fría y demasiado lisa.

Por eso se encogió cuando él se paró delante de ella y estiró sus manos. Los dedos sobre sus mejillas eran cálidos. Sólidos. La delicadeza con la que le apartó un mechón de la frente era la misma, sus labios agrietados tenían el mismo sabor.

Claudia se estremeció cuando él se apartó de su boca casi de inmediato.

—Estás... estás vivo.

El alivio que siguió a ese descubrimiento duró apenas lo que le tomó volver a mirar su rostro.

Sí, estaba vivo. Pero algo terrible le había ocurrido.

No importaba. Lo único que importaba era que él estaba allí. Lo demás se podía arreglar.

—Ches... vamos —le dijo Claudia, aferrándose a su hombro con la mano libre—. Ven a casa. Cuéntame qué te pasó...

—No puedo.

—¿Por qué no?

—Ese era el pacto. La sangre de todos los hombres que mataron a mi familia o mi servidumbre —explicó Cheshire—. Pero no pude hacerlo. No pude partirte el corazón. Y ahora tengo que irme.

—No —Claudia sacudió la cabeza, esforzándose por enfocar la vista incluso entre sus lágrimas—. No, no tienes que irte. Puedes quedarte. Ches, no tienes que irte a ningún lado...

La mujer que apareció en la cima del puente de inmediato la hizo estremecer. Resplandecía. Contra el cielo sin estrellas, brillaba como si ella misma fuera una llama, con luz blanca y cegadora. Era alta y hermosa y parecía hecha de nieve ella misma.

—Es hora, gatito —dijo, con una voz suave como el terciopelo.

Cheshire le dirigió una mirada triste a Claudia.

—¿Recuerdas la historia que te conté sobre las Brujas? —dijo, en un susurro. Retrocedió y Claudia se sintió fría, incluso más helada que antes—. Resulta que era verdad.

—No —murmuró Claudia—. ¡No, vuelve!

Intentó dar un paso hacia él, pero descubrió que su cuerpo no respondía. Su mente le gritaba a sus miembros que se moviera, su garganta se agitaba con gritos y palabras que no podían llegar hasta su lengua. Pero no conseguía avanzar. Se había convertido en una estatua de hielo y lo único que pudo hacer fue mirar cómo Cheshire se alejaba, hacia los brazos extendidos de la mujer de blanco.

Los brazos de ella rodearon a Cheshire y lo apretaron contra sí. Cheshire no volvió la cabeza para mirarla, pero la mujer de blanco clavó sus ojos por encima de su hombro y le sonrió. Cruel. Impasible.

—¡Bruja!

El grito le desgarró la garganta.

Claudia pudo moverse al fin, pero el impulso que se había parado en seco regresó con tanta rapidez que acabó de rodillas sobre el suelo duro. La lámpara se le cayó de la mano y la nieve apagó su cálida luz.

Cuando levantó la vista, Cheshire y la mujer de blanco habían desaparecido.

***

Nadie más murió aquel invierno.

O si lo hicieron, no fue en Hamelin. Las familias con niños pequeños se marcharon una por una, a cuentagotas. Tenían que encontrar un nuevo campo que labrar antes de la primavera.

Miriam volvió a casa un día después del funeral de Emil, llorando.

—Gotlinde se emborrachó con el licor de huevo... dijo cosas horribles. Dijo que era culpa mía que...

—Calla, querida —le dijo Serafina, poniéndole una mano sobre los hombros—. No es bueno para el bebé. Claudia, ¿por qué no le haces un té a tu hermana?

Claudia le hizo el té a Miriam. Le trajo mantas para que se quedara sentada en la mecedora de Serafina. Por las noches, se movió al jergón de ella para abrazarla cuando Miriam rompía en llanto. Salió al pueblo a golpear puertas y preguntar si alguien tenía lana para tejer ropita para el bebé. También ayudó a Serafina durante las largas semanas de recuperación de Kaspar. Le preparó la cena, le dio comer en la boca y le limpió la barba con una servilleta cada noche. Lo ayudó a levantarse de la cama cuando se sintió listo para hacerlo, dejando que apoyara todo su peso en ella. Hizo cada uno de los mandados de Serafina sin rechistar.

Como una buena hija. Como era su deber. Igual que Serafina, que no se detenía a llorar lo perdido, sino que seguía adelante un día tras otro.

Pero los hacía de manera automática. Su cuerpo y sus manos estaban allí. Pero su mente y su corazón volvían una y otra vez a aquella noche. Soñaba con la bestia y con la mujer de blanco, pensaba en Cheshire entre sus brazos y se estremecía. Cuando tenía un momento para sí misma, miraba por la venta y algunas noches se encontró bajando al salón oscuro y parándose delante de la puerta.

Se estaba obsesionando, igual que Kaspar. Y él solamente había sospechado la verdad. Ella la sabía y era como si la hubiera partido en dos.

Cheshire estaba allí afuera. Estaba vivo. Estaba bajo la influencia de una Bruja, de una verdadera Bruja. No había nadie que escribiera al Sagrado Tribunal, ningún Devoto que le explicara cómo rogar a los dioses por su salvación.

Así que Claudia tendría que salvarlo ella misma. Una parte de ella estaba con él, siempre, incluso cuando la otra parte no se decidía aún sobre lo que tenía que hacer.

Los días se alargaron al fin lo suficiente para que la nieve empezara a derretirse. A pesar de que nadie en la casa parecía tener ánimos para ello, Claudia insistió en que comieran afuera aquel mediodía.

—Cómo antes, ¿recuerdan? Cuando les llevábamos la comida al campo.

La miraron como si estuviera loca, pero Claudia insistió tanto que acabó por convencerlos. Miriam no podía caminar demasiado con su estómago hinchado y Kaspar necesitaba un bastón para moverse. En el pueblo lo tenían por un héroe, por el hombre que había ahuyentado por fin a la bestia. Y quizá, de cierta forma, lo había hecho. Pero había envejecido una década desde entonces.

Zirilo y Gustau estuvieron más que contentos de venir con ellos y ayudarlo a caminar. Los niños encontraron un parche de tierra cubierto de nieve aún e improvisaron una pelea con lo poco quedaba. Sus risas calentaron el aire más incluso que el sol.

—¿Quiere sostener al bebé, suegro? —le preguntó Sara.

Kaspar la miró como si no comprendiera de qué le estaba hablando.

—Claro, hija —dijo, y recibió a su pequeño tocayo, que había engordado a pesar del duro invierno. Lo sentó sobre sus rodillas y lo meció hasta que el bebé lanzó una risita.

Cuando Sara se dio vuelta, Kaspar se inclinó hacia Claudia.

—¿De quién es el niño?

Claudia tragó para deshacer el nudo en su garganta. Pasaba más y más a menudo que su padre olvidaba cosas, como el nombre de sus nietos o que ya no había una Iglesia a la que ir todas las semanas. Le hacía mal darse cuenta de eso, así que Claudia siempre trataba de responder a sus preguntas con delicadeza:

—De Zirilo, papá. De Zirilo y Sara.

—¿De verdad? —Kaspar alzó al bebé y permitió que le pusiera una manito en la cara. Entrecerró los ojos—. Sí. Se le parece.

Serafina desenvolvió un pan que parecía demasiado pequeño para tantas personas, pero todos recibieron una tajada que comer con queso y miel. Sus hermanos rieron, se preguntaron qué estaría haciendo Yannick, y protestaron cuando Serafina recomendó abrigar más a los niños. Miriam hasta sonrió por primera vez desde la muerte de Emil.

Claudia hubiera deseado estar allí, entera, como lo había estado el año anterior. Deseó haber podido disfrutar de aquel almuerzo en familia, con la seguridad de que vendría otro y otro después de aquel. De que todos los días y todos los años serían igual que habían sido siempre.

—Es extraño que el Alcalde no nos haya mandado a llamar —comentó Kaspar, mientras regresaban a casa—. Habrá que empezar a preparar los campos pronto.

Todos se miraron, pero nadie le explicó por qué no era el caso.

—Sí, papá —le dijo Claudia—. Preparar los campos y hacer funcionar el molino. Casi no queda harina.

—Pero no hay nadie que... —empezó a protestar Gustau.

—Y yo que pensaba que había criado hijos más inteligentes —dijo Serafina, echándoles una mirada severa—. Si hay trabajo que hacer, no te quedas a esperar que lo haga alguien más. Te arremangas y lo haces tú mismo.

Gustau y Zirilo se miraron. Claudia podía ver el nacimiento de una idea abriéndose paso en sus mentes y estaba segura que, para el final del día, habrían organizado algo para convencer a la gente de que empezara a arar los campos. Para volver a poner a Hamelin en marcha.

Eso estaba bien. Quizá el pueblo no se extinguiría tan pronto después de todo.

Ella no se quedaría a averiguarlo. Tenía un trabajo que hacer, pero no allí.

Durmió poco esa noche, pero ya se estaba acostumbrando a ello. Se levantó antes de la primera luz. Miriam todavía dormía en su cama, pacíficamente por primera vez en semanas. Claudia estiró la mano hacia ella para apartarle un mechón del rostro, pero a último momento, cerró el puño y se apartó. No quería despertarla solamente para tener que decir adiós.

No quería despedirse de nadie.

Se vistió con sigilo y tomó el atado que había escondido detrás de su jergón. Pasó en puntas de pie por delante del cuarto de sus padres y pasó por arriba del escalón que crujía.

Y todas esas precauciones no sirvieron de nada.

Serafina estaba en su mecedora, las agujas de tejer en la mano y un zapatito para el bebé de Miriam sobre su regazo. Tenía los ojos rojos, como si se hubiera pasado la noche llorando.

—Te marchas, ¿verdad?

Claudia no iba a insultar la inteligencia de su madre negándolo. Tampoco le parecía extraño que lo hubiera averiguado. Había tratado de ser discreta, pero nada escapaba a los ojos agudos de Serafina. Apretó su atado contra el pecho.

—Lo siento, mamá.

Serafina ahogó un sollozo, pero se levantó para ir hacia ella.

—¿A dónde irás?

—A Hood.

—¡Hood! —repitió Serafina—. ¡Pensé que te ibas con tu hermano! ¿Por qué tan lejos?

Porque en Hood sabían más de Brujas que en ningún otro lugar. Porque las mujeres de Hood sabían pelear. Y quizá, si se los podía, le enseñarían a hacerlo a ella también. Le enseñarían a enfrentarlas y a romper sus pactos malditos.

No quería explicarle todo eso a su madre. Había muchos kilómetros que recorrer hasta el próximo pueblo y ella no tenía una montura como Yannick cuando se fue. No quería tener que dormir entre los árboles, sin saber qué acechaba en la espesura.

—Lo siento —dijo en cambio—. Tengo que hacerlo.

Serafina la miró un momento. Luego, se dio la vuelta y corrió escaleras arriba.

Claudia se quedó desconcertada un momento. Quizá Serafina había elegido no verla partir. Quizá no quisiera simplemente decirle adiós.

Ella tampoco quería, pero ya se había decidido.

Acababa de dar otro paso hacia la puerta cuando Serafina volvió con algo en las manos.

—La capa de viaje de tu padre —dijo, y se le echó sobre los hombros. Era pesada y gruesa, y Claudia se sintió muy pequeña envuelta en ella. Pero cuando Serafina le puso una mano en la mejilla, no encontró palabras para protestar—. Tienes que ir bien abrigada. Todavía hace un poco de frío. Y Hood queda tan al norte...

—Gracias, mamá.

Serafina le dio un beso en ambas mejillas.

—Cuídate mucho, mi niña.

Claudia dio vuelta el rostro. No quería que su madre la viera llorar. No quería que creyera que todavía podía arrepentirse.

A pesar de eso, se detuvo en el borde del jardín. Serafina estaba parada en el vaho de la puerta, estrujando un pañuelo entre sus dedos. Claudia le hizo un gesto de saludo, por última vez, y Serafina le sonrió a pesar de las lágrimas.

Luego, los pies de Claudia encontraron el camino que empezaba más allá de su puerta. Los primeros pasos fueron difíciles, pero no se echó atrás. No miró sobre su hombro de nuevo.

Había estado ignorando su llamado por demasiado tiempo. Y de cierta forma, no se estaba marchando.

Este era el camino que la llevaría de vuelta a Cheshire.

FIN


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