Cap. 2 - Los extraños
Eran extraños dondequiera que fueran.
La gente de los pueblos donde paraban los miraban con desconfianza, los llamaban por el color de su piel y apretaban a sus hijos y a sus bolsas de dinero contra sí, temerosos de que fueran a robárselos cuando se marcharan. Contaban historias sobre ellos, sobre los pactos que hacían con seres sobrenaturales y sobre sus rituales a la luz de la luna. No confiaban en ellos y en ningún lugar esperaban una bienvenida.
Estaban acostumbrados. Y les importaba muy poco lo que pensaran otros de ellos.
Se inventaban canciones y cuentos para entretenerse durante los largos días de viajes, bailaban y tocaban sus instrumentos de la noche a la mañana. Si hacía calor, se sentaban en el pescante de sus carromatos, para que sus pieles castañas se volvieran más oscuras aún. Si llovía, se bajaban a empujarlos para evitar quedar atascados en el barro. Durante las noches, encendían hogueras y contaban las estrellas sobre sus cabezas. La gente de los pueblos decía que no tenían un hogar, pero Cheshire sabía que eso no era cierto.
El camino era su hogar. No había conocido otro y no elegiría otro jamás.
Él no tenía una madre, pero tenía una abuela de caderas anchas con el cabello salpicado de canas que le había enseñado sus primeros cuentos sentado sobre su falda, y dos tías que lo llevaban con él a regatear en los mercados y cuyas voces podían envidiar las aves canoras. No tenía un padre, pero tenía dos tíos que se habían encargado de enseñarle a pelear a cuchillo y a domar caballos. No tenía hermanos, pero tenía a sus primos, Drina con sus faldas azules y sus manos ágiles para crear chucherías, y Zale, que era el mejor bailarín y flautista del mundo.
No los unía la sangre, o quizá sí. Eso solamente lo sabía Maman, la gran abuela, que anotaba todas las fechas y nombres importantes en su gran cuaderno de cuero, todas las noticias que sabían cuando se encontraban con otro grupo como el de ellos. Pero eran su familia y cuando se ponían todos juntos en camino, hasta las distancias más largas se hacían amenas.
Esa semana los había acompañado la buena fortuna. No habían tenido ningún incidente de mención, salvo una rueda rota que consiguieron reparar sin más contratiempo, y las nieves y el frío habían quedado atrás. Ahora tenían el cielo azul abierto sobre ellos y colinas de un verde esplendoroso para amenizar el paisaje.
Cheshire era un cantante pésimo, pero unió sus voces a la de Tía Gildi cuando Zale empezó a tocar una balada romántica con su flauta. Sentado en el pescante como estaba, Cheshire no tenía mucho más que hacer. Los caballos eran viejos y tan dóciles que cualquier conductor podría haber quedado dormido con las riendas en la mano y el carromato no se habría desviado ni un momento del camino.
¡Ay, mi duquesa, ay, mi señora!
No tengo nada
Ni tierras, ni bestias, ni joyas...
Sus tíos discutían en el interior del carromato.
—Maman dice que no es una buena idea parar aquí.
—Maman dice muchas cosas.
—Y por lo general tiene razón.
—Tiene razón muy a menudo —concedió el tío Cato—. Pero esta vez no podemos hacerle caso. Apenas nos queda dinero. Quizá encontremos algún trabajo que podamos hacer aquí.
Cheshire hizo una mueca. No le gustaba cuando tenían que parar en un lugar durante demasiado tiempo. La tolerancia de la gente hacia su presencia ya era exigua y la desconfianza que tenían hacia ellos crecía con cada día en que no se marchaban. Sus tíos eran lo bastante inteligentes para saber que ese era el caso. Pero también era cierto que no tenían mucha opción. Se habían comido su última cabra durante el invierno y necesitaban reponerla antes de seguir camino.
¡Ay, mi muchacho, ay, mi amor!
Te cambio este beso
Por tu corazón...
El tío Harman dudaba.
—Todavía podemos seguir un poco más hacia el norte. No parece que este pueblo sea precisamente próspero.
—Quizá no, pero no me atrevo a seguir adelante. La buena fortuna es importante, pero hay que ser prudentes.
La balada continuaba ignorante de todas aquellas consideraciones. Era la historia de una duquesa rica que se enamoraba de un muchacho que trabajaba en las caballerizas de su malvado esposo. Bueno, Cheshire opinaba que el duque debía ser malvado, aunque la canción en sí no lo dijera. ¿Por qué otro motivo la duquesa buscaría cariño en las caballerizas?
—Si el duque es bueno, entonces ella es la malvada por engañarlo. Pero si él es malvado con ella y no la ama de verdad, entonces ella y el muchacho de los establos son los héroes de la historia...
—Siempre estás complicando los cuentos —se quejaba Drina.
Maman, la abuela, decía que, por el contrario, tenía que apreciar aquel talento suyo.
—Los buenos cuentos son como los prismas —había dicho una vez—. La luz que reflejan depende del lado por donde los mires, y los buenos cuentacuentos siempre saben encontrar el lado más bello. O, por lo menos, hacer brillar el lado que les toca.
La historia de la duquesa y el caballerizo terminaba mal. Los dos huían del castillo, con el duque y sus caballeros persiguiéndolos en medio de una tormenta feroz. Para escapar, los amantes saltaban a un río demasiado turbulento y aunque peleaban con valentía, el agua acababa por llevárselos.
¡Ay, mi amor! No te voy a soltar
Te abrazaré con fuerza
Hasta que lleguemos al mar...
A Cheshire le gustaba pensar que los amantes no se ahogaron. Que llegaron a la otra orilla después de todo y vivieron y envejecieron juntos. Pero Maman también decía que la marca de un buen cuentacuentos era saber dónde terminar la historia. Y de todos modos, esa cara del prisma era bella: dos personas que se amaban tanto que preferían morir a vivir la una sin el otro. La clase de amor que solamente aparecía en los cuentos.
Las últimas notas de la canción se desvanecieron en el aire. Cheshire salió de su ensoñación cuando Drina y Zale saltaron de la parte de atrás del carromato y corrieron para acercarse a él.
—¡Vamos a ir más cerca del pueblo! —dijo Drina, con los ojos brillantes de entusiasmo.
Antes de que Cheshire pudiera contestar, la lona que separaba el pescante del resto del carromato se levantó y el tío Cato asomó la cabeza.
—¿Con permiso de quién?
—¡Maman nos ha dicho que podemos! —replicó Zale—. Y que podemos llevar a Ches con nosotros.
El tío Cato se tusó la barba, roja pero salpicada con algunas canas grises. Al ser el hijo mayor, él era, técnicamente, el jefe de la familia, pero Cheshire no había visto todavía una discusión entre él y Maman que no acabara con él dándole la razón a la vieja mujer. Maman nunca discutía ni levantaba la voz, pero sabía dominar el arte de hacer sugerencias que no se podía rehusar. De ella había aprendido que pedir las cosas con humildad era la mejor forma de conseguir algo de Cato.
—¿Puedo ir, tío? Me vendría bien estirar las piernas.
Cato entrecerró los ojos, pero entonces Harman intervino:
—Déjalos, hermano. De todos modos, creo que debemos parar pronto. No creo que a los lugareños les guste que acampemos tan cerca.
Cato cedió al fin, con un suspiro.
—Está bien. —Con una agilidad impresionante para un hombre de su tamaño, se sentó en el pescante y tomó las riendas de las manos de Cheshire—. Pero no se metan en problemas.
Los tres primos intercambiaron una sonrisa. ¿Ellos? ¿Meterse en problemas? ¡Jamás, por supuesto!
Cheshire saltó del pescante, aterrizó sobre la punta de sus pies y se echó a correr camino abajo, ignorando los gritos de Drina y Zale y la forma en que la tía Missy sacudió la cabeza cuando pasaron al lado del otro carromato. Sus ojos, que habían estado a punto de cerrarse un momento antes, estaban abiertos de par en par ahora, absorbiendo el verde de las colinas y el rumor del agua. Su cabeza y su corazón eran tan ligeros como los pájaros que revoloteaban sobre su cabeza. No había poder en el mundo capaz de detenerlo.
Ese pensamiento acababa de cruzar por su mente cuando un cuerpo pesado impactó contra él y lo derribó, quitándole el aire de los pulmones. Forcejeó debajo de su primo antes de que Drina saltara ligera como una gacela sobre los dos, haciendo una cabriola antes de aterrizar otra vez en el suelo. La tía Gildi se escandalizaría de verla actuar de esa manera ("¡Ya tienes trece años! ¡Eres casi una mujer!") pero Zale y Cheshire solamente explotaron en carcajadas y se pusieron de pie para tratar de alcanzarla. Aquella carrera no terminaría hasta que hubieran llegado al pueblo, o hasta que los tres se desplomaran sin aliento sobre el camino sinuoso entre las colinas.
La libertad era maravillosa. Cheshire no se podía imaginar algo mejor. No la cambiaría por nada, jamás.
Cuando estaban cerca del puente que cruzaba el río, Cheshire se adelantó a Zale y le hizo una zancadilla a Drina. La chica trató de saltar por encima de su pie, pero no fue lo bastante rápida esta vez. Cayó con su cabello negro desparramado y sus faldas azules revoloteando por el aire.
—¡Cheshire, eso es trampa! —le gritó indignada.
—¡Como si tú no me harías lo mismo! —le respondió Cheshire, dándole la espalda.
Zale, que venía detrás de ellos, paró de correr y se apoyó contra el tronco de un árbol, doblado sobre sí mismo. Por un momento, Cheshire pensó que el ejercicio lo había debilitado, pero pronto se dio cuenta de que se estaba riendo a carcajadas de Drina. Ella, por su parte, no parecía encontrarlo gracioso.
—¡Sois unos idiotas! —protestó, sentándose en el suelo con los brazos cruzados.
Cheshire sacudió la cabeza. Zale y él tenían los mismos dieciocho años, hombres según la ley de su gente, aunque de vez en cuando todavía se permitían actuar como niños. Drina, por su parte, nunca actuaba como la mujer en que las tías insistían en que se estaba convirtiendo. Tenía suerte de ser tan linda, con su cara de forma de corazón y aquel cabello castaño rojizo como una llamarada, porque no tenía idea de cómo un marido iba a aguantar su carácter caprichoso.
Pero claro, eso era culpa suya y de Zale por consentirla tanto.
—Vamos, no te enfades —le dijo Cheshire.
Drina alzó la barbilla y se negó a mirarlo de frente.
Cheshire suspiró. Miró alrededor y vio unas flores silvestres que crecían al final del puente. En dos zancadas estuvo junto a ellas y arrancó unas cuantas antes de volver a donde Drina estaba sentada, claramente sin intenciones de moverse.
—¿Has escuchado alguna vez el cuento de por qué las margaritas son blancas?
Drina continuó sin mirarlo, así que Cheshire empezó a deshojar las flores y lanzar los pétalos blancos sobre su falda, uno por uno.
—Hace mucho tiempo, cuando el mundo era nuevo, las flores no tenían colores —empezó a contar Cheshire—, y era aburridísimo mirarlas. Ni siquiera eran verdes: miraras donde miraras, todo el mundo era de color gris y blanco. Los hombres y las hadas estaban tristes todo el tiempo. Entonces, un hada decidió volar hasta el palacio de la Diosa Sol. La Diosa estaba sentada en su trono, con su túnica resplandeciente y su cabello dorado tan largo que caía por sus hombros como una cascada y llegaba hasta el suelo.
Zale se sentó al otro lado de Drina, mirándola con una sonrisa de calma. Drina movió la cabeza, y no tuvo más remedio que mirar a los pétalos que Cheshire dejaba caer sobre ella a medida que hablaba.
—El hada se arrodilló delante de su trono; sin mirarla directamente, por supuesto, y le dijo: "Mi señora, el mundo es triste y aburrido. Todos esos tonos de gris desaniman a las criaturas que andan sobre la tierra." La Diosa Sol le preguntó: "¿Y qué es lo que quieres que haga yo?" "Solicito humildemente," dijo el hada, "que me prestéis uno solo de vuestros cabellos. Unido a mi magia, conseguiré hacer que el mundo brille, y vos podréis ver un maravilloso cuadro cuando nos miréis desde vuestro palacio."
Drina alzó la vista lentamente hacia él. Todavía parecía aprehensiva.
—La Diosa Sol accedió, más por curiosidad que por otra cosa —continuó Cheshire, tratando de no parecer triunfante de que su público por fin le pusiera atención—. Quería ver si el hada realmente podría crear ese mundo de colores del que presumía. Así que se llevó dos dedos a la cabeza y arrancó no uno, sino tres de sus cabellos. El hada regresó a la tierra y se puso a trabajar de inmediato.
—¿Qué fue lo que hizo? —preguntó Drina, pero inmediatamente se puso colorada y volvió a bajar la vista. Sus enojos eran intensos pero breves, y Cheshire sonrió, seguro de que se le pasaría antes incluso de que él terminara el cuento.
—Cortó los cabellos y con ellos confeccionó un mágico pincel. Y volando con sus pequeñas alas de mariposa, pasó por los campos y los pintó de verde. Eligió tonos de rojo, violeta y azules para cada una de las flores, pintó de naranja a las naranjas y de amarillo a los limones. Voló por todo el mundo, trabajando incasablemente, y allí por donde pasaba el paisaje vibraba con vida y color. La Diosa Sol la contemplaba desde el balcón de su palacio, satisfecha y maravillada por esa obra de arte que crecía todos los días. Pero el hada voló tanto y trabajó tanto que al final estaba completamente exhausta. Así que cuando hubo pintado todas las flores y los campos, buscó un lugar a la sombra y allí cerró los ojos y se echó a dormir.
Le quedaban sólo dos margaritas. Las levantó para que Drina pudiera verlas.
—Pero se olvidó de pintar las margaritas. Por eso son blancas.
Colocó una de las flores con delicadeza en el cabello de Drina. Su prima se rio, la irritación de antes desaparecida como la nieve en primavera.
—Maman no lo cuenta de esa manera —protestó Zale.
—Bueno, pero no lo está contando Maman —dijo Cheshire, poniendo los ojos en blanco—. ¡Lo estoy contando yo!
Su irritación era fingida. A Zale le gustaba meterse con él, pero nunca era en serio. Era su hermano de leche y el mejor amigo que Cheshire hubiera podido desear en el mundo.
—¿Crees que el hada sigue durmiendo hasta ahora? —preguntó Zale, todavía tratando de pincharlo—. Qué holgazana.
—¿Te he contado alguna vez el cuento del flautista petulante? —inquirió Cheshire—. Termina con sus primos ahogándolo en el río.
Drina se echó a reír todavía más alto. Zale abrió la boca para contestarle igual de mordaz, pero a último momento, desvió la mirada, sobresaltado. A Cheshire no le costó entender por qué.
Parada sobre el puente de piedra, lo bastante cerca como para haber escuchado el cuento, había una muchacha. Tendría la misma edad que ellos, quizá un poco menos. Llevaba unas bonitas faldas verdes con bordados en el ruedo y un chal negro que le cubría la cabeza y los hombros. Los observaba con el rostro pálido y los ojos abiertos, como si hubiera visto un fantasma.
Drina inmediatamente hizo un mohín con los labios y el rostro pícaro de Zale se tornó serio. No sería la primera vez que alguien en un pueblo por el que pasaban tenía una mala reacción a su presencia, pero Cheshire decidió que si tenían que quedarse allí durante una temporada, entonces quizá lo mejor fuera empezar las relaciones con los lugareños con el pie derecho.
Se puso de pie y en dos zancadas estuvo parado delante de la muchacha.
—Para ti —dijo, ofreciéndole la última margarita que había arrancado, con una reverencia exagerada—. Quizá te ayude a encontrar novio.
Los ojos de la chica se abrieron todavía más, si eso era posible, y luego hizo algo que Cheshire no se esperaba: se dio la vuelta y salió huyendo como si hubiera visto a una Shtriga, las faldas revoloteando alrededor de sus piernas. En menos de un momento, se había convertido en una figura que se empequeñecía camino abajo.
Drina y Zale estallaron en carcajadas y Cheshire suspiró, frustrado. Hasta ahí habían llegado sus intentos de diplomacia.
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