Cap. 19 - La bestia de Hamelin

La muerte de Lukas había sido una gran conmoción para Hamelin. Sattler les había dado permiso a los hombres para ausentarse del campo y buscar a la bestia en las colinas, pero el rastreo no había dado ningún resultado. Ni siquiera los cazadores más experimentados había encontrado una pista que seguir: no había huellas, ni heces, ni mechones de cabello enganchados en los arbustos.

Lo único que encontraron fue el cuerpo del pobre Lukas. Por supuesto, Kaspar no les había dicho los detalles, pero Claudia se enteró de ellos de todos modos: la bestia le había destruido el rostro con sus garras y le había mordido el cuello con tanta saña que la cabeza casi se le había desprendido del cuerpo. Los rumores en el mercado decían que también lo había desmembrado, que no parecía haber sido su intención comerlo o llevárselo a su guarida. Simplemente... había querido matarlo.

—Un animal rabioso, eso es lo que es —determinó en ese entonces Gotlinde, sacudiendo la cabeza—. Con un poco de suerte, ya habrá seguido su camino.

En Hamelin no tenían suerte, pero eso lo descubrieron después. En aquel momento, todos los vecinos estaban preocupados por Marlene, que antes era pobre y ahora también viuda, y por la pequeña Ida. Natascha y su marido parecían haberse hecho cargo de Louise casi de manera permanente, pero Ida era demasiado mayor para que la acogiera una familia y demasiado joven para casarse aún. ¿Qué iban a hacer las dos? ¿Vivirían para siempre de la caridad de sus vecinos?

Claudia les llevó varias canastas de pan en la semana que siguió a la muerte de Lukas. Ida las aceptaba con las mejillas ardientes de vergüenza. Se había puesto más flacucha y pálida que antes.

—Les he preguntado al Alcalde y al Devoto Jonas si no necesitan una criada —le comentó a Claudia, como si quisiera asegurarle que era consciente de lo desesperado de su situación y que estaba buscando la forma de solucionarla—. Pero los dos me dijeron que no, que ya tienen quién les limpie y les cocine...

Claudia sintió rabia. Aquellos dos hombres tan ilustres y ricos ni siquiera podían fingir que le daban trabajo de barrer algo para poder darle una moneda, disimulando la caridad que le hacían.

—Pero está bien —dijo Ida, enderezando los hombros—. Creo que ya sé qué debo hacer: me iré a la capital. Allí vive mucha gente y seguramente alguno necesitará una criada.

La idea horrorizó a Serafina cuando Claudia se lo comentó.

—¡Ya es bastante malo para tu hermano, que es un hombre y fue a estudiar! Una niña como ella, sin amigos, sin contactos... ¡le podría pasar cualquier cosa! ¿Cómo permite esto Marlene?

Claudia no le dijo que Marlene no parecía opinar nada al respecto. Se pasaba las noches y los días sentada en el porche en su mecedora, con la mirada perdida, y por mucho que Ida le hablara o intentara consolarla, la mujer no reaccionaba. Claudia estaba segura que, si Ida no la hubiera estado cuidando, Marlene se habría dejado morir de hambre. Si Ida se la llevaba con ella a la capital, daría exactamente lo mismo, porque Marlene no haría ningún esfuerzo por protegerla.

Quería desesperadamente ayudarlas, pero no tenía idea de cómo.

Pero pronto se le ocurrió una manera. Yannick, cumpliendo su promesa, les había enviado una carta nada más llegado a la capital. Les relataba el viaje que había tenido desde Hamelin hasta la aldea vecina de una forma que hizo que Claudia se estremeciera un poco.

La noche me alcanzó a pesar de lo mucho que apreté el paso, me temo. En la oscuridad, hasta las cosas más familiares se vuelven extrañas. Juro que un momento me pareció ver un gato enorme, una verdadera bestia que se movía por los árboles, acechándome. Pero por supuesto, estas debieron ser imaginaciones mías. No hay gatos así de este lado de las montañas.

¿No las había? ¿Y la que había matado a Lukas? ¿Era posible que lo que Yannick había visto fuera aquella misma cosa horrible? ¿Por qué había dejado a Yannick vivo y se había ensañado con Lukas?

No, no era posible. Yannick era inteligente y si él decía que la oscuridad le había jugado un truco, entonces debía tener razón.

El resto de la carta tenía un tono mucho más animado. Les contaba que había conseguido trabajo en la tienda de un boticario y que estaba disfrutando muchísimo con todo lo que iba a aprender. Hablaba por párrafos y párrafos de la biblioteca (por supuesto que a él le entusiasmaría ver cualquier libro en cualquier lugar). Y se quejaba un poco de que extrañaba la comida de Serafina, porque él no sabía cocinar tan bien.

—Debería casarse y así tendría alguien que le cocinara —rezongó Serafina.

Y eso fue lo que le dio la idea a Claudia.

Ida encontró a un comerciante de vinos que venía a venderle su producto a Sattler que estaba dispuesto a llevarla hasta la capital. Claudia la alcanzó antes de que llegara al puente y aunque el hombre puso cara de pocos amigos, paró para que pudieran hablar. Claudia le entregó una última hogaza de pan para que Ida comiera en el viaje y una carta con las señas de Yannick.

—Me ahorrarás pagarle al mensajero. ¿Se la entregarás?

Ida la miró con lágrimas en los ojos y la abrazó durante un largo rato.

—Claro que lo haré —dijo—. ¿Irás a ver a mi mamá de vez en cuando?

Claudia le prometió que lo haría. Todo el pueblo compadecía a Marlene y el Devoto Jonas había dado un sermón sobre la importancia de cuidar a los desvalidos. Más hipocresía cuando él mismo no había podido darle un trabajo a Ida.

No importaba. Ahora ella sabría dónde encontrar a alguien del pueblo si se sentía nostálgica. Yannick no era la persona más fácil de la que hacerse amigo, pero Claudia le explicaba las circunstancias de Ida en su carta y estaba segura de que, si él no podía contratarla como criada, buscaría a alguien que lo hiciera.

Ida se subió otra vez a la carreta del vinatero y le hizo un gesto de despedida mientras esta se alejaba por el camino. Claudia se lo devolvió, ignorando la forma en que el corazón se le estrujaba. Se veía tan pequeña, sentada entre todos esos toneles...

Después de que desaparecieron en la distancia, Claudia se quedó aún un largo rato parada donde estaba. No había podido subir al puente otra vez, no había podido ir más allá de ese límite desde la noche en que su padre volvió a casa con malas noticias y más arrugas en el rostro. A veces, le gustaba fingir que tenía el corazón roto por otros motivos. Que Cheshire simplemente se había marchado, que había roto su promesa porque era un zaino y los zainos eran tan volubles como el viento. Le gustaba creer que estaba todavía por allí, vivo y bien, porque el mundo era un poco más oscuro sin su sonrisa y sus cuentos.

Pero la realidad y la tristeza siempre estaban esperándola cuando apoyaba la cabeza en la almohada cada noche.

¿Le pasaría lo mismo a Ida? ¿La seguiría la tristeza a todos lados, o quizá consiguiera tener otra vida en la gran ciudad?

Era inútil pensar en ello. Claudia ya sabía dónde estaba su lugar.

Se recogió la falda, dio media vuelta y volvió caminando a casa para ayudar a su madre a preparar la cena.

Eso ocurrió una noche antes de que la bestia volviera a atacar.

Esta vez no se enteraron de ello hasta la madrugada. Fue en la casa de Roald, en el otro extremo del pueblo. Su hija menor había entrado corriendo a la casa después de decir que había visto algo moviéndose por el jardín trasero. Cuando Roald salió a investigar...

—Lo encontraron en el jardín, con la garganta desgarrada —les dijo Gotlinde, que había venido corriendo en cuanto se enteró de todo aquello—. Los dioses nos amparen, había salido con su azada para defenderse, pero no pudo hacer nada...

El ataque a Lukas lo habían explicado porque vivían en la casa más cercana al límite del pueblo. Porque la bestia tenía hambre. Porque él había salido a enfrentarla.

La muerte de Roald no tenía ningún sentido. Su familia se había escondido en la casa, con la esposa abrazando a los niños hasta que los rugidos dejaron de escucharse.

Los hombres otra vez organizaron una partida de caza, pero por los comentarios de Kaspar, parecía que el Alcalde no había estado demasiado contento con permitírselo.

—Quedan pocos días para el invierno, tenemos que terminar con la cosecha —explicó, sacudiendo la cabeza—. Y Xavier ya se ha curado y está más envalentonado que nunca. Creo que no le gustó que lo hayamos visto herido y que hayamos tenido que socorrerlo...

Calló, como siempre hacía cuando el tema de aquella noche salía a colación. Por un momento, no se escuchó nada en la sala más que el sonido de los cubiertos golpeando contra los platos o de los vasos apoyándose sobre la mesa.

—La familia de Roald estará bien —dijo Serafina—. Herta tiene tres hermanos que la ayudarán.

Era la segunda viuda en menos de un mes que había en Hamelin.

Pero en ese entonces, todavía no le temían a la bestia. Aprenderían su error pronto.

Antes de que acabara de verdad el otoño, otros dos hombres habían muerto. La bestia no parecía tener un patrón: atacaba por las noches así la luna estuviera llena o menguante. Si llovía o si el cielo estaba despejado, no había ninguna diferencia.

Era tan implacable como el invierno.

La primera nevada de Hamelin fue recibida con algarabía general. Sí, ahora la nieve cubría las huellas y los rastros, los días eran demasiado cortos para organizar una verdadera batida de caza, pero lo cierto es que nadie quería encontrarse con la bestia en su territorio. Nadie quería imaginarse si en vez de uno por noche, la bestia mataba a una docena de una sola vez.

—Quizá se vaya —dijeron algunos, bajando la voz, como si la bestia en sí fuera a escucharlos a hablar de ella y presentarse en sus hogares durante las largas noches—. Quizá se duerma en una cueva, como los osos. Quizá se muera de frío.

Otro hombre murió la noche siguiente.

Claudia se pasaba las noches temblando bajo su manta. Antes había temido dormir por los sueños que esto le traía. Ahora deseaba hacerlo, deseaba no tener que quedarse despierta esperando los golpes en la puerta de un vecino que venía a traer otra mala noticia. Algunas noches, incluso llegaba a conciliar el sueño. Pero otras, simplemente se preparaba para las malas noticias.

El herrero pasó por todas las casas, instalando vallas con afiladas puntas y aldabas y candados en las paredes y en las puertas. Algunos pensaron que aquello sería suficiente. Ninguna bestia era lo bastante inteligente o lo bastante fuerte para romperlas, después de todo. Pasó una semana en que no murió nadie y los habitantes de Hamelin empezaron a respirar con tranquilidad otra vez.

A la siguiente los ataques se reanudaron.

Esta vez fue Emil quien les tocó la puerta. Claudia, Serafina y Kaspar ya estaban sentados en la cocina, a pesar de que el frío cortaba como un cuchillo y afuera todavía reinaba la oscuridad. Ninguno había tocado su desayuno, como si el presentimiento de que aquella noche se quebraría la paz los hubiera paralizado en su pequeña cocina. Kaspar miró por el pestillo. La puerta se abrió y se cerró con rapidez. Una ráfaga de viento frío atravesó la casa mientras Emil dejaba la lámpara a un lado y pateaba sobre la alfombra para sacudirse la nieve y el frío de encima.

—¿Otro? —preguntó Kaspar.

—Tres —dijo Emil. Su voz sonaba desfallecida—. Leohnard y sus dos chicos.

Claudia se tapó la boca con las manos para ahogar un grito. Los otros que habían muerto, excepto por Lukas, los conocía de vista. Conocía a sus esposas y a sus hijas por interactuar con ellas en el mercado o por ir al campo todas juntas a llevarle la comida a sus hombres.

Pero conocía bien a los hijos de Leohnard. Bruno era un chico algo mayor que ellos que le daba coscorrones a Yannick a veces, pero que siempre les regalaba manzanas a ella y a Miriam.

El otro era Oskar.

Oskar, que no hacía ni un mes había estado parado en esa misma sala y la había besado. Oskar, a quien ella había echado de la casa de una manera tan grosera...

Muerto.

La imagen de su cuerpo destrozado sobre la nieve, los ojos vacíos y los labios pálidos pasó por su mente y se mezcló con la imagen que siempre quería evitar de Cheshire. La culpa le trepó los intestinos como un animal viscoso y frío. Ni siquiera las manos cálidas de Serafina sobre sus hombros pudieron ahuyentarla.

Kaspar negó con la cabeza.

—Es terrible.

—¡Es más que terrible, suegro! —contestó Emil—. ¡Es imposible! ¡Seis hombres han muerto! ¡Padres de familia, amigos...!

Se le quebró la voz y desvió la mirada. Quizá le avergonzaba echarse a llorar enfrente de las mujeres, pero Claudia tenía ganas de gritarlo que lo hiciera. Quería verlo asustado, por algún motivo. Quería que alguien reconociera que aquella situación era aterradora. No sabían cómo había llegado la bestia allí y hasta ahora todos los intentos por detenerla habían sido inútiles.

Emil hizo eso, pero con mucha más rabia de la que Claudia esperaba.

—Vamos a tener una reunión en la Iglesia esta tarde para encontrar la manera de prevenir esto. ¿Vendrán?

—Por supuesto —dijo Kaspar, pero había un desánimo en su voz que no terminó de tranquilizar a Claudia. Como si estuviera accediendo solamente para calmar a Emil, no como si pensara que tenía el poder de oponerse a este monstruo.

Iban a intentarlo de todos modos, por supuesto.

El ambiente en la Iglesia no era solemne ni tranquilo como otras veces, ni siquiera de camaradería de encontrarse con conocidos y parientes. En cambio, reinaban la agitación y los rumores. Todos hablaban por encima de todos y nadie terminaba de hacerse oír. El Devoto Jonas tuvo que gritar y golpear el púlpito varias veces antes de que la congregación finalmente se tranquilizara lo suficiente para oírlo.

—¡Sé que todos estamos agitados! —les dijo. Se pasó un pañuelo por la frente ancha. Claudia jamás lo había visto tan extremadamente sudoroso y nervioso. Cuando daba sus sermones, siempre lo hacía con la seguridad de un hombre que entendía de lo que estaba hablando. Ahora, balbuceaba y vacilaba como si no pudiera terminar de hilvanar un pensamiento coherente—: Sé que hay mucho miedo entre nosotros. Hemos perdido... perdido a miembros muy valiosos de nuestra comunidad. Y tememos...

—¿Dónde está el Alcalde? —preguntó un hombre, alzando la voz para hacerse oír.

El Devoto se pasó el pañuelo por la cabeza una vez más.

—El Alcalde no ha podido acudir...

El vocerío se alzó nuevamente. ¿Cómo era posible? ¡Él era el que debía protegerlos, su líder, el que debía organizarlos! ¡Si necesitaban armas extras o una protección que pedirle a la capital, era él quién debía hacerlo!

—¡Por favor, por favor! —pidió el Devoto, agitando las manos para indicar que callaran—. ¡Por favor, tenemos que tomar esto con calma! Este animal...

Las puertas de la iglesia se abrieron con estrépito. El Devoto Jonas saltó hacia atrás, sorprendido, mientras el viento frío pasaba entre ellos, agitando sus bufandas y cabellos. La treintena de personas que había reunida allí se volvieron al unísono, esperando que algún otro vecino o quizá el mismo alcalde hubiera decidido llegar a pesar de la hora tardía, pero...

Más allá de las puertas, solamente se veían sombras.

Claudia tuvo un momento de claridad que duró lo suficiente para darse cuenta de que aquello no estaba bien. Había lámparas encendidas en la puerta de la iglesia. El Devoto las encendía todas las tardes. Ella lo había visto hacerlo hacía apenas una hora cuando habían entrado a la iglesia, esperando que la reunión comenzara...

Algo respiró en la oscuridad. Un sonido gutural que fue creciendo en intensidad en medio del silencio estupefacto que se había apoderado de todos los presentes. Un gruñido que hizo que los cabellos se les erizaran, que los sobrecogió y los dejó paralizados.

Kaspar se paró delante de Serafina y de Claudia, interponiéndose entre ellas y las sombras que respiraban...

Y entonces la cosa saltó al interior.

El rugido que soltó hizo reverberar los vidrios pintados de la Iglesia. Varias mujeres gritaron y el caos se desató mientras los que estaban más cerca de la bestia corrían para alejarse de ella, de su monstruosa figura que ahora avanzaba entre ellos con las fauces abiertas.

Colmillos blancos, relucientes. Mandíbulas que podían partir el brazo de un hombre de un mordisco. Zarpas que podrían haber partido a una muchacha como ella de un solo golpe.

Claudia se había quedado paralizada en su lugar, aterrada y fascinada a la vez. Nunca había visto un animal como este, tan majestuoso. Por un momento, el griterío en la iglesia pareció desvanecerse, atenuarse, mientras sus ojos se quedaban fijos en aquel pelaje rojizo que refulgía bajo el halo dorado de las lámparas...

Luego, dos cosas ocurrieron a la vez: Serafina la tomó del brazo, tirando de ella hacia atrás y la bestia se agazapó y saltó con la gracia de un ciervo a pesar de la enormidad de su cuerpo.

Aterrizó sobre un hombre cuyos huesos crujieron al golpear las baldosas de la Iglesia. Los chillidos se multiplicaron como una ola que la arrastró entre ellos y los pies de Claudia por fin encontraron movilidad, si no por otra razón que Serafina tiraba de ella con tanta fuerza que le dislocaría el brazo si no la seguía.

La gente se apiñaba en la puerta y. Claudia se dio cuenta de que no saldrían, se quedarían atascadas allí, entre el vocerío y el terror a sus espaldas. Antes de que pudiera retroceder, otras personas ya se habían amontonado detrás, bloqueándoles el paso.

La mano de Serafina la soltó y la marea de gente se lanzó hacia adelante. Claudia se quedó perdida en un mar de gente, sin otro remedio que moverse hacia adelante, temerosa de que la atropellaran. El corazón le latía en la garganta, sus pulmones estaban vacíos y lo único que oía eran los gritos, los gritos le atravesaban la mente y frenaban en seco cualquier pensamiento coherente que pudiera llegar a tener.

Por un momento, solamente existió como parte de aquella masa de calor y miedo, aquella multitud que se movía como una, que compartían un solo objetivo: escapar, escapar de los rugidos, escapar de la bestia...

Y luego, el mundo se abrió otra vez y el aire frío le entró por la nariz y los labios resecos y Claudia tropezó y se cayó de bruces en la nieve. El golpe no le dolió tanto como el pisotón que le dio alguien a su espalda. Sus manos enguatadas resbalaron sobre la nieve, una y otra vez, hasta que consiguió aferrarse a un barandal y alzarse sobre sí misma. Afuera, lejos del círculo de luz que vomitaban las puertas abiertas, solamente había figuras grisáceas y desorientadas. No parecía humanas si no hubieran estado gritando los nombres de sus seres queridos.

—¡Bertrand!

—¡Geraldine!

—¡Claudia! ¡Kaspar!

—Mamá —murmuró Claudia. Se obligó a tragar más de aquel aire invernal y a hablar con más fuerza—: ¡Mamá!

La encontró a unos pocos pasos y nunca en su vida estuvo tan contenta de envolverse en sus brazos, de aspirar aquel aroma familiar a harina y pan.

Kaspar las encontró apenas un momento después, casi por milagro. Las abrazó brevemente contra él antes de empezar a dar órdenes.

—¡Vayan a casa de Gotlinde y atraquen las puertas!

—¿Qué hay de ti? —preguntó Claudia.

Los ojos serios de su padre le indicaron que era mejor no decir la respuesta en voz alta. Las abrazó a ambas, le dio un beso en los labios a Serafina y otro igual de breve en la frente a Claudia antes de soltarlas y correr otra vez hacia las puertas, ahora despejadas.

Del interior de la iglesia, salían nuevos rugidos y golpes, como de madera partiéndose. Los hombres se estaban haciendo armas improvisadas para enfrentarse a aquella cosa.

—¡No!

—¡Vamos, Claudia!

¡No!

—¡Tu padre hará lo que debe! ¡Vamos!

No podían correr sobre la nieve sin resbalarse y caer, pero Serafina la llevó a un paso rápido por las calles oscuras, deteniéndose de vez en cuando para mirar sobre su hombro por si alguien más venía con ellas.

O por si escuchaban algún sonido gutural a sus espaldas.

—¡Por el amor de todos los dioses! —exclamó Gotlinde cuando llamaron a su puerta—. ¿Qué está ocurriendo?

Claudia no pudo contestarle. Las rodillas se le vencieron. Cuando Miriam y Serafina se movieron para abrazarla, las tres rompieron en lágrimas.

La noche duró una eternidad y fue demasiado corta a la vez. Claudia había conseguido dormirse en el sillón, con la cabeza sobre el regazo de su madre. Miriam había estado meciéndose junto al fuego, con las agujas ocupadas tejiendo una manta para su bebé, que llegaría después del invierno, pero ella también había quedándose dormida. Gotlinde era la única que había subido a sus habitaciones, pero bajó corriendo y las despertó con un alboroto parecido al de las gallinas:

—¡La iglesia está ardiendo! —cacareó—. ¡La iglesia! ¡Hay fuego, lo vi desde la ventana!

—¿Qué hacemos? —preguntó Miriam, con los ojos abiertos como platos.

Claudia quería salir corriendo otra vez, pero Serafina la retuvo con un apretón en su hombro y la mirada severa.

—Nos quedamos aquí —dijo—. Y esperamos.

A ninguna le gustó esa idea, pero tenía razón. Si los hombres estaban tratando de apagar el fuego, ellas solamente serían un estorbo. Y si la bestia seguía suelta por allí...

Claudia se sintió impotente. No era justo que tuviera que quedarse allí y esperar, no era justo que no pudiera ayudar en nada. Pensó en las mujeres de Hood de las que Cheshire le había hablado, las mujeres que usaban pantalones y portaban espadas...

Emil y Kaspar volvieron en la madrugada, cubiertos de hollín, ateridos y con los ojos de alguien que ha visto demasiado. Tras abrazarlos con tanta fuerza como si no los quisieran soltar, les prepararon el desayuno con lo que tenían a mano y se prepararon para escuchar las malas noticias:

—Tres hombres muertos. El Devoto Jonas...

—¡Los dioses nos amparen! ¿La bestia?

Kaspar negó lentamente con la cabeza.

Les contó la verdad, quizá porque sabía que se enterarían de ella en el pueblo tarde o temprano. Sí, la bestia, aquel felino enorme y horrible, había matado a Hermann y a Eike. Los otros habían tratado de defenderlos: habían golpeado a la bestia con candelabros, con patas de bancos, con cualquier cosa a la que pudieron echar mano. Ninguna de estas cosas le hizo daño. Por el contrario, solamente la enfurecieron más.

Pero no se volvió contra ninguno de sus atacantes, y esto era lo extraño.

—Parecía decidida a llegar hasta el Devoto —les dijo Emil, estremeciéndose. Miriam tomó su mano y se la apretó con mucha fuerza—. Era como si... como si esa fuera su presa y hubiera decidido cazarla hasta el final.

El Devoto se había atrincherado detrás del altar, pero cuando los hombres no pudieron detener a la bestia, cuando esta saltó por encima del púlpito hacia él, perdió la razón por completo.

—Le gritaba: "¡Vete, blasfemia, demonio, ofensa contra los dioses!" una y otra vez. Y entonces tomó una de las lámparas y se la arrojó.

—El mantel se prendió fuego —dijo Kaspar—. Todo se expandió muy rápido y no pudimos hacer nada más que salir de allí antes de que todo ardiera.

La iglesia estaba separada de las otras casas por su amplio patio. El daño de las llamas se limitó a ella misma. Los hombres no pudieron hacer más que esperar a que las llamas se calmaran y llamarse y contarse entre ellos, cuidarse las espaldas en caso de que la bestia regresara por más.

Rezar que hubiera quedado atrapada dentro con el Devoto.

—Después lo encontramos. Parece que su túnica... bueno, quizá se asfixió con el humo.

Otra vez estaban suavizando la verdad. Nadie le pidió que les dijera la verdad. Qué muerte horrenda, morir calcinado. La piel ardiendo, el dolor...

Claudia recordó que ese hubiera sido el destino de los zainos si el Sagrado Tribunal los hubiera encontrado culpables de brujería. Apartó el pensamiento.

—¿Y qué hay de la bestia?

Emil y Kaspar volvieron a mirarse. Era obvio que se habían puesto de acuerdo sobre qué decirles al respecto antes de regresar, o al menos, eso le pareció a Claudia. Le costó muchísimo creerse sus palabras a pesar del tono tranquilo que usaron para hablar:

—No la encontramos en la Iglesia, pero había una ventana rota. La lámpara la golpeó directamente, así que es probable que esté herida o incluso muerta.

—No es más que un animal irracional. Seguramente se asustó con lo que sufrió aquí. Incluso si no está herida, seguramente se habrá asustado lo suficiente para no regresar.

Incluso mientras lo decían, sus palabras sonaban más a esperanzas vanas que a la verdad, pero las demás se aferraron a ellas de todos modos.

—Ruego a los dioses que tengáis razón —dijo Serafina, mientras Emil y Miriam se tomaban de las manos y Gotlinde lanzaba un profundo suspiro.

Kaspar no contestó nada. Se levantó pesadamente de su silla y se acercó a a la ventana, a contemplar el lejano amanecer sin decir una palabra.

Claudia pensó en cuántas casas a lo largo y ancho del pueblo se estaría repitiendo esa escena. En cuántas habrían llegado los hombres hambrientos y cubiertos de hollín y en cuántas habrían repetido esa historia, mezcla de mentira piadosa y buenos deseos.

Por primera vez en meses, desde que las había visto precipitarse en el río, pensó en las ratas. Las imaginó en sus madrigueras frías, apiñándose unas contra otras igual que estaban haciendo ellos.

Preguntándose si el gato ya se habría marchado.


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