Cap. 18 - Cambios
Sara tuvo a su bebé dos semanas después de lo que la gente en Hamelin empezó a llamar "el incidente". Claudia estuvo allí, junto con Serafina, Miriam y Jana. Le pusieron más y más almohadas en la espalda para que estuviera cómoda, le limpiaron la frente con un trapo húmedo y sostuvieron su mano mientras ella gritaba y se retorcía con cada contracción.
El curandero Brahan pasó a la mañana y le echó una mirada por debajo del camisón. Si lo hubiera hecho cualquier otro hombre, Claudia se hubiera sentido mortificada.
—Faltan unas horas —dijo con tono frío, como si Sara no se estuviera retorciendo frente a sus ojos—. Así que iré a ver a otros pacientes y regresaré luego.
—¿Cómo podemos hacer que esté más cómoda? —quiso saber Miriam, mirándola con cierto temor—. ¿Hay algo que podamos darle...?
—¡Nada para el dolor! —les advirtió Brahan—. Necesito saber cada cuánto llegan las contracciones.
Pero no se molestó en quedarse para averiguarlo, sino que se marchó de inmediato, prometiendo volver a la noche. Sus parientes se quedaron con ella, tratando de aliviarla todo lo posible. Al cabo de un rato, sin embargo, Miriam se excusó y se marchó. Serafina le echó una mirada a Claudia y luego indicó hacia la puerta con un movimiento de cabeza.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó Claudia, tras seguirla afuera.
—¿Eh? —Miriam sacudió la cabeza, como si hubiera estado tan perdida en sus pensamientos que no supiera muy bien qué decir ahora—. Sí, estoy bien. Lo siento. Estoy... he estado un poco mareada estos días...
Sus manos cayeron disimuladamente hacia su estómago y Claudia lo comprendió de inmediato.
—¿Tan pronto? —preguntó, parpadeando con sorpresa.
—No estoy segura todavía —dijo Miriam, sonrojándose—. Por favor, no le digas a mamá.
Y no era de extrañar. Claudia no entendía demasiado de cómo ocurrían estas cosas, salvo por lo que su madre les había dicho, pero sí sabía que para que Miriam estuviera encinta tan pronto, debía de haber ocurrido antes de la boda.
No iba a humillar a su hermana preguntándoselo, por supuesto.
—Está bien. De todos modos, es mejor que dejemos pasar un tiempo.
Miriam suspiró aliviada, pero luego alzó la vista hacia ella y Claudia se preparó para lo que sabía que iba a preguntar.
—¿Y tú? ¿Cómo estás?
Claudia se encogió de hombros.
—Como siempre. ¿Por qué?
—Mamá dice que has estado teniendo pesadillas.
Claudia apretó los labios. No sabía que su madre y su hermana hubieran estado hablando de ella a sus espaldas y no estaba segura de que le gustara.
Sobre todo, porque era verdad. No había conseguido dormir una noche entera desde que su padre llegara a casa pálido y con las noticias de lo que había ocurrido en el campamento de los zainos. Los rumores y las historias que corrían de boca en boca y que Claudia escuchó después le dieron la pauta de que su padre había suavizado la historia y omitido los peores detalles.
Decían que los zainos atacaron primero, que intentaron apuñalar al capataz Xavier (y era verdad que por un par de semanas, el hombre anduvo con vendas alrededor del hombro y un brazo reposando en un pañuelo). Que la pelea fue inevitable, y que la mujer más vieja, a la que habían señalado como Bruja junto con el flautista, empezó a hablar en una lengua desconocida. Que temieron que les estuviera echando una maldición. En la pelea que se desató, no hubo forma de saber quién había matado a quien.
Pero los hombres de Hamelin volvieron con unos cuántos rasguños y heridas superficiales, y aun así, no todos ellos. Los zainos...
El Devoto Jonas dedicó un sermón a lo ocurrido al día siguiente.
—Sólo los dioses entienden por qué las cosas ocurren como ocurren —dijo, desde el púlpito, con el rostro apesadumbrado—. Todos hubiéramos deseado que el Sagrado Tribunal se pronunciara sobre ellos, todos hubiéramos preferido que otros fueran los verdugos de estos sacrílegos, de estos herejes que se quedaron entre nosotros demasiado tiempo. Pero si los Cinco tuvieron a bien darnos la victoria en esta batalla contra la magia negra, entonces debemos respetar su voluntad y no culpar a nuestros hombres ansiosos de proteger sus hogares, a sus mujeres y sus niños...
Claudia lo escuchó con creciente sorpresa. Lo hacía sonar como si realmente fuera una batalla, en vez de una veintena de hombres contra cuatro, dos mujeres, una anciana y una niña. ¿Qué justificación podían dar para haber matado a la prima más pequeña de Cheshire? ¿Cómo podían decir que había sido justo condenarlos sin un juicio?
Era un cuento, tan ficticio como el de los ogros y el sastre que les había contado Cheshire a los niños del pueblo. Y como ellos, los adultos se lo creían. Quizá porque necesitaban hacerlo, porque necesitaban saber que lo que habían hecho no estaba mal.
Salió de la Iglesia ese día con una incertidumbre que la carcomía por dentro. ¿Cómo podía ser tanta muerte, tanta desgracia, la voluntad de los dioses misericordiosos? ¿Cómo podía el Devoto justificarlo? ¿Se equivocaba, acaso? Su madre la había educado para respetar a los hombres santos que dedicaban su vida a los dioses, pero, ¿y si estos hombres estaban equivocados? ¿Cómo podían permitir los dioses que hablaran por ellos?
No podía discutir esas ideas con nadie, por supuesto, no sin ser acusada de herejía o algo peor. Y eso le rompería el corazón a su madre.
Así que se quedó callada, pero descubrió pronto que el silencio era como un veneno. También eran como un veneno la pena y los arrepentimientos. Si le hubiera dicho a Cheshire que se fuera esa misma noche, que no se quedara para hablar con su padre, si no le hubiera dicho que sí...
Sus sueños no eran siempre pesadillas. Las tenía, sí, terribles: los soñaba a él y a Zale, cubiertos de sangre, con los ojos vacíos, en un campo donde se los devoraban las ratas, royendo su piel y su carne putrefacta hasta los huesos. Otras veces, sin embargo, soñaba con su sonrisa, con su voz, con la suavidad de sus manos y el calor de sus labios. Y esos sueños dolían todavía más, porque cuando despertaba, la realidad de que no iba a volver a verlo la golpeaba como un puñetazo.
A veces lloraba con tanta fuerza que Serafina, con su oído finísimo y su intuición de madre, se levantaba para acunarla contra su pecho y acariciarle el pelo, como cuando era una niña pequeña. Ella nunca le preguntaba qué había soñado. Nadie lo hacía. De alguna forma, Claudia sospechaba que todos lo sabían ya.
Kaspar también se había levantado a consolarla, pero sus palabras no hacían sino retorcer el cuchillo que Claudia sentía clavado entre sus costillas.
—Ninguno de ellos sufrió, Claudia. Todo ocurrió muy rápido. Si hubiera podido evitarlo, lo habría hecho. ¿Lo sabes, verdad? Habría hecho lo que fuera porque esto no ocurriera.
Claudia siempre había pensado en su padre de la misma manera que pensaba en los cimientos de su propia casa, en las vigas que sostenían el techo. Fuertes, firmes, inamovibles. Ahora, cada vez que lo descubría con los ojos tristes clavados en ella, cada vez que se quedaba en un silencio taciturno durante la conversación en la cena, se daba cuenta de que aquello había sido una ilusión. Su padre era solamente un hombre, un hombre impotente ante la catástrofe y carcomido por la culpa.
Y por mucho que quisiera, ella no podía absolverlo. Escuchar sus excusas, entrever los detalles de la verdad que él le negaba, era incluso peor.
Adoptó la costumbre de hundir la cara en su almohada y ahogar sus sollozos. Pero aun así, alguien la escuchó una de aquellas noches.
Yannick entró en el cuarto de puntillas. De alguna manera, parecía comprender que ella no quería que nadie supiera lo que le estaba ocurriendo. Se sentó al borde de la cama y apoyó una mano en su espalda. Su presencia no era tan reconfortante como la de Serafina, pero Claudia apreció aquel pequeño gesto por lo que era. Apreció que se quedara allí, en silencio, sin decir nada para tratar de que ella dejara de llorar, simplemente haciéndole saber que estaba a su lado.
Cuando consiguió tranquilizarse un poco, Yannick no se marchó. Se quedó allí un largo rato.
—Los detesto —dijo al fin.
Habló tan bajo que Claudia casi pensó que se había quedado dormida de nuevo. Alzó la cabeza con sorpresa.
—¿Qué?
—Los detesto —repitió Yannick, con firmeza—. Por lo que hicieron. Por lo que te hicieron a ti.
Claudia no preguntó cómo sabía sobre lo que ella había perdido. Tenía la impresión que Miriam no había guardado su secreto tan bien como había prometido.
—Me marcho —continuó Yannick.
—¿A dónde? —preguntó Claudia, sorprendida.
—A la capital. Iré a estudiar medicina. Me convertiré en un curandero como Brahan. No, demonios. Voy a ser mejor que él.
Brahan había sido su héroe desde que era niño y le permitió leer por primera vez sus tratados de anatomía. Escucharlo hablar así... Claudia no sabía cómo reaccionar.
—¿Cuándo?
—Los cursos comienzan en otoño. Tendré que estar allí para entonces.
—¿Lo saben ya mamá y papá?
Había apenas un asomo de sarcasmo cuando Yannick contestó:
—Se los he dicho, pero creo que no me creen. "No tenemos dinero para enviarte allí, ¿qué vas a hacer en la ciudad?", me preguntó papá, como si no tuviera dos manos y dos pies para valerme por mí mismo.
Yannick tenía mucho más que eso. Tenía la mente más afilada y el sentido de la justicia más sólido que ninguna otra persona que Claudia hubiera conocido. Sí, puede que a veces fuera torpe en lo que respectaba a interacciones sociales, pero Claudia jamás había admirado a su hermano más que en ese momento.
Se le atragantaron las palabras en la garganta, así que en vez de decirle todo eso, se sentó en el jergón y lo abrazó con fuerza. Yannick se puso rígido, como si no supiera muy bien qué hacer, pero al cabo de un momento, alzó los brazos y la estrechó también.
Se preguntó si Miriam lo sabría, pero decidió no decírselo. No hasta que Yannick estuviera listo para hacerlo. Además, no había preguntado por él.
—Estoy bien —mintió Claudia.
Miriam no se lo creyó ni por un momento. La tomó de la mano y se la apretó con fuerza.
—Claudia, lamento... yo... lamento haber dicho lo que dije de... sobre él.
No era necesario que aclarara de quién hablaba. Claudia la miró de frente y por un momento, se le retorció el estómago. Si no fuera por su marido, si no fuera por Emil...
Pero no era culpa de Miriam. Ni siquiera se había dado cuenta de la frialdad con la que Claudia y Yannick trataban a su marido. Ella, como todos los demás en Hamelin, estaba ansiosa por regresar a la normalidad.
—No importa —le dijo Claudia, obligándose a forzar una sonrisa—. Tenías razón. Al final, supongo que hubiera acabado olvidándolo.
Y esa era la mayor de las mentiras que había dicho nunca.
El bebé nació poco después y sus gritos inundaron la casa. Era solamente la segunda vez que Claudia asistía en un parto, así que no tuvo que ayudar a cortar el cordón o a lavar al niño. En cambio, fue la encargada de envolverlo en una manta una vez que estuvo limpio y bajarlo hasta el salón donde esperaban los hombres y sus sobrinos. Zirilo lanzó un grito de alegría cuando le dijo que era varón y sostuvo a su nuevo hijo entre sus manos con enorme delicadeza.
—Eloise, ven a conocer a tu hermanito.
Eloise arrugó la frente cuando se arrimó a espiar a los brazos de su padre.
—¿Por qué está todo rojo? —preguntó, lo que provocó una carcajada entre todos los adultos. Eloise se ofuscó y se ocultó detrás de las faldas de Claudia.
Le pusieron Kaspar, lo que provocó lágrimas al ahora cuatro veces abuelo. Y por supuesto, fue de lo único de lo que querían hablar los vecinos cuando se encontraban con Claudia y Serafina en el mercado. Serafina estaba más que contenta de esparcir las noticias.
—Sara está bien, gracias a los dioses, recuperándose. Eloise está enfurruñada, pero le he dicho a Zirilo que se le pasará. Todos los niños se ponen así la primera vez que tienen un hermanito, ¿no es verdad? Pero sigue siendo mi única nieta mujer, ¡así que yo pienso seguir consintiéndola!
—Bueno, a los que tengan Miriam y Emil los voy a consentir yo —contestó Gotlinde—. ¡Tú ya tienes otros cuatro de los que preocuparte!
Las mujeres que se habían reunido delante de su puesto se rieron con alegría, con trinos y cacareos como si fueran gallinas. Claudia intentó reír con ellas, de verdad que lo intentó. Intentó alegrarse por Zirilo y luego por Miriam y Emil cuando hicieron oficial la noticia de que estaban esperando un bebé. Intentó alegrarse de estar viva y ver el sol todas las mañanas, de poder comer los panes de su madre y jugar con sus sobrinos y abrazar a su padre. A veces, pensaba que lo había logrado, porque conseguía pasar un día o hasta dos sin que nadie le preguntara cómo estaba.
Pero por las noches, sola en su habitación, con la amenaza de las pesadillas cerniéndose sobre ella, era mucho más difícil fingir. Era como si alguien le hubiera arrancado el corazón y ahora no quedara en su pecho más que un agujero negro que quería devorarla de adentro hacia afuera.
¿Le ocurriría lo mismo a alguien más? ¿Aún con las palabras de absolución del Devoto Jonas? Era difícil imaginárselo. Parecía que Hamelin entero estaba haciendo su mejor esfuerzo por olvidarlo todo con respecto a los zainos. La vida seguía: las personas se comprometían y se casaban, iban a trabajar a los campos de Sattler y se reunían en la iglesia o en el mercado una vez a la semana. Se reían y charlaban y se enteraban de los asuntos de sus vecinos con la misma regularidad que lo habían hecho siempre.
Nadie mencionaba a las ratas. Ni tampoco a los zainos. Casi parecía como si el paso de Cheshire y su familia por el pueblo hubiera sido tan inconsecuente como una brisa de verano. A veces Claudia quería echarse a gritar en medio de la plaza, preguntarles a todos cómo podían haberlo olvidado tan pronto, cómo hacían para enterrar aquella noche en lo profundo de sus memorias y seguir adelante sin más.
No lo hacía porque ya sabía la respuesta. Y esta era, que era todo mentira. Si entrecerraba los ojos, si escuchaba con atención, podía encontrar las grietas en las fachadas, igual que ahora podía encontrar todas las arrugas en el rostro de su padre.
—El capataz Xavier ha contraído una enfermedad repentina. No saben si se recuperará. El alcalde no va a reemplazarlo por ahora, pero puede que pronto tenga que hacerlo.
La "enfermedad repentina" era la infección de la herida de cuchillo que había recibido durante la pelea contra los zainos.
—Dicen que la cosecha de este año será mucho más productiva. Es posible que hasta haya suficiente para poner a trabajar al viejo molino.
Porque no había ratas que se comieran los granos antes de tiempo, pero todos actuaban como si aquello fuera un milagro, un regalo de los dioses hacia ellos por haber sido tan devotos a su culto.
—Mabel fue al bosque de las colinas a buscar nueces, pero regresó casi de inmediato. Dice que encontró un gran claro quemado y que se sintió inquieta...
La gente dejó de hablarle a Mabel por un tiempo. Al fin y al cabo, había roto la promesa tácita de no salir del pueblo, y no ir al sitio donde habían ocurrido las ejecuciones, y no ver y no recordar y, sobre todo, no hablar de ello.
A Claudia le hubiera gustado romper esas prohibiciones implícitas. Le hubiera gustado cruzar el puente y buscar el lugar del campamento y ver si podía descubrir algo entre los escombros. Algo físico, algo que le recordara a Cheshire. Tenía miedo de que con el tiempo los sueños se le enredaran en la memoria y entonces su sonrisa y su voz ya no serían tan prístinas como lo habían sido hasta entonces.
Lo intentó una vez. Cuando vislumbró el puente, sin embargo, sintió que se ahogaba. ¿Qué se le había perdido a ella ahí? Cheshire no estaría esperándola al otro lado, Cheshire ya no estaba en ningún lugar. Tuvo que apoyarse en la verja de la casa de Marlene para tranquilizarse un poco.
—¿Claudia?
La vocecilla la sobresaltó.
Ida parecía haber crecido de sopetón aquel verano. No era solamente que estaba tan alta que el ruedo de sus faldas dejaba al descubierto sus tobillos, ni que su vestido de pronto le quedara mal porque no estaba confeccionado para adecuarse a las curvas que empezaban a formarse debajo. Era que tenía la trenza mal hecha, como si hubiera intentado peinarse ella misma, y los ojos demasiado grandes para su rostro flacuchento y la sonrisa forzada en los labios.
Y Claudia comprendió que se encontraba ante la única persona en Hamelin que era peor que ella para esconder su pena cuando se escuchó decir a sí misma:
—Hola, Ida. ¿Cómo estás?
Ida se encogió igual que hacía Claudia cuando le preguntaban lo mismo.
—Muy bien, gracias —dijo, y Claudia supo de inmediato que era una mentira. Se limpió la tierra del delantal con gesto avergonzado—. Solamente estaba trabajando un poco en el huerto.
Ida no había vuelto a aparecer por el mercado con su cesta (que en realidad era de Serafina) y sus raquíticos tomates y una mirada al huerto vacío y medio seco le dijo a Claudia que no era probable que la viera otra vez. Pero había que admirar su optimismo.
—Ya veo.
—Sí —dijo Ida, con un asentimiento—. Las cosas no han sido fáciles desde que Finn y Mona...
Claudia se sobresaltó. En medio de todo el remolino de sus propias emociones, casi se había olvidado que Ida no había perdido a uno de sus hermanos, sino a dos.
—Lo lamento —murmuró—. ¿Cómo se encuentra...?
Y se sintió como la peor persona del mundo por no recordar el nombre de su hermana más pequeña.
—Louisa está muy bien, gracias —dijo Ida, acudiendo en su ayuda con toda naturalidad—. Todavía se está quedando en casa de Natascha. Fue una suerte que no se contagiara del Silbido. La extraño mucho por las noches, ¿sabes? Pero creo que es mejor que se quede allí.
Se calló de pronto y Claudia vislumbró otra de las grietas. Había oído los rumores, sobre que Lukas y Marlene ya no salían de la casa. Lukas no había vuelto a trabajar a los campos desde la muerte de Finn y a Marlene no la habían visto en el mercado desde entonces. A la que sí habían visto, por primera vez desde la muerte de su bebé, era a Natascha, llevando de la mano a la regordeta Louisa con ella. Se veía pálida por los meses encerrada en su casa y no había hablado con nadie, pero era un avance. La gente le estaba dando su espacio hasta que estuviera lista para volver a insertarse en la vida social de Hamelin.
Pero la familia de Ida se había internado en su propio mundo. ¿Qué estarían comiendo? ¿Tendrían suficiente dinero para sobrevivir al otoño y luego al invierno? Si la huertita de Ida no daba frutos, ¿cómo iban a seguir adelante...?
A Marlene y a Lukas esto parecía tenerlos sin cuidado. Pero Ida estaba parada delante de ella, dispuesta a darle pelea a la pena, dispuesta a no dejarse ganar por la tragedia y Claudia tuvo que admirarla por ello. Era tan pequeña y ya era mucho más fuerte que ella.
—Entiendo. Bueno... creo que le diré a mamá que os prepare una canasta de pan, ¿te parece?
—Oh, no. —Ida se sonrojo, porque por supuesto que no iba a estar dispuesta a aceptar esa caridad—. Por favor, no te molestes...
—No será ninguna molestia. Y luego tú podrás pagarnos cuando crezcan tus tomates.
Los ojos claros de Ida estaban a punto de desbordar de lágrimas cuando la miraron, pero su voz fue firme al hablar:
—Te lo agradecería mucho.
Claudia le sonrió y se dio la vuelta para marcharse.
—Claudia —la llamó Ida otra vez. Cuando se volteó para mirarla, la niña parecía estar debatiéndose consigo mismo. Al final, alcanzó el brazo de Claudia y tiró de ella para acercarla. Habló en un susurro apresurado, con la boca casi pegada al oído de Claudia—. Sé que ellos eran tus amigos. Y sé que no hicieron nada malo. Finn y Mona empeoraron cuando Brahan les dijo a mamá y a papá que dejaran de usar los ungüentos. No fue culpa de los zainos. Lo siento.
Retrocedió un paso y miró a un lado y al otro, pero no había nadie viniendo por la calle, nadie que hubiera sido testigo de aquel intercambio apresurado. Pero, para no arriesgarse, Ida recogió su regadera y se metió en la casa con rapidez.
***
Yannick se marchó una semana antes del comienzo del otoño. Serafina y Kaspar, que habían estado muy tranquilos cuando les mencionó sus planes, cuando le compró un caballo viejo a un vecino por unas pocas monedas de plata, cuando empezó poco a poco a armar su atado, de pronto parecían pálidos y preocupados. Era como si hubieran creído que Yannick acabaría por echarse atrás y no sabían cómo reaccionar ahora que no lo había hecho.
—Pero, ¿tienes que marcharte mañana? —le preguntó Serafina, retorciendo el borde de su delantal una y otra vez—. He oído que lloverá y...
—Necesito una semana para llegar a tiempo para los cursos —explicó Yannick, por tercera vez, con una paciencia que Claudia no le conocía—. Y en todo caso, es mejor que me marche antes de que el tiempo empeore, ¿verdad?
Serafina sacudía la cabeza y cambiaba su peso de un pie al otro.
—Pero, ¿por qué tienes que marcharte ahora? ¿Por qué no te quedas un año más para ahorrar suficiente dinero...?
—Mamá, soy un adulto —la interrumpió Yannick—. Cuando mis hermanos se casaron y se fueron de casa, te alegraste por ellos. ¿Por qué no puedes hacer lo mismo por mí?
—¡Porque no es igual! —protestó Serafina y prorrumpió en lágrimas.
Yannick la miró confundido, pero Claudia creyó comprender. Si Yannick se hubiera casado con una chica del pueblo, se habría asentado en Hamelin y lo hubieran visto casi todos los días. En cambio, se iba solo, por mucho tiempo, y a un lugar que, para el caso, era tan lejano como el país de los ogros.
Se adelantó y le puso las manos en los hombros a Serafina antes de que Yannick pudiera decir alguna otra cosa y empeorar la situación.
—Mamá, no te pongas triste. Yannick nos escribirá todas las semanas, ¿verdad?
Yannick, como siempre cuando se trataba de sentimientos, parecía muy incómodo, pero se repuso.
—Sí. Claro que os escribiré, cada vez que me sea posible.
Salió temprano al amanecer, para estar en el próximo pueblo antes de que cayera la noche. Claudia, Serafina y Kaspar lo despidieron en la puerta de su casa, y luego lo vieron marcharse, con la espalda erguida y la mirada puesta en el horizonte. Serafina lloró con el rostro escondido en su delantal y Kaspar le pasó una mano por los hombros.
—Estará bien —le aseguró—. Tenía algo de dinero guardado para él por si decidía casarse y se lo he dado. Él sabrá administrarlo. Es un chico inteligente.
Claudia estaba segura que ese no era el motivo por el que Serafina lloraba, pero su madre respiró profundamente, enderezó los hombros y se recompuso con toda rapidez.
—Sí. Tienes razón. Hay que confiar en él.
Kaspar se marchó con la azada al hombro poco después.
Era extraño que en la casa solamente quedaran Serafina y Claudia. Era extraño que todos, menos ella, se hubieran marchado. Era todo tan extraño, como si se hubiera despertado un día para descubrir que los colores de las paredes habían cambiado durante la noche. Todavía era su hogar. Todavía era Hamelin.
Pero a veces le parecía que todo había cambiado.
Y no tenía idea de cuánto.
Dos semanas después de que Yannick se fuera, la despertaron golpes en la puerta. Como todas las noches desde la muerte de Cheshire, había dormido mal, pero aún si ella no hubiera tenido el sueño ligero, estaba claro que la persona golpeando tenía toda la intención de despertarlos.
Claudia se levantó en la oscuridad, parpadeando para tratar de despertarse del todo. Palpó en la oscuridad hasta encontrar un chal (la temperatura no había bajado aún, pero estaba segura de que Serafina le gritaría si no se abrigaba) y salió de su cuarto echándoselo sobre los hombros.
Kaspar ya estaba a mitad de camino escalera abajo. Serafina la retuvo del brazo junto con ella a mitad del camino y la miró con los ojos abiertos de par en par a la luz de la vela que había encendido. Claudia comprendió que estaba asustada y el corazón se le desbocó.
Lloviznaba afuera. La persona parada en su puerta llevaba una capucha y una lámpara que mantenía baja para evitar que se apagara, por lo que Claudia no lo reconoció hasta que habló:
—Señor Kaspar, necesitamos vuestra ayuda. Algo ocurrió en la casa de Marlene...
Era Oskar. Claudia sabía que él no vivía cerca de Marlene, es decir, que el mensaje debió haber pasado por distintas casas a pesar de la hora tardía y el mal tiempo. ¿Qué podía ser tan terrible que no habría podido esperar hasta la mañana?
Serafina se aferró a la mano de Claudia.
—Esa pobre familia... —murmuró, consternada.
—¿Qué pasó?
—Alguien... parece que alguien irrumpió en la casa y... hubo violencia, señor —explicó Oskar—. Los hombres se están armando para buscar al culpable.
Claudia se quedó atónita. Hamelin, que siempre había sido un pueblo tan tranquilo... y ahora ocurría esto, cuando hacía apenas unos meses...
Kaspar negó con la cabeza.
—Me temo que no puedo ir. No dejaré solas a mi mujer y mi hija, si hay un ladrón suelto.
—No es... no es precisamente un ladrón —dijo Oskar. De pronto, parecía nervioso. Miró por encima de su hombro y luego se inclinó hacia adelante. Dijo algo que Claudia no alcanzó a escuchar desde la escalera, pero luego Kaspar lo repitió más alto:
—¿Una bestia?
—Eso es lo que dicen —contestó Oskar—. Que una bestia del bosque se metió en su casa y los atacó. Marlene e Ida se fueron corriendo a pedir ayuda. Tenían la ropa manchada de sangre y Lukas no estaba con ellas. Eso es todo lo que sé, señor.
Eso no tenía ni pies ni cabeza. ¿Qué hacía una bestia del bosque metiéndose en la casa de Marlene? No podría haber estado buscando comida. Para empezar, no era invierno aún. Tendría más posibilidades de hallar una presa en su bosque que allí...
—Os necesitan, señor Kaspar. Vos habéis sido viajante de comercio, sabréis qué hacer en estos casos. Si queréis, yo me quedaré con Claudia y vuestra señora —se ofreció Oskar.
Kaspar no parecía demasiado convencido, pero acabó aceptando con un asentimiento. Serafina lo ayudó a ponerse el abrigo y le dio un beso en la mejilla. Oskar le prestó su propia lámpara.
—Qué cosa terrible. Y con todo lo que han sufrido —dijo Serafina—. Prepararé té. Debes de estar helado, Oskar.
—Gracias, señora.
Claudia todavía estaba un poco confundida y medio convencida de que estaba soñando. No se le ocurrió hasta que Serafina hubo desaparecido camino a la cocina que se había quedado sola con Oskar, vestida únicamente con su camisón y una mantilla fina.
—¿Te desperté?
Claudia se sobresaltó y se apartó de un salto. Instintivamente, apretó la mantilla más firmemente contra su cuerpo. No había la bastante luz para que él viera nada y por supuesto, no era del todo indecoroso. Pero por algún motivo, se sentía extremadamente incómoda de repente.
—Bueno, sí —balbuceó. ¿Qué pensaba que estaban haciendo en su casa a esa hora, aparte de dormir?
—Lo lamento. Marlene nos despertó a nosotros —dijo Oskar, y a continuación hizo algo muy osado: tomó asiento en el sillón de su padre, como si alguien lo hubiera invitado a hacerlo—. Lloraba histérica y decía que habían matado a su marido. Ida tuvo que explicarnos la situación. Nos dijo que Lukas estaba vivo cuando escaparon, así que mi padre y mi hermano fueron a auxiliarlo y yo corrí a avisar a todos.
—Debió ser difícil para ella —dijo Claudia, frunciendo el ceño. ¿Tenía derecho a decirle que se levantara? Seguramente había corrido hasta allí y estaría cansado. Debía ser una buena anfitriona...
—Sí. Realmente te hace pensar, ¿no?
Claudia lo miró en silencio. No estaba aún lo bastante despierta para comprender lo que él quería decir y tampoco estaba segura de querer averiguarlo. Así que permaneció callada.
—Te hace pensar... podría haber sido cualquiera de nosotros —continuó Oskar, sacudiendo la cabeza—. La vida es muy corta, Claudia.
Las palabras le trajeron inmediatamente la imagen de Cheshire a la mente. Cheshire siempre sería un joven atolondrado. Nunca le saldrían arrugas en los ojos, nunca le crecería una barba poblada como a sus tíos.
Se le ahogó un sollozo en la garganta.
—Oh, por favor, no te pongas así —rogó Oskar, levantándose para acercarse a ella—. Emil me ha comentado que estabas muy afectada por lo que le ocurrió a los zainos.
"Lo que le ocurrió a los zainos". Como si hubiera sido una avalancha o un desborde del río, como si no lo hubieran provocado las propias personas de Hamelin. Claudia había estado demasiado enterrada en su pena, pero ahora comprendía la rabia de Yannick. Comprendía como había podido decir que los odiaba a todos.
—Eres una chica muy sensible, Claudia —continuó Oskar, poniendo una mano sobre su hombro—. Eso está muy bien. Hará que seas una buena madre.
Claudia parpadeó para tratar de apartar las lágrimas de sus ojos. ¿De qué demonios se suponía que estaba hablando?
—Mira, yo sé qué hará que te sientas mejor.
—¿Lo sabes? —preguntó Claudia. ¿Podía acaso él volver el tiempo atrás? ¿O resucitar a los muertos?
—Sí —dijo Oskar, con una sonrisa amplia.
Claudia no tuvo forma de adivinar ni de prevenir lo que él hizo a continuación. Tiró de ella para atraerla hacia sí y la besó. Sus labios se encontraron con los de Claudia con torpeza, haciendo que sus dientes se entrechocaran torpemente. Él no pareció inmutarse, cerrando los ojos y aspirando profundamente casi al mismo tiempo.
Ella se quedó paralizada. No solamente por lo repentino de aquella acción, no solamente por el atrevimiento de Oskar de besarla en su propia casa, con su madre a no más de unos pocos pasos, sino por lo mal que se sentía.
Conocía a Oskar desde que los dos eran niños. Sabía que era un buen muchacho, algo torpe, pero no era peleador o fanfarrón como otros. Le caía bien; a veces habían bailado juntos en alguna fiesta o feria en el pueblo. Pero él no la hacía reír. Él no tenía una sonrisa que le hacía acelerar el corazón. Él no había esperado a que ella le dijera que sí antes de besarla.
Eso, más que ninguna otra cosa, fue lo que le devolvió la presencia de ánimo para moverse. Le puso las manos en el pecho y lo empujó, suavemente al principio, con más fuerza cuando él no se dio por enterado. Tuvo que echar la cabeza hacia atrás y retorcerse entre sus brazos para que él se diera cuenta de que algo pasaba. Dejó de besarla, pero todavía mantuvo sus brazos alrededor de su cintura, como una firme cadena.
—¿Qué pasa?
—Basta —dijo Claudia, tratando de apartarse—. ¡Suéltame!
Oskar no lo hizo. Se limitó a mirarla con el ceño fruncido, como si de pronto ella hubiera empezado a hablar en otro idioma.
—¿Cuál es el problema, Claudia? Sí, ya sé que soy el tercer hijo y mis padres no me dejarán mucho, pero todos tus hermanos se han ido de casa. Podemos vivir aquí con tus padres. Cuando nos casemos...
—¡Cuándo! —repitió Claudia, incrédula—. ¡Ni siquiera me has preguntado si eso es lo que yo quiero!
La sorpresa de Oskar finalmente le permitió empujarlo y apartarse de él. Sostuvo el mantillo delante de ella como si fuera una armadura, cruzando los brazos sobre su pecho por si él volvía a intentar abrazarla.
—¿Y por qué no querrías hacerlo? —preguntó Oskar, cuando al final terminó de entender lo que ella le estaba diciendo—. ¡Yo podría darte todo lo que quisieras! Tendríamos una casita e hijos. Quizá ahorre lo suficiente y pueda comprarle mi propio campo a Sattler. Uno pequeño, pero no necesitaremos más...
—No —dijo Claudia, sacudiendo la cabeza—. No, no...
Las promesas de Oskar eran prácticas, eran sensatas. No le prometía llevarla a ninguna tierra lejana, no le prometía historias ni grandes aventuras. Le prometía exactamente lo mismo que Claudia había esperado tener antes de Cheshire.
Pero, ¿cómo se podía conformar con la luz de una luciérnaga, después de haber visto el sol?
—¡Vamos! —exclamó Oskar, esta vez con un tono burlón—. ¿Con quién más te ibas a casar? ¿Con Martin? ¿O con Benedikt?
Claudia se estremeció. Ni Martin ni Benedikt le habían hecho ningún comentario sobre querer casarse con ella, mucho menos intentado besarla como había hecho Oskar. Pero supo una cosa antes de que tuviera tiempo de pensarla; la supo con las entrañas y con el corazón.
—No me casaré. Ni contigo, ni con nadie.
Oskar le contestó con algo que no se esperaba: una risa, alta y gutural. Sin una gota de humor. Como si se estuviera forzando a reír.
—¿Y qué, te quedarás en tu casa? ¿Serás una carga para tus padres?
Claudia echó los hombros hacia atrás. Si antes estaba convencida de que no se casaría con Oskar, ahora ni siquiera quería tener que soportar mirarlo a la cara.
—Alguien tiene que cuidarlos cuando sean mayores.
—Por los dioses. —Oskar lanzó las manos al aire. Tenía la cara roja y los ojos brillantes, y Claudia supo que estaba enojado. No se podía imaginar cuánto hasta que él dio un paso adelante—. Entonces, ¿era cierto? ¿Todo lo que decían sobre ti y el chico zaino?
Claudia se quedó de piedra. ¿Quién había dicho nada al respecto? ¿Quién la había visto? ¿Por qué se sentía avergonzada, incluso ahora, como si hubiera hecho algo malo? Ella no había planeado enamorarse de Cheshire, y era una crueldad que él sacara a relucir eso.
Antes de que pudiera agregar nada, Oskar se adelantó y sacó algo de su cinturón. Lo estiró hacia ella y lo reconoció al instante: era un puñal zaino, parecido al que llevaba Cheshire, pero no el mismo. El mango era distinto y la hoja un poco más larga. Tenía que haber pertenecido a uno de sus tíos o quizá, incluso, a Zale.
—Mi hermano se lo quitó a uno de ellos —le contó Oskar. La mueca en su rostro se había vuelto cruel—. Dijo que murieron acobardados como ratas. ¿De verdad crees que hubieras estado mejor siendo la esposa de uno de esos bárbaros?
A Claudia se le cerró la garganta. Entendió de inmediato por qué le estaba mostrando esto, por qué le hablaba así: su rechazo lo había lastimado y ahora él quería lastimarla a ella.
Y funcionó.
—Fuera.
La sonrisa en el rostro de Oskar se borró de pronto, como si no hubiera esperado eso.
—Vamos, Claudia. Era solamente una broma...
Claudia recogió el atizador junto a la chimenea.
—¡Fuera! —le gritó. Oskar dio un salto atrás—. ¡Fuera, imbécil, y no te atrevas a hablarme otra vez!
No sabía si de verdad lo hubiera golpeado o no. No sabía si habría sido capaz, pero una parte de ella definitivamente deseaba hacerlo y el hecho de que él retrocediera con duda y temor en los ojos le indicó que él debía haberse dado cuenta también.
—Claudia...
—¡FUERA! —bramó ella, y agitó el atizador.
Oskar giró sobre sus talones y salió corriendo con tanta prisa que ni siquiera cerró la puerta a su paso. Claudia se apresuró a hacerlo por él y puso la traba antes de darle un puñetazo a la puerta con tanta fuerza como si fuera el propio rostro de Oskar.
Cuando se dio vuelta, descubrió a su madre con una bandeja sobre la que humeaban dos tazas de té, mirándola desorbitada desde la puerta de la cocina.
—Dioses... —murmuró.
Claudia no podía explicarle por qué se había alterado tanto, por qué había estado tan dispuesta a golpear a Oskar y por qué incluso ahora sentía el rostro ardiente de furia, pero no importaba. Serafina dejó la bandeja a un lado, se acercó a ella y cautelosamente, como si temiera que Claudia fuera a empujarla y gritarle a ella también, le puso las manos en los hombros y la estrechó contra sí.
Aquel sencillo gesto de aceptación fue casi demasiado para ella.
—Mamá... yo... lo siento...
—Bien hecho, hija —dijo Serafina, interrumpiéndola—. No me gustó cómo se tomó todas esas libertades contigo. ¡Y bajo nuestro propio techo, mientras tu padre no está! ¡No te rías, Claudia! ¡Mañana tendré una charla muy seria con su madre!
Claudia se rio de todos modos, se rio porque toda la situación era demasiado surreal y demasiado patética como para no reírse. Se rio porque la otra opción era echarse a llorar y ya estaba harta de hacer eso.
Más tarde, se alegró de haber reído, porque fue la última vez que alguien en Hamelin lo hizo en mucho tiempo.
Kaspar regresó de madrugada, con el rostro cansado y pálido. Serafina y Claudia se habían quedado dormidas en el sillón esperándolo y las despertaron sus golpes en la puerta. Cuando entró, no preguntó por Oskar. Estaba pálido y cansado. Se sentó delante de la chimenea y no parecía escuchar la oferta de Serafina de traerle un poco de té.
—Querido... —volvió a decir Serafina y le tocó el hombro la tercera vez que él no le contestó.
Kaspar se sobresaltó un poco y la miró como si no la reconociera por un momento.
—Lo siento —dijo, y agregó en voz más baja—. Tengo malas noticias. Lukas está muerto y no pudimos rastrear a la bestia.
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