Cap. 16 - Voluntad

Nadie en Hamelin durmió aquella noche.

Fingieron que lo hacían. Fingieron encerrarse en sus casas como cada noche, pero había luces brillando en las ventanas y rostros ansiosos que se asomaban a las puertas.

—¿No han vuelto aún? —preguntaba alguien.

—No todavía —le contestaba su vecina.

—Se están tardando.

—¿Habrán escapado?

—¿Les habrán hecho algo?

Gotlinde vino desde su casa a la de Serafina porque no quería esperar sola.

—Le dije a Emil que no era necesario que fuera —dijo, retorciendo un pañuelo entre sus manos—. Pero dijo que el capataz necesitaba hombres y que los zainos seguramente iban a pelear...

—¡Por supuesto que iban a pelear! —le gritó Claudia—. ¿Por qué no habrían de hacerlo? ¿Por qué no iban a defenderse?

—¡Claudia! —la regañó Serafina, echándole una mirada temerosa a Gotlinde.

No tenía que aclarar que la suegra de Miriam no era lo bastante parte de aquella familia como para expresar esas ideas delante de ella.

Pero Claudia no podía quedarse quieta allí, escuchando cómo los llamaban "Brujos" y los condenaban a pesar de que los habían ayudado tanto, así que se levantó y corrió escaleras arriba, tratando de contener el llanto que le desbordaba de los ojos. Se acurrucó en su jergón. No lo comprendía. No podía entenderlo. Hacía apenas unas horas ella y Ches habían sido tan felices, habían estado juntos, y ahora...

La puerta se abrió suavemente. Claudia no tuvo que darse vuelta para reconocer los pasos suaves de su hermana. Miriam se sentó a su lado y le pasó una mano por el cabello, tratando de tranquilizarla.

—A lo mejor los vieron venir —le dijo, bajando la voz—. A lo mejor los vieron y pudieron escapar.

Claudia deseaba que fuera así. Incluso si nunca volvía a ver a Cheshire, quería creer que estaría en los caminos, contando sus historias a otras personas, mostrándole su sonrisa a otras chicas. No importaba que no estuviera con ella, siempre y cuando estuviera vivo y libre.

La alternativa era demasiado horrible.

Pero no podía engañarse a sí misma.

—Ya habrían vuelto —le dijo a Miriam.

Ella se quedó callada. Sus dedos vacilaron un momento en los mechones oscuros de Claudia.

—Entonces, quizá el Tribunal se dé cuenta de la verdad.

Claudia se hubiera reído de aquella imposibilidad si no hubiera sido demasiado deprimente hacerlo.

—¿Tú crees que irán en contra del Devoto y el alcalde? —preguntó, sin levantar la vista.

El silencio de Miriam fue toda la respuesta que le hizo falta.

—Que mamá no te escuche diciendo esas cosas.

Claudia escondió su rostro en la almohada. Al cabo de unos momentos, sintió el peso de otro cuerpo en el jergón. Los brazos de Miriam la rodearon y la apretó contra ella, como cuando eran niñas y Claudia le tenía miedo a la oscuridad.

—Lo siento, hermanita. Lo siento tanto...

Fue más de lo que pudo soportar. Claudia rompió a llorar otra vez.

No durmió, pero al cabo de un rato calló en una especie de extraña duermevela de la que la despertó el sonido de la puerta al cerrarse abajo y los gritos de su madre:

—¡¿Dónde estabas?! ¡Emil dijo que ibas a volver aquí!

Miriam también alzó la cabeza al escuchar nombrar a su esposo. Para cuando se incorporó, Claudia ya se había puesto los zuecos y corría escaleras abajo. Las voces y la luz venían de la cocina. Divisó la figura de Yannick, medio sentado y medio caído en el único taburete que tenían allí.

La indignación de Serafina se había disuelto casi tan rápido como había llegado.

—¿Te duele, querido? Déjame que te ponga un paño de agua fría...

—Estoy bien —protestó Yannick, pero cuando alzó un poco la vista hacia Claudia, la luz de la lámpara reveló algo muy distinto: tenía un ojo hinchado, el labio partido y tierra en su rostro y ropa. Claudia no lo había visto en un estado tan lamentable desde que eran pequeños y los matones del pueblo se metían con él por ser un "enclenque".

—¿Qué te pasó? —preguntó Miriam, envolviéndose otra vez en el chal.

Los ojos (o mejor dicho, el ojo bueno) de Yannick se posaron en ella, luego en Claudia y por último en Serafina, que ya se le venía encima con un paño empapado para limpiarlo un poco.

Fue como leerle el pensamiento. Claudia supo, incluso antes de que su hermano abriera la boca, que todo lo que iba a decir a continuación sería una completa mentira.

—Estaba oscuro. Me tropecé y me caí. Debo de haberme desmayado por un momento.

—Eso es muy grave —dijo Serafina, palpando su rostro hinchado—. Tendrás que hacer que te vea el señor Brahan...

—Creo que en estos momentos tiene problemas más graves —dijo Yannick. Se apoyó en la pared y se levantó con torpeza, ignorando las protestas y advertencias de Serafina—. Estoy bien. Algo mareado. Voy a acostarme. Claudia, ayúdame.

Claudia pensó que exageraba el bamboleo de sus pasos, pero cuando se apoyó en ella mientras subían la escalera, se dio cuenta que realmente estaba dolorido. Se sintió una egoísta. Ella estaba allí llorando y sintiéndose miserable, mientras que a Yannick le había ocurrido esto.

Y quién sabía lo que le estaba ocurriendo a Ches...

—Lo siento.

Claudia se sorprendió tanto que casi lo deja caer. Yannick la miraba con seriedad, parados en el pasillo entre sus puertas, el mismo lugar donde hacía solamente unas horas le había dicho que Cheshire la esperaría cerca del puente.

—Quise avisarles, Claudia —dijo Yannick—. Quise hacerlo, pero Emil me detuvo.

—¿Emil? —repitió Claudia, en el mismo tono que hubiera usado si Yannick le hubiera dicho que una Bruja de verdad le había echado una maldición—. ¿Por qué?

Yannick sacudió la cabeza, para indicar que o no lo sabía o no era importante. El resultado había sido exactamente el mismo.

—No quise decirlo delante de Miriam —contó mientras retomaban el camino hacia su habitación—. Quizá él solamente está convencido de que esto es lo correcto.

—No entiendo como nadie puede creer eso —dijo Claudia. Fue un tremendo alivio hablar con libertad, con alguien que opinaba lo mismo que ella. Incluso si ese alguien se desplomó en su jergón en cuanto estuvieron lo bastante cerca.

—Lo siento —repitió Yannick.

—Hiciste lo que pudiste —dijo Claudia. O trató de decirlo, porque la voz se le quebró de nuevo. ¿Es que nunca iba a quedarse sin lágrimas?

Yannick no le respondió. De verdad debía de estar mareado, porque en un momento había cerrado los ojos y se había quedado inmóvil. Claudia lo cubrió con una manta y salió. En el pasillo, se quedó parada un largo rato. El piso de arriba estaba silencioso, excepto por los suaves ronquidos de Gotlinde que salían del cuarto de sus padres.

Se sentía mareada como si a ella también le hubieran dado una paliza. De un día para el otro, sentía que no conocía a sus propios vecinos, a su propia familia. ¿Le contaría Yannick a Miriam lo que había hecho su esposo? ¿Se lo contaría Emil? ¿Le diría Gotlinde a alguien del exabrupto que había tenido Claudia? Si no podía juzgar a los zainos, ¿la juzgarían a ella en su lugar? ¿La llevarían delante de los emisarios del Sagrado Tribunal acusada de ayudar a Brujos? ¿Estaría justificado el miedo de Serafina?

Sí, se dio cuenta con un temblor. Serafina había sabido siempre, exactamente, de lo que eran capaces aquellas personas de mentes tan pequeñas como el pueblo mismo.

Cuando pasó delante de la ventana, se dio cuenta con sorpresa que ya había luz asomando por el horizonte. No era demasiada, apenas una línea blanca en la distancia. Era la hora en la que se levantaban Yannick y Kaspar para ir a los campos de Sattler, la hora en la que Serafina ponía los panes en el horno para el desayuno. De haber sido un día normal, Claudia los habría escuchado moverse por la casa antes de taparse hasta la coronilla con las mantas y tratar de robar una hora o dos más de descanso.

Ahora parecía que no volvería a dormir nunca.

Estaba a punto de seguir su camino cuando la puerta se abrió de nuevo.

Había visto a Kaspar hacía apenas unas horas, pero parecía que habían pasado décadas. O quizá es que nunca se había detenido a mirarlo con la suficiente atención. ¿Siempre había tenido tantas arrugas alrededor de sus ojos? ¿Siempre había habido tantos cabellos grises en su barba?

Él la miró y Claudia deseó que no hablara. Porque no había nada en sus palabras que no pudiera decirle aquella mirada.

Pero Kaspar se adelantó y aunque Claudia quiso taparse los oídos, quiso salir corriendo, quiso esconderse en un agujero igual que hacían las ratas cuando estaban acorraladas, nada podía protegerla de la verdad.

—Intenté sacarlo de allí —dijo Kaspar, con la voz ronca. Tenía los ojos rojos, arrasados en lágrimas como si no se animara del todo a llorar—. A tu amigo, al cuentacuentos. Lo intenté, Claudia.

Claudia escuchó que alguien gritaba al tiempo que sus rodillas se doblaban, incapaces de sostener su propio peso. No fue hasta que Kaspar la abrazó contra sí mismo, hasta que Miriam y Serafina llegaron corriendo desde la cocina preguntando qué ocurría, que se dio cuenta que fue ella quien había gritado.

***

Las aguas eran implacables.

No había forma de pelear contra ellas. No había forma de detenerlas. Lo zamarreaban como si fuera un muñeco de trapo, lo sacudían de tal forma que ya no sabía qué era arriba y qué era abajo. Braceaba desesperado, pero la corriente lo arrastraba y lo hundía, una y otra vez. El frío se le clavaba en la piel como miles de agujas, el agua se le metía en la nariz y en la boca.

En el único momento de lucidez que tuvo mientras peleaba por salir del río con vida, se le ocurrió que iba a morirse igual que las ratas de Zale.

Esa idea, por algún motivo, le dio ánimos para tratar de impulsarse hacia arriba, para tratar de romper la superficie y respirar. No podía morirse. Tenía que volver con ellos. Tenía que volver con Claudia.

La voz de Harman le llegó desde lo profundo de su memoria.

—Es más fácil flotar que nadar —les había dicho, cuando no eran más que niños. Estaban en una laguna, en algún lugar del norte del Preolux, y era verano. Se habían despojado de las ropas y habían corrido hacia el agua, pero no sabían nadar aún, así que Harman se había metido con ellos hasta la cintura para indicarles cómo—. Relájense. Dejen que el agua los sostenga.

Cheshire estiró los brazos, puso su cuerpo rígido y se entregó al capricho del agua.

El consejo de su tío podría haber funcionado mejor en una laguna o en un río manso. Este parecía decidido a tragárselo y escupir sus huesos en el océano. Pero Cheshire logró su objetivo, más o menos: su cabeza se mantuvo en alto, mientras él tragaba bocanada tras bocanada de bendito aire para llenar sus pulmones doloridos.

Todavía estaba en peligro. Habría rocas contra las que podía golpearse la cabeza, habría giros bruscos y olas que podrían hundirlo otra vez. Tenía que llegar hasta la orilla, o por lo menos hasta un lugar donde hiciera pie.

La oscuridad no ayudaba. No podía enfocar la vista lo suficiente para encontrar la luna, pero se concentró en mover su cabeza lo bastante como para observar la orilla. El bosque que habían atravesado para llegar hasta Hamelin lo saludó con sus árboles altos a ambas orillas del río. Se sorprendió de haber viajado tan rápido en el río sin romperse el cuello.

Pero los árboles serían su salvación. Solamente tenía que encontrar una raíz lo bastante larga a la que aferrarse, como un náufrago a los restos de su nave, y podría escapar de aquella corriente furiosa.

La primera vez que lo intentó, casi se ahoga de nuevo. Un movimiento fue suficiente para que el agua lo arrastrara otra vez a sus profundidades, para que se le llenara la boca de fango y la oscuridad lo desorientara por completo. Pataleó y braceó desesperado hasta que otra vez recordó los consejos de Harman y pudo salir a flote otra vez.

Era su voluntad contra la del río y él era solamente un muchacho.

Pero iba a pelear hasta que no pudiera más.

La segunda vez fue algo mejor. Consiguió pelear contra la corriente lo bastante para que su mano se aferrara a algo nudoso y húmedo. El corazón le dio un vuelco de emoción que no duró: en un momento, se encontró zamarreado entre las aguas, con un pedazo de raíz inútil entre los dedos entumecidos.

Sus músculos pesaban una tonelada. Recordó la historia del hombre que convertía todo en oro con un toque, incluso a su hija cuando intentó abrazarla. Se imaginó que así se sintió ella mientras el brillo dorado la iba cubriendo poco a poco, mientras su piel y su carne se transmutaban en metal, frío e inamovible...

No, no, no. Tenía que salir vivo de esto. Tenía que volver.

La orilla parecía cada vez más lejana, los remolinos del agua se negaban a soltarlo. Al final, Cheshire decidió ir en contra de todo lo que le gritaban sus instintos: tomó una profunda bocanada de aire y se hundió de nuevo. No podía ver absolutamente nada, así que no se molestó en abrir los ojos, pero tanteó en la dirección que creía que estaba la orilla más cercana con desesperación y...

Esta vez, las raíces lo aferraron a él. Se enredaron en su muñeca con un agarre tan fuerte o más que el de Kaspar. Lo sacaron de la locura del río, que rugió en sus oídos como una bestia a la que le quitan la presa. Cheshire pataleó y finalmente, con un alivio que no creía haber experimentado jamás, sus pies se apoyaron sobre algo firme.

Y ahora era él el implacable, escapando de la furia de las aguas paso a paso hasta que ya no las sintió como una fuerza que embistiera contra su cuerpo.

Salió con las ropas chorreando, con el corazón palpitándole con fuerza, más agotado de lo que nunca había estado. Sus rodillas temblaron y cedieron, pero estaba demasiado ocupado tosiendo y vomitando agua. El pecho le ardía con cada arcada, con cada oleada que escapaba de sus labios. No pudo ponerse de pie, así que siguió las raíces hasta el tronco del árbol que lo había salvado y se apoyó allí, respirando con fuerza. Una cálida sensación de regocijo se abrió paso por su pecho.

Estaba vivo. Vivo, respirando, moviéndose...

El viento cambió de dirección y movió las nubes que habían tapado la luna antes.

Cheshire lanzó un grito y se arrastró lejos del tronco.

Por un fugaz momento, menos de un latido de corazón, le había parecido ver un rostro entre la madera rugosa, dos ojos negros que lo observaban sin compasión y una boca llena de dientes.

Por supuesto, no había tal cosa. La luz de la luna le había jugado un truco. Estaba agotado, asustado y solo. El bosque parecía siniestro porque era de noche. Cuando iban hacia Hamelin, lo había encontrado encantador, porque lo había atravesado con su familia, cantando y bromeando en el pescante con Zale, escuchando las voces cantarinas de Drina, Miselda y Gildi, los rezongos de sus tíos y la risa de Maman...

Tenía que volver con ellos. Ahora. Antes de que... los capturaran o...

Consiguió dar dos pasos en lo que le pareció la dirección más adecuada antes de que la voluntad que lo había mantenido a flote se agotara por completo. Cayó de bruces contra el suelo fangoso y no encontró las fuerzas para levantarse antes de que la oscuridad se tragara su conciencia.


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