Cap. 15 - Miedo
La Iglesia estaba a rebosar como ni siquiera lo estaba en los días de ceremonias oficiales. Yannick tuvo que empujar, pisar pies y codear a personas para abrirse paso entre la multitud hacia el frente, y eso una vez que consiguió escapar de la vigilancia de su padre y de sus hermanos, que temían que hiciera exactamente lo que él tenía planeado hacer.
Le importaba muy poco lo que pensaran de él los demás. No era justo. Se estaban dejando llevar por su miedo a lo desconocido, dejándose manipular por avarientos e hipócritas. Alguien tenía que ser la voz de la razón.
Aunque, cuando llegó al frente de la multitud, se olvidó por un momento de su propósito.
Marlene y su esposo, Lukas, estaban arrodillados delante del altar. Los dos tenían el rostro pálido y ojeroso, y Marlene sollozaba con tanta fuerza que era incapaz de pronunciar una palabra. Lukas tenía las manos levantadas, en actitud suplicante, mientras que Marlene sostenía lo que al principio Yannick tomó por un fardo envuelto en mantas. Luego, Marlene se movió un poco y Yannick distinguió una mata de cabello rubio asomando entre la tela.
Brahan le había dicho que parte de ser un curandero era tener que lidiar con visiones desagradables: llagas en la piel, ojos en blanco, el hedor de un cuarto cerrado donde un enfermo no podía levantarse, vómito, sangre y heces. Yannick le había asegurado una y otra vez que nada de esto lo impresionaba y que estaba listo para esforzarse con sus estudios.
Pero cuando se dio cuenta de que Marlene sostenía el cuerpito de lo que hasta hacía unas pocas horas había sido un niño, un niño vivo que había reído y cantado y corrido por las calles de Hamelin, Yannick reculó con la bilis ardiéndole en el fondo de la garganta. No era natural. Los viejos morían cuando todo su cuerpo se venía a menos. Los adultos podían morir por una enfermedad o por un accidente o por lo que fuera.
Un niño no debería morir. Un padre no tendría que enterrar a su hijo. Era grotesco. Antinatural.
El pensamiento le hizo comprender la rabia que pesaba sobre la multitud en la Iglesia no sería fácil de dispersar. Era como la paja seca, y una sola chispa bastaría para encenderla.
El Devoto Jonas, ataviado en su túnica y con el rostro grave, avanzó hacia la pareja de suplicantes. Yannick se obligó a continuar mirando a pesar de su aprehensión, aunque cuando Jonas movió las mantas a un lado, solamente alcanzó a ver el perfil del pequeño Finn antes de que Jonas volviera a cubrirlo.
—Los dioses bendigan su alma inocente —dijo, con suavidad—. Ya no siente dolor.
Marlene se echó a llorar todavía con más fuerza. Se sentó sobre sus talones y estrechó el cuerpito contra su pecho.
—Mi hijo no tenía que morir, Devoto —contestó Lukas. Sus ojos estaban arrasados en lágrimas y su voz era ronca, pero habló con bastante fuerza para que todos los reunidos lo escucharan.
—La enfermedad se lo llevó —dijo el Devoto Jonas, con tono conciliador. Le puso una mano en el hombro—. No podemos saber si...
—Ellos hicieron que muriera —contestó Lukas—. Los zainos. Lo hicieron con... con... con malas artes y magia...
Un murmullo recorrió la multitud. No había sorpresa alguna en esa conversación, más que nada porque todos era conscientes ya de cuál sería la acusación.
El rostro del Devoto Jonas no delató ninguna emoción.
—Es grave, lo que dices —comentó, bajando la voz—. Este es un pueblo que venera a los dioses, estamos bajo la protección del Sagrado Tribunal. ¿Sabes qué pasará si haces esa acusación?
Lukas lo miró con los labios apretados, como si no pudiera comprender lo que el Devoto le decía.
—Tendré que escribir a los Devotos Supremos de la capital —explicó Jonas—. Ellos enviarán a un miembro del Sagrado Tribunal para investigar. Y si los zainos son encontrados culpables, los condenarán a la muerte.
—No importa —dijo Lukas. Luego, un poco más alto—: ¡No importa! ¡Es lo justo! Finn murió por culpa de ellos...
Se le quebró la voz en una inspiración temblorosa. Jonas se atusó la barba y miró hacia la multitud. El borde de sus labios tembló un momento y luego su boca se retrajo en una línea recta, seria.
Era un acto, comprendió Yannick de inmediato. Fingía meditarlo, pero la decisión ya estaba tomada.
Sin embargo, se volvió hacia los presentes y alzó las manos.
—¿Hay alguien presente que pueda apoyar la acusación de Lukas Henriksson?
—Devoto, si me lo permitís...
Brahan dio un paso adelante y Yannick lo observó con los ojos como platos. No podía ser, ¿verdad? ¡Él era un hombre de ciencia, no podía creer en todas estas supercherías!
Como para confirmar lo que Yannick pensaba, Brahan comenzó diciendo:
—No sé nada de magia. Su existencia y su uso son cosas que dejo que determinen los hombres que han dedicado su vida a los dioses. Sin embargo, sé que los zainos regalaron a esta familia ungüentos que supuestamente mejorarían la salud del niño y de sus hermanas, que también han caído enfermas desde entonces. Ellos, en su ignorancia, los usaron por un tiempo hasta que les ordené parar.
—¿Y por qué lo ordenasteis?
—Porque no había forma de saber qué contenían esos ungüentos y si eran perjudiciales o no —dijo Brahan—. Si fue brujería o personas inexpertas y sin estudios tratando de hacer el trabajo que me corresponde a mí, eso lo debe determinar el Sagrado Tribunal. Sin embargo...
—¡Mentira!
Yannick no había planeado intervenir de aquella manera tan brusca, pero escuchar a su maestro, al hombre al que pretendía emular, hablar de aquella manera...
Todas las miradas estaban posadas en él ahora. Ojalá la voz no le temblara.
—Hubo una forma de probar que el chico mejoró. Mientras usaron el ungüento, estuvo lo bastante bien para moverse por sí mismo y salir de casa...
Lukas se puso de pie de un salto y fulminó a Yannick con la mirada.
—¿Qué es lo que insinúas, Kaspersson? ¿Dices que es culpa del curandero Brahan que nuestro hijo muriera porque seguimos sus consejos? ¿O que es nuestra, acaso?
Yannick se quedó pasmado. No había esperado que Lukas se lo tomara de aquella manera.
Alguien le tocó el hombro y se dio cuenta que Emil se había abierto paso hasta él.
—Cierra la boca —le susurró en el oído mientras Brahan retomaba la palabra:
—Os pido perdón. Yannick es un joven curioso e inteligente, pero a veces llega a conclusiones apresuradas. De todos modos, ya sea por brujería o por mala ciencia, se ha perdido una joven vida. Y esto merece ser investigado.
—Es verdad, es verdad —dijo el Devoto Jonas, frotándose el mentón como si estuviera pensativo—. Pero no sé si esto es suficiente para formular un cargo tan serio. ¿Alguien más desea hablar sobre este asunto?
—¡Yo!
La multitud se hizo a un lado, con exclamaciones de sorpresas, y Yannick se paró en las puntas del pie para mirar. Avanzando hacia el altar, iba el Alcalde Sattler, ataviado con un elegantísimo jubón azul oscuro, un único anillo en su mano y apoyado en un bastón de caoba como si fuera un hombre de edad mucho más avanzada. Pero echaba los hombros hacia atrás y cuando habló, lo hizo con la arrogancia de alguien acostumbrado a que la gente lo escuchara.
—Yo permití que los zainos se quedaran —declaró—. Yo les di el trabajo de librarnos de la infestación de ratas. ¡Y para lograrlo, se sirvieron de las artes de las Brujas! ¡Todos lo vimos con nuestros propios ojos! ¡Vimos a las ratas saltar al río! Ningún animal haría eso si no estuviera bajo un embrujo de alguna clase.
Yannick abrió la boca otra vez, pero Emil tiró de él hacia atrás y lo desequilibró. El agarre de su mano sobre el brazo de Yannick era firme como el hierro mientras tiraba de él hacia atrás en la multitud.
De todos modos, ya no importaba. Las siguientes palabras del alcalde lo convencieron de que la acusación se realizaría sin importar quién alzara la voz para oponérsele:
—Lamento haber traído este mal a nuestro pueblo —dijo Sattler, y de verdad sonaba contrito—. Lamento que hayáis sufrido por mi culpa. Mi deber es guiarlos y protegerlos, pero como he fallado, ahora les ofrezco justicia. ¡Secundo la acusación de esta familia delante de todos los presentes y delante de los dioses!
La multitud explotó en exclamaciones y gritos incoherentes, todos tan alterados que no se dieron cuenta de que Yannick estaba haciendo ahora el camino contrario: abriéndose paso como mejor podía, con la cabeza gacha y con los codos listos para clavarlos en las costillas pertinentes, para llegar hasta la puerta de la Iglesia.
—¡Sea, entonces! —dijo el Devoto Jonas, cuando la gente le permitió hablar de nuevo—. ¡Detendremos a los zainos y los encerraremos hasta que los miembros del Sagrado Tribunal lleguen a juzgarlos...!
Yannick por fin salió al patio de la Iglesia, con el corazón acelerado. Tenía que moverse rápido. El Sagrado Tribunal rara vez encontraba a alguien inocente, y con la opinión de toda Hamelin en su contra, dudaba que encontraran alguien que les mostrara compasión. Tenía que decirles que se marcharan ahora, tan rápido y tan silenciosamente como pudiera para evitar...
Otra vez alguien lo tomó del codo y no le sorprendió ver a Emil parado a su lado, con el ceño fruncido.
—¿A dónde vas?
—No es asunto tuyo —le espetó Yannick, y se arrepintió de inmediato. El ceño en la frente de Emil no auguraba nada bueno y si lo retrasaba más, la multitud saldría de la iglesia directo hacia el campamento de los zainos antes de que él pudiera advertirles—. Vuelvo a casa. Lo siento. Estoy algo alterado.
Emil no le soltó el brazo.
—Sí —dijo, con el tono neutro—. Lo entiendo.
A continuación, hizo algo que Yannick no tuvo forma de evitar. Él no era fuerte como su padre y sus hermanos. De niño siempre fue flaco y desgarbado; nunca en su vida ganó una pelea.
Por eso cuando el puño de su cuñado le estampó la cara, ni siquiera atinó a tratar de evitarlo. El dolor le atravesó el cráneo como un rayo que lo dejó desorientado. Se tambaleó hacia atrás y el único motivo por el que no cayó fue porque Emil todavía lo estaba sosteniendo. Arrastrándolo. A un callejón donde no lo escucharían ni lo verían.
—¿Qué haces...? ¿Por qué...? —balbuceó Yannick, sacudiendo la cabeza, tratando de poner sus pensamientos en orden.
—Tú y Claudia. Los dos están bajo su embrujo —dijo Emil—. Pero son mi familia ahora también. No permitiré que caigan junto con ellos.
Yannick intentó resistirse, intentó protestar. Pero otra vez, una mente afilada no era rival para un puño firme, y Emil sí que los tenía.
El segundo golpe lo derribó sobre el suelo sucio del callejón. El tercero oscureció su mundo por completo.
***
Cheshire no podía dormir, pero por una vez, no le importaba estar despierto. Había vuelto tarareando al campamento y ahora mismo miraba hacia las estrellas, deseando poder ser un músico para expresar como lo hacía Zale todas las emociones que llevaba adentro. El pecho le iba a estallar y su mente no dejaba de repasar una y otra vez la conversación que había tenido con Claudia.
De todas las palabras, de todos los idiomas del mundo, sí era la más hermosa de todas, decidió.
Al día siguiente tenía que ir a su casa y hablar con Kaspar. Le aterraba la idea de que pudiera rechazarlo como yerno, pero se prohibió pensar en aquello. Estaba demasiado feliz como para entregarse al pesimismo. Se levantó y empezó a pensar en las cosas que diría, en cómo las diría, para convencer a Kaspar de que dejara que Claudia se casara con él y se marchara con ellos.
—Señor, entiendo que mi gente tiene una reputación pobre entre personas como vos, pero espero que con nuestro trabajo y nuestra honestidad os hayamos demostrado que esa reputación es infundada. Por mi parte, debo decirle con total sinceridad que su hija me ha encantado en cuerpo y alma y la amo y juro protegerla y respetarla todos los días de mi vida. No tengo una casa ni una fortuna que ofrecerle, pero os prometo que si vos tenéis a bien darnos vuestra bendición...
Se detuvo abruptamente. Zale se había sentado en su jergón y lo observaba con una sonrisa burlona en los labios.
—¡Aw, qué ternura! —Se puso una mano en el pecho—. Estoy conmovido....
Cheshire deseó tener algo para lanzarle a la cara, pero como no tenía nada a mano, le saltó encima. Cayeron sobre él y forcejearon, rodando en el piso, con Zale riéndose tan alto que no supo cómo no despertaron a los que dormían en los carromatos.
—¡Cállate! —le espetó Cheshire, lo que, por supuesto, solamente hizo que Zale se riera todavía más alto—. ¡Esto es importante!
Las risas de Zale empezaron a extinguirse de a poco. Lo soltó y se pasó una manga por el rostro, para limpiarse las lágrimas de la risa que se le había escapado.
—Vamos, no es en serio, ¿cierto?
Cheshire se cruzó de brazos y le echó una mirada irritada.
—¿En serio? —Zale alzó las cejas—. ¿De verdad le vas a pedir a tu chica del puente que se case contigo?
—Ya se lo he pedido —contestó Cheshire, alzando la barbilla con orgullo. No pudo evitar sonreír al añadir—: Y me dijo que sí.
Zale abrió la boca y la cerró de nuevo.
—Diosas —masculló, al cabo de un momento—. Ches, no me lo esperaba. Uh... ¿felicidades?
Cheshire no podía mantenerse enfadado. Simplemente, la idea de pasar el resto de su vida al lado de Claudia lo llenaba de tanta alegría que no había manera de hacerlo. Se echó a reír y se dejó caer sobre la hierba. Las estrellas formaban un tapiz infinito sobre su cabeza.
—Soy el tipo más feliz del mundo, Zale. —Se incorporó y puso las manos alrededor de la boca para gritarlo a los cuatro vientos—. ¡El tipo más feliz y más suertudo del mundo!
—Eres el tipo más ruidoso y molesto del mundo, en todo caso —contestó Zale, poniendo los ojos en blanco. Luego se quedó callado por un largo rato.
A Cheshire no le dio buena espina la seriedad en su rostro.
—¿Qué pasa?
Zale se mordió el interior de la mejilla, como si no estuviera seguro de cómo decirlo. Pero luego tomó aire y habló:
—¿Estás seguro de que su padre va a permitirlo?
A Cheshire le hubiera gustado decir que sí, que no le cabía duda alguna, que todo sería fácil y que en dos días más, Claudia sería su esposa. Pero aunque eso era lo que deseaba en el fondo de su corazón, más que el oro de todos los reyes del mundo, más que la magia de cualquier Bruja, no le podía mentir a Zale. Él se habría dado cuenta de inmediato.
—No lo sé —admitió—. Eso espero.
—¿Y si dice que no?
—Bueno... ya veremos —contestó Cheshire, evasivo. Estaba bastante seguro que Zale no iba a aprobar su plan de llevarse a Claudia con él, con o sin bendición.
Zale pareció leerlo en su cara de todos modos, porque entrecerró los ojos.
—Ches... te pido por favor que no vayas a hacer alguna estupidez.
—¿Cómo podría? Si para eso estás tú...
—Cállate.
—¿Qué, ahora el gran señor flautista de Hamelin no se aguanta una broma?
Zale le chistó y Cheshire se dio cuenta de que no lo miraba. Tenía el rostro vuelto hacia el horizonte, hacia el camino que llevaba hacia el puente de piedra.
—Se acerca... son varias personas, creo.
Cheshire no las había escuchado, pero Zale tenía el oído mucho más fino que él. Cuando se levantó, sin embargo, vio a lo lejos el resplandor de las antorchas. Varias de ellas. Llevadas por diferentes manos.
Un escalofrío le recorrió la espalda.
—Es un poco tarde para una visita, ¿no crees?
—Ve a despertar al tío Cato —replicó Zale, poniéndose de pie—. Ches...
Cheshire se dio la vuelta a mirar a su primo justo a tiempo para recibir el cinturón que había dejado junto al jergón. El peso del cuchillo en su vaina en cuanto se lo puso lo tranquilizó un poco.
Cato también se ajustó el cuchillo alrededor de la cintura antes de salir del carromato.
—Quedaos allí y no digáis nada —les advirtió a Gildi y a Drina, que lo miraban con los ojos abiertos de par en par, temerosas. Gildi rodeó a Drina con sus brazos y la apretó contra su pecho.
Harman y Zale se les unieron un momento después. Nadie había desenvainado y no lo harían hasta que vieran si era necesario o no.
El grupo se detuvo unos pasos delante de ellos en el camino cuando los vieron, como si los sorprendiera que le salieran al paso. A la luz de las antorchas y linternas que llevaban, Cheshire calculó que serían al menos una docena y media. Todos hombres altos y fornidos de tanto trabajar en los campos. Las miradas que le echaron eran hoscas.
Cato dio un paso hacia adelante.
—Señores —dijo, con voz calma pero firme—. ¿A qué debemos una visita a esta hora tan tardía?
Cheshire reconoció al hombre que se adelantó hasta él como el capataz que los había increpado cuando fueron a reclamarle el pago a Sattler.
—¡Por orden del Devoto Jonas y el alcalde, estáis bajo arresto! ¡No os resistáis!
—¿Bajo qué cargos? —preguntó Cato.
Cheshire y Zale intercambiaron una mirada rápida. A Cheshire se le ocurrió de pronto que Zale nunca había sido muy bueno con el cuchillo, así que si las cosas se ponían realmente feas...
—¡Sabéis muy bien lo que habéis hecho, zainos roñosos! —les soltó el capataz—. Ahora, venid con nosotros si no queréis salir lastimados...
—Me temo que no lo sé, mi buen señor —replicó Cato. Cheshire vio el temblor en sus manos, pero aparte de eso, el cuerpo de su tío permaneció perfectamente inmóvil—. No hemos causado ningún problema. Vinimos a vuestro pueblo buscando un trabajo honesto...
—¡Ustedes! ¡Honestos!
El capataz lanzó una risotada, pero nadie más de la partida le hizo eco. ¿Tendrían miedo de acercarse? A lo mejor ellos tampoco tenían ganas de que esto acabara en violencia.
—¿Nos estáis insultando, señor? —intervino Zale de repente.
Cheshire apenas atinó a ponerle una mano en el hombro, pero, por suerte, Harman lo retuvo del brazo al mismo tiempo. Las fosas nasales del capataz se agrandaron con un bufido de rabia.
—¡Os estoy llamando por lo que sois! —declaró—. ¡No sois más que unos embaucadores y unos herejes...!
—Basta, Zale.
La voz de Maman fue suave al hablar, pero de todos modos consiguió que se hiciera silencio a su alrededor.
Se había puesto su vestido más colorido, el que tenía parches de cientos de otros vestidos y ropajes que se habían desgastando y reaprovechando con los años. Además, se había echado una manta de rosa chillón sobre sus canas y se había colgado un par de aretes plateados tan largos que casi le rozaban los hombros. Como si quisiera verse más zaina que nunca.
Venía caminando tranquila, apoyada entre Gildi y Miselda, con Drina envuelta en una manta unos pasos por detrás. Cheshire no entendió qué estaba haciendo allí, no cuando había una turba de hombres enfadados a las puertas de su campamento. Ellos se encargarían de esto. Era su deber.
Trató de transmitirle todos estos pensamientos solamente con los ojos, pero Maman mantuvo la vista fija en el capataz. Se soltó de las manos de sus nueras y avanzó hacia él.
—Creo que me habéis venido a buscar a mí, señor —dijo, extendiendo las manos.
El capataz tragó saliva y la ferocidad en su mirada fue reemplazada por algo más, algo que a Cheshire le tomó un momento reconocer.
Miedo. No lo asustaban cuatro hombres con cuchillos dispuestos a plantarle cara, pero aquella mujer extravagantemente vestida lo aterraba.
Lo supo incluso antes de que la turba se tensara, antes de que escupiera la palabra con tanto desprecio que era un milagro que no se le atragantara en la voz:
—Bruja.
—¡Madre, no! —dijo Cato, pálido.
—Está bien, querido. No pasa nada —contestó Maman, con una sonrisa suave en sus labios finos—. Si los dioses de estas buenas personas son tan misericordiosos como ellos dicen, entonces no me condenarán por algo que no he hecho.
Cheshire tenía ganas de gritar que no era así, que quizá los dioses eran misericordiosos, pero esa noche no había dioses entre aquel montón de hombres nerviosos. Hombres que no comprendían sus artes, hombres para quienes no había diferencia entre una lectora de cartas y una Bruja.
Pero el nudo en su garganta le impidió decir nada de eso. Comprendía muy bien lo que ocurría.
—¡Madre! —repitió Cato horrorizado mientras ella se dejaba atar las manos por el capataz, mansamente.
—Espero que no se demoren mucho en llegar los que tienen que juzgarme —dijo Maman—. Sería muy inconveniente que tuvieran que esperar semanas y semanas a que ocurra el juicio...
Estaba sacrificándose. Poniéndose en manos del Sagrado Tribunal, a quien le encantaba quemar ancianas como ella acusándolas de brujería, para que ellos tuvieran la oportunidad de seguir viviendo. Igual que antes había sacrificado su visión para salvar a Cheshire.
Ahora los iba a salvar a todos.
Drina se echó a llorar ruidosamente detrás de ella.
El capataz tiró de Maman con tanta violencia que ella trastabilló. Cato y Harman hicieron ademán de adelantarse, pero ella negó tranquilamente con la cabeza. No había necesidad de aumentar más la tensión.
Eso sería todo, pensó Cheshire, mientras se le exprimía el corazón. Ahora se llevarían a Maman para matarla, y ellos lo permitirían y huirían como cobardes en la noche para salvar la vida. Pero si no lo hacían, la muerte de ella sería en vano.
Claudia, lo lamento tanto...
—¡Ahora tú, chico! —dijo el capataz, apuntando a Zale—. ¡Y nada de cosas raras!
—¿Qué? —preguntó Cheshire, su angustia sacudida momentáneamente por la sorpresa.
—¡Él es el que mató a las ratas con su música encantada! —dijo el capataz—. También a él tendrán que juzgarlo...
Zale abrió la boca para hablar.
—¡No! —gritó Maman, toda su compostura desaparecida ahora—. ¡Es a mí! ¡A mí tienen que llevarme!
—¡Cállate, vieja!
—¡Zale, atrás! —dijo Harman. El cuchillo brilló en su mano a la luz de las antorchas.
—¡No dejéis que escape...!
—¡Basta, basta! —rogó Maman, tironeando de la cuerda con la que la retenían tres hombres más.
Tres hombres. Para una sola anciana.
La rabia le ardió a Cheshire en la garganta, detrás de los ojos. El cuchillo estaba en su mano, apretado entre sus dedos, aunque no recordaba haberlo sacado de su vaina.
Y entonces todo se precipitó.
El capataz gritó y retrocedió, con el mango de un cuchillo asomando desde su hombro. A la tenue luz de las antorchas, Cheshire no supo si había sido el suyo o el de Harman, porque casi al mismo tiempo uno de los hombres que sostenía la cuerda de Maman se desplomó sobre el suelo con un golpe seco.
—¡Brujería! —gritó alguien.
—¡Bestias!
—¡A ellos!
—¡No! —gritó Maman, por encima del ruido—. ¡No, basta, dejadlos en paz...!
—¡Corre, Zale! —dijo Cheshire, y sin mirar si su primo le hacía caso o no, saltó sobre el capataz y le arrancó el cuchillo del hombro. La sangre manó en un chorro continuo y el hombre volvió a gritar.
Antes de que pudiera hacer nada, sin embargo, dos pares de manos lo prendieron, tratando de inmovilizarlo. Cheshire se resistió y lanzó cuchilladas a ciegas, tratando de conseguir que lo soltaran. La luz se movía de un lado a otro, dándole fogonazos de lo que ocurría a su alrededor: sus tíos peleaban espalda contra espalda, contra una decena de hombres que trataban de golpearlos con azadones o clavarles horcas en el estómago, Drina gritaba y se resistía en los brazos de su madre mientras Gildi tiraba de ella para alejarla, Miselda trataba de desatar los caballos cuando un hombre la tomó del cabello y la apartó con un tirón cruel.
No podía ayudarlas. Apenas podía esquivar los golpes que le lanzaban a él, apenas podía agacharse y tirar codazos o patadas a los cuerpos que trataban de interponerse en su camino.
Iba hacia Maman. No sabía cómo, pero si tenían que huir, no la iba a dejar atrás.
Ella forcejeaba entre los hombres, que ahora tiraban de la soga en sus manos para tratar de alejarla de la pelea. Tenía la boca abierta, pero en el tumulto, Cheshire no podía escuchar lo que decía. Estaba demasiado lejos. Iba a tener que pelear contra esos hombres, iba a tener que cortar la cuerda...
Alguien le puso una pierna entre las suyas y cayó de bruces. Su frente golpeó contra una piedra y el dolor le resonó en el cráneo. La boca se le llenó del sabor de la tierra y la sangre. Alguien (¿Drina? ¿Era Drina?) gritó mientras lo levantaban de los hombros y lo arrastraban. Uno de sus ojos se sentía dolorido e hinchado, así que Cheshire pateó a ciegas, las luces de las antorchas parpadeando en la distancia.
—¡Quédate quieto!
Reconoció la voz. El corazón le trepó a la garganta.
—Señor Kaspar... —quiso decir, pero tenía los labios hinchados por el golpe.
Kaspar lo arrastraba de un brazo. Cheshire parpadeó para tratar de que todo a su alrededor dejara de dar vueltas, pero no podía.
—¿Por qué no pudieron venir tranquilos? —dijo Kaspar. Casi parecía lamentarlo en serio—. ¿Por qué tuvieron que reaccionar así?
Cheshire no entendía de lo que le estaba hablando. Tampoco entendía por qué sus pies de pronto no estaban pisando la hierba tierna del costado del camino, ni por qué todo estaba tan oscuro y callado.
No lo entendió hasta que encontró la firmeza del puente de piedra debajo de sus pies.
—Esperad... —masculló, forcejeando de nuevo—. ¡Esperad!
—Te esconderemos hasta que las cosas se hayan calmado. Luego te podrás ir a donde quieras...
—¡Esperad! —gritó Cheshire.
Puso una mano contra el pecho de Kaspar y lo empujó para tratar de librarse. El hombre no era más alto, pero sí mucho más fuerte que él y su agarre se hizo más firme.
—¡Mi familia! —dijo Cheshire. Estaban en lo alto del puente ahora y podía ver las luces de las antorchas a la distancia.
No, se dio cuenta. Ninguna antorcha brillaba con tanta fuerza. Algo más estaba ardiendo y no podía saber qué era. El terror le llegó como un frío paralizante en las entrañas.
—Chico, tienen que arrestarlos —dijo Kaspar. A la tenue luz de las estrellas, su expresión era afligida y su tono era casi como si estuviera disculpándose con Cheshire—. Lo ha ordenado el Devoto Jonas...
—¡Es mentira! ¡Maman no es una Shtriga, ni Zale tampoco!
—Eso lo determinará el Tribunal. Y si no os hubierais resistido, si hubierais dejado que los llevaran...
—¡Soltadme! —exigió Cheshire, gritando ahora a todo pulmón, gritando con tanta fuerza que sintió que se le desgarraba la garganta—. ¡Soltadme, dejadme volver con ellos!
—¡Chico...! —trató de decir Kaspar.
Cheshire lo pateó en las espinillas, desesperado, y consiguió por fin lo que quería: su brazo se zafó de la mano de Kaspar. Era libre.
Su euforia duró muy poco.
La noche seguía girando sobre su cabeza y esta no fue capaz de darle a sus piernas las órdenes adecuadas. La parte de atrás de sus rodillas chocó contra el borde del puente y él no fue capaz de parar la fuerza que de pronto lo arrastró hacia abajo.
Oyó el grito de Kaspar. Sintió el roce de sus dedos tratando de agarrarlo de la ropa.
Y luego las aguas frías del río lo envolvieron en su abrazo implacable.
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