Cap. 13 - Deudas

Cheshire era lo bastante humilde como para admitir cuándo había cometido un error y quizá convertir el ahogamiento de las ratas en un espectáculo lo había sido. La idea era que el pueblo pudiera ver lo que estaban haciendo, para que no pudiera haber una negativa de que ellos habían cumplido su parte del trato y se habían deshecho por fin de las ratas.

Pero cuando Zale dejó de tocar al final y la multitud reunida para atestiguar lo que Cheshire había llamado "el milagro" con tanta arrogancia no explotó en vítores y aplausos, Cheshire tuvo la primera impresión de que se había equivocado. La segunda fue cuando el alcalde Sattler se dio la vuelta y se marchó sin dirigirles la palabra, sin siquiera darles las gracias por su trabajo.

Cato fue al día siguiente a reclamar su deuda, y por supuesto, Harman y Cheshire fueron con él.

Las miradas de los labradores cuando pasaron en los campos fueron tan curiosas como siempre que se acercaban por allí, pero Cheshire notó algo más en ellas, algo que lo inquietó un poco, pero que no pudo explicarse en aquel momento.

El alcalde Sattler los recibió en su jardín. Nunca los había hecho pasar a su casa, en las pocas ocasiones que habían ido a hablar con él. Y ahora que era su deudor, Cheshire no esperaba precisamente que los tratara con cortesía, pero le pareció un descaro que los mantuviera allí afuera esperando bajo los rayos del sol.

Cuando salió, lo hizo con un vaso de limonada en la mano y el mismo rostro inexpresivo de siempre. Los miró de hito en hito.

—¿Qué se os ofrece?

—No habéis pagado vuestra deuda, señor —dijo Cato, en voz muy alta. Era como si quisiera que todo el mundo que estuviera cerca pudiera escuchar lo que decía.

Los ojos de Sattler centellearon y sus hombros se pusieron rígidos, pero cuando habló, lo hizo con la misma calma indiferente de siempre.

—No tengo ninguna deuda con vosotros.

—¿Cómo que no, señor? —preguntó Cato. Sus puños se crisparon y Cheshire temió que él y Harman tuvieran que retenerlo para evitar que se lanzara sobre el alcalde.

—Dijisteis que eliminaríais a todas las ratas del pueblo.

—¡Y eso hemos hecho! ¡Vos mismo lo habéis visto! ¡Todos en el pueblo lo vieron!

—Vimos que mataron a una gran cantidad, sí —concedió Sattler—. Pero, ¿cómo podemos saber que han sido todas?

Cato apretó la mandíbula y Cheshire decidió intervenir antes de que las cosas se fueran de las manos.

—Señor —dijo, adelantándose un paso para ponerse entre Cato y Sattler—. Puede que no estéis convencido de lo que habéis visto con vuestros propios ojos. Yo tampoco lo estaría si hubiera vivido con esas alimañas en mi propia casa por tanto tiempo.

Sattler torció sus finos labios, pero no podía negar que había habido ratas en su casa cuando todos las habían visto salir corriendo de allí.

—Os daremos tiempo para convenceros —ofreció Cheshire—. Pedidle a los habitantes que estén atentos. Si alguno de ellos ve una sola rata, en el lugar que sea, entonces es que hemos fallado y lo intentaremos otra vez. Si pasado un tiempo prudencial es obvio que las ratas han desaparecido, creo que su honor demanda que nos paguéis lo prometido.

—Es razonable —dijo Sattler.

—Sin duda lo es —contestó Cheshire—. ¿Nos dais vuestra palabra?

Sattler le dirigió una mirada fría. Era obvio que había pretendido esquivar la pregunta y la insistencia de Cheshire en ello lo molestaba, pero los zainos le sostuvieron la mirada hasta que asintió.

—Está bien. Tenéis mi palabra.

Las cartas de Maman salieron todas dadas vueltas cuando las leyó esa noche.

—Creo que no tiene intención de pagar esas monedas. Ni siquiera sé si las tiene.

Cato estaba furioso.

—¡Cómo no va a tenerlas! La casa de ese hombre es más grande que la Iglesia.

—A lo mejor las tiene, pero no quiere deshacerse de ellas —dijo Harman—. Es sabido que un hombre que tiene dinero siempre querrá más.

—Bueno, pero ese no es su dinero —arguyó Cato—. Es el nuestro.

Por supuesto, Cato tenía razón y nadie iba a contradecirlo. Principalmente porque el esfuerzo de tocar a volumen tan alto y durante tanto tiempo había dejado a Zale agotado y la prioridad de todos era cuidar de él.

—Estoy bien —insistía cada vez que le ponían un cuenco de comida en las manos o le insistían para que bebiera más agua—. De verdad. Estoy perfectamente.

—¿Cómo está tu jaqueca? —preguntaba tía Miselda de vez en cuando, pasándole las manos por el cabello como si con ese gesto pudiera detectar si Zale le mentía al respecto o no.

—Está mejor —decía él cada vez—. En serio.

A Cheshire le hubiera gustado creerle. Le hubiera gustado más que ninguna otra cosa en el mundo. Pero era imposible ignorar la forma en que los ojos de Zale se entrecerraban cada vez que salía el sol, la forma en que se cubría la cabeza con la manta y argüía estar cansado, y la cantidad de té de ortigas y jengibre que bebía esos días.

—Maman dice que esto me ayudará con el dolor, que soplar con tanta fuerza y por tanto tiempo fue lo que lo provocó —le explicó a Cheshire el primer día después de que hubieran matado a las ratas—. Solamente necesito un poco de tiempo para reponerme. Ya verás que estaré bien de nuevo en muy poco tiempo.

Eso había dicho, pero los días pasaban y su dolor de cabeza no se iba. Su flauta permaneció en su estuche, como si no quisiera volver a verla nunca más. Cheshire empezaba a temer que algo se hubiera roto dentro de su primo.

Pasaron tres días. Pasaron cinco. El ánimo en el campamento empezaba a ser de ansiedad pura. Cazaban en las colinas, se lavaban en el río, realizaban todas sus actividades como todos los días. Cheshire se entretenía a sí mismo tallando figurillas de madera, pero a veces su pensamiento volaba hacia Hamelin, hacia la casita de Serafina, y hacia Claudia.

No había tenido ocasión de hablar con ella y cada día le dolía aquella separación como algo físico, una piedra en la profundidad de su pecho que se hacía más pesada en cada ocasión que no la veía.

Sus tías le recomendaron mantenerse lejos del pueblo.

—Los ánimos allí están tensos —dijo Miselda, cuando regresaron del mercado—. Nos han mirado con temor y nadie ha querido comerciar con nosotras.

—Cato... temo que con monedas de oro o sin ellas, deberemos marcharnos pronto —añadió Gildi.

No sería la primera vez que los echaban de un pueblo. No sería la primera vez que los trataban de ladrones y la gente los miraba con desconfianza. Pero Cheshire se sentía decepcionado de pensar que las personas de Hamelin harían algo como eso, no cuando habían acampado cerca durante tanto tiempo. Les habían abierto las puertas de sus casas y habían compartido la comida con ellos.

Bueno, puede que las únicas personas que habían hecho eso en realidad era la familia de Serafina. A Cheshire le hubiera gustado que ella y Maman se conocieran. Seguramente se habrían llevado muy bien.

Quizá si conseguía hablar con Claudia...

—Estás pensando en ella, ¿verdad?

La cuchilla con la que Cheshire estaba tallando se deslizó más de lo que debía y acabó cortándose el pulgar. Era apenas un rasguño, pero Cheshire siseó de dolor y se metió el dedo en la boca antes de echarle una mirada irritada a Drina.

—¿No sabes que no debes distraer a un artista cuando está trabajando?

Drina se sentó a su lado sobre la hierba. No se rio de la desgracia de Cheshire ni le dijo nada más. Pero sus ojos estaban tristes. La culpa le retorció las tripas a Cheshire.

—¿Sabes? Maman me contó la historia de cómo nací —le dijo, con tono alegre—. ¿Quieres que te la cuente? ¡Es muy interesante!

Drina negó con la cabeza. Le gustaban las historias tanto como a Cheshire, así que aquello no era una buena señal.

—Entonces es verdad. No eres parte del clan, ¿cierto? —dijo Drina.

Cheshire se miró la herida en la piel y la frotó con el dedo índice.

—No por sangre —admitió al fin—. Pero la sangre no lo es todo, Drina.

—Supongo que no —estuvo de acuerdo ella—. Pero, ¿sabes? Eso también significa que no le tienes que pedir permiso a Cato para casarte.

Cheshire parpadeó un par de veces.

—No entiendo...

—Si quieres llevarte a tu chica del puente cuando nos marchemos, estarías en tu derecho de hacerlo —siguió diciendo Drina—. Y nadie podría detenerte.

El corazón le dio un vuelco en el pecho a Cheshire. Había detestado pensar en el futuro que le esperaba con Claudia, simplemente porque no había considerado que este fuera a existir. Pero ahora que ella lo decía, de aquella manera tan tranquila, sonaba perfectamente razonable.

O quizá él quería creer que era razonable porque esas palabras no habían pasado por su mente, sino que habían ido directo a su corazón. Se obligó a controlar sus emociones, pero era tan difícil como tranquilizar a caballos desbocados.

—Yo creo que su familia tendría algo que decir al respecto. Y de todos modos, no vamos a marcharnos tan pronto. No hasta que Sattler pague.

—Entonces habla con su familia mientras todavía estamos aquí —contestó Drina, con un encogimiento de hombros—. Tienes que aprovechar el tiempo que te queda, Ches.

Cheshire la miró de reojo, sorprendido.

—Has crecido —comentó.

Drina se puso de pie con la dignidad de una princesa y se alisó la falda.

—¿Lo notaste? Mamá dice que va a tener que bajarles los ruedos a todos mis vestidos —contestó, con una sonrisa.

Cheshire no se refería a eso. Pero le devolvió la sonrisa de todos modos.

Al séptimo día, regresó con Harman y Cato a la casa de Sattler. Otra vez sintieron las miradas sobre sus espaldas, más hostiles incluso que antes. Cheshire no se animó a fijarse demasiado en los jornaleros, pero de todos modos notó la forma en que algunos dejaban de trabajar o se acercaban a su vecino más cercano para comentar algo con él.

No le dio buena espina, pero sus tíos continuaron hasta el portón con la cabeza en alto, así que él hizo lo mismo.

Sattler ni siquiera se molestó en abrirles la reja y hablar con ellos en el jardín.

—No, no he tenido reportes de ratas, pero eso no significa nada —les dijo, con el mentón alzado con altanería—. Ha pasado muy poco tiempo y todavía puede que haya algunas que se os hayan escapado.

Cheshire sospechaba que el motivo por el que no había abierto la reja era porque temía que Cato lo golpeara o se abalanzara sobre él. Y en verdad, su tío parecía estar a un momento de sacar el cuchillo de su cinturón y desafiarlo a un duelo.

—¡Sois un rufián y un mentiroso! —gritó, pasando la mano por la reja, pero Sattler se echó hacia atrás en el último momento—. ¡Pagad vuestra deuda!

—¡La pagaré cuando tenga confirmación de que habéis hecho lo que dijisteis!

Cheshire abrió la boca para preguntar cómo se suponía que pudieran probar la ausencia de algo, la muerte de las ratas, pero el capataz se les acercó antes de que pudiera decir nada. Tenía una mirada fiera en sus ojos claros.

—¿Os están amenazando estos hombres, honorable alcalde? —preguntó, pasando el látigo nerviosamente entre sus manos, como si estuviera ansioso por hacerlo restallar.

—¡Honorable! —repitió Harman—. Yo creía que esa palabra se usaba para hombres que mantienen su palabra.

Su temperamento era mucho más tranquilo que el de Cato, así que Cheshire se sorprendió de que contestara de esa manera. Había contado con Harman para mantener las cosas bajo control, pero parecía que tendría que encargarse él de que no volaran golpes, después de todo.

No estaba seguro de cómo iba a conseguirlo, sobre todo porque algunos de los jornaleros definitivamente los estaban mirando mal ahora y todos sostenían sus azadas en alto.

—¿Quieres repetir eso, zaino? —preguntó uno de ellos.

—¿Por qué tienen que venir aquí a importunar a nuestro alcalde? —quiso saber otro.

—Sería prudente que se retiraran —añadió Emil.

Cheshire lo miró, sorprendido.

—¡Tocamos en tu boda! —dijo—. Nos recibiste como invitados, ¿y ahora nos amenazas?

Emil tuvo la decencia de bajar la vista, avergonzado, pero no demasiado.

—No os amenazo. Os sugiero que este no es el mejor lugar para discutir negocios con el señor Sattler.

—Estoy de acuerdo —dijo Cheshire—. Si el señor Sattler fuera tan amable de abrirnos sus puertas y dejarnos pasar, podríamos zanjar este asunto en privado.

Sattler, claramente, no tenía intención alguna de hacer eso.

—Volved mañana por la tarde —les dijo.

—¿Por qué? ¡Estamos aquí ahora! —exclamó Cheshire.

—¡No cuestionéis al alcalde! —El capataz se adelantó un paso y les echó una mirada feroz—. Si él os dice que os marcháis, os marcháis por las buenas o nos obligáis a echaros. Vuestra elección.

Cato estaba tan furioso que Cheshire casi podía sentir la ola de furia que emanaba de él. Harman tampoco estaba contento, pero puso una mano en el hombro de su hermano y otra en el de Cheshire.

—Está bien —accedió, con mucha más calma de la que obviamente sentía—. Está visto que este no es un buen momento. Nos vamos, entonces.

Casi tuvo que empujar a Cato, que le estaba sosteniendo la mirada al capataz como si fuera a lanzarse contra él. Los jornaleros solamente los miraron marcharse, en un silencio tan hostil como el que los había recibido.

Cheshire no podía entenderlo. Habían ayudado a estas personas, las habían librado de su infestación, habían cumplido su parte del trato. ¿Por qué se negaban a cumplir la suya?

—Ches.

El llamado fue un susurro tan suave que Cheshire casi pensó que era un chistido en lugar de alguien diciendo su nombre. Pero cuando se repitió, levantó la vista, justo antes de salir del campo.

Yannick estaba mirando en su dirección, pero con la cabeza ligeramente ladeada, como si no quisiera que nadie se diera cuenta de que quería hablar con él. Esa impresión se acentuó cuando movió los labios para formar la palabra "Espérame" antes de darle la espalda y clavar la azada en la tierra otra vez.

Cheshire ni siquiera tuvo tiempo de asentir, pero mientras sus tíos hablaban en voz baja, empezó a caminar con mucha lentitud, hasta que hubo una distancia prudencial entre ellos. Yannick los alcanzó en un tramo particularmente desierto de la calle principal. Siguió sin hablarle, pero señaló discretamente un callejón unos pasos más adelante, luego se adelantó casi corriendo y se metió en él.

Era terrible disimulando, pero Cheshire suponía que simplemente nunca había tenido a nadie que le enseñara cómo hacerlo. Se metió las manos en los bolsillos y silbó una cancioncilla antes de doblar por el recodo de la calle y encontrarse a Yannick esperándolo. Parecía irritado.

—¿Quieres darte prisa? No tengo mucho tiempo hasta que el capataz o peor, mi padre, se den cuenta de que me fui.

Cheshire fue al grano.

—Yannick, ¿qué demonios está pasando?

Por suerte, Yannick era lo bastante inteligente para entender a qué se refería sin necesidad de que lo aclarara.

—Es el Devoto Jonas —explicó—. Les ha dicho a todos en su sermón de la semana pasada que habéis usado brujería para expulsar a las ratas.

Cheshire se quedó anonadado. Eso no tenía ningún sentido.

—¡Todos vieron como Zale tocaba su flauta!

—Sí, bueno... él dice que la música estaba embrujada y que si puede controlar a las ratas, puede hacerle lo mismo a otros animales o a los niños.

—Casi se le fríe el cerebro buscando la melodía correcta para las ratas...

—Tú sabes eso y yo también. Me lo explicó todo en la boda de Miriam —contestó Yannick—. Y no todo el mundo le cree. Mi madre, por ejemplo. Pero la gente se está poniendo nerviosa. ¿Recuerdas lo de la partera Anna y los gatos? Bueno, mi padre dice que empezó más o menos así.

Escucharon unos pasos y los dos dejaron de hablar, sobresaltados, pero al final, quienquiera que estuviera pasando por ahí desvió su camino hacia otra dirección.

—Pero... he averiguado más cosas —siguió diciendo Yannick, bajando todavía más la voz.

—¿Sobre qué?

Yannick se mordió el interior de la mejilla y volvió a mirar alrededor con aprehensión. Cheshire tuvo que inclinarse contra él para escucharlo cuando empezó a hablar otra vez:

—El curandero Brahan me contó que la esposa de Sattler murió durante el parto de su único hijo, que tampoco sobrevivió más que unas horas. Anna fue quien la atendió y Sattler estaba convencido de que ella hizo algo para que su esposa y su hijo murieran. O simplemente no hizo lo suficiente para mantenerlos con vida.

—Las mujeres a veces mueren durante el parto —dijo Cheshire, pensando en su propia madre—. Especialmente las primerizas.

—Sí, bueno... parece que Anna le dijo lo mismo a Sattler, pero a él no lo convenció. Una semana después, el Devoto Jonas empezó a predicar contra ella. No específicamente contra ella, en realidad, sino contra las mujeres que viven solas y preparan ungüentos raros, denunciándolas como brujas. Según Brahan, el nombre de Anna nunca salió de la boca de Jonas, pero que todo el mundo comprendió de inmediato a quién se refería. Él estuvo de acuerdo cuando empezaron a hablar de capturarla y juzgarla por brujería, porque creía que sus conocimientos eran peligrosos.

Cheshire entrecerró los ojos. Eso hacía que Brahan sonara como un hombrecillo bastante mezquino y si algo entendía él de historias, era que todos se creían el héroe de la suya.

—¿Y dio la casualidad que te contó todas estas cosas?

—Dio la casualidad que nos sobró un barril de vino del casamiento de Miriam y mamá sugirió que se lo regale en agradecimiento por todas sus clases —dijo Yannick, con un encogimiento de hombros—. Y dio la casualidad que ese día hacía mucho calor y el vino estaba muy sabroso.

A lo mejor Yannick era más astuto de lo que Cheshire había creído en un principio.

Además, tenía muchísimo sentido. Sattler y Jonas eran seguramente los hombres más poderosos de Hammelin y para mantener ese poder tenían que ayudarse mutuamente. Y no se habían manchado las manos, no habían hecho técnicamente nada malo. Solamente habían contado una historia sobre Anna y los habitantes del pueblo les habían creído.

Y ahora estaban contando una historia parecida sobre ellos. Y a juzgar por el recibimiento que habían tenido, también se la estaban creyendo. Por supuesto, ¿por qué habrían de dudar de su líder espiritual? ¿Por qué no se creerían su palabra antes que la de un grupo de forasteros que habían acabado allí por casualidad?

Se estremeció.

—¿Por qué me cuentas todo esto?

El rostro de Yannick se puso rojo.

—¡Porque no es justo! —dijo, y sonaba como si ya hubiera esgrimido ese argumento antes—. ¡Solamente porque ellos no entienden cómo lo lograron, no significa que hayan usado magia o que sea algo siniestro! Y además...

Dejó de hablar.

—¿Además? —lo urgió Cheshire.

—Mira, yo no entiendo demasiado de estas cosas —admitió Yannick—. Pero sé que le importas mucho a mi hermana y ella odiaría que algo te pasara. Creo que deberían marcharse antes de que los ánimos se caldeen todavía más, pero si lo hacen, al menos despídete de ella.

Cheshire lo miró impresionado. Yannick definitivamente era mucho más inteligente de lo que había pensado en un principio, y había dado en el clavo en cada una de las cosas que le había dicho. Tenía que informárselas a Cato y a Maman cuanto antes.

Y en cuanto a Claudia...

Le dolía el pecho solamente con pensar en ella, por lo que había evitado hacerlo hasta ese momento. Sabía, perfectamente, que este momento llegaría. Lo había sabido cada tarde que habían pasado sentados juntos en la orilla del río, cada vez que habían charlado en el mercado, cada vez que ella le había sonreído. Pero una cosa era entenderlo con su cabeza y otra muy distinta conseguir que su corazón lo aceptara.

Cheshire se sentía como papel tironeado partiéndose por la mitad.

—Tengo que hablar con ella.

—No tengo idea de cómo vas a hacer eso, pero...

—Dile que estaré esperando esta noche en nuestro lugar —añadió Cheshire—. Ella sabrá lo que eso significa.

Yannick entrecerró los ojos y por un momento, Cheshire pensó que le diría que eso era una falta de respeto, que una señorita honorable como su hermana jamás haría una cosa como esa.

Pero después asintió.

—Se lo diré.


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