Cap. 12 - El encantador de ratas

Fueron Miriam y Emil los que les contaron la noticia.

—Gotlinde fue a llevarle huevos frescos al gobernador y los zainos estaban ahí —dijo Miriam mientras estaban sentados en el campo, almorzando con los jornaleros—. Dijeron que a pesar de que ya habían limpiado varias casas, iban a eliminar a todas las ratas de un solo golpe.

—¡Eso es imposible! —aseguró Kaspar.

—¡Eso mismo dije yo! —intervino Emil—. Le dije a mi madre que había escuchado mal, pero ella insiste en que eso es lo que dijeron: todas las ratas, de una sola vez.

Claudia se quedó quieta con el pan a medio camino de la boca. Todas las ratas. Eso era fantástico. Todas las ratas se irían de una vez y no tendrían que preocuparse por ellas nunca más.

Y Sattler les pagaría a los zainos. Y entonces se irían de Hamelin. Para siempre.

Nunca volvería a ver a Cheshire.

—No es posible —murmuró.

—Puede que lo sea —intervino Yannick—. El flautista, Zale, me ha contado cómo lo hace. La música las atrae y hace que vayan a donde él quiere. Es como cuando oyes una canción hermosa y de pronto te pones de buen humor y quieres ver quién está cantando.

Zirilo permanecía escéptico.

—Con música o sin ella, parece demasiado complicado. ¿Todas las ratas? ¿Hasta las más pequeñas?

—No durará —dictaminó Gustau—. Las ratas tienen nidos y en los nidos habrá ratas recién nacidas que no podrán acudir al llamado de esa música extraña.

No era posible. Cheshire le había dicho que Zale estaba buscando la manera de conseguir que las ratas lo siguieran hasta el río, pero todos sus intentos habían sido infructuosos. Si lo hubiera conseguido, se lo habría dicho, ¿verdad? Él no le ocultaría algo como eso.

—Bueno, si eso es así, quizá debamos ir a la ciudad y comprarnos un par de gatitos —sugirió Yannick.

El silencio que se hizo después de esas palabras fue suficiente para sacar a Claudia de su abstracción.

—Eso es lo que los zainos dijeron —añadió Yannick, cuando se dio cuenta de que todos lo miraban con extrañeza—. Los gatos son la manera más efectiva de mantener a las ratas a raya.

—Al Devoto Jonas no le gustará —dijo Jana, en un susurro nervioso.

—¿Por lo de la partera? ¡Vamos! —Yannick puso los ojos en blanco—. Eso fue hace muchísimo tiempo, y no creo que ningún hombre racional crea que tener un gato significa que sabes usar magia.

—Ahora nos vas a decir que no crees en la magia —se burló Gustau.

—Oh, creo que algo que llamamos magia existe —dijo Yannick, asintiendo con la cabeza—. Es simplemente que no sabemos todavía cómo funciona. Una vez que lo averigüemos, dejará de ser magia.

—¡Basta ya, Yannick Kaspersson! —exclamó Serafina, tirándole de la oreja como si todavía fuera un niño. Yannick soltó un grito, más de sorpresa que de dolor—. Ese tipo de palabras te puede meter en problemas.

Yannick se frotó la oreja.

—¿Por qué? ¡Solamente son palabras!

—Hay algunas cosas que sólo les corresponde a los dioses saberlas —determinó Serafina.

La conversación tomó otros derroteros, pero para Claudia no había un tema que fuera más importante que el de las ratas y los zainos. Había pasado tanto tiempo odiando a las ratas, deseando que todas desaparecieran de una vez, y ahora... ahora...

—Creo... creo que debo ir a ver a Marlene —dijo Claudia cuando regresaron a casa después del almuerzo—. Finn ha tenido una recaída.

Serafina la miró de hito en hito.

—Está bien —accedió—. Pero no te demores. Miriam ya no está aquí para ayudarme a preparar la cena.

Claudia lo sabía. La ausencia de Miriam era el motivo por el que no había podido ver a Cheshire en la semana que había seguido al casamiento: siempre había algo más que hacer en la casa ahora que solamente eran dos las que se ocupaban de ella. Si veía a Cheshire, siempre era por apenas unos momentos y casi siempre era para excusarse de que no podía quedarse más tiempo. Él lo entendía. O decía que lo entendía.

¿Qué pasaba si estaba enojado con ella porque no había ido a verlo en todo este tiempo? ¿Por qué no le había dicho lo que había descubierto Zale? ¿Qué pasaba si se iba sin decirle adiós?

Claudia se detuvo en medio de la calle y se apoyó en la pared más cercana. Le dolían los pulmones por haber corrido tanto y tenía la cabeza tan llena de ideas, de pensamientos agitados, que apenas se daba cuenta de que era demasiado pronto para encontrarse con Cheshire cerca del puente. A esta hora él solía estar por el pueblo, con sus tíos, limpiando la casa de algún vecino. Ya no necesitaba hacer eso, ¿verdad? Ya no necesitaban venir al pueblo para nada.

Se rio de su propia estupidez, con una risa ahogada que estaba a un momento de convertirse en lágrimas.

—¿Claudia?

Se sobresaltó. No había esperado encontrarse con nadie en el camino, pero, sin darse cuenta, se había parado cerca de la iglesia. El Devoto Jonas la miraba con extrañeza, como preguntándose de dónde venía.

—Devoto. —Claudia recordó sus modales y le hizo una pequeña inclinación con la cabeza—. ¿De dónde venís?

—De casa de Marlene. Parece que el niño se ha puesto peor. No lo he visto, porque el curandero Brahan dice que es mejor no acercarse a él por ahora, pero le he ofrecido consuelo a su madre y a sus hermanos desde la puerta de la casa.

Claudia se sintió avergonzada. Había estado tan concentrada en tratar de encontrar la manera de hablar con Cheshire que se había olvidado por completo de la excusa que le había dado a Serafina para salir de la casa. Era una pésima amiga y una egoísta...

El Devoto le puso una mano en el hombro.

—¿Hay algo que te preocupe, hija mía?

El Devoto era un hombre santo. La había conocido desde pequeña, la había visto crecer a ella y a sus hermanos. Lo veían todas las semanas en la Iglesia y Serafina decía que había que poner atención a sus consejos y palabras. Bueno, excepto cuando sus consejos no le parecían bien, pero ese era otro asunto. El asunto era que se trataba de un hombre sabio y dedicado a los dioses, un hombre que la conocía bien pero no era parte de su familia. Quizá él podría darle algún consejo sobre su situación.

Claudia tomó aire.

—Sí, padre. Hay algo que me preocupa.

—Ven conmigo, entonces —dijo el Devoto, señalando a la Iglesia—. Siéntate conmigo y cuéntame de qué se trata. Los dioses sabrán guiar nuestro entendimiento para llegar a una solución.

Claudia se sentó en el primer banco delante del altar de los cinco dioses, representados por cinco estiradas velas en un candelabro que el Devoto Jonas encendió una por una. El aroma de la cera y el humo invadió la iglesia que empezaba a oscurecerse a esa hora de la tarde. ¿Podrían los dioses realmente aconsejarla en un asunto tan trivial como aquel?

Cheshire nunca hablaba de sus diosas de aquella manera, como si tuvieran una autoridad sobre todo lo que ocurría en la tierra. Nunca les rezaba ni les pedía consejo. Eran más como si fueran personajes de cuentos para él, más que deidades reales que podían tener alguna clase de influencia en su vida. Todos los zainos parecían hacer lo mismo, pero Claudia sabía que el Devoto Jonas los consideraba herejes. Sin duda alguna, él no aprobaría, ni su padre tampoco, que estuviera enamorada de alguien que no adoraba los mismos dioses.

Ella no veía qué diferencia podía haber, pero decidió que era mejor no revelar la identidad de Cheshire cuando empezó a hablar:

—Padre, hay un muchacho...

—Por supuesto que lo hay —dijo el Devoto, con una sonrisa amable, como si hubiera escuchado esa confesión cientos de veces antes—. Y ahora que tu hermana Miriam está casada, estoy seguro que este muchacho se ha vuelto más insistente en lo que respecta a obtener tus afectos, ¿verdad?

—Pues....

No era exactamente eso, no. Parecía que Cheshire casi hubiera tomado distancia de ella, mientras que Oskar, Benedikt y Martin, y también algunos de los otros chicos, hicieran un esfuerzo por acercarse a ella cada vez más. La saludaban incluso si no estaban cerca cuando iban a los campos de Sattler a almorzar con su padre o insistían en cargar su canasta por ella cuando se la encontraban en el mercado. Claudia trataba de decirles que no se molestaran, pero ellos no le prestaban atención y le hablaban de lo mucho que habían ahorrado ese año o el anterior, lo bastante para construir una casita, quizá. Nunca le preguntaban qué opinaba ella de eso. Nunca le preguntaban su opinión sobre nada, de hecho.

Claudia era tímida, pero no ingenua. Sabía por qué se lo decían, Sabía que estaban tratando de hacer que se fijara en alguno de ellos. Hasta ahora, ninguno había ido a hablar con su padre, pero era solamente una cuestión de tiempo ahora que Miriam y Emil finalmente se habían casado.

La idea la aterraba. ¿Tendría que dejar ir a Cheshire? ¿Tendría que pasarse la vida con sus raíces firmemente plantadas en Hamelin, al lado de un chico al que no querría, que nunca le contaría historias ni le haría preguntas interesantes?

—Lo primero que tienes que entender es que los dioses miran con buenos ojos el amor —dijo el Devoto—. Pero hay ciertos tipos de amor que solamente se pueden prodigar un hombre y su esposa, ¿entiendes?

Claudia lo miró, parpadeando. Lo que le estaba diciendo tenía poco y nada que ver con lo que ella trataba de decirle.

—¿Sabes de lo que te estoy hablando? —preguntó el Devoto, alzando las cejas.

—Creo que... mi madre nos explicó a mi hermana y a mí lo que ocurre en la noche de bodas —dijo Claudia, vacilante, sin entender del todo qué tenía que ver eso con nada.

—¡Exactamente! ¡Bien dicho! —la felicitó el Devoto—. En la noche de bodas, y no antes. Así que si un chico te presiona para que hagas algo con lo que te sientes incómoda, es tu deber como una chica buena y casta insistir en que primero le pida la mano a tu padre.

Claudia parpadeó. Cheshire jamás había hecho algo como eso. Al contrario, salvo por esa vez que habían bailado en el casamiento de Miriam, apenas se habían tocado, salvo para darse la mano al despedirse o cuando él la ayudaba a levantarse. ¿Significaba eso que no la quería? ¿Había malinterpretado lo que había visto en sus ojos?

—¿Te ha ayudado esto en algo? —preguntó el Devoto, con una sonrisa amable.

Casi se sentía mal de decepcionarlo, así que Claudia asintió respetuosamente.

—Sí, padre. Muchas gracias.

Los dioses le perdonarían que mintiera en su templo para no decepcionar a aquel pobre hombre tan amable.

—¡Bien, muy bien! —dijo el Devoto—. Creo que es momento entonces de que te vayas a casa y...

Un chillido que Claudia no había escuchado en meses resonó en la iglesia casi vacía. Se estremeció al mismo tiempo que el rostro del Devoto Jonas se retorcía en una mueca de disgusto y enojo.

—¡Ya estamos otra vez! —exclamó, molesto y se levantó para tomar una escoba que había debajo del altar—. ¡Oh, que los dioses se lleven a estas alimañas!

—¿Tenéis ratas aún aquí? —preguntó Claudia, mirando alrededor, pero incapaz de ver ninguna—. ¿No habéis pedido a los zainos que limpien...?

—¡Antes muerto que dejar que esos herejes profanen el templo! —dijo el Devoto, negando con la cabeza—. ¿Quién sabe cómo es que consiguen limpiar a las bestezuelas? No, no confío en ellos ni en sus métodos. ¿Sabes que Marlene, en su desesperación, le estaba poniendo unos ungüentos que ellos le dieron al pequeño Finn?

—¿Le vendieron los ungüentos? —preguntó Claudia, confundida.

—¡No, no! ¡Se los dieron a cambio de tomates y habichuelas! Y nadie cuestiona que Marlene sea una mujer honesta, pero no es una pensadora muy aguda, ¿entiendes? —El Devoto paseó su mirada por la iglesia, empuñando la escoba como un cazador empuñaría su arco y flecha—. Brahan le dijo que deje de usarlos y ni un momento demasiado tarde. ¿Quién sabe de qué estaba hecho esa cosa?

Claudia observó en silencio la parte de atrás de su nuca. Pensó en señalar que Finn había estado lo suficientemente bien como para salir de la casa mientras Marlene había estado usando los ungüentos y había caído enfermo otra vez ahora... pero no estaba segura de poder explicar por qué creía eso. Yannick seguramente habría sabido qué argumentos científicos esgrimir para convencer al Devoto de ver las cosas desde su punto de vista. Lo único que hizo ella fue levantarse y alisarse la falda.

—Muchas gracias por el consejo, padre. Os dejo.

El Devoto murmuró algo, pero estaba claro que estaba más preocupado por localizar a la rata intrusa que por despedirse de ella.

Claudia salió de la iglesia con más aprehensión de la que había entrado. Pensó en caminar hasta el puente, pero no tenía caso. Sabía ya que no encontraría a Cheshire ahí.

Esa noche se cortó el dedo, rompió una taza de cerámica y se quemó la mano al tomar un plato. Serafina la regañó por su torpeza, pero era como si su voz le llegara desde lejos.

Creía firmemente que el Devoto estaba equivocado, que no era posible que todos los muchachos expresaran su "interés" de la misma manera. Creía (o quería creer) que Cheshire era diferente y que era también diferente lo que los unía, si es que había algo que los unía.

Pero todavía no podía entender por qué, si tenía razón, Cheshire no le había contado nada sobre este plan.

***

El día del mercado llegó sin que Claudia hubiera podido hablar con él. Todos a quienes preguntó (como por casualidad, tratando de que no se le notara la ansiedad) le dijeron que no lo habían visto, ni a él ni a ninguno de los zainos, en toda la semana, que se habían saltado dos casas que tenían que desinfectar y que nadie se había acercado por su campamento porque, ¿para qué lo harían?

A nadie le preocupaban demasiado los zainos, sin embargo. Todas las conversaciones se centraban más en el pobre de Finn y en que su enfermedad había vuelto con ferocidad redoblada.

—Marlene mandó a las niñas a la casa de su hermana —comentó alguien—, pero ella no las quiso recibir.

—Tiene miedo que contagien a sus primos.

—Al final fueron a casa de Natascha. Su marido cree que eso le hará bien y querrá tener niños otra vez.

Nadie parecía interesado en contestar sus preguntas. Claudia caminó por el mercado para reunirse con Miriam, que ahora atendía el puesto de Gotlinde junto con Emil, pero antes de que pudiera decirle nada, una voz se elevó por encima de la multitud que compraba.

—¡Atención, habitantes de Hamelin!

Todos se volvieron a mirar y a Claudia le dio un vuelco el corazón. Cheshire estaba parado sobre un banco, vestido con sus ropajes más chillones y parchados, como si quisiera que todo el mundo le prestara atención a él y solamente a él. Sonreía con la misma confianza de siempre mientras extendía las manos para llamar a todos a que se acercaran a él.

—¡Por años, las ratas han infestado vuestro pueblo! —les dijo, como si necesitaran recordarlo—. ¡Han arruinado vuestras cosechas, han carcomido vuestras casas! ¡Os han traído suciedad y enfermedades! ¡Bien, todo eso se acaba hoy! ¡Venid a contemplar como este milagroso flautista os libra de las alimañas, de una sola vez!

Una vez hecho el anuncio, bajó del banco de un salto y se marchó corriendo. La gente empezó a murmurar entre sí, y Claudia supo exactamente lo que tenía que hacer. Se recogió las faldas en una mano y corrió para alcanzarlo antes de que nadie más tuviera exactamente la misma idea.

Cheshire era más rápido. Corría y hacía cabriolas por la calle principal, repitiendo su anuncio una y otra y otra vez, llamando a todos los habitantes a que vinieran a ver "el milagro". La multitud de curiosos se hizo cada vez más numerosa a medida que se les unían niños y jóvenes, en particular, y algunas personas mayores que asomaban a sus puertas a observar. La multitud rebasó a Claudia, por mucho en que ella se esforzó en correr para mantenerse por delante.

Sabía exactamente a dónde se dirigían. A los campos de Sattler y más allá de estos, a las puertas mismas de la casa del alcalde. Para su sorpresa, las rejas estaban abiertas de par en par, con Sattler y sus sirvientes parados justo afuera.

A pesar de que era el hombre más famoso y más rico del pueblo, o quizá precisamente por eso, Claudia lo había visto en persona muy pocas veces. Por lo general dejaba que sus capataces hicieran el trabajo de mandar a los jornaleros y enviaba a los sirvientes que vivían con él al mercado. Nunca iba a la iglesia, aunque se decía que tenía muy buena relación con el Devoto Jonas, que iba personalmente a su casa para dar un oficio privado para él y los que vivían allí.

Quizá justamente porque salía tan poco es que se veía tan pálido y amargado de estar parado allí, frente al pueblo que se suponía que regentaba. No ayudaba el hecho de que estuviera usando un chaleco y una chaqueta de blanco inmaculado sobre su piel casi traslúcida. Su cabello no era dorado como la miel o como el trigo, como el de la mayoría de las personas en Hamelin, sino que era casi tan blanco como el resto de él, como si hubiera dejado que las canas salieran a propósito en su cabeza. No era demasiado mayor, al menos, no tan viejo como su padre. Serafina le había dicho que había tenido una esposa, pero que esta había muerto muchos años atrás y él nunca había vuelto a casarse.

Zale y los tíos de Cheshire estaban allí también, y aunque trataban de sonreír, quedaba claro, por la forma en que cambiaban su peso de un pie a otro o por como retorcían las manos, que estaban nerviosos. Claudia se preguntó si Cheshire lo estaría también, aunque sería imposible decirlo por la forma en que seguía moviéndose y animando a la multitud a que se acercaran a mirar.

—Alcalde —dijo al final, con una reverencia tan profunda que se hubiera dicho que quizá era más digna de un rey—. Estamos listos para cuando lo deseéis.

El alcalde suspiró, sin esconder la exasperación que sentía.

—Muy bien —dijo—. Terminemos con esta farsa.

—¡Ninguna farsa, señor! —le garantizó Cato—. ¡Os garantizo que después de este día, no quedará una sola rata en Hamelin!

El alcalde se encogió de hombros con escepticismo. Claudia escuchó las voces a su alrededor murmurando con la misma actitud:

—¿Qué van a ser?

—No lo creo.

—¿Será posible?

Cheshire parecía absolutamente seguro que era posible. Se subió de un salto al caballo que esperaba por ellos y estiró la mano para ayudar a Zale a subir a la grupa. Su primo se acomodó de manera extraña: en vez de mirar hacia el frente, apoyó la espalda contra la de Cheshire y levantó su flauta, la misma flauta larga que había usado para tocar en el casamiento de Miriam. Tomó aire, alzando los hombros e inflando el pecho, y luego empezó a tocar.

Era una melodía rápida y alegre, casi como la música con la que uno se pondría a danzar, pero no exactamente igual. Había algo extraño en ella, algo inquietante, pero antes de que Claudia pudiera entender de qué se trataba, la tierra bajo sus pies se movió.

No, no fue eso lo que pasó. Pero se sintió así a medida que, de repente y sin aviso alguno, las ratas que anidaban debajo del campo empezaron a excavar su camino hacia la superficie. Las sintió antes de verlas. Pasaron correteando alrededor de sus pies, sus pelos gruesos y ásperos rozándole los tobillos. Claudia soltó una exclamación de asco y se echó hacia atrás, pero no había donde pararse. Las ratas salían de sus escondites, negras, marrones y grises, chillando con excitación y corriendo todas en la misma dirección: hacia el caballo donde estaban subidos Cheshire y Zale, hacia la música.

La gente se hizo a un lado, tratando de evitar pisar o patear a las ratas, pero era imposible cuando estas se movían sobre el campo como si fueran una alfombra hecha de pelo y carne caliente. Incluso el alcalde tuvo que dar un salto cuando las ratas de su casa salieron corriendo alrededor de él.

Cheshire chasqueó la lengua y el caballo echó a andar, como si no le importara o no pudiera ver las bestezuelas que corrían peligrosamente cerca de sus pezuñas. Era un ritmo lento y tranquilo, quizá elegido para no perturbar la melodía que Zale repetía una y otra vez.

Las ratas lo siguieron como hipnotizadas, como una marea oscura y pequeña. Era imposible calcular cuántas habían salido de los campos de Sattler y a medida que descendían otra vez por la calle principal, más y más ratas salían de las casas en tropel, a tal punto que las personas tuvieron que quedarse detrás de la marea de ratas que seguía al flautista.

El Devoto Jonas estaba en el patio de la iglesia, saltando sobre un pie y luego sobre el otro mientras las ratas de la iglesia corrían desde el patio hacia la calle.

—¡Dioses! —exclamó con sorpresa cuando vio la extrañísima procesión de personas y gente que pasaban por su lado. Cheshire le hizo un descarado gesto de saludo y azuzó el caballo.

—¡Toca más alto, Zale! —dijo.

Zale le hizo caso. La melodía que hipnotizaba a las ratas se expandió con más fuerza por encima de los chillidos y las exclamaciones de sorpresa de las personas. La marea de todas ellas era tan numerosa ahora que Claudia no podía entender cómo era posible que Zale mantuviera su control sobre ellas, pero parecía una cuestión de cadena: las ratas seguían tanto a la música como a sus propias compañeras.

Las mujeres, Gildi, Miselda, Drina y hasta la vieja Maman esperaban en la orilla a la multitud, sin decir nada, con los rostros inexpresivos. Claudia adivinó lo que iba a ocurrir a continuación incluso antes de que los cascos del caballo tocaran el puente, incluso antes de que Cheshire tirara de las riendas en la orilla para detenerlo y ayudara a bajar a Zale, sosteniéndolo del codo para que no tuviera que dejar de tocar. La idea la horrorizó, pero se quedó con el resto de la multitud, parada en el arco del puente mientras Zale hundía los pies en la corriente del agua.

No parecía posible. Ninguna bestia, ningún ser vivo, por poco racional o por poco inteligente que fuera, querría destruirse a sí mismo. Cheshire había dicho que ese era el problema con el que se había topado Zale: las ratas no querían morir. Algún terrible instinto les impedía buscar la muerte de aquella manera, las mantenía a salvo.

Pero parecía que Zale había encontrado al fin la manera de contrarrestar ese instinto. Porque, a medida que él se metía en el agua hasta la cintura, sin dejar de soplar su flauta, sin dejar de repetir una y otra vez las mismas notas de manera tal que Claudia estaba segura que se habían grabado en su mente y en la de todos los presentes hasta el fin de los tiempos, las alimañas lo siguieron.

Algunas caminaron hacia el agua con calma. Otras saltaron sobre sus compañeras, como si estuvieran ansiosas de llegar hasta el flautista, ignorando el terrible destino que las aguardaba por hacer esto. La corriente arrastró a varias: eran pequeñas y sus brazadas desesperadas no podían contra la inflexibilidad del agua. Otras consiguieron llegar hasta Zale, ahora inmóvil, rodeándolo de manera que formaban un anillo de pelo húmedo y gritos desesperados a su alrededor. Se paraban unas sobre otras como tratando de llegar hasta él, pero todas, inevitablemente, acababan hundiéndose.

El rostro del flautista estaba rojo por el esfuerzo y tenía las cejas fruncidas. Quizá no había pensado que tendría que mantener el encanto de su música durante tanto tiempo, pero las ratas seguían llegando, una cascada de carne que no se detenía jamás.

La multitud humana se había quedado en un silencio maravillado, como si ellos también estuvieran encantados por la música. El alcalde, parado cerca de la orilla junto con los demás zainos, veía a las ratas pasar sobre sus pies y precipitarse hacia el río con los ojos desorbitados. Claudia notó que Cheshire apartaba la vista.

Cuando la marea de ratas empezó a decaer, cuando finalmente aquella alfombra de pelo y orejas y dientes se convirtió en unas pocas ratas individuales que podían contar y seguir con la vista, cuando el río arrastró hasta la última de ellas, recién entonces Zale dejó de tocar. Respiraba con fuerza, como si hubiera corrido toda una maratón y cuando dio un paso hacia adelante, trastabilló y cayó él mismo dentro del río con un chapoteo.

Las tías se movieron de inmediato: lo sostuvieron de los brazos y tiraron de él hacia la orilla, donde Maman le puso una manta sobre los hombros y Drina se apresuró a ofrecerle un tazón de agua, que Zale se llevó a los labios de inmediato.

—No lo puedo creer —dijo alguien a la derecha de Claudia—. ¡Lo hizo! ¡Realmente lo hizo!

El tono era triunfante, pero las respuestas no lo fueron tanto. Hubo algunos aplausos y cuchicheaos, pero en general, todos parecían haberse quedado igual que Claudia: paralizados. Atónitos. Incapaces de comprender la magnitud de lo que acababan de ver.

Todas las ratas de Hamelin. Muertas en un solo golpe, sin derramar una gota de sangre. El río se las había llevado, a todas y cada una.

Claudia se dio vuelta y vio varias cosas. Las caras pálidas de sus vecinos. La forma en que el Devoto Jonas hacia un gesto contra el mal sobre su pecho. El rictus de algo desagradable en los labios de Sattler, imposible de distinguir si era de enojo o de disgusto o de algo mucho más peligroso.

Pero los zainos parecían satisfechos. Cato se acercó al alcalde y le tendió la mano.

—Señor —dijo, hablando muy alto como para que todo el pueblo lo escuchara—. Espero tengáis a bien honrar vuestra deuda.

En vez de responder, el alcalde se dio la vuelta. La multitud se hizo a un lado para dejarlo pasar.

Claudia echó una mirada hacia los zainos. Cato y Harman se atusaban las barbas con preocupación, mientras que Zale parecía tan agotado que no se daba cuenta de lo que ocurría alrededor. Solamente Cheshire alzó la vista hacia ella.

Por una vez, no sonrió.


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