Cap. 11 - Incienso y lavanda
Cheshire flotaba en el aire con cada paso que daba. Le picaban los dedos como si todavía estuviera tocando a Claudia incluso a través de la distancia. Cada vez que pensaba en ella, en cómo habían girado bajo el sol moribundo, en su pelo oscuro y en la forma en que ella lo había mirado, se sentía como si el pecho estuviera a punto de explotarle, como si su corazón se hubiera agrandado demasiado y ya no cupiera en el espacio entre sus costillas.
Por suerte para él, su buen humor no desentonaba para nada con el resto de su familia. Por primera vez en semanas, todos parecían alegres y satisfechos. Cato y Harman caminaban abrazados, con las manos libres sobre el talle de sus esposas, y los cuatro cantaban como si no tuvieran una sola preocupación en la vida. Maman, por su lado, iba caminando junto con Zale.
—Y bien, chico, ¿qué tienes para decir? —le preguntó, con una ceja alzada.
—Que tenías razón, Maman. Redoblar los esfuerzos no siempre da resultado —dijo Zale, con un suspiro—. Necesitaba esto. Creo que esta noche dormiré tranquilo.
—¿Y a quién se lo tienes que agradecer?
Zale miró a Cheshire por encima de su hombro... pero en vez de darle las gracias, le sacó la lengua con una mueca burlona que Cheshire le devolvió ni corto ni perezoso. Continuaron haciéndose muecas e intercambiando insultos todo el camino hacia el campamento. Maman suspiró y les dijo que eran unos inmaduros.
Lo cuál era extraño. Por lo general, ese era el trabajo de Drina.
Cheshire miró sobre su hombro para descubrir que su prima caminaba unos pasos por detrás de todos los demás, con el rostro alicaído y los brazos cruzados. Así que se retrasó un poco para caminar junto a ella.
—¿Qué te pasa? ¿No lo pasaste bien?
Drina apretó la mandíbula y no lo miró.
—¿Comiste demasiado? —inquirió Cheshire, entrecerrando los ojos, mientras ya pensaba en su repertorio de chistes. Alguno de ellos sin duda la animaría—. ¿Bebiste demasiado? Oh, ya sé. ¡Estás molesta porque todos miraron a la novia en lugar de a ti!
Drina no contestó. Ni siquiera dio muestras de haberlo oído.
—¡Vamos, dime qué te pasa! —insistió Cheshire—. ¿Estás molesta porque nadie te sacó a bailar...?
Drina se paró en seco y lo miró con ojos furiosos.
—¡Si ibas a sacar a bailar a alguien, debió de haber sido a mí, estúpido!
Oh, así que era eso. Cheshire pensó que nadie se había dado cuenta, pero a Drina se le escapaban pocas cosas.
—Bueno, lo siento —dijo, rascándose la nuca y tratando de verse apropiadamente compungido—. La próxima vez...
—¡No, no es justo! —gritó Drina, dando una patada en el suelo—. ¡Estás enamorado de ella y no se suponía que fuera así!
Se le quebró la voz y se echó a llorar con furia. Cheshire se quedó desconcertado y miró alrededor, pero toda su familia ya se había adelantado a ellos, así que no había nadie que pudiera auxiliarlo.
Pero este no era como los berrinches normales de Drina. Lloraba como si alguien hubiera muerto y cuando Cheshire trató de abrazarla, lo apartó de un empujón.
—Drina, no entiendo —admitió Cheshire al fin—. Yo no... no elegí conocer a Claudia ni...
—¡Pero se suponía que te casaras conmigo!
Aquello lo dejó más desconcertado que cualquier otra cosa que ella hubiera podido decir.
—¿De qué estás hablando? Drina, somos primos —le recordó—. Quizá los reyes y los nobles hagan eso, pero nosotros no.
—¡No, no es así! —insistió Drina—. Maman lo sabe, y también mi madre, y la tía Missy. Todos lo saben, excepto tú y Zale y mis hermanos.
La revelación lo dejó paralizado.
—¡¿Y cómo demonios lo sabes tú?!
No pretendía alzar la voz, pero lo que Drina le decía lo había dejado tan confundido que no pudo evitarlo. Como respuesta, Drina se echó a llorar todavía más fuerte y bien, no había forma de que contestara a ninguna pregunta de esa forma.
—Perdón. Oye, no pretendía... lo siento —balbuceó Cheshire torpemente.
Esta vez, cuando la abrazó, Drina se lo permitió. El camino estaba oscuro a pesar de las estrellas que brillaban sobre sus cabezas. Cheshire supo instintivamente que no encenderían una fogata aquella noche. Estaban demasiado agotados. Todos estarían ahora mismo asentándose para dormir.
Pero él no creía que pudiera dormir. Hacía apenas un momento sentía que podía tocar el cielo con las manos, pero ahora una angustia le subía por el estómago hasta la garganta, como una enredadera que pretendiera ahogarlo sin remedio. Se contuvo para no echarse a llorar él también.
—Drina —dijo al fin, cuando los sollozos de ella se convirtieron en una serie de hipidos secos—. Dime, por favor, cómo es que sabes esto.
Las piernas de Drina temblaban y Cheshire no se sentía con fuerzas para sostenerla. Acabaron los dos arrodillados sobre la grava del camino, mientras ella hablaba en voz baja, para compartir un secreto que ella no debería haber sabido para empezar.
—Las escuché hablar de mí una noche. Tía Gildi dijo: "Quizá lo mejor sería que Cheshire se case con ella." Tía Miselda estaba de acuerdo. Dijo que algún día tendrían que contarte la verdad, que no eras parte de nuestro clan, pero Maman rechazó la idea. Les dijo: "No hará ninguna diferencia. Es como si lo fuera ya." Dijo... otras cosas, pero eso es lo más importante.
Tenía el rostro rojo por el llanto reciente, pero por la forma en que evitaba su mirada, Cheshire se dio cuenta de que prefería no decir las demás cosas que habían comentado sobre ella.
Se quedó sentado exactamente donde estaba. Nunca había inquirido demasiado sobre sus padres. Le habían dicho que estaban muertos y esa era toda la información que necesitaba. Cuando un zaino moría, los otros miembros de su caravana quemaban sus cuerpos en piras funerarias y esparcían sus cenizas al viento, para que incluso sus espíritus pudieran seguir viajando libres por el mundo. Sus nombres se agregaban al libro de cuero que conservaba sus historias y memorias. No tenían tumbas ni lugares donde reunirse a recordarlos. No significaba que sus muertos les importaban menos que a otros, solamente que no se los llevaban con ellos cuando seguían adelante.
Pero a pesar de todo, Cheshire siempre había asumido que eran parte de ellos, que eran parientes de sangre. Nunca se le hubiera ocurrido...
—No le digas a Maman que te lo dije —pidió Drina, como si hubiera adivinado antes que él lo que iba a hacer ahora—. Por favor.
—No lo haré —le prometió Cheshire, aunque no tenía idea de qué excusa iba a darle cuando empezara a hacer preguntas al respecto.
—Cheshire —dijo Drina, con la voz llorosa, y se limpió las lágrimas—. Lo siento.
Cheshire intentó sonreír. No estaba muy seguro de haberlo conseguido.
—Está bien, Drina. No pasa nada.
La cara de Drina parecía indicar que sí pasaba, y que tenía muchas más cosas que decir. Se aferró a su cuello de nuevo.
—Prométeme que no te irás —le rogó—. Prométeme que no te quedarás aquí a echar raíces con tu chica del puente.
A Cheshire le hubiera gustado prometérselo. De verdad que le hubiera gustado decirle que no tenía nada de lo que preocuparse.
Pero pensaba en Claudia, en la forma en que brillaba su pelo bajo la luz del sol poniente y por algún motivo, se le ocurría que quizá quedarse en un solo lugar no era tan malo. No si uno tenía a la persona adecuada consigo.
—Vamos —dijo en cambio, sosteniendo la mano de Drina para ayudarla a ponerse de pie—. Tengo que hablar con Maman.
Drina entrecerró los ojos hacia él y Cheshire estaba seguro que se había dado cuenta de su evasiva. Pero no insistió y se dejó llevar hacia el carromato de sus padres. Subió los dos escalones que llevaban hacia la puerta y se quedó mirando a Cheshire, como si tuviera ganas de arrancarle otra promesa, pero a último momento, desistió y entró sin decir nada más.
Entre los árboles más allá del camino, Zale dormía tan profundamente que Cheshire sintió el impulso de patearlo para comprobar si seguía vivo, pero desistió. El pobre se había ganado un descanso después de todo y bien, Cheshire tenía otras cosas de las que preocuparse.
En el carromato de Harman, él y Miselda también dormían. El silencio era absoluto, excepto por el ritmo tranquilo de sus respiraciones. Si Maman dormía también, Cheshire no la perturbaría. Lo que tenía para preguntarle podía esperar hasta la mañana, aunque una parte de él sabía que, si esperaba hasta el día siguiente, el valor lo abandonaría. Trataría de olvidar la conversación con Drina y seguiría siendo el mismo Cheshire de siempre, alegre y curioso y siempre dispuesto a aprender nuevos cuentos. Todos los cuentos, excepto el suyo.
Pero Maman no dormía. Estaba, igual que la primera noche que la había encontrado, sentada delante de su mesa con una débil vela como única luz. Mezclaba y mezclaba sus cartas, ponía tres sobre la mesa y fruncía el ceño. Luego las recogía y las volvía a mezclar, como si estuviera esperando que la respuesta cambiara con el siguiente intento.
—Estamos en una encrucijada, Cheshire —le informó, sin levantar la vista para mirarlo—. Puede ocurrirnos algo muy bueno... o algo muy malo.
Cheshire no le preguntó cómo sabía que él estaba ahí. Miró las cartas. Una de ellas mostraba una torre fulminada por un rayo mientras unos hombres saltaban de ella para escapar del desastre. La otra mostraba una rueda extraña, con hombres con cabezas de animales subidos a ella mientras esta giraba. Como siempre, para él las cartas no eran más que bellos dibujos. Pero si Maman decía que ella veía algo más, él le creía.
Al final, ella recogió las cartas y las guardó de vuelta en el mazo.
—¿Qué te tiene inquieto, mi pequeño? —le preguntó con dulzura.
Cheshire miró su rostro lleno de arrugas y otra vez sintió que se acobardaba. Si ella no se lo había dicho hasta ese momento, quizá había un motivo para ello. Quizá hacerle aquella pregunta le causaría un dolor innecesario a su viejo corazón. Quizá tendría que callarse la boca y hacer como si nunca se hubiera enterado de nada.
Pero no podía. Tenía que saber.
—Maman, ¿soy realmente tu nieto? ¿Soy de verdad parte de este clan?
Una serie de emociones cruzó el rostro de Maman en rápida sucesión: sorpresa, confusión y, por último, irritación.
—Drina ha estado escuchando conversaciones ajenas otra vez, por lo que veo —comentó al fin—. Qué mal hábito, esa chiquilla...
Cheshire quiso dejar en claro que él no había dicho nada sobre Drina, técnicamente, pero Maman no le dio tiempo a continuar:
—Te hemos cuidado desde que estabas en pañales. Te hemos vestido y dado de comer, te hemos llevado con nosotros en nuestros viajes y te hemos enseñado todos nuestros cuentos y canciones. En todos los sentidos en lo que importa, eres parte de nuestro clan. ¿No te basta con saber eso?
Cheshire lo pensó. Sí, debería bastarle. Debería ser suficiente saber que tenía personas que lo querían, así los uniera la sangre o no. Pero había algo en la evasiva de Maman que lo inquietaba, algo que ella, que era sincera hasta la brutalidad, estaba evitando decirle. Y necesitaba saber qué era.
—Siempre pensé... que yo era hijo de uno de tus hijos. O de una de tus sobrinas —dijo Cheshire, con cautela.
—Tengo tantos hermanos y ellos han tenido tantos hijos que a lo mejor lo eres —contestó Maman con un encogimiento de hombros—. ¿Se espera de mí que los recuerde a todos?
Cheshire no tuvo que contestar a esa pregunta. Sí, ella era la más anciana de la caravana y la que guardaba el libro de cuero, por supuesto que se esperaba que ella recordara todos los parentescos y nombres. Estaba evitando responderle de nuevo.
—Cuéntame —pidió al fin, porque estaba claro que ella no lo haría si no se lo preguntaba directamente—. Dime cómo es que vine a vivir con ustedes.
Maman lo miró en silencio durante un largo rato. Había algo indescifrable en sus ojos, algo que se asemejaba a la pena o a la compasión. Cheshire tardó un momento en darse cuenta que había hablado del resto del clan como si no perteneciera a ellos. La idea hizo que la cabeza le diera vueltas un poco.
—No es una historia feliz, pequeño —dijo Maman, bajando la voz—. No sé qué diferencia te reportará saberla. Quizá deberías dejar las cosas como están.
A Cheshire le tomó un segundo darse cuenta qué había de extraño en su tono, en sus gestos. Maman estaba evitando el tema no porque quisiera negarle la verdad, sino porque estaba asustada. La idea le resultó tan incongruente que por un momento no pudo respirar. ¿Maman? Ella que siempre había sido fuerte, ella que siempre había dicho lo que pensaba, ella que escrudiñaba el futuro en sus cartas y dejaba que todas las cosas le resbalaran. ¿Qué podía ser tan malo como para asustarla a ella?
Quizá esa debería haber sido su señal para echarse atrás. Pero la curiosidad siempre había sido su peor defecto.
—Cuéntame —insistió.
Maman lo miró un momento más en silencio. Al final, suspiró profundamente y se levantó. Dio un par de pasos pesados hacia su jergón y extrajo su cuaderno de cuero de debajo de la almohada, el cuaderno que guardaba la historia de todo lo que había ocurrido en su familia, mapas e historias y recuentos de dinero y de existencia. Y algo más: un cuenco de bronce, una bolsita de cuero y la yesca y el pedernal que usaban para encender la hoguera todas las noches.
—¿Para qué es eso? —preguntó Cheshire, mientras Maman depositaba todo en la mesa delante de él.
—Hay historias que no se pueden contar sin un poco de protección, Cheshire —contestó ella, todavía susurrando, como si temiera que alguien más escuchara su conversación.
Lo cual era ridículo. Cato, Gildi y Drina dormía en el otro carromato, Zale estaba afuera y si los ronquidos de Harman no habían despertado a Miselda, nada lo haría. Estaba a punto de señalar eso, pero cuando Maman lo miró de nuevo, se le murieron las palabras en la garganta. No iba a cuestionar lo que ella consideraba necesario para contarle la verdad.
Maman abrió la bolsita de cuero y sacó un puñado de ramas secas y hojas. Las lanzó en el cuenco y luego encendió la yesca para que ardieran. Un humo gris oscuro se elevó, llenando el carromato con el aroma de la lavanda y el incienso, que inmediatamente transportó a Cheshire a su infancia. Miselda y Maman solían colgarle ramitas de lavanda seca alrededor del cuello, supuestamente para ayudarlo con sus problemas respiratorios. Cheshire no recordaba jamás haber tenido problemas respiratorios y también había notado que no se la colgaban a sus primos, ni siquiera cuando estaban enfermos. De todos modos, le gustaba aquel aroma y dejaron de hacerlo cuando cumplió trece años y el tío Cato le regaló su propio cuchillo, lo que lo convertía en un hombre según la ley de los zainos.
Maman canturreó por lo bajo para sí, una oración cuyas palabras Cheshire no consiguió distinguir, mientras pasaba las hojas amarillentas y crujientes de su cuaderno.
—Hace dieciocho años —comenzó Maman, con un tono tranquilo y profundo—, decidimos asentarnos en un pequeño pueblo en la costa este de Hood. Zale acababa de nacer y era el séptimo hijo de Miselda y Harman. Había sido un parto difícil y nuestra caravana no era tan pequeña como ahora.
Cheshire asintió. Los hermanos mayores de Drina y de Zale habrían estado con ellos entonces, los que se habían casado y se habían unido a otras caravanas cuando fueron mayores. Los había conocido y querido a todos, pero siempre había sido más cercano a los dos primos que tenían edades similares a él.
—Mis hijos habían decidido que habíamos pasado demasiado tiempo ya en aquella isla, así que pensaban embarcar para el continente antes del parto y antes de que el invierno se nos echara encima, pero el bebé se adelantó seis semanas. Así que nos quedamos para que Miselda tuviera tiempo de recuperarse y para que el bebé se hiciera fuerte y pudiera soportar la travesía por mar que nos esperaba cuando el tiempo mejorara un poco —continuó Maman. Su voz iba adoptando la cadencia y las pausas y una vez más, Cheshire se maravilló de su habilidad. Él solamente podía aspirar a ser un cuentacuentos tan consumado como ella algún día.
>>Los inviernos en Hood son crueles, llenos de tormentas y ventiscas y noches sin estrellas que no parecen acabar jamás. Dormíamos en un solo carromato, acurrucados unos contra otros y envueltos en nuestras mantas más gruesas para combatir el frío. El bebé se despertaba cada pocas horas, llorando de hambre, así que dormíamos poco y comíamos menos aún, porque le dábamos a Miselda raciones dobles para que a ella no se le secaran los pechos. Éramos como osos atrapados en nuestras cuevas, esperando la llegada de la primavera. Cuando amanecía, las mujeres y los niños nos quedábamos en nuestro campamento, derritiendo nieve para tener agua, y los hombres se internaban entre los árboles del bosque para buscar presas y nueces que nos dieran sustento.
Maman hizo una pausa. Cheshire tuvo la impresión que aquel invierno había sido todavía más angustiante de lo que ella le estaba diciendo, pero no hizo ninguna pregunta mientras Maman pasaba las páginas del cuaderno como si quisiera dejar atrás esos episodios lo más rápido posible.
—Hood no es un buen lugar para estar a la intemperie en la noche. No solamente por su clima hostil, sino porque en sus lugares más silvestres habitan potestades que están más allá de nuestro entendimiento. Los habitantes de la isla cuentan con protecciones que no tenemos los forasteros, y han hecho todo lo posible por cazarlas y quemarlas, pero ellas son astutas y peligrosas y no se dejan atrapar tan fácilmente.
—Shtriga —murmuró Cheshire.
Una chispa saltó dentro del cuenco de metal y Maman hizo el mismo gesto para ahuyentar el mal que Cheshire le había visto a hacer a Gildi cada vez que surgía el tema. Lo sorprendió verlo. No pensaba que Maman fuera supersticiosa y precisamente por eso, el gesto tuvo más peso que nunca.
—Así que cada noche cuando se marchaban a cazar, le decía a mis hijos y nietos que no se demoraran —siguió diciendo Maman tras una pausa—. Los quería de vuelta antes de que se escondiera el sol, así volvieran con las manos vacías. Todas las noches antes me habían hecho caso.
>>Excepto por aquella noche en que el viento aullaba como un lobo herido. Era un viento malo, un viento que traía esquirlas de hielo que podían cegar a un hombre y presagios que no nos dejaban dormir. Gildi y yo esperábamos en la entrada del carromato, con el corazón en la boca y encogidas en nuestras capas más gruesas, mientras que Miselda trataba de calmar al bebé y tu prima Lennor entretenía a los niños con canciones adentro. Temíamos cosas que no podíamos expresar en voz alta.
>>Y entonces regresaron. Escuchamos sus voces llegar por encima del viento, sus pasos pesados sobre la escarcha crujiente. Tus tres primos mayores, Paris, Dukker y Jardani, los tres mayores, venían cortando las ramas secas de los árboles y las raíces levantadas para abrir un camino, con los cuchillos desenvainados y los dedos temblorosos. Tus tíos Harman y Cato venían más atrás y entre los dos cargaban no una presa, sino una mujer. Una de las nuestras, una zaina, pero la pobre parecía medio moribunda. Si mis hijos no la hubieran estado sosteniendo, se habría desplomado allí mismo. La habían cubierto con sus capas, pero tenía los labios azules y temblaba y su cabello rojizo estaba enredado con ramas y hojas y sucio de tierra.
>>Cuando la tuvimos más cerca, vimos la razón de su debilidad: tenían un vientre de nueve lunas y cuando le corrí el vestido y vi la humedad entre sus piernas, supe que estaba a punto de dar a luz. No había tiempo para que nos explicaran cómo habían dado con ella. Mandé a tus tías y a tus primas a encender un fuego y calentar el agua y mientras la tendía en una manta, ella se aferró a mí con tanta fuerza que luego vi que sus uñas habían cavado rojas medialunas en mi piel.
>>—Lavanda —me rogó, con lágrimas en los ojos—. Lavanda e incienso. Por favor, quemad lavanda e incienso.
>>Te voy a decir algo que pocos hombres saben, Cheshire: cuando nuestras mujeres están de parto, quemamos valeriana y ortiga o se lo damos en una tisana para que mantengan la calma y no les afecte tanto el dolor. La lavanda y el incienso son para otra cosa.
Cheshire miró la preparación que ardía en el cuenco delante de él.
—No es para la respiración, ¿no? —dedujo.
—No —confirmó Maman—. Es para la protección. Un mal lo bastante fuerte puede contrarrestarlos, por supuesto, pero el humo de lavanda puede ocultar a alguien de un mal que lo sigue, al menos por un tiempo, y el incienso potencia la propiedad de cualquier planta con la que lo mezcles.
>>Y bien, yo no iba a negar el deseo de una parturienta, así que lo hice, aunque teníamos muy poca lavanda. Fue un parto difícil, pero ella pidió un cinturón para morder y evitar gritar. Era como si quisiera tener a su bebé en el secreto más absoluto. Estaba muy delgada, sus brazos y piernas como ramas y su rostro consumido y pálido, al punto que tuve miedo que se moriría durante una de las contracciones y el bebé con ella. Pero contra todos mis pronósticos, tras varias horas de angustia y dolor, el niño llegó.
Cheshire no tuvo que esperar a que se lo explicara.
—Era yo.
—Sí. —Maman estiró una mano y le apoyó los dedos en el rostro. La expresión de su rostro se había relajado un poco, y ahora había una sonrisa suave en sus labios finos—. Eras tú, mi pequeño. Yo te recibí en mis manos y corté tu cordón umbilical. Yo lavé las costras de sangre de tu piel, te envolví en una manta y te puse en el pecho de tu madre. Lo había hecho antes, con mis sobrinos y mis nietos, y no hacía ni dos meses que lo había hecho por Zale. Lo haría después cuando naciera Drina. Pero contigo fue diferente. Lo supe en cuanto te vi. Eras tan pequeño y tu llanto era tan débil que temí que todo el esfuerzo por traerte al mundo sería en vano y te morirías allí mismo. Pero resististe, y aquí estás.
Lo dijo como si aquel fuera el final feliz de la historia. Como si no hubiera nada más que decir o explicar. Pero Cheshire todavía no estaba satisfecho.
—Pero, ¿por qué? —inquirió—. ¿Por qué ella estaba sola en el bosque si estaba por dar a luz? ¿Por qué te pidió que quemaras lavanda? ¿Y qué ocurrió con mi padre?
Maman alzó la mano para detener su avalancha de preguntas.
—Yo quería saber exactamente lo mismo en cuanto tu madre se recuperó lo bastante para hablar. Y entonces ella se echó a llorar y me lo confesó todo. Me dijo que estaba enamorada de un hombre de un clan enemigo y que su padre no dejaba que se casara con él. Entonces acudió a una Shtriga e hizo un pacto con ella: podría desposar al hombre que deseaba, pero a cambio la maldita quería a su primogénito. Era una muchacha joven y atolondrada, así que accedió al pacto sin pensárselo demasiado. Pero después de que estuvo casada y embarazada, se arrepintió. Te amaba incluso cuando no tenías ni un rostro ni un nombre, te amaba sin saber si eras varón o mujer, y la idea de entregarte a la Shtriga se le hacía insoportable. Pero por más peligroso que sea hacer un pacto con una Shtriga, romperlo es cien veces peor.
>>Ella estaba dispuesta a correr ese riesgo por ti, sin embargo. Así que al final, acabó contándoselo todo a su marido. Él estaba horrorizado de que ella hubiera usado un hechizo para conseguir casarse con él, pero accedió a ayudarla a proteger al bebé. Cuando el día de tu nacimiento llegó, los dos se enfrentaron a la Shtriga y cuando quedó claro que no podrían ahuyentarla, huyeron al bosque. Su marido quedó atrás y ella no sabía qué le había ocurrido. Tuvo suerte de encontrarse con nuestros cazadores y les rogó que la ayudaran.
>>También se arrepentía de esto ahora. Me pidió perdón por traer ese mal hasta nuestra puerta, y me dijo que se marcharía contigo, que seguiría huyendo tanto como le fuera posible. Estaba tan débil, sin embargo, que supe que si la dejaba marchar en ese momento ni ella ni tú sobrevivirían. Si no era la Shtriga, el invierno daría cuenta de vosotros en dos días o menos.
>>Así que decidí hacer lo más peligroso que he hecho en mi vida. Mi visión con las cartas no ha sido la misma desde entonces y a veces tengo aún pesadillas con aquella noche, pero si me dieran la elección, lo haría de nuevo, una y mil veces.
>>Mandé a tus tíos a que se llevaran a todos los niños lejos del campamento, a ti incluido. Cato quiso protestar, pero por supuesto, no se lo permití. No les conté qué iba a hacer, pero les escribí una carta para que la encontraran si es que llegaba a fracasar y entendieran el peligro en el que nos encontrábamos y pudieran marcharse cuanto antes. Tu madre estaba demasiado débil para caminar, así que tras abrigarla bien y quemar toda la lavanda que me quedaba, me armé con un cuchillo de hierro y mi incensario y me senté a esperar fuera del carromato.
>>Cuando pensé que el frío me convertiría en una estatua de hielo o que el sol llegaría antes que la amenaza que venía tras los pasos de tu madre, ella salió de entre los árboles.
Cheshire abrió los ojos de par en par. Las Shtriga siempre habían sido criaturas de los cuentos, enemigos a los cuales vencer. Si otra persona le hubiera dicho que se había enfrentado cara a cara con una, habría creído que mentían, pero Maman. Maman jamás.
—¿La viste?
—Me enfrenté con ella, Cheshire —dijo Maman, bajando todavía más la voz—. Era una criatura que estaba hecha más de magia que de carne. Tenía las manos y los dedos largos como ramas. Su piel parecía hecha de madera, rugosa y oscura, y se movía como una araña, sobre sus manos y pies. Harapos que quizá hubieran sido un vestido hacía años y años envolvían su cuerpo delgado y su cabello gris estaba desgreñado y sucio. Tenía un rostro horrible, pétreo, con dos ojillos negros y hundidos que escrudiñaban el paisaje y una nariz en forma de gancho que olfateaban el aire y el suelo sucesivamente.
>>Cuando me vio, alcé el cuchillo.
>>—¡Ni un paso más! —le ordené—. Sé lo que buscas, demonio, y no lo tendrás. El bebé ha nacido muerto.
>>Se quedó quieta un momento, vacilante. Luego, lentamente, se puso de pie. Sus articulaciones crujieron con cada movimiento, en movimientos espasmódicos y antinaturales. Era alta como un pino y confieso que me aterroricé, pero traté de que no se me notara.
>>—Mujer vieja —me dijo. Su voz sonaba como el susurro de las ramas agitadas por el viento—. Huelo el rastro de mi presa. Huelo niños en tus carromatos.
>>—Son mis nietos —le dije, porque hacer que creyera una mentira ya iba a ser bastante difícil. No tenía ninguna garantía de que creyera otra—. Pero los he enviado lejos sabiendo que venías a reclamar al recién nacido.
>>Me observó con algo parecido a la confusión en sus rasgos de madera. Dicen que las Shtriga son astutas, pero esta no lo parecía. Quizá porque había vivido demasiado tiempo sola en el bosque, quizá porque era vieja o porque la magia le había carcomido la mente. De cualquier manera, insistió.
>>—Huelo un bebé.
>>—Es mi nieto. No lo tendrás.
>>—Me prometió un bebé. La mujer joven —dijo la Shtriga—. Estaba por parirlo. La olí y cuando trató de huir de mí, me comí a su hombre. Me la comeré a ella también, si no me da el bebé.
>>Tuve que reprimir un estremecimiento.
>>—El bebé que te correspondía ha nacido muerto —le dije otra vez—. La madre también. Si quieres comerte sus cadáveres, te los daré, pero no te permito que te acerques.
>>Era una apuesta arriesgada y lo sabía. La Shtriga entrecerró sus ojos y alzó la cabeza, olfateando otra vez el aire.
>>—Sí. Huelo la sangre y huelo la muerte. Pero yo no como muertos, mujer vieja.
>>Me tuve que morder la lengua. Tu madre había estado débil, Cheshire, pero no creía que se hubiera muerto y si no era así, no sabía a qué otra muerte se estaría refiriendo. ¿Me estaría mintiendo para que yo develara la verdad? No tenía forma de saberlo, así que continué diciendo:
>>—No hay nada aquí para ti, entonces. Márchate.
>>—Huelo un bebé.
>>—¡No es el que te prometieron!
>>—No me importa. Quiero comérmelo —dijo, y sonrió. Sus dientes, Cheshire, son lo que todavía me provoca pesadillas—. Empezaré por su cabecita. Es la parte más blanda de todas...
>>Le lancé el incensario a la cara. Las cenizas cayeron sobre sus ojos y ella chilló, un grito que debía escucharse hasta los confines mismo del bosque. Los búhos que cazaban cerca y los pájaros que dormían salieron volando con aleteos feroces mientras yo me acercaba a ella con el cuchillo levantado y más valor del que sentía. El corazón se me salía del pecho, Cheshire. Pero no iba a permitir que os hiciera daño, ni a ti ni a Zale.
>>—¡Este es un cuchillo para demonios como tú! —le advertí—. ¡Si te acercas un paso más, si acosas a mi familia, te arrancaré el corazón y te obligaré a tragártelo! ¡Esa será tu última cena, maldito monstruo!
>>Me miró con una mueca de dolor en su rostro horrible.
>>—Eres valiente, mujer vieja —me dijo, con su voz cascada—. Pero me has herido los ojos, ¡así que te maldigo con ceguera! ¡Que no puedas ver cuando más lo necesites!
>>Una nube pasó delante de la luna y el bosque se oscureció. Grité porque temí que su maldición se hubiera hecho realidad allí mismo, pero luego me di cuenta que era la misma oscuridad de todas las noches. La Shtriga había desaparecido.
>>Me temblaban las manos y las rodillas y estuve a punto de caerme cuando volví a entrar en el carromato. No había mentido. Cuando me acerqué a tu madre, vi que tenía los ojos brillosos y cuando puse una mano sobre su pecho, no encontré latido alguno. Entre sus piernas había un charco de sangre. Seguramente había estado desangrándose desde antes de que te apartaran de su lado, pero prefirió no decir nada. Y el olor de su muerte cubrió tu retirada.
Cheshire no dijo nada. No podía con aquella desazón en la boca del estómago que había sentido desde que la Shtriga había hecho su aparición en la historia, ni con el nudo en la garganta que se le había ido formando desde que había adivinado la muerte de su madre antes incluso de que Maman la nombrara. Ella desvió la vista, cosa que él aprovechó para secarse los ojos.
—¿Qué hicieron después? —inquirió con un hilo de voz.
—Velé junto al cadáver de tu madre por el resto de la noche. Cato y los demás volvieron en la mañana, como les había dicho —explicó Maman—. Fueron al bosque a buscar el cadáver de tu padre, pero solamente encontraron sus huesos. Estaban limpios de carne y de grasa, con marcas de dientes, como si los hubiera roído un animal. Los quemamos junto con el cadáver de ella y esparcimos sus cenizas al viento para que escaparan del horror que los había matado. No me di cuenta hasta mucho después que no me había dicho su nombre, ni el de tu padre, ni había alcanzado a ponerte uno a ti.
>>A pesar de que todavía era pleno invierno y ahora teníamos dos bebés de los que preocuparnos, insistí en que debíamos marcharnos cuánto antes. No encontramos un barco que estuviera dispuesto a llevarnos a Alcázara hasta que llegamos al puerto de Cheshire. Lo tomé como una señal de suerte, así que así te llamamos. Por mucho tiempo, tuve miedo que el monstruo nos siguiera, así que procuré colgar lavanda de tu cuello hasta que te hiciste un hombre para ocultar tu rastro. A cada caravana que nos cruzábamos en el camino, le preguntábamos por tu clan, esperando que alguien reconociera la descripción de tu madre para devolverte con ellos, pero nunca nadie supo darnos señas concretas. Quizá es que se habían quedado en Hood. Es una isla muy grande.
O quizá, pensó Cheshire, es que simplemente no querían a un niño nacido de un pacto como aquel.
—¿Por qué no me lo habías contado todo antes? ¡Te enfrentaste a una Shtriga y saliste indemne!
—No. —Maman negó con la cabeza. Ahora había una expresión de honda tristeza en su rostro—. Al principio pensé que sí, pero con los años empecé a darme cuenta que la ceguera con la que me maldijo no era literal. Cada vez me cuesta más leer las cartas, entender lo que pretenden decirme. Antes, con sacar solo una, podía entender todo lo que se nos venía encima y dar los consejos adecuados. Ahora voy palpando en la oscuridad y a veces las respuestas que me dan son contradictorias. Me he equivocado tantas veces que ya no confío en mis intuiciones con la misma seguridad que antes. Temo que sólo empeorará con da cada año que pase.
Suspiró y volvió a tomar su rostro entre sus manos.
—Pero hay otras lectoras de cartas en el mundo y fue un precio muy pequeño que pagar por tu vida.
—Y eres uno de nosotros —intervino una voz. Cheshire no se había dado cuenta, pero la tía Miselda se había despertado y ahora estaba parada cerca, mirándolo con seriedad. No había forma de saber cuánto de la historia había escuchado—. Nunca lo dudes, Cheshire. Te alimentaste de mi leche y creciste junto con mi Zale. Eres parte de nuestro clan y siempre lo has sido.
Cheshire no supo que contestarle. Aunque lo hubiera sabido, no habría sido capaz de pronunciar palabra. Dejó que las dos mujeres lo abrazaran con fuerza. Hundió el rostro en la unión entre el cuello y el hombro de Maman y lloró como un niño asustado.
***
A pesar de que se sentía agotado, no pudo dormir. Dio vueltas y más vueltas en su jergón, estremeciéndose ante cualquier sonido como si fuera la Shtriga que se acercaba para reclamar su vida y comérselo como se había comido a su padre. Cada vez que cerraba los ojos, soñaba con árboles desnudos y nieve y solamente se sentía aliviado cuando despertaba otra vez y tocaba el pasto verde sobre el que descansaba.
Cerca de la madrugada, había caído en un sueño ligero cuando Zale se sentó de un salto en su jergón.
—¡Lo tengo! —gritó como un loco, terminando de espabilar a Cheshire.
—¿Qué tienes? —preguntó él, parpadeando, mientras Zale revolvía su atado y sacaba, como no, su flauta.
En lugar de contestarle, Zale corrió hacia las jaulas donde guardaba sus ratas y una vez que seleccionó una, enfiló corriendo hacia la orilla del río. En cualquier otra circunstancia, Cheshire se habría echado la manta sobre la cabeza y hubiera seguido durmiendo, pero después de la noche que había pasado, no tenía sentido siquiera intentarlo.
Así que se levantó frotándose los ojos y siguió a Zale, que ya estaba posicionando la jaula en dirección al río.
—¿Me vas a explicar qué te pasa, o...? —preguntó Cheshire.
—¡Alegría! —dijo Zale, como si eso tuviera algún significado para Cheshire—. ¡Como la gente del pueblo cuando llegaron a la boda! ¡Tengo que hacer que sientan alegría!
Cheshire abrió la boca para preguntar cómo se suponía que supiera si las ratas estaban alegres o no, pero Zale lo chistó para callarlo. Abrió la jaula y se llevó la flauta a los labios. La melodía ya familiar que usaba para atraerlas invadió el aire, pero esta era ligeramente distinta: más rápida, más animada.
Las ratas salieron de la jaula en fila, y esta vez, cuando Zale se levantó y caminó hasta el río, no se resistieron ni intentaron escapar. Lo siguieron mansamente, como un rebaño de ovejas a su pastor, y se metieron en el agua detrás de él. Cheshire las vio nadar, vio como sus patitas se movía en el agua mientras intentaban mantenerse a flote, como luchaban contra la corriente del río mientras Zale se metía hasta quedar con el agua a la cintura.
Cuando Zale dejó de tocar, ya era demasiado tarde para ellas. Se había alejado demasiado de la orilla y lo que para ellos era un río, para las bestezuelas debía ser tan imposible de salvar como un mar agitado. Se hundieron en el agua una por una o se las llevó la corriente, ahogando sus chillidos de terror. Un estremecimiento le recorrió la espalda, pero Cheshire se obligó a mirar hasta que las burbujas de la última rata ahogándose desaparecieron en la superficie.
La expresión en el rostro de Zale era de triunfo.
—Ve pensando qué te vas a comprar con tu parte de las treinta monedas de oro, Ches.
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