Cap. 10 - El último baile
La boda fue todo un éxito, el acontecimiento del año. Después Miriam diría que no había tenido dudas de que lo sería y por supuesto, Claudia sabía que no era verdad. Pero había cosas que era mejor no comentar.
La música de los zainos era alegre y maravillosa. Incluso cuando tocaban baladas conocidas, lo hacían con una pizca de novedad que era suficiente para que sonara nueva y desconocida: una estrofa de más, una nota que se sostenía más de lo que estaban acostumbrados y era como si fueran canciones completamente nuevas. Y por supuesto, las desconocidas eran un éxito tal que varios vecinos pidieron que repitieran algunas una y otra vez.
Kaspar y Serafina bailaron hasta que les dolieron los pies, riéndose y acordándose de su propia boda. Gotlinde, que al principio seguía irritada de que las "zainas traidoras" estuvieran allí se fue tranquilizando a medida que pasaba la tarde. Lo único que hubo que hacer fue cuidar de que su copa nunca estuviera vacía, cosa de la que Sara, que no podía bailar con su vientre de ocho meses, se encargó con mucho gusto.
Para los que no querían bailar, había comida en abundancia que Serafina, Claudia y Miriam habían preparado ellas mismas, y la mejor cerveza y el mejor vino de la bodega del propio alcalde. Él no asistió, por supuesto. Era un hombre ocupado que casi nunca dejaba su mansión, pero si había una celebración como aquella, solía enviar una contribución en forma de alcohol o comida... por un precio. Cuando Claudia le preguntó cuánto le había cobrado por ellos, Kaspar hizo un gesto de rechazo.
—¡Una nimiedad, prácticamente un regalo de bodas! ¿Le concedes este baile a tu achacoso papá?
Claudia bailó también con Emil y con todos sus hermanos, pero no hubo forma de evitar a Oskar, ni a Martin, ni a Benedikt. Los otros chicos del pueblo también la invitaron a bailar, pero parecía que ellos tres se habían confabulado para acaparar toda su atención. Si uno no estaba ofreciéndole algo para beber, otro le estaba llevando un plato de comida o el otro le insistía para que bailara una pieza más con él.
El resultado fue que no tuvo casi tiempo para acercarse a charlar con Cheshire.
Él no se había dado cuenta o quizá era que estaba demasiado ocupado entreteniendo a los niños de la fiesta.
—¡Y entonces el valiente pastorcillo saltó sobre el ogro! —contó, saltando de la silla donde estaba parado mientras su público, compuesto de todos los niños de entre diez y cinco años que habían ido, lanzaba una fascinada exclamación de sorpresa—. ¡Y los dos forcejearon entre los árboles, mientras la luna era testigo de la feroz batalla...!
—¡Claudia!
Antes de que pudiera dar un paso más o escuchar el final de la historia, Benedikt estaba parado delante de ella con una copa en la mano.
—Me pareció que podías tener sed —dijo, con una sonrisa obsequiosa en su rostro—. Así que te traje un poco de vino.
—Oh, uhm... gracias, Ben —dijo Claudia, tomando la copa. No tenía ninguna intención de beberla. Ya había tomado más alcohol de lo que pretendía en una ocasión como esta.
—Estaba pensando. Quizá uno de estos días...
Los niños gritaron y aplaudieron, señalando que la historia había acabado por fin. Cheshire les hizo una teatral reverencia.
—¡Cuenta otra! —gritó Eloise.
—¡Otra, otra! —demandó el resto de los niños.
—¡Está bien, está bien! —dijo Cheshire—. Pero tengo la garganta un poco seca. ¿Quién de vosotros puede traerme algo de beber? ¡El que sea más rápido puede participar en la próxima historia...!
Los niños se levantaron y salieron corriendo como si los persiguiera el ogro del cuento. Claudia vio que Cheshire suspiraba profundamente y se pasaba una mano por el pelo. Parecía agotado, pero contento.
—¿Claudia? ¿Estás de acuerdo?
Claudia se dio cuenta de que acababa de perderse por completo la conversación que Benedikt estaba tratando de mantener con ella.
—Claro. Ya veremos —le contestó, distraída—. Disculpa.
Y pasó a su lado en varias zancadas hasta acercarse al tronco donde Cheshire estaba apoyado, quizá planeando ya su próxima historia.
—Hola —lo saludó.
Su sonrisa de siempre le iluminó la cara.
—¡Hola! Linda fiesta, ¿verdad?
Claudia se rio y le ofreció la copa de vino que le había dado Benedikt. Alguien chilló a su lado.
—¡No es justo! —gritó Eloise, golpeando el suelo con el pie, mientras sostenía una jarra de cerveza entre sus manos pequeñas con esfuerzo—. ¡Ella tiene las piernas más largas!
Claudia se dio cuenta que sin querer había acabado participando en la apuesta del cuento. Cheshire también lo notó y le sonrió otra vez, mostrándole los dientes.
—Bueno, supongo que tú también puedes participar —dijo. Vació la copa de vino de un solo trago y a continuación recibió la jarra de Eloise, que lo miró llorosa—. ¿No quieres participar con tu tía, pequeña? Pero solamente puedes hacerlo si eres buena y no lloras.
Eloise inspiró profundamente, se limpió las lágrimas que amenazaban con derramarse en el borde de sus ojos y asintió.
—¡De acuerdo! ¡Acercaos todos! —llamó Cheshire, subiéndose a la silla de un salto otra vez—. ¡Os voy a contar la historia de las dos hermanas buenas y cómo salvaron a un príncipe convertido en oso!
Los niños acudían hacia él como moscas a la miel. No había nada que les gustara más que un buen cuento, y Cheshire los tenía por montones. Claudia no estaba segura de qué tan buena fuera actuando, pero hizo lo que pudo por seguir sus instrucciones, incluso cuando a veces se cohibía y se olvidaba de lo que estaba diciendo. Los niños entonces la alentaban con gritos o Cheshire se apresuraba a pasar a la siguiente parte de la historia. Lo que a ella le faltaba de talento, sin embargo, le sobraba a Eloise, que interpretó consecutivamente a la hermana buena menor, a una princesa arrogante y a un hada traviesa del bosque.
Los niños por fin se cansaron cuando el sol empezó a caer.
—Vendrás a contarnos más historias, ¿verdad? —preguntó Rolf, cuando sus padres le anunciaron que era hora de marcharse—. ¿Verdad, señor zaino?
—Haré lo que pueda —le prometió Cheshire, apretando su nariz por un momento antes de mandarlo con sus padres.
Eloise exigió un abrazo y todos los demás niños quisieron uno también. Cheshire se los concedió de buena gana.
—Yo diría que ha sido todo un éxito, señor zaino —le dijo Claudia, burlona.
—Uno hace lo que puede, señorita del puente —contestó él, haciéndole una mueca que la hizo explotar en carcajadas.
Cuando paró de reírse, sin embargo, se dio cuenta que él se había acercado un paso más hacia ella. Sus ojos dorados brillaban como dos rayos de sol sobre ella y Claudia se azoró un poco. ¿Qué pasaba si los veían hablando? ¿Y tan cerca el uno del otro? Quiso dar un paso atrás, pero antes de que pudiera, él la sorprendió una vez más.
—¿Me concedes la siguiente pieza? —preguntó él, estirando su mano hacia ella.
—¿A-aquí? —tartamudeó Claudia—. ¿Ahora?
—No hay momento como el presente, ¿verdad? —Cheshire se rio de nuevo, como si pensara que ella le estaba gastando una broma al objetar—. Pero quizá debamos esperar un poco a que mi primo se reponga.
Zale y los demás zainos habían hecho una pausa en la música, sentados en una esquina de la mesa para comer y beber como si fueran unos invitados más. Maman charlaba con Yannick de entre todas las personas, y un par de chicos más jóvenes se habían acercado a hablar con Drina, quién parecía una verdadera princesa concediéndole un poco de atención a sus súbditos. Aparte de ellos, quedaba poca gente en la plaza: las familias con niños y ancianos ya se habían ido, y los únicos que quedaban eran jóvenes de su edad, amigos de Miriam y Emil, junto con Kaspar, Serafina y Gotlinde, por supuesto.
—Pero... podrían vernos —protestó ella, bajando un poco la voz.
—¿Cuál sería el problema? —preguntó Cheshire, ladeando la cabeza como un gatito confundido—. Hace rato no te molestó que te vieran bailando con esos otros chicos.
—¡Eso es distinto!
—¿Por qué?
Claudia no supo qué contestarle. ¿Que él no tenía comparación con Oskar ni con Benedikt ni con nadie más que ella hubiera conocido? ¿Que no había cosa en el mundo que le gustaría tanto como bailar con él, pero que tenía miedo, verdadero miedo, de que todos la miraran y descubrieran tan fácilmente como Miriam lo que sentía? ¿Qué él lo descubriera?
Era distinto porque él era distinto. Tan sencillo como eso. Pero de pronto la garganta se le había cerrado y se quedó allí parada, incapaz de decir una palabra.
—Ah —dijo Cheshire. Una expresión herida cruzó su rostro, pero desapareció casi con la misma rapidez. Volvió a sonreír, como si nada en el mundo pudiera afectarlo, como si no estuviera verdaderamente dolido—. Ya veo.
—¿Qué es lo que ves? —preguntó Claudia, desconcertada y asustada al mismo tiempo de que él hubiera malinterpretado su silencio.
Cheshire le hizo una reverencia.
—No os volveré a importunar, señorita.
Se dio la vuelta y se escabulló entre las mesas y más allá de la línea de árboles que separaba la plaza del resto del pueblo.
—Espera —murmuró Claudia, porque eso era lo único que su garganta seca podía soltar. Quiso obligar a su corazón a que dejara de galopar como un caballo aterrado, pero lo único que consiguió fue que sus piernas se movieran como si tuvieran voluntad propia—. ¡Espera! —repitió más alto.
Cheshire casi había llegado a la calle. Claudia se tropezó al correr tras él y el impulso la llevó hacia adelante, hasta chocarse con él. Cheshire la sostuvo por el codo instintivamente. Había confusión en sus ojos dorados cuando los bajó hacia ella.
—No te entiendo —dijo al fin—. ¿Quieres bailar conmigo o no?
Desde la plaza les llegó el sonido de la flauta de Zale, que reanudaba su concierto con el mismo brío de antes, como si nunca se le fueran a cansar los pulmones de soplar y soplar en su flauta. Era una melodía lenta y tranquila, un vals que correspondía a la fiesta y al día que empezaba a tocar su fin.
Claudia sentía ganas de llorar. Le gustaría haber podido explicarle que ella tampoco lo entendía, pero eso llevaría demasiadas palabras y demasiado tiempo. Y eso era lo único que no tenían.
Así que, en cambio, dejó de pensar. Porque los pensamientos traían al miedo y el miedo la alejaba de él, se la llevaba de vuelta a Hamelin y sus ratas y sus personas de ambiciones pequeñas, personas para quienes el puente y las colinas eran el límite del mundo.
Ella quería imaginarse algo más. Así que se aferró a los hombros anchos de Cheshire, a sus historias y al aroma a pasto de su ropa. Se aferró a él y dejó que le pusiera una mano en la cintura, y estiró su rostro hacia arriba para que su frente rozara la de él.
Y empezaron a girar. Despacio primero, con pies vacilantes, torpes como cervatillos recién nacidos. Cheshire la observaba con ojos inquietos, como si tuviera miedo que ella cambiaría de opinión y se echaría a correr, se escaparía de entre sus brazos con la misma facilidad con que la brisa se movía entre las ramas. Pero Claudia había dejado atrás la prudencia y el temor y lo único que quería hacer era bailar con él, protegidos por las sombras de la tarde que se estiraban sobre ellos, arrullados por la tenue canción de Zale.
Le sonrió y aunque le tomó un momento más confiar en que ella se quedaría, él acabó por sonreír también. Lentamente primero, y después con aquella picardía que ella conocía y quería como no había querido a nada antes, como no querría a nada después. Pero esta vez no fue suficiente: esta vez la sonrisa se le derramó en una carcajada que no pudo ni quiso contener, una carcajada que se hizo más y más fuerte a medida que la música se aceleraba al ritmo de la pandereta de Drina.
Y Claudia se encontró haciendo eco de esa carcajada, porque, por una vez, quizá por única vez, nadie podía tocarlos, nada podía detenerlos. Las manos de Cheshire se cerraron con fuerza en su cintura y antes de que ella supiera que pasaba, la levantaron en alto, girando ahora cada vez más rápido. Las faldas le revolotearon sobre las piernas y aunque soltó un grito de sorpresa, volvió a reírse cuando sus pies tocaron el suelo otra vez.
No era una danza elegante ni particularmente bella, no eran los pasos que había aprendido en los innumerables bailes y fiestas a las que había asistido, que había practicado en el patio de su casa con sus hermanos. Estaba segura que tampoco se parecía a ninguno de los bailes de la gente de Cheshire, pero a ninguno le importaba. Bailaban como si estuvieran ebrios, pero no de alcohol, sino de aquella energía que corría entre los dos cada vez que se miraban a los ojos, de aquel sentimiento que les coloreaba las mejillas y que Claudia no se atrevía todavía a nombrar en voz alta.
Pero no hacía falta que lo hiciera. La canción funcionó como un sortilegio, y mientras duró, no hizo falta palabras entre los dos. No corrió el tiempo ni existieron la calle donde bailaban ni las miradas inoportunas. Solamente aquellos movimientos, el calor de sus cuerpos y el latido de sus corazones.
A Claudia le hubiera gustado que durara para siempre y quizá lo hizo. Quizá cuando Cheshire contara esa historia, se terminaría allí, con los dos bailando para siempre en un hechizo que no podía romperse, en una tarde que no acababa de morir.
Pero el sol se ocultó y la canción se terminó y los aplausos y gritos de la plaza llegaron hasta sus oídos.
Dejaron de moverse al mismo tiempo. Claudia trató de disimular que le faltaba el aliento, obligándose a respirar de a poco y con calma, sin atreverse a mirar a Cheshire a los ojos. Se centró en su sonrisa, que empezó a decaer con la misma tranquilidad que la tarde misma.
—Claudia... —murmuró, pero ella le puso un dedo en los labios para evitar que dijera otra palabra. No era necesario. Y no quería que los rastros del sortilegio que todavía flotaban en el aire se desvanecieran tan pronto.
Duró un latido de corazón más.
—¡Claudia! —gritó Serafina desde la plaza. Y bien, ya era hora de volver a la realidad.
—Gracias por el baile —le dijo y se apartó corriendo.
Pero el tacto de sus manos todavía le ardía sobre la piel y podía sentir su mirada sobre la nuca. Tendrían que hablar de esto. Antes de que se les acabara el tiempo, antes de que él y su familia echaran a todas las ratas de Hamelin, tenían que decir la verdad.
No sería tan difícil. Estaba segura que los dos lo sabían ahora.
***
La canción que bailaron juntos fue la última de la fiesta. Después de eso, Kaspar le pagó a los tíos de Cheshire y Emil les dio las gracias al puñado de invitados que quedaban por haberlos acompañado a él y a Miriam.
—Este día ha sido tan feliz como me imaginaba y estoy seguro que no habría sido así si no hubieran estado todos con nosotros —dijo. Se lo veía feliz y tranquilo, sosteniendo la mano de Miriam—. Pero es hora de ponerle fin a esta celebración. Mi esposa y yo... —Se rio un poco al decir esto y miró a Miriam con ojos brillantes, como si no pudiera creer su suerte de que ella hubiera accedido a casarse con él— ... queremos ir a casa, a empezar nuestra nueva vida juntos.
—¡Y a tener muchos hijos! —gritó Gotlinde, con las palabras vacilantes de alguien que ha bebido demasiado—. ¡Serafina ya tiene tres, yo quiero más!
Una carcajada recorrió la multitud. Serafina y Kaspar tomaron cada uno un brazo de su flamante consuegra y tras despedirse de los invitados, se retiraron de la plaza. Tendrían que volver al día siguiente para limpiarla y recoger todo lo que quedara (Claudia esperaba que no hubiera ratas cebándose en los restos cuando llegaran), pero ahora había llegado el momento de volver a casa.
Miró sobre su hombro una vez más, a Cheshire y a su familia, que se retiraban en dirección contraria. Esperó con aliento contenido y justo cuando pensaba que él no se iba a dar la vuelta a mirarla, lo hizo. Le regaló otra de sus magníficas sonrisas, como para asegurarle que sí, que todo había sido real, y que él tampoco iba a olvidarlo.
Eso era todo lo que ella necesitaba saber.
El resto del camino lo hizo con una sonrisa que nadie notó, porque Miriam y Emil no tenían más ojos que el uno para el otro y Yannick, como siempre, parecía perdido en su propio mundo, con las manos metidas en los bolsillos y silbando para sí. Kaspar y Serafina, por su parte, estaban demasiado ocupados tratando de rechazar amablemente la invitación de Gotlinde a entrar.
—¡Tengo un licor de huevo fantástico! —les aseguró—. ¡Entrad, entrad!
—En otra ocasión, quizá —le dijo Serafina, con mucho tacto—. Tendremos muchísimas oportunidades cuando compartamos un nieto.
Gotlinde soltó una carcajada que sonó como el cacareo de una de sus gallinas.
—¡Tienes razón, tienes toda la razón...!
—Ven, mamá —le dijo Emil, sosteniéndola del brazo—. Creo que es hora de que te recuestes.
—Eres un buen chico —le dijo Gotlinde, su rostro suavizándose de una forma en que Claudia nunca lo veía hacer cuando se la encontraba en el mercado—. Un buen chico con una buena esposa... sí, eso me alegra...
Siguió farfullando mientras Emil la ayudaba a salvar los escalones de la puerta y se la llevaba hacia adentro. Miriam se quedó a solas con su familia.
—Bueno... —les dijo, pero no pudo agregar nada más antes de que Serafina la envolviera en un abrazo largo y apretado.
A Claudia le sorprendió ver que había lágrimas en sus ojos. Serafina no había llorado cuando se casaron sus dos hijos mayores, pero ahora tenía el rostro húmedo y le temblaba el labio inferior.
—Bueno, mamá —dijo Miriam, tan conmovida como ella, pero tratando de contenerse.
Claudia había estado tan ocupada pensando en Cheshire que hasta ese momento no se había dado cuenta de lo que aquello significaba y cuando lo hizo, sintió que ella también se echaría a llorar. Había sabido desde el principio que Miriam se iría a vivir con Emil cuando se casaran, pero la realidad de lo que eso significaba apenas la estaba golpeando ahora como si una pared de ladrillos se le derrumbara sobre la cabeza.
La vería todos los días, estaba segura. Se encontrarían en el campo cuando le llevaran la comida a sus hombres, se verían todas las semanas en el mercado, estaba segura que Gotlinde no protestaría si ella y Serafina la visitaban a menudo. Pero no estaría allí para cocinar la cena y hornear los panes con ellas, no la vería cepillarse el pelo cien veces todas las noches antes de dormir, el jergón al otro lado de la habitación amanecería vacío y frío.
Serafina se dio cuenta de que Claudia también estaba luchando contra las lágrimas y estiró un brazo hacia ella, estrechando a sus dos hijas como si todavía fueran niñas pequeñas. Y a Claudia no le dio vergüenza llorar, porque su hermana y su madre lo estaban haciendo también.
—No lo entiendo —oyó que Yannick le decía a su padre—. Por meses no han hablado de otra cosa que de la boda, ¿y ahora se echan a llorar?
Claudia tuvo ganas de gritarle que era un idiota, pero no estaba segura de que pudiera gritar con el nudo que tenía en la garganta.
—Hijo... por esto no estás casado —dijo Kaspar, con un suspiro.
Miriam se apartó de ellas para abrazar a su padre e incluso le dio un breve e incómodo abrazo a Yannick. En todo ese tiempo, Serafina mantuvo un brazo sobre los hombros de Claudia. Era como si ahora que ella era la única hija que le quedaba, no estaba dispuesta a dejarla ir.
Volvieron a casa de esa guisa. Serafina de vez en cuando soltaba un hipido lloroso y Kaspar le ofreció su pañuelo varias veces para que pudiera sonarse la nariz y secarse las lágrimas. Para cuando regresaron, ya estaba más tranquila. En la puerta, enderezó los hombros, respiró profundo y dijo:
—Bueno, ¡a descansar! La vida sigue mañana.
Casi consiguió sonar como la Serafina de siempre.
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