Cap. 1 - Las ratas de Hamelin
La despertaron sus chillidos.
Claudia se quedó muy quieta en su jergón, sin atreverse a hacer un solo movimiento. Escuchaba los chillidos de la maldita alimaña, el golpeteo de sus patitas contra el piso de madera. Se le revolvió el estómago del asco, pero ya no podía gritar y esconderse detrás de su padre o de sus hermanos mayores y dejar que ellos se encargaran de la rata, como cuando era pequeña. Primero, porque los hombres de la casa se habrían marchado antes del amanecer para trabajar los campos del alcalde Sattler. Segundo, porque ya no era una niña.
Y tercero, porque ya tendría que estar acostumbrada a las ratas.
Entreabrió un ojo, cuidándose mucho de no alterar el ritmo de su respiración, de no hacer ningún movimiento repentino que fuera a espantarla. Solamente tenía una oportunidad de atacarla y ganar, una oportunidad antes de que la rata huyera hacia los dioses sabrían dónde. Las ratas se habían multiplicado tanto en los últimos años que despertarse con una correteando por la habitación no era en absoluto extraño. A veces a Claudia le costaba conciliar el sueño, pensando en qué harían las insoportables bestias cuando cerrara los ojos, mientras no podía verlas o escucharlas. Más de una vez había soñado con ellas, con sus dientes torcidos y el pelaje oscuro y áspero de sus espaldas. Soñaba que las malditas se le trepaban al cuerpo, con sus patitas que parecían humanas, olfateando con sus narices rosadas y buscando alguna parte tierna de su cara o de su cuello para empezar a mordisquear...
La rata chilló un poco más y sus pasos se detuvieron. Claudia abrió el otro ojo y analizó la semi-penumbra del cuarto. Debía de ser temprano todavía, porque los rayos del sol apenas daban luz, apenas la suficiente para que ella pudiera localizar a la intrusa. La vio por fin, cerca, demasiado cerca del jergón para su gusto. Era negra como la noche y gorda, tan gorda como los puños de su padre. Todas ellas eran gordas, lentas y estúpidas: se comían el grano, las verduras y el queso, roían la madera de las paredes y las sillas; si una vaca o una oveja moría en los campos, se cebaban en su carne. Las malditas vivían a cuerpo de rey mientras que las personas tenían que deshacerse de sacos y sacos de grano y harina porque temían que las ratas hubieran defecado en ellos cuando encontraban marcas de dientes y huellas.
Pero no importaba lo grandes y lentas que fueran, no importaba cuántas trampas pusieran en las casas o en los almacenes. Siempre que mataban a una, aparecían cinco. Si destruían una madriguera en una casa, encontraban otras veinte. Cada invierno parecía que sus números disminuían, solamente pare volver multiplicadas con el primer sol de primavera.
Hamelin había sido invadido por las bestezuelas, y no había forma de expulsarlas.
Claudia dejó caer la mano por el costado del jergón, lentamente, para no alarmarla, pero la rata no le estaba prestando atención. Estaba olfateando el jergón de su hermana Miriam, como si estuviera analizando comerse la paja. Como si necesitara otra cosa que masticar. Claudia tanteó el suelo hasta que dio con uno de sus zuecos y se aferró a él con la misma fuerza que un hombre se aferraría a su cuchillo o a su arco en medio de una cacería en el oscuro bosque.
La rata permaneció donde estaba, en medio de la habitación ahora, pasándose las patas por las orejas y el hocico, como si estuviera reflexionando cuál debía ser su próximo movimiento. Claudia se incorporó a medias, sosteniendo la manta sobre su cuerpo como si temiera que la rata fuera a saltar sobre ella y morderla (por otro lado, no tenía ninguna garantía de que no fuera a ser así), levantó el zueco por encima de su cabeza... ¡y lo lanzó con todas sus fuerzas!
No le dio de lleno a la rata, pero aterrizó lo bastante cerca como para que esta se asustara y saltara hacia atrás, chillando como si le hubiera lanzado una olla llena de agua caliente. Claudia estaba segura que huiría entonces, que saldría de su cuarto y no volvería a aventurarse allí, pero el golpe solamente pareció envalentonarla. La rata se dio la vuelta, con el pelo del lomo erizado y las orejas paradas. Abrió la boca y le mostró a Claudia sus dientecillos, aquellos dientecillos que ella temía sentir clavándose sobre su piel como agujas algún día...
Claudia se estremeció y recogió el otro zueco del suelo.
—¡Fuera! —le gritó—. ¡Fuera, asquerosa!
La rata chilló otra vez y esta vez, Claudia tuvo mejor puntería. El zueco aterrizó justo en el lugar donde la rata había estado un momento antes, pero ahora la maldita había entendido el mensaje: se escabulló como un rayo y desapareció por un agujero a la altura del suelo, demasiado pequeño para creer que una rata de ese tamaño pudiera meterse en él. Claudia se encogió en el jergón, temerosa de levantarse por si la rata o alguna de sus amigas volvía a aparecer. Le latía el corazón con fuerza y era consciente de que si quería tener una oportunidad para defenderse, lo mejor que podía hacer era levantarse y recoger los zuecos, pero al mismo tiempo, quería quedarse donde estaba y echarse a llorar.
La puerta de la habitación se abrió con un golpe seco.
—¡Claudia! —llamó su madre, mirando todo con los ojos abiertos de par en par—. ¿Qué es todo ese escándalo?
Sin embargo, Serafina no se lo tuvo que preguntar dos veces. Una sola mirada a su hija más pequeña le dijo todo lo que tenía que saber. La preocupación de su rostro se diluyó en un gesto de compasión. Entró y se sentó a su lado, echándole los brazos alrededor y acunándola contra sí como si fuera una niña pequeña otra vez.
—¡Las odio! —exclamó Claudia, ahogando un sollozo—. ¡Las detesto! ¿Por qué vienen aquí? ¿Por qué no se van a otro lugar?
—Eso solamente lo pueden saber los dioses, hijita —dijo Serafina, acariciándole el pelo.
Era la respuesta que daba siempre. Serafina había dado a luz a siete hijos y había tenido que enterrar a dos de ellos. Para ella, las tragedias y las pérdidas eran tan inevitables como la lluvia o el sol, y había que aceptarlas con la misma resignación. Claudia se preguntaba si alguna vez llegaría a tener esa misma serenidad con respecto a las cosas que no podía controlar, si alguna vez se sentaría a acunar a una niña llorosa contra su pecho generoso y le cantaría alguna canción para calmarla igual que Serafina estaba haciendo ahora mismo con ella.
—No se puede hacer nada por las ratas —dijo Serafina con un encogimiento de hombros cuando el llanto de Claudia hubo cesado—. Pero se puede hacer algo por nuestros vecinos. Venía a despertarte. Tienes que vestirte y llevarle una canasta a Marlene. Uno de sus hijos ha caído enfermo.
Claudia se estremeció. Era la tercera vez en el mes que le daban una noticia como aquella.
—¿Cuál de ellos?
Serafina se metió un rulo negro que se había escapado de su tocado bajo la tela otra vez, el mismo cabello oscuro que habían heredado todos sus hijos.
—Finn.
Claudia conocía a Finn. Era amigo de uno de sus sobrinos, un muchacho rubio, pequeño y enclenque, con pecas en el puente de la nariz. No se lo podía imaginar enfermo, cuando hacía apenas unos días estaba correteando por la plaza del pueblo junto con los demás niños. Y era peor si...
—¿Es el Silbido? —preguntó, bajando la voz hasta convertirla en un susurro, como si de esa forma los dioses no pudieran escucharla.
La llamaban la Enfermedad del Silbido porque a medida que empeoraba, a los enfermos les costaba cada vez más y más respirar, hasta que solamente podían emitir unos cortos y sibilantes suspiros antes de apagarse por completo. Era especialmente grave en los niños.
Serafina le echó una mirada de reproche con sus ojos oscuros.
—No lo sé. El curandero no lo ha visto todavía.
—Pero, ¿y si lo es? —preguntó Claudia, aprehensiva—. Eloise y Karl estuvieron jugando con él. Si se contagian...
—No lo sabemos todavía —repitió Serafina con más firmeza, en un tono que quería decir que ella consideraba el asunto zanjado o inútil de continuar—. Ahora, lávate y vístete. Te tendré el desayuno listo para que vayas a llevarles una canasta de pan, ¿de acuerdo?
Los panes de Serafina eran famosos en el pueblo. Ella se negaba a revelar el secreto de su sabor, diciendo que se lo había enseñado su abuela en Alcázara cuando todavía era una niña y que ella, en su momento, se lo enseñaría a sus hijas y a sus nueras. Claudia recordaba todavía un tiempo cuando era niña cuando la gente le pagaba una moneda de plata o hasta de oro para que convirtiera sus sacos de harina en aquellos panes maravillosos.
Claro, todo eso había sido antes de las ratas. Ahora la harina valía al menos dos monedas de oro y nadie tenía dinero para que otra persona horneara sus panes. Serafina estaba teniendo un gesto extremadamente generoso, pero también práctico: Marlene no tendría tiempo de cocinar o limpiar si tenía que estar ocupándose del pobrecito de Finn.
Claudia se lavó la cara y se puso el vestido blanco con bordados verdes en la falda. Era su favorito y el que en mejor estado estaba. No tenía intenciones de verse bonita, pero sabía que Serafina insistiría en ello. Tenía dieciséis años y Miriam, dos años mayor, ya estaba comprometida y se casaría en el verano. Claudia era la última mujer en la casa y era de esperarse que después del casorio de Miriam, los jóvenes empezaran a cortejarla. No pensaba en esas cosas todavía. Ninguno de los chicos del pueblo le atraía especialmente. Quizá pasara por su pueblo un extraño de otro país que se la llevaría a vivir en un lugar lejano, como le había pasado a su madre.
Serafina cubrió la canasta con un mantel que las dos habían bordado el año anterior y esperó a que Claudia terminara su tazón de leche endulzado con miel. No era el desayuno más satisfactorio, pero tenían suerte de poder mantener una cabra aún. Claudia sabía de algunos vecinos cuyas últimas ovejas habían muerto durante el invierno y bien, si no conseguían comprar otras, les esperaba un año bastante duro.
—Abrígate, que todavía hace frío —le dijo Serafina, echándole un chal negro por encima de los hombros—. Envíale nuestros mejores deseos a Marlene y dile que mantendremos a Finn en nuestras oraciones, pero no te demores demasiado en su casa.
—Sí, mamá —contestó Claudia, diligente.
Serafina le sostuvo la cara entre las manos, analizando su rostro. Claudia no estaba segura de qué vio en ella, pero debió de satisfacerle, porque sonrió con sus labios gruesos y se inclinó para darle un beso en la punta de su nariz.
—Mi pequeña ya es toda una mujer.
Claudia le hizo una mueca para que no la creyera todavía demasiado mayor y salió de la casa. Vivían cerca de la plaza de la ciudad, lo que era fantástico porque siempre que había celebraciones o ferias podían llegar lo bastante temprano y ganarse los mejores lugares, pero también significaba que su padre y sus hermanos tenían un camino más largo hasta los campos del alcalde Sattler. Su padre, como la mayoría de las personas del pueblo, se había empobrecido en los últimos años. Claudia sabía que había estado juntando unas monedas debajo de una tabla suelta de la cocina para comprarse un terreno pequeño que sirviera como dote para Miriam o para ella, pero aquellas monedas se habían ido gastando con el correr de los meses.
El último invierno había sido duro, la comida escasa y cara y bien, sus hermanos tenían sus propias familias que cuidar: Gustau ya tenía dos hijos, Zirilo tenía uno y esperaba el segundo para el verano, y Yannick... bueno, Yannick todavía no se había casado y seguía colaborando con la familia. Claudia pensaba que quizá quería quedarse en casa y cuidar de sus padres cuando estos envejecieran. Nunca lo había entendido. No es que Claudia no quisiera a sus padres, lo hacía de todo corazón, pero la idea de quedarse en casa para siempre hacía que a veces las paredes se combaran sobre ella y la invadiera una opresión tan repentina y tan fuerte que la única manera de librarse de ella era salir corriendo de la casa, lejos de la plaza, lejos de Hamelin y sus ratas y sus chillidos...
Vio un par correteando entre las raíces de los árboles y aunque se le encogió el estómago, hizo lo mejor que pudo para ignorarlas y seguir adelante.
La familia de Marlene vivía en el límite del pueblo, a la vera del camino principal que unía Hamelin con el resto del mundo. Claudia rara vez había visto a alguien ir o venir de ese camino, pero suponía que debía existir para algo. Su madre había venido de Alcázara, después de todo, y su padre había viajado hacia allí cuando era joven y servía como aprendiz de un comerciante. Les encantaba contar esa historia. Serafina vivía en una ciudad junto al mar, y Kaspar había quedado varado allí luego de que su diligencia llegara tarde para que él pudiera tomar un barco hacia la isla de Hood por un encargo de su patrón. Había tenido que esperar al siguiente barco, lo que implicaba quedarse dos semanas en la taberna donde Serafina trabajaba como cocinera. Se habían enamorado y cuando Kaspar regresó dos meses más tarde, le propuso casarse y regresar a Hamelin con él. Serafina había aceptado.
Y eran felices, suponía Claudia. Felices en su casita, donde sus hijos habían nacido y crecido y los habían hecho abuelos. Felices entre sus pequeños vecinos, en su pequeño mundo con pequeños roedores que a veces se comían todas las reservas. Esas eran cosas de los dioses, decía Serafina, y todos los días se levantaba temprano a hornear más pan, por poca harina que tuvieran. Sin embargo, Claudia a veces la encontraba mirando por la ventana, con las manos ociosas sobre la masa. Más de una vez se había preguntado si su madre extrañaba el mar.
Iba tan sumida en sus pensamientos que casi pasó la casa de Marlene de largo. Era incluso más pequeña que la suya, con un jardín destartalado donde apenas crecían unos cuántos tomates raquíticos. Las tres hermanas de Finn estaban sentadas en una esquina, jugando con sus muñecas de trapo.
—Buenos días, Claudia —la saludó Ida. Era la mayor de las hijas de Marlene, cinco años menor que Claudia, pero cuando se paró y alisó una arruga de su delantal remendado, lo hizo con el porte de una señorita.
—Hola, Ida. ¿Está tu mamá?
—Mamá está descansando. Estuvo toda la noche cuidando de Finn.
—Oh —murmuró Claudia, porque no sabía que otra cosa decir—. ¿Y cómo se encuentra tu hermano?
El rostro de Ida se ensombreció. Le echó una mirada rápida a las otras dos niñas, antes de volverse otra vez hacia Claudia.
—Está mejor —dijo, escuetamente, pero Claudia tuvo la impresión que mentía. No iba a ser ella la que alarmaría a sus hermanas menores, por supuesto.
—Me alegra escucharlo. Mamá les envía esto —dijo, entregándole la cesta de pan—. Compártele un poco a Finn. Nosotros rezaremos para que se mejore pronto.
Ida levantó el mantelito y sus ojos se iluminaron con hambre cuando vio el contenido. Sin embargo, alcanzó a mantener la compostura para contestarle todavía como toda una mujercita:
—Gracias. Se lo haré saber a mamá para que vaya a darles las gracias después.
Claudia le acarició la cabecita de cabellos rubios y se dio la vuelta para marcharse, pero una manito infantil y pequeña se aferró a su chal antes de que pudiera dar un paso.
—Claudia. —El rostro de Ida rebosaba de preocupación cuando le hizo un gesto para que se acercara a ella, luego de echarle otra mirada a sus hermanas. Estas seguían ocupadas con sus muñecas y a Claudia le pareció que ni siquiera se habían percatado de su visita. Se inclinó para escuchar lo que Ida tenía para decirle—. ¿Crees que Finn se morirá? ¿Cómo le pasó al bebé de Werner y Natascha?
Claudia se estremeció. El bebé había contraído el Silbido y había muerto en lo más profundo del invierno. Todo el pueblo asistió al funeral. Claudia recordaba con claridad el rostro desencajado de Natascha. Tenía la misma edad de Miriam, habían jugado juntas cuando eran pequeñas, pero Natascha había envejecido diez, no, veinte años de la noche a la mañana. El cajoncito que depositaron en el suelo abierto era una burla, apenas más grande que su caja de costura.
—Son cosas de los dioses —había dicho Serafina cuando regresaron del funeral—. Tendrá otro y aprenderá a quererlo, como yo aprendí a quererlos a ustedes.
Esa noche, sin embargo, había subido a arroparlas a ella y a Miriam y les había dado un beso en la frente como no lo había hecho desde que eran muy pequeñas.
Natascha no había salido de su casa desde entonces. También se negaba a recibir visitas.
—¿Qué ha dicho el curandero? —preguntó Claudia, tratando de salirse de aquel tema tan incómodo por la tangente.
—No lo ha visto todavía. Papá no tiene con qué pagarle, así que hoy iba a pedirle unas monedas al señor Sattler.
Claudia asintió, pero aquello fue como tragarse un pedazo de hielo. ¿El curandero se rehusaba a verlo si no le pagaban? ¿No era acaso su trabajo atender a los enfermos? Y Sattler no era precisamente famoso por su generosidad, por muy amigo que fuera del Devoto Jonas. ¿Qué pasaba si se rehusaba a prestarle el dinero? O peor, si le imponía intereses tan caros que la familia de Marlene no podía devolverlos...
Se dio cuenta de que Ida todavía la miraba expectante y se apresuró a esbozar una sonrisa tranquila.
—Bueno, pues entonces es demasiado pronto para pensar en esas cosas, pequeña —le dijo—. Pero Finn es más grande que el bebé de Natascha. Seguro que estará mejor.
Ida asintió, aunque sus ojos grises todavía rebosaban de miedo. Sin embargo, cuando se dio la vuelta, cargando la cesta que era casi tan grande como ella, su voz sonó firme y tranquila:
—¡Chicas, miren lo que nos ha traído Claudia!
Las pequeñas se levantaron, aplaudiendo emocionadas ante la perspectiva de comer todo aquel delicioso pan y Claudia les sonrió desde el otro lado de la verja.
No había nada más que pudiera hacer allí y su madre le había dicho que no se entretuviera. Así que les hizo un breve saludo y se dio la vuelta...
Una rata pasó corriendo por delante de ella, tan veloz que se le antojó un manojo de pelo marrón y una cola agusanada que se deslizaba por el barro. Claudia dio un respingo y se tapó la boca para no maldecir. No podía creer el descaro de aquellas ratas que se paseaban por el pueblo como si fueran sus dueñas y señoras.
Se estremeció y decidió que no pasaba nada si volvía a casa por el camino largo. Su madre seguramente no se lo reprocharía, porque el día siguiente era domingo, cuando había que limpiar la casa... y enfrentarse a las enormes ratas que cavaban sus madrigueras en los rincones más inesperados. Iba a aprovechar el día de aquella temprana primavera un poco y pasear. Quizá fuera hasta la iglesia y prendiera una vela para rezar por Finn y por el almita del bebé de Natascha.
Sus pies tomaron el familiar sendero de adobe, saltando sobre los adoquines faltantes para no tropezar. A veces se preguntaba cómo era posible para una carreta o para un animal de carga pasar por ese camino en tan mal estado, pero a nadie parecía molestarle lo suficiente como para invertir el tiempo y el dinero necesarios para repararlo. El camino seguía hacia el puente de piedra sobre el río que atravesaba el pueblo y luego se bifurcaba. Hacia la derecha, regresaba a Hamelin bordeando las casas del este. Hacia la izquierda, sin embargo, estaban las colinas.
Claudia se detuvo en la cima del puente, sosteniéndose el chal sobre la cabeza con una mano y el rostro vuelto hacia ellas. Estaban verdes en aquella época del año, rebosantes de vida a invitación. El camino subía y bajaba por sus suaves curvas, y luego se perdía más allá de ellas, en dirección al mundo, a Alcázara, al mar. A todos los lugares que para ella tenían nombre, pero no imágenes que los acompañaran. ¿Serían muy distintos de Hamelin? ¿Cómo viviría la gente allí? ¿Cómo lidiarían con las ratas, si es que las tenían en tanta cantidad como allí?
Era una tontería preguntárselo. Luego del casamiento de Miriam, alguno de los muchachos del pueblo le pediría permiso para cortejarla. Oskar, quizá, o Martin. Los dos le caían muy bien, los conocía desde que eran pequeños y jugaban a hacer tortas de barro en la orilla del río. Ahora, de mayores, tenían la costumbre de sacarla a bailar en los festejos del pueblo. Miriam decía que hacía buena pareja con cualquiera de los dos, pero, por supuesto, su padre tenía la última palabra sobre cuál de los dos sería el mejor marido para ella. Y ella se casaría con él, como esperaban sus padres. Sería una buena hija, y una buena madre. Rogaría que el Silbido no se llevara a sus hijos en el invierno.
Quedarse en el puente soñando con otra cosa era un ejercicio de inutilidad.
Se disponía a seguir su camino cuando un sonido la distrajo. Escuchó la música primero, el sonido de cuerdas y flautas que no había escuchado nunca antes, y voces cantando una balada nueva para ella, en un idioma que no reconocía. Después escuchó el golpeteo de los cascos de sus bestias y el crujir de la madera a medida que las ruedas giraban y los acercaban más hacia Hamelin. Claudia sintió aprehensión en la boca del estómago. Nunca los había visto en su vida, pero supo qué eran antes de que sus carromatos dieran la vuelta a la colina, antes de ver los pañuelos coloridos sobre sus cabezas, los anillos enormes en sus dedos y los cristales que repiqueteaban en los arneses de sus animales.
Zainos.
Y se dirigían directamente hacia Hamelin.
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