9. Flor de jade


   Para Ciarán presenciar la muerte de Puffy fue retroceder a su pasado, aquel que tenía enterrado junto a los jardines que cultivaba con absoluta melancolía. Pero eso nadie los sospechaba, todos suponían que era un muchacho severo y de carácter gélido como el invierno. Le gustaba mantenerse en su caparazón de hielo, de ese modo, no lidiaba con las personas que lo rodeaban. Sin embargo, ese intento de corazón frío lo estaba aislando del mundo. ¿A quién podía recurrir en sus momentos más vulnerables? Su mente estaba colapsando, no había forma de reconfortarse con la ausencia de su esperanza.

   «Tus ojos brillan como la flor de jade, un turquesa único dentro de la naturaleza», le decía su madre. Pero aquella flor muere en las bajas temperaturas.

   Ciarán se encontraba muerto en vida.

   Trató de seguir con sus días, omitiendo los escenarios escabrosos de Salamanka. Él vivía en el pueblo Gevaudan, arrendaba un pequeño piso en un apartamento de dos niveles. También, contaba con otro trabajo —o no sobreviviría el mes—, en la residencia de personas mayores de Gevaudan llamado: Hogar Las Camelias. En ese lugar, se dedicaba a limpiar y a asistir a los ancianos.

   Las Camelias contaba con un extenso terreno y una considerable vivienda que alojaba —actualmente— a siete ancianos. Gozaba de tres plantas, pero solo dos se usaban dado que la última estaba en arreglos.

   Él llegó en la tarde a la residencia, tenía que cubrir un largo turno de noche. Bastó con pisar la entrada para notar que algo muy espeluznante acontecía en Las Camelias: sintió el hedor de la muerte y zumbidos de moscas. Ciarán, alarmado, ingresó a la morada y cerró la puerta con pestillo.

   ¿Acaso era el Lobo Desollado deambulando en el bosque? Nunca antes lo había visto en Gevaudan.

   —Ciarán, aún no salgo —era su compañera de trabajo, Sara.

   —Disculpa...

   —¿Estás bien?

   Pese a que Kalergis no consideraba a nadie parte de su círculo social, Sara lo estimaba bastante.

   —Sí, solo creí escuchar algo afuera, Sara.

   —Está bien, eres precavido —sonrió ligeramente—. Por cierto, ¿te contó Marta?

   —¿Qué cosa?

   —¿Conoces el sector Los Zorzales?

   Ciarán asintió con la cabeza y esperaba que no fuera nada malo.

   —Bueno, ocurrió un asesinato: mataron a un hombre y hace poco había fallecido su esposa por la contaminación. Dicen que los policías encontraron el cadáver completamente hueco...

   —Sara...

   —Disculpa, pensé que debías saberlo —se lamentó cabizbaja—. Esas cosas no pasaban antes...

   —La maldad se va expandiendo.

   —Sí... Bueno, me iré a casa. Ten un buen turno —caminó para irse, pero se detuvo en el lapso—. Antes que se me olvide, el señor Donald estará en la oficina, dice que le duele demasiado el estómago y no quiere distanciarse del baño. Y las señoras Ángeles y Rita llegarán más tarde, pasarán a una tienda a comprar un insecticida. El cuarto del señor Raphael se llenó de unas extrañas polillas —comentó con cierto asco—. No deberías tener problemas, todos estarán durmiendo... También.

   —¿También qué, Sara?

   —Ten —ella le pasó un aerosol, era gas pimienta—. Mi padre me obsequió dos pero quería darte uno a ti.

   —Sara...

   —Por favor, acéptalo, Ciarán.

   —Fue regalo de tu padre.

   —Le he hablado de ti, él también piensa que eres un buen amigo. Por favor, acéptalo o harás que me sienta mal...

   «Amigo», repitió en su cabeza.

   —Está bien, Sara —lo guardó en su bolsillo.

   —¡Gracias, Ciarán! —sonrió enérgica—. Ahora sí me iré, ¡cuídate mucho y no dudes en llamar a la policía!

   Kalergis solo se reservó en despedirse, nada más.

   Continuó sus quehaceres como de costumbre: limpiar, ordenar, entre otras labores.

   Después de concluir sus tareas principales, fue a la cocina a prepararse un té pero al entrar, se topó con la señora Grace: una de las residentes de Las Camelias. A Kalergis le pareció inusual verla ahí, era demasiado tarde para que estuviera despierta. Aunque la situación se tornó aún más extraña cuando notó que se hallaba en pijama y con un cuchillo en la mano. Él se aproximó con cuidado, no quería asustarla ni mucho menos enfadarla.

   —Señora Grace, ¿por qué no la llevo a su cuarto? ¿O necesita algo de la cocina?

   —Ciarán, ¿no las escuchas?

   El rubio se enmudeció al oír su insólita pregunta. De todos los ancianos que residían en Las Camelias, Grace era la mujer más sensata y cuerda.

   —¿Qué cosa, señora Grace?

   —Las moscas, mi niño, las moscas —dijo mientras miraba muy ansiosa cada recoveco de la habitación.

   Nunca antes la había visto tan exaltada y el puro hecho de pensarlo, lo asustó profundamente. Trató de engañar su mente creyendo que la mujer estaba bajo los efectos secundarios de algún medicamento para conciliar el sueño.

   —Deben ser los grillos en los bosques, señora Grace —suspiró—. Ahora deme ese cuchillo o alguien terminará herido.

   —No, no te lo daré, Ciarán y no son grillos —susurró—. Tampoco son moscas comunes, son moscas que buscan la putrefacción, que se alimentan de la carne podrida, de cadáveres.

   Él sabía perfectamente a cuáles se refería, una vez las conoció y desde ese macabro día, jamás logró olvidarlas. Ni mucho menos los vástagos que almacenaban en los cuerpos en descomposición.

   —Señora Grace, deme el cuchillo y debe ir a dormir —entonó firme.

   —¿A dormir, dijiste? No, cielo —ella apretó con mayor fuerza el mango del cuchillo—. El señor de las moscas está afuera y viene por alguien.

   —Señora Grace, por fa- —fue interrumpido por un gran estruendo que provenía del segundo piso, específicamente de una de las habitaciones—. Al parecer, nadie quiere dormir hoy —mencionó sarcástico—. Regresaré, quédese aquí.

   Kalergis avanzó por los largos y estrechos pasillos de Las Camelias hasta llegar a las escaleras. En ese rincón, había un enorme ventanal abierto que dirigía hacia el jardín de la residencia.

   «¿Sara habrá olvidado cerrarlo o alguno de los ancianos fue a caminar?». Él salió a revisar pero solo se halló dentro de la frialdad de la noche. Él caminó más, alcanzando los límites del jardín con los del bosque. Estuvo ahí detenido por unos segundos, contemplando la tenebrosidad causada por la negrura de la atmósfera y grandeza de los vastos árboles perennes. No obstante, escuchó los cientos de zumbidos y la fetidez originada en el exterior: era el Lobo Desollado acechándolo desde las tinieblas.

   Imposible, ¿qué hacía Él en Las Camelias?

   Regresó con prisa a la morada, cerró el ventanal con pestillo y lo cubrió con las cortinas. Estaba aterrado, al borde de la conmoción por haber visto al monstruo a unos míseros metros de él. Su respiración se volvió irregular y pronunciada, imaginó un ataque mortal en su espalda. Sus extremidades temblorosas cedieron, llevándolo al suelo y obligándolo a apoyarse al lado de las cortinas. Si no lo mataba la bestia, lo haría el miedo que recorría sus venas.

   Gracias a su posición, él se percató de unas pisadas de barro que provenían del exterior y continuaban al segundo piso.

   «Bzzzzz», se escuchó tras el ventanal, acompañado del mal olor.

   Una lágrima cayó por su mejilla izquierda al oír como el Gran Morador olfateaba detrás de él. Cubrió su boca y nariz, no quería vomitar ni tampoco revelar su ubicación por sus excesivos gemidos. Pero el humano era morboso por naturaleza, nada podía detener semejante curiosidad enfermiza frente a sucesos horripilantes y retorcidos. Entreabrió un poco la cortina y su ojo izquierdo se encontró con el enorme hocico ensangrentado del Lobo Desollado.

   La bestia lo acechaba, su mirada rojiza y hambrienta de carne humana no paraba de acosar al pobre joven.

   —¡ALÉJ-! —escuchó del segundo piso.

   Ciarán se colocó de pie y corrió en dirección a las escaleras.

   Supo de inmediato que algo malo ocurrió en uno de los dormitorios cuando se dio cuenta que había una puerta medio abierta que liberaba algunas polillas. Según su memoria, pertenecía a Raphael, un anciano enfermo por la contaminación. Él ya no conseguía levantarse sin ayuda y cada noche le hacían tomar una pastilla para dormir.

   Kalergis caminó lentamente, sin ocasionar ningún ruido. En la habitación, un hombre de alta estatura —debía medir mucho más de dos metros— y tapado, evisceraba el cuerpo de Raphael. Uno por uno arrancaba los órganos alquitranados para guardarlos en una bolsa. Y en el otro extremo del cuarto, yacía el cadáver degollado del señor Donald. La sangre de su cuello cercenado se mezclaba con su diarrea en el piso.

   El asesino detuvo su acciones macabras y volteó hacia Ciarán.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top