7. El zorro en el gallinero
Desde que Gunnarsson llegó al orfanato, pensaba cuánto tiempo más podría soportar. Sentía que día tras día su esperanza y bondad se escapaban de sus pensamientos. Sabía que, si prolongaba demasiado su estadía en Salamanka, olvidaría la persona amable que fue. El odio y la amargura lo consumirían hasta a moldearlo en un adulto cruel y despiadado.
No quería ese futuro tan desolador para él y la única manera de detenerlo, era huir.
Pasó una pésima noche por lo acontecido con Puffy la perrita y ahora, estaba de pie en una fila formada por Hidalgo, Rhodes y Durand. A su lado se encontraba Pumpkin, ella veía el suelo, no se atrevía enfocar su mirada en los cuidadores. Tiritaba del miedo, supuso que por su expresión algo muy malo se avecinaba. Los demás rostros no se diferenciaban, ellos también temblaban por el pavor que les causaban aquellos semblantes sanguinarios. Quería preguntar pero iba a perder el tiempo, era obvio lo que iba a suceder.
Hidalgo fue el primero en hablar y revelar sus verdaderas intenciones ante el público infantil. Cerca de él, tenía a un muchacho amarrado con un cono en la cabeza.
¿Cómo nadie trataba de evitar lo que planeaban? Gunnarsson mordió sus labios, el cólera se estaba apoderando de su cuerpo. Odiaba a Hidalgo, Durand y Rhodes, les deseaba el peor destino.
Ansiaba asesinarlos, ver sus cabezas explotar y usar sus miserables intestinos como serpentinas en una celebración por sus asquerosas muertes.
Imaginar aquel hermoso escenario le hizo sonreír.
—Primero Jeremie y luego Patch, ¿quién será el siguiente, niños? —entonó Hidalgo.
«¿Patch? Ese tipo, Stellan... él debió matarlo», pensó Gunnarsson alarmado.
—¿En serio nadie sabe nada sobre ellos?
—No responderán, Owen —dijo Durand—. Son unas malditas cucarachas.
—Han desaparecido dos niños en una misma semana, ¿acaso creen que eso es normal?
Claro, normal era que, las personas que se autoproclamaban como cuidadores, actuaran como verdugos.
—Solo están preguntando porque reciben dinero por nosotros —murmuró Bert.
—Dos subvenciones restadas...
—Exacto, Gust.
Hidalgo se cansó de la nula reacción por parte de los huérfanos, continuó con su siguiente plan. Él posicionó al muchacho con el cono frente a todos los espectadores. Según Hidalgo, cuando la educación no funcionaba, el miedo y la violencia eran las mejores opciones para obtener excelentes resultados en correcciones conductuales. Él guió al joven a la habitación del castigo y en ese diminuto lugar, lo empujó para encerrarlo.
—Cada uno de ustedes pasará una noche aquí hasta que digan la verdad sobre Jeremie y Patch, ¿me entendieron?
Ninguno fue capaz de hablar, ni siquiera tuvieron el valor de devolverles la mirada; incluso, uno de los más pequeños se orinó por el terror que le infundían esos adultos.
—Y esto no acaba aquí, malditas cucarachas.
Margot Durand tomó un balde que tenía a su lado y roció su contenido por las grietas de la habitación del castigo. Era una mezcla de heces, orina, agujas e insectos. El prisionero no logró gritar —su boca estaba tapada pero se oían gemidos que trataban de salir—, solo intentó sacudirse pese a estar amarrado.
—Y recuerden, todos pasarán por aquí —rió Hidalgo—, mañana le tocará a Pumpkin.
Gunnarsson observó a la joven y se percató que se encontraba en blanco, absolutamente petrificada.
¿En serio permitiría que su única amiga fuera torturada?
Transcurrieron las horas en Salamanka, Gunnarsson no se presentó a las clases, tampoco a sus quehaceres rutinarios. Él se mantuvo escondido en los jardines traseros, observaba el bosque. Pensaba en cómo ayudar a Pumpkin pero ninguna idea le convencía lo suficiente. ¿Decir la verdad? Nadie quería a los soplones. ¿Mentir? Lo sabrían y el castigo sería doble para ambos. ¿Esconderla? Solo retrasaría lo inevitable. ¿Matar a los cuidadores? Por lejos la mejor opción pero dentro de todas, la más fantasiosa.
La tarde bajaba en el orfanato, venía acompañada de un filtro anaranjado para aclarar los rostros cadavéricos de los huérfanos.
—¡Aquí está el caballero de la armadura roja! —era uno de los niños de bosque colorido.
—¡Estamos para ayudarlo, caballero de la armadura roja! ¡Tú nos ayudaste a retirar la maldición de nuestro reino! —entonó el grupo.
—¿E-eh? —supuso que se referían a la limpieza que empleó junto a Ciarán.
—Savarás el deino de Salamanka —dijo él más pequeñito.
Gunnarsson se sentía confundido, ¿qué trataban de hacer? Habían cambiado la estética de sus máscaras, todos se veían como diminutos caballeros de la alta fantasía.
—Caballero de la armadura roja, nosotros somos muy débiles para esta misión pero tú no, ¡eres el indicado!
—Niños, hace frío aquí, si quieren los acompaño a jugar adentro —él se colocó de pie.
—¡Silencio, caballero de la armadura roja!
Gunnarsson sonrió, amaba a esos niños traviesos.
—Te conseguimos una nueva armadura y una espada —ellos le pasaron un hacha y una máscara hecha de cartón pintada con una tonalidad plateada—. Ahora escúchanos: cuando veas al gran dragón negro en el cielo, será tu oportunidad de destruir la fortaleza del enemigo, ¿entendido?
—Dragón negro... Fortaleza del enemigo —repitió.
Ellos se referían a la habitación del castigo pero ¿el dragón negro?, ¿qué significaba?
—Entiendo la fortaleza del enemigo per- —fue interrumpido por uno de los niños.
—¡No más preguntas, debemos ir a soltar al gran dragón negro!
El grupo de minúsculos caballeros se marchó, tenían prisa por lo que pudo notar.
Gunnarsson tomó la máscara y el hacha. «¿De dónde lo habrán sacado?», se preguntó mientras veía el filo de la herramienta.
No importaba la respuesta, ahora debía posicionarse para que la misión fuera un éxito.
Él se ocultó en un arbusto que tuviera acceso hacia el cielo y a la habitación del castigo. «Espero que esto funcione... Estoy tan mal mentalmente que le hice caso a unos pobres niños», se dijo inquieto. Las manos le temblaban, el corazón le llegaba hasta golpear las costillas y por su frente, bajaba un riachuelo de sudor.
«¿Cuánto más tendré que estar así?», apretó el hacha contra su pecho.
Y en la altura, en el vasto cielo de Salamanka, apareció el mítico dragón negro para avisarle que era la instancia para luchar: los niños habían incendiado algo cerca de la entrada del orfanato.
—¡Fuego! ¡Fuego! —escuchó desde las instalaciones.
Gunnarsson corrió con absoluta celeridad dado que cada segundo era valioso.
—¡Trataré de no lastimarte! —gritó el muchacho y dio el primer hachazo.
Gracias al clima lluvioso y húmedo, la madera comenzó a ceder fácilmente ante la violencia de la herramienta. Su objetivo era dejar inutilizable la habitación del castigo. Juró que Pumpkin y ningún niño más volvería a entrar o al menos, en un buen tiempo. En su interior, notó porque todos le temían: el hedor era insoportable y las minúsculas proporciones con clavos oxidados causaban claustrofobia.
Antes de darle una última estocada y sepultar esa tortura, arrastró al prisionero hacia el exterior.
—Espera —le dijo.
Con la ira fluyendo por sus venas, le proporcionó el último golpe a la habitación del castigo: se redujo a escombros que guardaban horribles memorias.
Ahora, era momento de escapar.
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