3. Los niños fantasmas


Ambos adolescentes regresaron a la habitación para buscar refugio ante aquellos lunáticos.

   Bert se hallaba en el cuarto, acostado leyendo un libro pero dejó su lectura al instante de ver los rostros de sus compañeros. Al igual que Gunnarsson, era de los que trataba de no interferir en los problemas de los demás; sin embargo, dentro de su espíritu deteriorado, aún quedaba empatía.

   —¡¿Qué ocurrió?!

   —F-f-fue La-a-a Cast-t-ta Des-s-s-sollada, Be-e-ert.

   —¡ESOS HIJOS DE PUT-! —tosió Gunnarsson.

   —Así que era verdad...

   —¿VERDAD QUÉ, BERT?

   —Han crecido demasiado —pausó—. Al inicio, eran solo unos niños pero...

   —¡¿PERO QUÉ?! ¡HABLA, BERT!

   —Cole, un chico que conozco, me dijo que La Casta Desollada quiere mandar en el orfanato. Hacer sus propias reglas y bueno... Supongo que hacer cosas de cultos. No te molestes en preguntarme quién es el líder, no lo sé...

   —Bert, escúchame —se recostó en su cama y acariciaba su cabeza por un fuerte dolor que experimentaba—, ellos mataron a un huérfano frente a nosotros, ¡le arrancaron partes de su piel y se lo dieron al Lobo Desollado! ¡Este lugar está maldito!

   Bert se mantuvo callado, no tuvo el valor para responderle y solo porque él estaba en Salamanka desde que tenía trece años: sus padres murieron en un accidente automovilístico. En el orfanato, había sufrido toda clase de vejamen, lo que provocó heridas sin sanar. Muchas veces pensó en el suicidio pero creía que, en algún momento de su corta vida, el dolor se marcharía y él podría ser feliz. No obstante, pasaba el tiempo y esa felicidad no parecía asomarse ni siquiera para entregarle una pequeña sonrisa.

   Bert miró sus manos, se veían rotas y agrietadas por los fuertes desinfectantes que usaba en la limpieza del orfanato y concluyó que de esa manera debía verse su alma.

   Él se sentía profundamente entristecido y situaciones así le hacían peor.

   —Yo no sé ustedes, pero me iré de aquí en unos meses.

   —Lo dices muy fácil, Agust.

   —Dime Gust, nadie me llamaba así, Bert —calló por unos breves segundos—. Y lo haré, me marcharé de este maldito orfanato.

   —¿A dónde?

   —A Auriga... Al fin y al cabo, ese iba ser mi plan cuando falleciera mi madre —suspiró frustrado.

   —Es demasiado lejos de aquí, Gust.

   —Iré al pueblo que me mencionaste y trabajaré, Bert.

   —No es tan sencillo, si los cuidadores saben que te has estado escapando te drogarán y te encerrarán en el cuarto de los castigos.

   —¡¿Y ahora lo dices, Bert?! Tsk...

   —P-p-p-puedes sa-a-a-alir l-l-los fin d-d-e semana —agregó Pumpkin—. No ha-a-ay ta-a-anta seg-g-guridad en es-s-sos días.

   —Perfecto, entonces eso haré —concluyó Agust.

   Gunnarsson estaba decidido: juntar todo el dinero posible y largarse antes que La Casta Desollada tomara por completo el orfanato.

   Pasaron unos días desde el incidente con el culto del Lobo Desollado y Gunnarsson cada vez se adentraba más a la crueldad de Salamanka. Ni siquiera había cumplido una semana y en su interior ya tenía normalizado el infierno del lugar. Rostros entristecidos, maltratados, cadavéricos, despiadados y sin emociones: esa era la realidad que tuvo que aceptar.

   Como era de costumbre, una tarde fue enviado a limpiar pero no al exterior, si no que unas instalaciones del orfanato. Recordó cuando llegó, absolutamente pasmado por la muerte de su madre. Pensaba en ella mientras fregaba esos pasillos oscuros por falta de luz, la extrañaba tanto. Trataba de no rememorar su imagen enfermiza ni mucho menos asesinada, su mente recreaba los momentos de felicidad que pasó junto a ella y su padre. Y gracias a esa lamentable añoranza, unas lágrimas descendieron por sus mejillas. «Intentaré ser fuerte... pero es difícil sin ustedes», se dijo llorando.

   Escuchó los chillidos de una perra, sabía que en Salamanka tenían una mascota pero nunca la veía.

   Esperaba que no fuera nada grave.

   —Ciarán, gracias por ayudarme —oyó desde una esquina cercana al adolescente—. Prometo pagártelo con una salida.

   Un hombre con bata blanca caminó entorno a Gunnarsson, usaba un antifaz de un pájaro negro. Él lo miró y suspiró desdichado, luego se le escuchó murmurar: «Pobres huérfanos». El muchacho no dijo nada, solo se dedicó a secar sus sollozos con las mangas de su abrigo carmesí.

   Gunnarsson sintió curiosidad, ¿por qué usaba un antifaz? A diferencia de los que utilizaba La Casta Desollada, la del hombre parecía más amigable.

   «Sala Bosque Colorido», decía un cartel colocado en la habitación que salió el sujeto. Esperaba no incumplir ninguna regla no escrita del orfanato por abrir puertas sin permiso. En aquella sala, había un grupo de niños tapados con máscaras que jugaban, miraban por sus ventanas o estaban acostados en sus camitas mientras dibujaban.

   —¿Necesitas algo? —le preguntó un joven rubio que limpiaba el vómito de uno de los huérfanos.

   —Vengo a ayudarte, me mandó la señora Susana —mintió.

   Obviamente no le iba a decir que entró por mera curiosidad.

   —Muchas gracias.

   —Soy Agust Gunnarsson, dime Gust.

   —Ciarán Kalergis —respondió pétreo.

   Kalergis debía ser un trabajador de Salamanka, aunque con sus rasgos andrógenos juveniles y gran ojo turquesa —el derecho se encontraba tapado por un parche ocular negro— lucía como otro huérfano más. Él llevaba un abrigo negro degastado con bordes blancos y polainas blancas sobre un pantalón oscuro.

   —Disculpa la pregunta pero ¿por qué todos los niños usan máscaras?

   —Las cubren porque tienen quemaduras o malformaciones, la mayoría fue abandonado a propósito —pausó—. ¿Lograste ver al hombre con bata blanca?

   —Sí —contestó mientras barría el suelo.

   —Él es el doctor Schwarzerrabe, viene tres veces a la semana a revisarlos porque los niños tienen una salud complicada. Muchos de aquí no salen a los patios, viven su mundo de fantasía en completa soledad.

   —¿Y tú qué haces en Salamanka, Ciarán?

   —Me dedico principalmente a la jardinería pero también vengo a verlos —él le sonrió a un niño que lo miraba con suma atención—. La señora Olga, la enfermera, prefiere estar haciendo «otras cosas» con Hidalgo...

   —Creo que hasta ahora, eso es lo más asqueroso que he escuchado en Salamanka.

   —Pienso lo mismo.

   El trasfondo de esas pequeñas caritas cubiertas le pareció algo tan cruel y triste: eran muy pequeños para conocer la soledad. Gunnarsson se sintió tremendamente conmovido; de hecho, se le hizo imposible no seguir los juegos de los huérfanos, incluso limpiando el desastre del lugar.

   Ambos asearon a la perfección la sala Bosque Colorido, ya no hedía a vómito, orina o excrementos. Antes de marcharse, los niños le agradecieron por su gran dedicación y le prometieron devolverle el favor.

   Gunnarsson se sentía feliz por su labor, aunque haya sido una mentira de un comienzo.

   Por primera vez, experimentó paz en el orfanato.  

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